Capítulo 18

Al día siguiente, Víctor se levantó temprano para tomar el tren hacia Aranjuez. Se alegraba de que el tórrido estío hubiera finalizado, pues no conseguía adaptarse a las altas temperaturas del Madrid veraniego tras su paso por Oviedo y Figueras. Salió de la estación de Atocha, que con sus dos construcciones era conocida como «el Embarcadero», e hizo el trayecto entre Madrid y Aranjuez embebido en sus pensamientos. No podía evitar volver una y otra vez a los dos casos que le mantenían ocupado. Recordó la fiesta de la noche anterior y sintió una intensa punzada de indignación al recordar a Gerardo de La Calle, un tipo ruin y sin escrúpulos que había destrozado la vida de una joven honrada. Presentía que aquel crápula era su hombre.

En el vagón con asientos corridos de madera, un par de paisanos de los que llamaban trajineros, que acudían a los pueblos a vender quincalla, hilos, cordeles y artículos de mercería, departían con dos mujeres sobre los últimos sucesos. La gente hervía de indignación por el secuestro de don Juán Aurioles y Aurioles, que al parecer había sido liberado en la provincia de Granada tras ser raptado en Cádiz hacía ya seis meses por tres hombres con el rostro oculto con un pañuelo encarnado. Nada menos que seis largos meses había sido retenido por aquellos bandidos en una cueva inmunda, para ser soltado tras el pago realizado por la familia. Los allegados de don Juan negaban haber pagado, claro. Los bandidos le habían dado dinero para el tren y el hombre había emprendido camino a casa, pero al llegar a la estación de ferrocarril de Málaga desfalleció y permanecía como ido por la grave experiencia sufrida.

Víctor se dijo que los caminos de algunas zonas de España no eran ni mucho menos seguros, pues el bandolerismo seguía existiendo y el número de secuestrados comenzaba a alarmar a las autoridades. Eran muchos los que, tras la Guerra de Independencia, se habían acostumbrado a vivir a lo fácil, de la violencia, tirando de navaja o de trabuco para aflojar el bolsillo de los ricos en caminos perdidos. En el norte, algunos de los antiguos guerrilleros habían encontrado acomodo luchando en las filas de don Carlos, pero en el sur el recurso de echarse al monte había resultado lo más fácil para muchos ex combatientes.

Pidió el periódico a los trajineros y le echó un vistazo. Un ladrón había sido detenido en la calle de la Greda número ocho robando ropa blanca. Al verse descubierto atacó con una navaja al portero del inmueble, quien lo redujo a golpes propinados con el palo de su escoba. Después de ser atendido de las contusiones, el detenido había ingresado en prisión. «Cuánto degenerado», pensó Víctor para sus adentros.

Desde luego, su asesino de prostitutas no era el único pervertido de Madrid.

Su mente volvió al caso de los Aranda. Una lucecita en el fondo de su cerebro se negaba a cerrarlo. Don Alfredo decía que, desgraciadamente, el caso de los Aranda estaba cerrado. De alguna manera, el padre, don Augusto, había creado tal estado de ánimo y pesar en su desgraciada hija que ésta había terminado por atentar contra la vida de su marido. Seguramente pensaba heredarla tras su ingreso en el manicomio o su ejecución a garrote vil. Al no conseguir su objetivo y comprobar que, además, había arrastrado a Aurora a la locura más absoluta y atroz, don Augusto se había quitado la vida, agobiado por sus múltiples deudas y atormentado por el más aterrador remordimiento. Así pensaban don Alfredo y don Horacio, y fuerza era reconocer que aquel planteamiento del caso no resultaba ni mucho menos descabellado. Era obvio que el patriarca de los Alvear conocía al dedillo la historia de aquella maldita casa y podía perfectamente haber sustraído el libro del cajón de Víctor a través de algún agente sobornado, para hacerlo llegar luego a la biblioteca de la casa de la calle San Nicolás y acrecentar así la leyenda y exonerar a su hija de culpa. Por eso, después de que Víctor quemara el libro, don Augusto volvió a colocar otra copia del ejemplar maldito en su sitio, para sembrar el pánico entre su familia y la servidumbre.

Víctor ya no sabía qué pensar; lo único cierto era que la pobre Aurora languidecía al cuidado de sus tías en Palencia y que su marido, don Donato, había salido a escape de Madrid con la idea de no volver nunca más a la ciudad en la que a punto había estado de perder la vida por dos veces. Todas estas explicaciones parecían la interpretación más racional de aquel extraño caso -y lo más probable era que así fuera-, pero Víctor no terminaba de creer del todo en aquella teoría. No sabía por qué.

Don Alfredo decía que lo hacía para poder estar cerca de Clara, y en parte no le faltaba razón, porque mientras el caso permaneciera abierto, el joven agente tendría la excusa perfecta para poder seguir frecuentando la casa de su amada. Aunque eso ya era cosa del pasado. A pesar de ello, una multitud de interrogantes bullía en la lúcida mente del detective.

¿Por qué dos mujeres habían intentado matar a su marido tras leer el mismo fragmento de La Divina Comedia antes que Aurora? En eso no había intervenido don Augusto. ¿Qué tenían esas malditas palabras? ¿Encerraban quizá algún conjuro u orden que inducía al subconsciente del lector a comportarse como un asesino? La filipina, Genoveva, antigua señora de la casa, practicaba la santería, ¿querría eso decir algo? ¿Tendría algo que ver la historia del holandés con los hechos acaecidos cincuenta años después? ¿Por qué se habían vuelto a repetir los intentos de asesinato con una precisión milimétrica? ¿Quién podía beneficiarse, aparte de don Augusto, de la muerte de su yerno? Recordó la imagen de Aurora en el lecho, presa de un dolor profundo que la atenazaba y le impedía volver en sí. Le recordaba mucho a su hermana Clara. Eran de rostros muy similares aunque quizá Aurora fuese menos agraciada al haber heredado la nariz de su padre menos estilizada que la de doña Ana y Clara. Aurora era de tez más oscura y cabello moreno y ondulado. Debía de ser bella en condiciones normales. Pensó en que la joven había intentado asesinar a su marido comportándose como una posesa. ¿Y si eso mismo pudiera ocurrirle a su amada Clara? ¿No sería algo de familia? Una especie de locura hereditaria. No quiso ni pensar en ello.


Su mente volvió de nuevo al caso de las prostitutas asesinadas. El tal Gerardo de La Calle era un mal bicho, un degenerado que se dedicaba a arruinar la vida de jóvenes indefensas y a malgastar la fortuna de su padre viviendo a todo tren. Además, era un rival peligroso a la hora de ganarse la simpatía de la familia de Clara.

Era zurdo.

¿Estaría su mente atribuyendo a aquel desagradable individuo el papel de asesino para desembarazarse de un competidor amoroso? ¿No sería mejor que abandonara el caso por falta de objetividad? Era obvio que estaba demasiado implicado.

También pensó en la misteriosa anciana extranjera que había llevado a las chicas asesinadas a su perdición. ¿Quién sería? ¿Para quién trabajaría? ¿Cómo podría encontrarla?

El anuncio a gritos del jefe de estación le hizo saber que había llegado a Aranjuez. Bajó del tren y tomó un coche de alquiler que lo llevó de inmediato a una amplia casona situada a las afueras del pueblo, junto a una fresca y hermosa pinada. Allí vivía recluida Milagros, la mujer que diez años antes intentara asesinar a su marido, Benjamín Rodríguez. Había enviado un telegrama la tarde antes, así que lo esperaban cuando llegó. El director de aquel elitista manicomio, llamado eufemísticamente «casa de reposo», salió a recibirle al portal. Era un tipo algo siniestro, alto, delgado y que lucía un fino bigotillo que le daba un aire un tanto ridículo. Dijo llamarse don Nemesio. El rector de aquella pequeña comunidad para ricos desvariados le hizo pasar a su despacho. Tras indicarle que tomara asiento, dijo:

– No sé por qué quiere usted verla; una tomatera de las que tenemos en el huerto le daría más información.

– ¿De veras? -contestó el subinspector haciéndose el sorprendido.

– Pues sí, la mayor parte del tiempo está ida, como ausente, algo así como un vegetal humano, y luego, cuando habla, lo que hace en muy contadas ocasiones, dice sólo incoherencias.

– ¿Como qué?

– No sé, «el libro», «el libro», «flores blancas» o algo así, e «Incógnitus»; eso, eso, sí, «Incógnitus», «Incógnitus», lo dice mucho.

– Vaya.

– A mí, personalmente, cuando está ida (que dicho sea de paso, es la mayor parte del tiempo) me recuerda a una cataléptica que tuve en el sanatorio en que trabajé en Viena, un caso excepcional.

– ¿Podría verla?

– A eso ha venido, ¿no?

– Sí, por supuesto.

– Sígame entonces.

Los dos hombres salieron al jardín por una puerta trasera de la casona. Tras bajar unos peldaños se accedía a un sendero jalonado por centenarios pinos que desembocaba en un huerto o jardín donde unos diez chiflados se afanaban en sus locuras, vigilados por tres enfermeras vestidas de blanco. Había macetas aquí y allá, casi todas a reventar de geranios rojos y rosas.

– El trabajo en el huerto les relaja mucho -aclaró el director-. Nuestros internos pertenecen a las mejores familias, así que empleamos los métodos más modernos y menos cruentos para mantenerlos en buen estado.

– Ya; ¿y ella?

– Allí -señaló don Nemesio.

Víctor se acercó al fondo del huerto, donde, bajo un limonero, se hallaba sentada en una silla de ruedas una mujer de mediana edad. Permanecía ausente, con la mirada perdida en el infinito, inmersa en su propia locura. El joven detective pensó que aquella dama debió de ser bella y sintió lástima por ella y por sus hijos. Pasó la mano por delante de sus ojos sin obtener respuesta alguna.

– ¿Ve? Se lo dije – comentó el director del centro.

– Incógnitus -dijo Víctor.

Al escuchar esa palabra, ella dirigió la mirada al agente sin girar la cabeza, lo observó por unos segundos con los mismos ojos que Aurora y se perdió de nuevo en su locura.

– Milagros. ¡Milagros! Vaya. No reacciona, no. Ya he visto todo lo que tenía que ver, muchas gracias.

Víctor estrechó la mano de don Nemesio, quien pareció lamentar que se acabara aquella visita. El policía subió al coche de caballos hundido. Se sentía impotente para sacar a aquellas dos mujeres de la locura. ¿Qué extraño brebaje les habían dado? ¿Y quién lo habría hecho? ¿Estarían sus mentes dañadas irreversiblemente?


Comió en Aranjuez y cuando llegó a Madrid eran ya las seis de la tarde. Un impulso le hizo tomar un coche y dirigirse a la calle de Santa Isabel, a casa de los Alvear. Cuando llegó, entregó su tarjeta a la criada y, tras esperar unos minutos, vio a Gerardo de La Calle que salía del saloncito que había junto al patio interior. Sintió que le invadía una oleada de indignación.

– ¡Hombre, el abnegado sabueso! -exclamó el otro con tono socarrón.

– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó Víctor de muy malos modos.

– He venido a dar el pésame a las damas por el fallecimiento de don Augusto. Estaba de viaje cuando el funeral.

– Aléjese de ellas.

– Le conozco a usted del Prado, me fijo de sobra en mis competidores, y rondaba usted siempre alrededor de Clara y su familia. Créame, de los pretendientes de la joven es usted el más pobretón, así que hágame caso y échese a un lado; no puede jugar con los mejores.

– No se acerque a ella, se lo advierto.

– No sea impertinente, buen hombre. Ella está por encima de sus posibilidades. Es una joven deliciosa. Casi la había olvidado, pero al verle a usted en el baile la recordé; tendré que agradecérselo a usted. En fin, supongo que será otra conquista más para la colección -concluyó con una horrible sonrisa don Gerardo.

Víctor tuvo que controlarse al pensar en la sola posibilidad de que aquel mal bicho hiciera con Clara lo mismo que con la hija de don Cosme. Sintió que la ira crecía en su interior. Miró con aire fiero al aristócrata y contestó:

– Don Gerardo, me consta que ha ido usted muy lejos y que ha infringido la ley. Y lo voy a demostrar.

– Tenga cuidado con lo que dice y piense muy bien con quién se mete o es posible que termine de agente uniformado en Marruecos -contestó De La Calle, que, tras bufar como un gato, salió de la casa.

Víctor fue conducido entonces al saloncito. Allí se encontró con doña Ana y con Clara, ambas vestidas de negro y enfrascadas en unos bordados que a él le parecieron complejos y elaborados. Recordó a su madre al verlas coser.

– ¡Don Víctor! -saludó doña Ana levantándose para darle la bienvenida-. ¿Cómo usted por aquí?

El joven policía observó que las mejillas de Clara se teñían de cierto rubor.

– Quería hablar con ustedes. Disculpen que no haya avisado antes, pero se me ocurrió de pronto la idea de visitarlas.

– Las visitas son bienvenidas y la suya, más aún. Suponen una distracción -contestó doña Ana-. Pero siéntese, siéntese.

– Ya no viene usted nunca a vernos -intervino Clara en un claro reproche que agradó al detective.

– Sólo tienen ustedes que decirme cuándo quieren que venga y aquí estaré a su disposición.

– ¿Y bien? -dijo la madre de Clara-. ¿Qué le trae por aquí?

– Quería decirles que sigo investigando el caso. No creo que don Augusto…, al menos, no él solo… Pienso que aquí hay algo más.

– Es usted el único que cree en la inocencia de mi marido -agradeció doña Ana visiblemente halagada.

– Me temo que así es. Hoy he visitado a la otra joven que habitó la casa, ya saben, Milagros, la que también atacó a su marido. Considero que ha quedado en la misma situación que Aurora.

– ¡Pobrecilla! -lamentó Clara.

– Creo que debieron de darles alguna droga o algo parecido. Tuvo que ser algo fuerte, muy fuerte, lo suficiente como para alterar su conciencia y hacer que perdieran el dominio de su propia voluntad.

– ¿Y sabe usted qué droga es ésa? -quiso saber doña Ana.

– No, pero si doy con los desalmados que lo han hecho podríamos saberlo. ¿Qué noticias tienen de Aurora?

– Sigue igual.

– Vaya, lo siento. ¿Y de don Donato?

Doña Ana Escurza, muy seria, contestó:

– Su abogado vino a verme ayer. Hemos llegado a un acuerdo. No sé si sabe usted que mi marido percibió un dinero…

– Conozco los detalles.

– Mejor; pues don Donato va a solicitar la nulidad matrimonial, así que hemos tenido que devolver dicha suma. Él, a su vez, nos ha devuelto la casa que mi marido le entregó. Ahora está a mi nombre. ¡Menudo regalo!

– Vaya. ¿La han cerrado?

– No; la escasa servidumbre que la atiende sigue allí. Intentaremos venderla.

Clara añadió:

– Pero es muy difícil que alguien la compre. Todo Madrid sabe lo que ha ocurrido y la leyenda parece más viva que nunca.

– Difícil situación.

– Sí, nos vemos en una posición un tanto delicada.

– Si me necesitan, las ayudaré en lo que me permitan mis modestas posibilidades.

– Gracias por su ofrecimiento, pero ya veremos cómo arreglamos esto. Hace un momento, otro joven se ha ofrecido también.

– Gerardo de La Calle.

– El mismo; ¿lo conoce?

– No todo lo bien que quisiera, miren, no quisiera meterme donde no me llaman, pero me siento en parte responsable de ustedes por lo ocurrido con don Augusto, así que les diré que tengan cuidado con ese hombre, don Gerardo. Prométanmelo, por favor.

Las dos damas asintieron, un tanto intrigadas con el comportamiento del policía.

– Sé que les puede sonar extraño esto que acabo de decirles, pero, por favor, confíen en mí.

– Lo haremos, descuide -dijo doña Ana-. Y ahora, tengo que ir un momento a dar unas instrucciones a la cocinera. Y usted, joven, quédese, quédese un rato y distráigame un poco a Clara, ¡le hace tanta falta!

Doña Ana salió del saloncito dejándole a solas con su amada. ¡No podía creerlo! La señora de la casa le hacía un gran honor confiando en él de aquella manera. Pensó que debía aprovechar la ocasión para hablar con Clara, conocerla mejor, saber cómo se sentía… Le pareció haber visto una mirada cómplice entre la madre y la hija cuando doña Ana salía del cuarto, pero al momento se dijo que aquello eran imaginaciones suyas; ¿cómo iba Clara Alvear a sentirse interesada por él, un «pelagatos» del barrio de La Latina?; y, lo más importante, ¿cómo iba a consentir doña Ana Escurza que su hija pelara la pava con alguien como él? Aunque eso era lo que parecía haber ocurrido. Se puso nervioso. Le sudaban las manos. En aquel momento reparó por primera vez en los últimos meses en que, realmente, se había enamorado. Su compañero, Blázquez, siempre le decía que parecía algo frío, distante, e insistía en que debía dejarse llevar un poco, «parecer más humano».

No advertía en que aquélla era una actitud premeditada por su parte, una manera de impresionar a los demás, de crear una barrera invisible que impidiera que le hiciesen daño. En el fondo continuaba siendo el pobre muchacho indefenso que llegara a Madrid y que tuvo que luchar mucho para sobrevivir en un mundo duro y hostil. No entraba en sus planes enamorarse. Ni de Clara ni de nadie. ¿Cómo había ocurrido? Todo había sucedido de manera natural, como si las cosas estuvieran escritas así desde siempre. Tenía que esforzarse y no dejarse abatir por los convencionalismos sociales. Había que cambiar aquel mundo.

– ¿Y bien? -dijo Clara con aire divertido, sacándolo de su bloqueo mental.

– ¿Sí?

– ¿No va usted a contarme nada? Apenas hago vida social por el luto.

– Ah, sí, claro, claro… -contestó, mientras pensaba en qué contar a la joven-. El otro día fui a una fiesta, bueno, un baile, en el Palacio de Liria.

– Lo sé.

– ¿Cómo? -repuso asombrado.

– Mis amigas me contaron hasta el más mínimo detalle de todo lo que se vio y se dijo. Una joven no puede perderse en modo alguno algo así. Me dicen que causó usted cierto revuelo.

– ¿Yo? ¡Qué va! -denegó Víctor sonriente.

– Sí, sí, me consta que llamó usted mucho la atención entre las jovencitas.

– No crea lo que le dicen. En cuanto se enteraban de que soy un simple policía, perdían el interés inmediatamente.

Ella rió divertida.

– Sí, la gente bien es así. No se lo tome usted a mal pero todas esas jóvenes buscan hacer buenos casamientos con gente de su condición.

– Ya, ya, me hago cargo. ¿Y usted?

– ¿Yo?

– Sí; ¿piensa usted casarse con alguien de alcurnia?

Clara rió la ocurrencia del policía.

– ¿Me está interrogando usted, subinspector?

– Puede que así sea.

– ¿Y qué hará conmigo si no le gusta la respuesta, detenerme? -repuso ella con un inequívoco brillo en los ojos.

– Quizá. Conteste a la pregunta.

– Y usted, ¿se casaría con una joven que no fuera de su clase?

– Yo he preguntado primero. Además, es de mala educación contestar a una pregunta con otra.

La chica permaneció pensativa por un instante; parecía divertida y miraba a los ojos al subinspector. Al fin habló:

– Puede que si cierto joven me lo pidiera…, tal vez sí.

– ¿Y su familia?

– Yo no soy Aurora. Ya advertí a mi padre que no me vendería como si fuera una finca. Él sabía que no podría casarme contra mi voluntad. Le dije que si me prometía con alguien que me desagradara, me mataba al instante. Además, después de lo ocurrido con mi hermana no permitiría que nadie me hiciera lo mismo por nada del mundo.

– Clara, es usted muy valiente y decidida para…

– ¿Para ser una mujer?

– Para ser tan joven.

– No es cuestión de edad o sexo, sino de carácter. Yo no pienso dejar que me traten como una posesión más de la familia. No soy un cerdo que se vende en el mercado de los jueves.

– Daría lo que fuera por ser ese joven del que usted hablaba -se escuchó el policía decir a sí mismo.

¡Hacía falta ser estúpido!

Ella pareció halagada.

Los dos se quedaron mirándose a los ojos por unos instantes que se hacían eternos. Estaban sentados el uno frente al otro y sus rodillas casi se tocaban. Víctor sintió como si una fuerza lo acercara al rostro de Clara. Era una fuerza invisible pero intensa que lo controlaba como si fuera un muñeco. Justo cuando los labios de ambos se iban a encontrar se abrió la puerta y los dos saltaron hacia atrás en sus asientos. Entró una criada joven, que con una sonrisa pícara anunció:

– Doña Ana dice que se queda usted a cenar.

– No, no…

Clara miró a la sirvienta y decidió:

– Consuelo, dile a mi madre que Víctor acepta encantado.

El subinspector no supo qué contestar. Los dos jóvenes quedaron a solas de nuevo.

– Sobre lo que ha ocurrido hace un instante… -empezó Víctor.

– Lo lamenta, ¿verdad?

– Sí; bueno, ¡no, no! No lo lamento, en absoluto. No me malinterprete, pero yo…, mis intenciones con respecto a usted…

– ¿Le parece que nos tuteemos, Víctor?

– Sí, claro -asintió él tragando saliva. Aquello iba muy rápido y sentía que estaba perdiendo el control de la situación. Siempre que estaba en presencia de Clara le ocurría lo mismo-. Yo, Clara…

– ¿Sí?

– Sobre lo que pasó antes quiero que sepa…

– Que sepas.

– Eso, eso, perdone; digo, perdona, Clara. Me gustaría que supieras que mis intenciones en relación a ti son honestas. Yo, en fin, sólo soy un pobre policía y no debería ni siquiera decirte que…

– ¿Qué?

El joven se armó de valor y dijo de carrerilla:

– Que te conozco desde hace tiempo y te miraba paseando por el Prado cada tarde. Te veía como se ve a una estrella lejana que ni sabe de nuestra existencia, pero soñaba con conocerte y gracias a este caso desgraciado pude hacerlo.

– Ya lo sé.

– ¿Que ya lo sabes?

– Sí, sabía que me pretendías; mi aya, Magdalena, me hizo notar tu presencia una tarde y desde entonces siempre te veía paseando cerca de mí y de mi familia.

Víctor no salía de su asombro. Sintió que hasta se ruborizaba.

– Por eso el primer día que te vi en casa de Aurora, hiciste un gesto.

– Sí, claro, te reconocí al instante, pero no sabía que eras policía.

– Ya. A veces quisiera ser millonario para…

– Estás muy bien así, créeme. Las cosas no son tan sencillas.

– Clara, yo haría lo que fuera por ti.

– Lo sé, Víctor, lo sé.

– Siento tanto lo que ha pasado con tu familia… ¡Si pudiera hacer algo para que todas estas desgracias no hubieran ocurrido…!

– Nadie ha podido evitarlo. No te negaré que a veces me siento desfallecer, pero debo ser fuerte por mi madre. Estamos solas, Víctor, y eso resulta duro, muy duro.

– Me tienes a mí.

En ese momento se volvió a abrir la puerta y entró doña Ana Escurza.

– La cena está servida -dijo para que la siguieran.

En contra de lo que temía, Víctor se sintió cómodo a la mesa de las Alvear. La cena fue sencilla y el ambiente distendido. Clara le preguntó sobre el caso y él les contó todo lo que sabía sobre el Indiano y su extraña historia, les narró lo sucedido con el holandés y les explicó, en general, todo lo que había averiguado sobre el asunto. Las dos mujeres parecían fascinadas. ¿Podría aquel joven sacar a Aurora del estado en que se hallaba? Ambas se mostraban ilusionadas al respecto. Demasiado quizá.

Luego le preguntaron más cosas acerca de su trabajo. Cómo todos los profanos en la materia, se interesaban principalmente por las situaciones de peligro que había vivido, por las aventuras y hazañas del joven policía.

Clara resultó ser muy aficionada a todo lo policíaco y lo interrogó a fondo sobre el caso de las prostitutas asesinadas. Llevado por la confianza, les contó por encima lo que había averiguado y ambas mujeres se mostraron consternadas al conocer la historia de María de los Ángeles de Pelayo. Les pareció abominable la actuación de don Gerardo, así que el detective pensó que podía sentirse tranquilo respecto a aquel petimetre engreído. No podía creer en su suerte, la historia de aquel mezquino barrigón le salió así, de manera natural. Tomaron café y desgranaron en la sobremesa las claves de aquel caso. Fue entonces cuando Clara lo sorprendió diciendo:

– ¿Y no piensas que quizá te has equivocado centrándote en la única víctima decente de ese desalmado?

– ¿Cómo?

– Sí; ¿no crees que hubiera sido más efectivo fijarte en la víctima que más información podría darte sobre el asesino?

– ¿Y cuál es ésa, si puede saberse?

– La primera -afirmó resuelta la joven-. Creo que es de lógica pensar que la primera víctima te dará la clave. Supongo que los asesinos cometen más errores cuando son novatos y, además, seguro que empezó por alguien a quien conocía. Investiga a la primera asesinada y tendrás a tu hombre.

Víctor se quedó pensativo y boquiabierto. Claro, era obvio. ¿Cómo no se le había ocurrido? Pensó que aquella joven era el ser más maravilloso que había conocido. Su razonamiento era de lo más lógico, y no perdía nada por investigar a fondo las circunstancias de la primera muerta. Al parecer se había enamorado de una joven de armas tomar, y aquello le gustaba. Ella sonreía divertida. A veces le daba la sensación de que jugaba con él, que se anticipaba a sus pensamientos. Clara Alvear no era una joven casadera al uso, una chica bien educada en el extranjero que ansiaba casarse, bordar y tener hijos. Era inteligente, despierta, le gustaba leer como a él y su espíritu parecía indómito. Decididamente le gustaba Clara.

Cuando salió de casa de los Alvear era medianoche. Le parecía estar flotando.

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