Capítulo 25

– Sí -dijo sonriente don Bernabé de La Calle -. Esa máscara es de látex, una innovación que trajo de Sudamérica don Alberto. Es el producto de un árbol que llaman Hevea Brasiliensis y si se dispone sobre la piel, pasados unos minutos se seca adquiriendo una textura similar a la del tejido humano. Fascinante, ¿verdad?

– ¡Usted!

Don Bernabé estalló en una risotada de loco.

– ¡Sí, yo! Ja, ja, ja, ja… Sorprendido, ¿verdad?

– Pero su hijo…

– Mi hijo era un imbécil que al final resultó molesto. ¡Andando, suba las escaleras!

Víctor tiró la vela a un lado y se lanzó ágilmente hacia la derecha. Sonó un disparo y vio el fogonazo generado por el mismo, a la vez que sentía una quemazón en el brazo. Gritó de dolor. Antes de que pudiera rehacerse, notó que le golpeaban en la cabeza.


Cuando despertó se vio atado a una elegante silla en el comedor favorito del conde del Razes situado en el primer piso de la mansión. Frente a él, don Bernabé fumaba un cigarro cubano y exhalaba anillos de humo con aire relajado. Sobre la inmensa mesa, un candelabro con apenas tres velas encendidas, que iluminaba tristemente la espaciosa estancia.

– Hombre, ha vuelto usted a este mundo.

Víctor emitió un gemido de dolor y se miró el brazo. Su agresor le había quitado la chaqueta y observó que tenía la camisa arremangada y manchada de sangre. Un sucinto vendaje le cubría el miembro herido.

– He tenido que hacerle un torniquete. Casi se me desangra.

– ¿Y Lola?

– ¿Lola? ¡Ah, sí, la puta! ¿Qué más da? -repuso aquel loco con tono asqueado.

– ¡Miserable!

– Ahorre fuerzas y no se me indigne tanto, joven -aconsejó el otro apagando el cigarro-. Le harán falta. Ha resultado usted un rival demasiado fácil y previsible, aunque debo reconocer que no esperaba esta irrupción suya. De hecho, ya nos había fastidiado un poco con lo de mi hijo, pero…

– ¿Su hijo no era el loco?

– ¿Mi hijo un asesino? -Don Bernabé volvió a reír como un auténtico demente-. No, hombre. Mi Gerardo era un pequeño sádico, pero en la vida hubiera tenido agallas para matar a nadie. ¡Menudo cabestro! No era digno de mí, la verdad es que no lamenté tener que matarlo.

– ¿Usted mató a su hijo? -se asombró Víctor; aquello le sobrepasaba.

– Claro -ratificó el aristócrata muy sereno-. Se acercó mucho a nosotros y tuve que deshacerme de él.

– ¿Nosotros?

Don Bernabé miró de reojo con aire divertido al detective.

– Sí, nosotros. Pero ¿en qué mundo vives, hijo? Me permitirás que te tutee, ¿no? Pero ¡qué tontería! ¿Qué hago pidiéndote permiso? Estás en mis manos.

– ¿Don Alberto sabe que usted…?

– No seas idiota, Víctor.

– Pero usted, ¿cómo…?

– No eres tan bueno como decía don Alberto, hijo mío. Tendré que aclararte las cosas; total, tengo que matarte… ¿Un cigarro? ¿No? Mejor así. A ver, ¿por dónde empiezo…? Sí, claro, por el principio. Bueno, hijo. Tienes delante de ti a un hombre ejemplar. Y digo ejemplar en todos los sentidos. Tengo sesenta y cuatro años y debo decir que llegué a los sesenta sin saber lo que era tener querida, sin haber pisado un prostíbulo y sin haber visto nunca a una corista. Con eso te lo digo todo. Así era yo, un esposo atento y un padre ejemplar. Pero la perdición entró en mi casa, querido Víctor. Y entró en forma de mujer. Un buen día llegó recomendada una joven, Agapita. Quedé prendado de ella. Despertó instintos en mí que siempre habían permanecido dormidos, ocultos, reprimidos. Era un ángel, no lo puedes imaginar. Desde el comienzo albergué hacia ella los más profundos sentimientos, me excitaba, sí, pero la quería. Tenía que ser mía. Sentí que, hasta aquel momento, mi vida había sido algo inútil y fatuo. Sin ella, más me valía morir. Lógicamente, la hice mía. No fue cosa difícil. Una noche me metí en su cuarto y no quiso dar un escándalo. Era una joven preciosa, de hermosos ojos marrones, generosos senos, y ardiente, muy ardiente. Fíjate tú que por aquel entonces, yo, que nunca había osado pensar en cometer delito alguno, comencé a albergar unos deseos incontenibles de eliminar a mi esposa para poder casarme con Agapita. Ridículo, ¿verdad? Pues bien, a punto de matar a mi santa esposa como estuve, descubrí algo que me hizo sentir como el mayor imbécil de todos los que pueblan esta tierra. Una noche que ella no me esperaba, henchido de deseo y ardiendo de fiebre, logré escabullirme de mi palco en la ópera argumentando que me sentía mal. Volví a casa con la secreta intención de estar con ella, sentirla mía y, ¿sabes?, al llegar a la puerta de su cuarto escuché voces… ¡Mi hijo, mi propio hijo estaba con ella! La oí gemir como una perra en celo, y luego hablaron. Yo, sentado en el pasillo del servicio, escuché aquellas palabras reprimiendo los sollozos. Se rió de mí; «viejo chocho», me llamó. Dijo que fingía conmigo, y que soportaba el asco que yo le daba pensando en él, en «su Gerardo». ¡Hijo de puta! Subí a la sala de armas y bajé con una escopeta de caza mayor dispuesto a hacer una carnicería, pero una luz se encendió en mi mente, un no sé qué. Resolví esperar y vengarme en frío. No iba a arruinar mi vida por una criada putón y el botarate de mi hijo. Lógicamente, la eché de casa. Luego resultó que estaba embarazada. ¿Y si era mía aquella criatura? Me sentí morir. La busqué por todas partes como un idiota y no logré dar con ella. Entonces consulté con don Alberto y él me ayudó. Me agradaba su compañía y éramos compañeros de cartas en el casino, sabía que era hombre de mundo, y por eso me puse en sus manos. Yo estaba como loco. Supe por él y sus agentes que estaba hecha una tirada, que hacía la calle… Vamos, lo más bajo. Sentí un dolor insoportable por aquella nueva traición e intenté olvidarla. Pero la cosa fue a peor, Víctor. Un rufián, un diputado…

– Don Arturo.

– Ése. La recogió y le puso casa. Sentí que ardía de celos y rabia. No podía soportarlo. Fui a verla y me humillé. Le pedí de rodillas que volviera conmigo, que me hiciese el amor, que me permitiera ver a mi hijo. Le prometí mi fortuna, dispuesto a sacrificar incluso mi buen nombre. No me importaba ser el hazmerreír de todo Madrid. ¡Y se rió de mí! Me dijo que el crio era de mi hijo y me echó de su casa. Yo no cejé en mi empeño y le pedí una cita una y otra vez, pero ella se negaba. Dejó de contestar a mis notas y amenazó incluso con acudir a la policía. Don Alberto me solucionó el problema, y a través de Helena, caracterizada de vieja, me consiguió una cita. Me la pusieron en bandeja. Yo estaba hecho una furia. Suplicó que la dejara irse, y aquello me excitó aún más. La maté, sí. Y descubrí un mundo de sensaciones que hasta entonces ignoraba. Me sentí joven, omnipotente y poderoso. Puse treinta reales en su bolso como prueba de su traición, y don Alberto y sus sirvientes se encargaron del resto. A partir de ahí quise olvidarlo todo, pero algo había cambiado en mí. Dicen que el perro que prueba la sangre fresca no puede evitar volver a morder, y fue lo que me ocurrió. Cuando volvía de la ópera o de una fiesta, ya de noche, veía a las desgraciadas de Embajadores o de los bajos de Atocha y no podía evitar pensar que eran como ella, ¡unas putas! ¡Putas, putas! -repitió gritando fuera de sí-. Seguro que aquellas furcias habían arruinado la vida de muchos decentes esposos como yo. Tendrían historias como la de Agapita. Oía voces que me decían: «¡Mátalas, mátalas, se lo merecen!»

»Tuve que volver a hacerlo. La segunda vez fue aún mejor, y la tercera, y la cuarta… me sentí el hombre más poderoso y feliz del mundo, ¡un Dios!

– ¿Y por qué mató usted a María de los Ángeles de Pelayo?

– Ah, eso -dijo riendo aquel loco-. Sí, fue una idea brillante de don Alberto. Cuando María de los Ángeles de Pelayo se fue de su casa, don Alberto me hizo ver que era la ocasión perfecta para cargar las culpas sobre mi hijo. Así, si alguna vez alguien se interesaba por mis andanzas, concluiría que dos de las víctimas tenían íntima relación con el idiota de Gerardo y eso equivaldría a un veredicto de culpabilidad. Ese don Alberto es un genio, está a mucha distancia de todos nosotros.

– ¡Qué estúpido fui! -exclamó el subinspector.

No podía creer que don Alberto estuviera metido en algo como aquello, sentía que el suelo se hundía bajo sus pies.

– Tú lo has dicho, querido Víctor, tú lo has dicho, no yo. Bien, ¿hay algo más que quieras saber?

Un ruido de cerrojos que se abrían interrumpió al asesino.

Empuñó el revólver y dijo:

– Vaya, parece que nuestro anfitrión ha vuelto a casa. ¡Alberto, estoy aquí! -gritó.

Al instante resonaron unos pasos. Alguien subía las escaleras. Una luz iluminó el oscuro pasillo. Don Alberto y su criado mulato hicieron su aparición.

– Pero, ¡Bernabé! ¿Qué es esto? -gritó indignado el conde del Razes.

– Alberto, espera…, puedo explicártelo…

– ¿Estás bien, hijo? -preguntó el aristócrata acercándose a su protegido-. ¡Dios mío, estás herido! Quítale las ataduras, Lucas.

– Espera -dijo don Bernabé-. ¿No irás a desatarlo?

– Pues claro. No hay peligro. ¿Y vosotros dos? ¿Es que no os puedo dejar solos ni un momento?

Víctor se sintió aliviado, aunque no sabía exactamente qué estaba ocurriendo entre aquellos dos hombres.

– No ha sido culpa nuestra. Vinieron a buscarte y este entrometido irrumpió por la cocina. No sé cómo lo supo. Ha matado a Helena.

– Ya lo he visto. ¡Qué pena! -espetó irónicamente el dueño de la casa.

– Las cortinas están echadas y la casa a oscuras, tal como ordenaste, Alberto.

– Inútiles -dijo el conde de Razes-. Lucas, ¿cómo está esa herida?

– No morirá de ésta -contestó el criado con un exótico acento.

– Bien, véndasela otra vez.

– Pero ¿no vamos a matarle? -preguntó don Bernabé muy alterado.

Don Alberto lo miró con aire divertido y dijo:

– Claro que sí.

Entonces, el conde de Razes dirigió unas palabras a su criado en un idioma incomprensible para el detective, y luego añadió:

– Pero, antes, tomemos una copa.

Se dirigió a un mueble repujado que abrió y, con parsimonia, sirvió dos copas de Jerez.

– Toma, Bernabé, a tu salud -dijo tendiéndole la bebida.

Los dos hombres apuraron de un trago el contenido de sus copas y se miraron sonriendo.

– Y ahora, mátalo -ordenó don Alberto.

Don Bernabé fue a buscar la pistola de encima de la mesa y comprobó sorprendido que no estaba.

– ¡No te lo decía a ti, imbécil! -gritó don Alberto a la vez que Lucas descerrajaba un tiro entre los ojos a De La Calle que le voló la cabeza. El cuerpo cayó al suelo con un ruido sordo.

– No pensarías que iba a dejar que te matase, ¿verdad, Víctor?

El joven policía permanecía mudo y con la boca abierta. Hacía verdaderos esfuerzos para mantenerse consciente.

– ¿Quieres beber algo, hijo? -preguntó solícito el conde.

– Agua.

El criado tendió un vaso al detective que éste apuró sediento. Luego quiso saber:

– ¿Y Lola?

Le agobiaba pensar que la joven pudiera estar herida. El tiempo debía correr en su contra.

– ¡Y yo qué sé! -replicó con hastío don Alberto-. Tenemos asuntos más importantes de que hablar. Hemos de arreglar esto y dar una explicación a lo ocurrido aquí, porque habrás pedido refuerzos, ¿verdad?

Víctor asintió.

– Bien hecho, hijo. Eres un buen policía.

– Don Alberto…

– ¿Sí?

El noble se acercó a la ventana y descorrió las cortinas.

La cegadora luz del sol hirió los cansados ojos del subinspector.

– Ese hombre, don Bernabé, ha hecho afirmaciones muy graves acerca de usted, y yo, la verdad…

– Quieres saber si son ciertas, claro. Ay, hijo, nunca aprenderás. Tú eres mi obra maestra, tú y sólo tú. ¿Dónde está el bien y dónde el mal? ¿Quién lo sabe? ¿Quiénes somos para juzgar a nadie? Podemos contar que Helena y Bernabé se colaron aquí aprovechando que yo estaba de viaje y tú, que habías venido a verme a casa, entraste… para descubrir a los asesinos de prostitutas.

– Eso no es verdad. Además, no ha contestado usted a mi pregunta.

– Sí he contestado a tu pregunta, hijo -respondió el conde mirándole con ternura-. Las cosas no tenían que haber sucedido de este modo; primero lo estropeó don Gerardo de La Calle, que casi nos descubre, y ahora tú. Esto se me ha escapado de las manos. Te has adelantado, hijo, eres mejor incluso de lo que yo pensaba. La culpa ha sido mía. Me he visto obligado a ausentarme unos días y…, en fin, ya sabes lo que dicen, que si quieres estar seguro de que algo se hace bien, debes hacerlo tú mismo. Y es cierto.

– Parece que era usted el jefe de estos despiadados asesinos.

– Se puede decir así. Pero no es tiempo de acusaciones, aún se pueden arreglar las cosas. Tú serás el héroe, habrás resuelto un caso muy difícil.

– ¿Va a matarme? No le servirá de nada. Vienen de camino.

Don Alberto se sentó como agotado, dejándose caer en una butaca frente a Víctor.

– Insobornable, ¿verdad?

– Verdad. ¿Va a matarme o no?

– No digas tonterías. ¿Qué artista destroza su obra maestra?

– ¿Va usted a contarme qué está sucediendo aquí, don Alberto?

– Es una larga historia, hijo.

– Me gusta escuchar. Por otra parte, cuando lo detengan tendrá tiempo de sobra para hablar conmigo.

– A mí no va a detenerme nadie -negó el aristócrata mirando a su criado-. En fin, sea como dices. Te contaré una historia. No temas, es breve. Yo no nací en España y mi nombre no es Alberto Aldanza. Me llamo Pierre, Pierre-Marie Bertrand y nací en París hace ahora cincuenta y un años. Mi padre murió antes de que yo viniera al mundo, en un duelo por el honor de mi madre. ¡Ya ves, qué ironía! Debía de ser un auténtico idiota. Dejarse matar defendiendo la virtud de la puta más viciosa de París. Mi madre tenía más dinero del que podía gastar, y digamos que la vida de la aristocracia parisiense ofrece muchos placeres y deleites. Vamos, que crecí en un ambiente decadente y frívolo, hedonista, diría yo. En fin, ella se encargó de iniciarme en el arte del amor cuando tenía once años. Repugnante, ¿verdad? Hace unos años me hice visitar en Boston por un psiquiatra eminente, Fergusson se llamaba. Yo creía que aún tenía salvación. Él situaba la causa de mi «desequilibrio» en esta primera experiencia incestuosa. Psicópata me llamó según creo. En definitiva, que a los quince estaba ya asqueado del mundo de la carne. Sabía lo que era estar con un hombre, con una mujer, con…, bueno, te ahorraré los detalles de mis primeros años. Ya se sabe, Víctor, que a veces huimos de lo que nos imponen nuestros padres, así que a los veinte me fui a Chile. No creas, llegué allí con lo puesto. No quería recordar nada de mi vida anterior y adquirí un nuevo nombre: Alberto Aldanza. Conocí allí, sírveme vino, Lucas, a un geólogo alemán con el que me asocié. Localizamos dos yacimientos de nitratos que parecían vírgenes. Fue un juego de niños comprar aquellas tierras a dos campesinos analfabetos que no sabían lo que valían. Así que explotamos dos minas que nos hicieron ricos y a los cinco años las vendimos por un dineral. Tenía veinticinco años y más dinero del que podría gastar en varias vidas. Por cierto, senté la cabeza y me casé con una joven perteneciente a la nobleza criolla de aquel país: era una belleza y una dama ardiente, muy ardiente. Yo, por mi parte, iba a la iglesia, pagaba mis impuestos y llevaba una vida totalmente normal.

»Una noche, lo recuerdo bien, haciendo el amor con mi esposa, Inmaculada, salió la bestia que llevaba dentro. Ella tenía los senos al aire, la blusa abierta y jadeaba. Comencé a golpearla suavemente con una fusta. Ella disfrutaba y me pidió más. Parecía excitada con aquello. Me sentí muy exaltado. En fin, supongo que me dejé llevar por la pasión, tomé un abrecartas de su mesita de noche y… Te ahorraré detalles una vez más. Después de aquello tuve que salir por piernas de Chile, porque su familia era poderosa. Pasé a Argentina, luego a Brasil, Perú, conocí toda Sudamérica. Luego fui a Estados Unidos y Canadá. Deberías visitar Alaska, un lugar indómito e inexplorado. Por cierto, recordando pasadas fechorías, te diré que me hace mucha gracia cuando te veo convertido en tan convencido defensor de la justicia y la ley. Eso no existe. No hay justicia en este mundo, Víctor. Si las víctimas son pobres, nadie se interesa por ellas, y en aquellos países casi no hay policía. Tampoco creas que hay mucha diferencia en ello con el Viejo Continente; aquí todas las policías son ineptas, ineficaces y, en la mayoría de los casos, corruptas. El caso es que un par de veces estuvieron a punto de capturarme: una en Brasil y otra en Bolivia. Pude salir con bien aflojando la bolsa. Luego, mis gustos fueron variando. Comencé con las jovencitas, ya sabes, sexo y dolor (según mister Fergusson, soy lo que se dice un sádico). Luego continué con los jovencitos, niños, viejas, grupos, en fin…

– Me ahorrará detalles, ¿verdad?

– Sí.

– Se lo agradezco.

– No hay de qué. Fui perdiendo interés, ¿sabes? Y tiene gracia, Víctor, porque resulta que una de esas jovencitas, a la que yo creía virgen e inexperta, me contagió nada menos que la sífilis. Se vengó de mí, rediez. Me la diagnosticaron en América del Norte. Me muero, Víctor. Por eso voy tanto a Segovia. Hay allí un curandero que entre purgas, tisanas, infusiones y sangrías me mantiene medio en pie. No me quedan ni tres meses. El mal ha llegado al cerebro y no pienso acabar medio lelo, te lo aseguro. Cuando supe que me moría, perdí el interés por matar. Ya no disfrutaba como antes. Si pudiera sentir remordimientos, el doctor Fergusson decía que no, diría que comencé a sentirlos. O algo parecido. Pensé que, en efecto, en este mundo no había justicia. ¿Sabes la de gente que muere quedando impunes sus asesinatos? ¿Sabes cuántos pervertidos como yo he conocido en los cinco continentes? Pensé que no era justo que todas esas pobres criaturas de los arrabales de Río, Lima o Nueva York no tuvieran defensor alguno y decidí legar a la humanidad algo especial: el detective más preparado del mundo. Mi obra maestra. Y ése eres tú. Simplemente quise nivelar la balanza en la lucha entre el bien y el mal. Jugué a Dios desarrollando un escenario más justo para el futuro. Yo lo tuve demasiado fácil, ojalá hubiera tenido que vérmelas con alguien como tú. Todo habría sido menos aburrido. Vamos, que decidí hacer una buena obra. Por aquel entonces recalé en Madrid y conocí a don Armando.

– ¿Don Armando sabía que usted…?

– ¡No, hombre, no! El bueno del sargento me tenía por un noble excéntrico pero de buenas intenciones que disfrutaba cazando criminales en lugar de faisanes. Hablaba de ti como de un hijo. Te describió a la perfección y supe que eras mi hombre. Tenías la capacidad intelectual, la perspicacia, el talento, y yo, la sabiduría y el dominio de las más modernas técnicas. No podía fallar. Pero un gran detective necesita un gran caso que le haga famoso y yo te lo fabriqué. Don Bernabé se puso en mis manos y pensé que era el medio ideal. Lo preparé todo concienzudamente. Hice que todo apuntara hacia Gerardo de La Calle. Helena me ayudó. Se caracterizaba muy bien, y el detalle del acento extranjero ayudaba a disimular que era española. Tú lo hiciste bien, aunque es cierto que yo te iba enseñando lo que necesitabas: dactiloscopia, antropología forense, discriminar fibras y conocimientos de botánica. Te fui modelando como se hace con un trozo de barro. Un pegote de tierra mojada que el alfarero, el artista, puede convertir en algo sublime.

– ¿Y permitió que cometieran los crímenes sólo para darme un gran caso?

Don Alberto se echó a reír golpeándose la parte superior de los muslos.

– Para hacer una tortilla hay que romper algunos huevos, hijo; además, ¿de dónde crees que salieron los hígados, los riñones, los pulmones y los huesos que utilizábamos en nuestros estudios? ¿De verdad crees que me los daban en el cementerio? ¿En un país tan profundamente católico como éste? Si no fuera por esas pobres chicas, no sabrías distinguir el hígado de un envenenado de una morcilla.

Víctor comenzó a sentir arcadas.

Se sintió morir. Aquel era el precio para convertirse en un gran investigador, un detective a la última, de los nuevos tiempos. Sólo había un problema: que él no quería pagarlo y llevar sobre la conciencia tanta muerte.

Pensó que ese estigma le perseguiría toda la vida; era el juguete de Aldanza, el subproducto de una mente enferma, retorcida. Le invadió una insoportable sensación de asco y se repitieron las arcadas.

– No seas débil, Víctor.

– ¡Es usted un monstruo!

– Sí, ahora insúltame, pero gracias a mí no habrá detective que te iguale en Europa. ¡Qué digo Europa, en el mundo! Yo lo preparé todo a conciencia. Tú detendrías a ese bufón obeso de don Gerardo llevándote la gloria. Todo iba como la seda, pero el muy imbécil sospechó de su padre y se presentó aquí en medio de una de nuestras orgías. Tuvimos que eliminarlo. Supe entonces que tarde o temprano tendría que ponerte sobre la pista de don Bernabé. A fin de cuentas, éste era tu gran caso.

– Por eso no quería usted que investigara el caso de la mansión de los Aranda e insistía tanto en que me centrara en éste.

– Ese caso era una nadería.

– Pues sepa que lo he resuelto.

Don Alberto miró a su protegido con indiferencia y continuó hablando:

– Estaba meditando qué pasos debía seguir, cómo entregarte a don Bernabé sin que él me delatara, pero tuve una recaída. Eso me ha apartado un poco de la capital, lo suficiente para que el asunto se me fuera de las manos. Además, sucedió lo del palco. Esa zorra de Helena casi lo estropea todo.

– Está usted loco -dijo furioso el policía.

– Sí, eso mismo me dijo el doctor Fergusson antes de que lo matara -replicó el conde soltando una extraña carcajada-. Pero no te hagas el escrupuloso conmigo. Sé que debes de estar afectado por lo ocurrido. Conociendo tu débil y maniquea moral, comprendo que estés enfadado. Pero sé pragmático, hombre de Dios, y aprovecha todo lo que has aprendido para hacer el bien desempeñando brillantemente tu trabajo. De acuerdo, unas putas han muerto pero tú podrás evitar muchísimas más muertes de cara al futuro.

– Muchas gracias, pero yo no pedí esto.

– Sí, ya veo, estás disgustado. Pero se te pasará, confía en mí, hijo. ¿Llegamos a un acuerdo?

– Sepa que si no le vuelo la tapa de los sesos es porque no puedo. Máteme de una vez si quiere, mis compañeros le llevarán al garrote. Ahora vienen.

La desesperación se reflejó en la cara del conde, como en el profesor que explica algo que nadie entiende. Miró entonces a su exótico criado y dijo:

– En fin, Víctor, no me dejas otra opción. Lucas, la jeringa -ordenó.

– ¡Pero señor…! -protestó el otro.

– No me repliques. Haz lo que se te ha indicado.

El mulato extrajo un estuche de cuero del bolsillo de su levita y acercándose al conde lo abrió, sacando una jeringa. Quitó una pequeña funda de cuero que cubría la aguja y se la tendió a don Alberto, que ya se había arremangado la manga de la camisa.

– Este es otro de mis descubrimientos en Sudamérica. ¿Sabes?, hay allí una serpiente que llaman «tres pasos». Te preguntarás por qué, ¿verdad? Pues la respuesta es bien sencilla. Una vez que te muerde, la muerte es instantánea, das tres pasos… y te desplomas. -Víctor hizo ademán de levantarse, pero el noble ordenó al criado-: ¡Lucas, si se levanta, le pegas un tiro en la rodilla! ¿Por dónde iba? Ah, sí, el veneno. Unas pocas gotas bastan para matar a un hombre adulto y en esta jeringa hay cuatro mililitros, así que…

– ¡No haga eso! -gritó el detective antes de que el aristócrata clavara la jeringa en su antebrazo e inoculara el contenido de la misma en su torrente sanguíneo. En apenas dos segundos, don Alberto Aldanza dejó caer la cabeza a un lado y quedó inerte.

Entonces el mulato miró al policía y dijo:

– Creo que la chica está en «el taller». Dese prisa.

Y, dicho esto, giró el arma hacia su sien y se disparó un tiro.

Víctor se levantó como buenamente pudo y se acercó al cadáver del aristócrata que yacía sentado en el butacón. Le tomó el pulso para asegurarse de que había muerto. No quería sorpresas desagradables. Comprobó que el corazón de aquella alimaña no latía y se dirigió a toda prisa al «taller». Se sintió invadido por la ansiedad, el miedo y la impotencia. Toda la casa estaba a oscuras, así que anduvo tanteando la pared hasta llegar a la inmensa puerta que, para su desesperación, estaba cerrada. Usando el hombro que no tenía herido empujó y logró saltar el pestillo. No veía nada. Se acercó a la ventana y abrió las inmensas cortinas. La luz del sol inundó la amplia habitación. Entonces la vio. Lola descansaba sobre una mesa que parecía de quirófano. Tenía clavado un fino estilete en el costado, donde se veía una gran mancha de color rojo oscuro. Gritando una maldición se acercó a ella tomando su cabeza entre las manos. El rostro de la joven prostituta estaba pálido y sus labios morados. Víctor tiró del estilete sacándolo del cuerpo de la chica y ésta dio un respingo abriendo los ojos.

– ¡Víctor! -murmuró.

– Lola… -dijo él, sorprendido de que aún viviera.

– Sabía que vendrías. Mi caballero andante…

– No, no hables -dijo él tapándole la boca-. Te voy a sacar de aquí, te llevaré a un médico, te curarás.

Estaba desesperado.

– Te he querido siempre -dijo la joven sonriendo como un ángel pálido, de hielo-. Siempre, desde el primer día que entraste en mi habitación. Te quiero, Víctor Ros, eres lo único bueno que me ha pasado en este sucio mundo.

Aquellas palabras desgarraron al joven detective.

– No hables. No hables… -acertó a decir entre lágrimas y sollozos.

Ella lo miró con rostro relajado y expresión beatífica.

– Bésame, Víctor, bésame.

La besó en los labios y sintió que estaban fríos.

– Lola…

Había cerrado los ojos. Para siempre.

Víctor la incorporó como pudo con el brazo sano, ayudándose a duras penas con el herido, que a cada contacto le dolía como si le clavaran mil agujas. No importaba. Salió con la joven al pasillo y bajó a ciegas la escalera. Se asfixiaba. Se sentía agotado, pero tenía que llevar a la joven a un médico. Atravesó el sombrío e interminable vestíbulo y abrió como pudo la puerta principal. Otra vez le cegó la luz del sol. Vio el carruaje en que habían llegado don Alberto y Lucas, su criado. La verja estaba abierta. Se dirigió arrastrando los pies hacia la calle.


Los primeros agentes que llegaron encontraron a don Víctor Ros Menéndez, subinspector de policía, de rodillas, en medio de la vía pública y con el menudo cuerpo de una mujer en su regazo. Lloraba como un niño y acariciaba el rostro de la joven con ternura. Estaba conmocionado y no pudo decirles nada. Tenía una herida en el brazo que sangraba profusamente, pero ni se daba cuenta. Parecía delirar. Entraron en la casa y se toparon con un panorama dantesco.

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