Capítulo 19

Víctor fue a visitar al vidente al que acudiera Aurora el día del primer ataque, sin poder quitarse de la cabeza lo acontecido la noche anterior. Doña Ana Escurza lo había invitado a cenar y compartió la tarde y la velada con su amada, Clara. El corazón no le cabía en el pecho, se sentía ilusionado y percibía que el reto de resolver aquel caso se le presentaba como un imponente murallón que debía salvar para terminar de ganarse la voluntad de doña Ana y conseguir la mano de Clara. Parecía evidente que la joven compartía sus sentimientos. ¡Aquello parecía un sueño! ¿O sólo era una sensación suya?

Caminó desde su pensión hasta la Cava Baja, donde el adivino ejercía su oficio en el primer piso del número dieciséis. Víctor conocía la zona a la perfección, pues fue el escenario de sus primeros e inocentes juegos y, luego, el de sus posteriores fechorías de golfillo. Tanto la Cava Alta como la Baja surgieron extramuros de la ciudad medieval como fosos destinados a evitar posibles ataques. Por ellas se podía acceder a la ciudad incluso cuando estaban cerradas las puertas de la misma. La Cava Baja en especial, que se extendía desde la plaza de Puerta Cerrada hasta la del Humilladero, era el área en que más habían proliferado las fondas, tabernas y posadas donde recalaban los vendedores que venían de Toledo y Segovia a vender sus mercancías en el mercado de la Cebada o en el de San Miguel. Además, aquello había incrementado el número de talleres artesanos que vendían manufacturas a los comerciantes, como latoneros, cordeleros y boteros. Por allí pululaban intermediarios y trajineros, chulapas, viajantes, mozos y carreteros en espera de que surgiera el porte que les solucionase el día. Había en la zona buenos lugares en los que comer o beber unos chatos: El León de Oro, las posadas de San Pedro y de la Villa… Víctor observó que, como siempre, las calles estaban muy concurridas, con un incesante ir y venir de paisanos. El ambiente siempre colorista de La Latina le infundía optimismo. Brillaba el sol, y los rapaces correteaban por las calles intentando distraer una cartera, arrancar un real a algún señoritingo por algún recado de amores o, simplemente, buscando perros a los que apedrear.

Los sonidos eran los de su infancia: el traqueteo de las carretas, el ruido de las fichas de dominó al impactar en las mesas de las tabernas o los gritos de las comadres que hablaban de balcón a balcón. Balcones de repujado hierro, amplios ventanales y cuidadas macetas que con sus vivos colores distraían la vista de las manchas de humedad, de los desconchones de las paredes de las viviendas que los caseros, malditos usureros, no reparaban ni a la de tres. Olía a vino, a canela y a estiércol de las caballerizas; olía bien, a su barrio. Aquellos no eran los aromas del Palacio de Liria ni siquiera los de la casa del marqués de Salamanca, ni los de las lujosas mansiones de tantos y tantos nobles a los que había comenzado a conocer y de los que en momentos como aquellos se sentía muy, pero que muy lejano. Era su barrio.

La gente estaba preocupada por los desastres que habían producido las inundaciones en muchos puntos de España. La fuerza de las aguas había arrasado zonas de lugares tan distantes como Guadalajara o Ciudad Real. En la misma capital, más de cien familias humildes se habían visto en la calle, ya que sus viviendas se habían anegado. Las cañerías habían terminado por reventar y había que traer las aguas directamente del Henares para abastecer algunos puntos de la capital.

En el domicilio del adivino fue recibido por una mujer delgada y de aspecto cadavérico que, tras hacerle esperar unos segundos en un salita horriblemente decorada, lo hizo pasar. Según le dijo, había tenido que despertar a Renato Minardi, alias «Psíquicus», el conocido y admirado vidente de la Cava Baja. Cuando se vio en el despacho de aquel timador, Víctor pudo comprobar que la descripción que Clara le había hecho del vidente que visitaba su hermana era bastante exacta. Sonrió al pensar que su amada hubiera sido un excelente policía. Renato Minardi resultó ser un tipo vulgar, de unos sesenta años, que ocultaba su prominente barriga bajo una inmensa túnica adamascada y su calva con un turbante de seda en el que llevaba engarzado un enorme rubí, a todas luces falso.

– ¿Y qué desea la policía de este pobre adivino? -dijo a modo de presentación aquel indeseable con marcado acento extranjero.

– Quería hablar con usted en relación con una de sus clientes. Aunque supongo que eso debía de saberlo antes de que llamase siquiera a su puerta -contestó el detective con retintín.

El otro le lanzó una mirada maligna con sus ojos de color azul, hermosos y gélidos a la vez, cortantes y fríos como el acero.

– No se ría de las artes adivinatorias -contestó el adivino-. No es conveniente jugar con poderes que escapan al control de la mayoría de los mortales.

– Ya, claro -contestó impertérrito Víctor-. No me he presentado, soy el subinspector Ros y quiero hablar con usted de Aurora Alvear.

– No sé quién es.

– Haga un esfuerzo.

Psíquicus parecía molesto, hizo una larga pausa y tras suspirar dijo:

– No puedo hablar de mis clientes: secreto profesional.

– ¿Dice que es usted italiano?

– Sí, de la Toscana.

– Ya -contestó el policía recordando a Ruggero, un milanés radical a quien conoció en Oviedo. Tomó nota de que el acento de Psíquicus en nada se parecía al de su compañero de célula revolucionaria-. Y antes de venir aquí, ¿dónde ejerció?

– En Barcelona.

– ¿Y le iba bien?

– Sí, muy bien.

– ¿Y por qué se vino aquí entonces?

El orondo adivino volvió a mirarle con odio. Había dado en el blanco. Aquel tipo no era trigo limpio.

– Ay, ay, Psíquicus. No hace falta que disimule conmigo. He conocido cientos de timadores como usted y no, por favor, ahórrese todo eso de las maldiciones o le atizaré un bastonazo de campeonato -amenazó Víctor alzando la mano derecha-. ¿De verdad me va a obligar a telegrafiar a Barcelona pidiendo a la policía de allí informe acerca de usted?

La intimidación quedó flotando en el aire y el adivino pareció molesto de veras. El policía comenzó a juguetear sin miedo con una calavera que Psíquicus tenía sobre la mesa a modo de pisapapeles. Era auténtica.

– ¿Aurora Alvear dice, agente? Algo creo recordar…

– Pues empiece.

– Vino hace cosa de un año. Sufría de mal de amores. Estaba enamorada de un pobre profesor de piano y su padre había decidido casarla con otro hombre.

– Sabe usted lo que hizo, ¿verdad?

– Todo Madrid lo sabe. Es un secreto a voces.

– El día en que apuñaló a su marido estuvo aquí por la tarde; ¿qué quería?

– Estaba peor que nunca. Muy nerviosa. Quería que las cartas dijeran que podría casarse con el músico, que se produciría un giro del destino que la dejaría libre.

– ¿Y qué dijeron las cartas? -inquirió el policía con una sonrisa irónica.

– Intenté que le dieran un poco la razón, para calmarla. Estaba fuera de sí. Le dije… -El adivino se echó las manos a la cara, emitió un sollozo y gimió-: ¡Que el cielo me perdone algún día!

Era un pésimo actor, así que Víctor exigió con fastidio:

– ¿Qué le dijo? ¡Hable!

– Le dije, más por quitármela de encima que por otra cosa, que las cartas decían que su marido moriría joven.

– Ya.

– ¿Cree que pude influir en aquella pobre trastornada?

– No. Ni en broma. No sea usted majadero, por amor de Dios.

– ¿Cómo? Yo nunca me lo perdonaría, cuando me enteré de lo sucedido, me sentí culpable.

– Sí, sí, seguro. ¿Dijo algo que le llamara la atención, ya sabe, si iba después a algún sitio?

– No tengo ni idea. No teníamos demasiada confianza.

– De acuerdo. Volveré a visitarle. No le oculto que no me agradan todas estas majaderías, así que tenga cuidado con lo que dice a la gente impresionable si no quiere volver a verme por aquí con una orden de arresto. Ahora, si me disculpa…

– Descuide, descuide, se hará como usted dice -asintió aquel mezquino estafador mientras acompañaba a Víctor por el oscuro y estrecho pasillo lleno de manchas de humedad.

Ya en la calle, el joven policía sintió que le invadía una creciente sensación de desagrado; no le gustaba aquel tipo. Había intentado mostrarle a Aurora como una mujer desquiciada e irascible, cuando todos los informes coincidían en que era un modelo de persona centrada y educada. ¿Por qué mentía así el tal Psíquicus? Algo ocultaba, sin duda.


Después de la entrevista con el adivino, Víctor se dirigió directamente a Sol para bucear en el archivo y buscar información referente a la primera prostituta muerta. La idea de Clara le parecía buena. Según sus notas, la víctima era Agapita Ridruejo Rullán, asesinada hacía dos años y medio. No tenía la certeza de que fuera la víctima inicial de aquel maníaco, pero al menos era la primera de la veintena de cadáveres que habían aparecido con una puñalada en el costado y treinta reales encima. Pensó entonces en Judas, ¿no había traicionado a Cristo por treinta monedas de plata? Tomó nota de la dirección de la finada: calle Humilladero veinticinco. Salió a comer algo primero. Se encaminó hacia la taberna del conocido Colita, en la calle de Mesonero Romanos. Estaba decorada en el exterior con paneles de color rojo vino y azulejos ilustrados con escenas varias, todas del mundillo del toro. Dentro, se sentó a una de las mesas de mármol con banco corrido y pidió bacalao con tomate. El mostrador era de madera, oscuro, con la parte superior de cinc. Había mucha bulla en el local, pues varios parroquianos estaban enzarzados en una polémica sobre si Lagartijo era o no mejor que Frascuelo. Víctor sonrió divertido ante aquellos grandes dilemas que eran lo que de verdad importaba en el país. Aquello no tenía arreglo.

Pidió la cuenta y reparó en un lema inscrito en azulejos tras la barra, que decía: «La política p'a los políticos, las mujeres a ratos y el vino a toas horas.» Sonrió.

Reconfortado por el intenso aroma del fuerte café salió hacia su destino: la casa de la primera prostituta asesinada. Volvió a pasar por la Cava Baja, algo más tranquila a aquellas horas de la tarde, y en unos minutos llegó a su destino. Se encontró con que los inquilinos del segundo derecha nada sabían de Agapita. Ellos habían ocupado el pequeño piso apenas hacía seis meses. Era el típico edificio de la zona de La Latina dividido en pisos más pequeños por sus ricos propietarios para sacar más beneficio alquilándolos a gente de pocos posibles. Las viviendas interiores como aquella daban al patio central, el lugar donde se juntaban las comadres y jugaban los chiquillos. Había un lavadero comunal para la ropa.

Por fortuna, una mujer que subía la escalera e iba al segundo izquierda, se detuvo antes de abrir la puerta de su casa y miró al policía.

– ¿Pregunta usted por Agapita?

– Sí, soy policía -dijo Víctor mirando a la anciana, que llevaba dos barras de pan bajo el brazo.

– Pues pase por aquí, pase, que se me pega el arroz con judías.

Víctor siguió a la mujer hasta el pequeño salón del piso, que reclamaba a gritos una buena capa de pintura. Los muebles eran viejos y destartalados y unas cuantas fotografías de la familia, oscuras y borrosas, decoraban las paredes de aquella estancia inundada por el olor del guiso que preparaba la mujer.

– Mi marido no tardará en llegar, conduce un tranvía -explicó ella encaminándose a la minúscula cocina.

– He oído que pronto serán de vapor -comentó él intentando romper el hielo.

– Dios le oiga. Llega muerto de hambre, el pobre; ya sabe, todo el día luchando con las bestias…

– Tiene usted hijos por lo que veo, ¿no? -dijo el agente señalando una fotografía de la familia.

– Sí, dos varones. Uno es albañil y el otro pasante, ha estudiado leyes -contestó muy orgullosa-. ¿Qué busca de la Agapita?

– Investigo su vida.

La mujer, sin dejar de avivar el carbón de su minúscula cocina, añadió sin mirarle:

– La mataron.

– Lo sé. Hábleme de ella; ¿vivía sola?

– Sí, tenía un hijo pequeño, Javier, una criatura preciosa. Acabó en la inclusa, yo me lo hubiera quedado, pero…

– ¿Y de qué vivía? -continuó Víctor adentrándose en terreno escabroso.

La mujer miró al suelo como eludiendo la pregunta.

– No está bien hablar mal de los muertos.

– Es para cazar al hombre que la mató.

La mujer quedó pensativa de nuevo.

– Era la mantenía de un pez gordo.

– ¿Cómo?

– Sí, un hombre muy rico. Pagaba el alquiler y le pasaba una cantidad todos los meses; fíjese, si incluso le pagaba una criada para la casa y para cuidarle el chiquillo. Ella iba siempre como una reina, muy bien vestida.

– ¿Y ese hombre era?

– No puedo decírselo. No quiero líos. Además, me consta que la trató muy bien, ella era una tirada, hacía la carrera en los bajos de Atocha, una pena; él la recogió, parece que le cayó en gracia y la retiró. Un señor.

– ¿El hijo era suyo?

– No, no, el hijo era de un señorito que tuvo. Agapita siempre fue una buena zagala, vino de Castellón para trabajar como criada, aunque nunca quería hablar de eso. Ni siquiera sé en qué casa sirvió. Una vez me dijo que el señorito la preñó, ya sabe, lo típico, pero ésta era tonta y al parecer se enamoró, ya veusté, ¿en qué cabeza cabe pensar que un amo se case con la criada? Según me contó, al saber que estaba embarazada del hijo del amo la pusieron de patitas en la calle. Ella tenía diecisiete años. Imagínese, una cría, preñá, en la calle y en invierno en Madrid. Acabó de pajillera hasta que tuvo el crío claro, y luego se dedicó a lo que tantas.

– ¿Y dice usted que no sabe en qué casa le ocurrió eso?

– No, pero seguro que era rica, eso sí.

– Y después de eso, un hombre poderoso se hizo cargo de ella.

– Sí, la tenía de querida, ya le digo, hecha una reina.

– Ya, ya. Pero, insisto: ¿quién era ese señor? Necesito saberlo. Es importante. Tengo que encontrar al canalla que la mató.

La mujer se lo pensó unos segundos y dijo al fin:

– Pero yo no se lo he dicho.

– Lo juro.

– Es un diputado por Alicante, sé que se llama don Arturo y que tenía casa en la calle de los Desamparados.

– No se preocupe, señora, nadie sabrá que usted me lo ha contado. Me ha sido usted de mucha ayuda, se lo aseguro.

– ¿Quiere usted quedarse a comer, don…?

– ¡Don Víctor, don Víctor Ros! -contestó el policía que ya corría por el pasillo-. ¡Y mil gracias, señora!


Tras hacer las averiguaciones pertinentes sobre el diputado por Alicante, Víctor se encaminó a casa de doña Patro con intención de dormir una siesta. Durante el camino, que hizo a pie, pensó que debía contar aquellos avances de la investigación a Lola «la Valenciana»; por cierto, ¿cuánto tiempo hacía que no la visitaba? Mucho, sin duda. Sintió deseos de ir al prostíbulo, pero la nueva situación y las expectativas surgidas con Clara lo mantenían como en una nube, ausente y feliz. Pensó en Lola y se sintió excitado; después de todo, ¿qué más daba? Todos los hombres lo hacían. Era lo más normal del mundo. No había un solo varón de posibles que no mantuviera querida oficial. Algunos tenían más de una, y hasta varios hijos con ellas. ¿Por qué iba él a ser diferente?

Pensó en Clara y en la idea de ir al burdel de doña Rosa. No debía. ¿Se estaba volviendo idiota? Se habría sentido culpable de hacerlo, así que de momento pensó en otra cosa. Pensó en el protector de la primera asesinada, el diputado, que resultó ser don Arturo Alcázar Rico, casado, hombre poderoso y acaudalado que vivía en Madrid desde hacía más de diez años. Tenía que hablar con él. ¿Sería su hombre? Al llegar a la pensión se encontró con que un lacayo muy aparatoso había dejado un sobre perfumado para él. Era de la condesa de Archiveles: lo invitaba a su palco del Teatro Real aquella misma noche para asistir a una representación de Rigoletto, de Verdi.

Se quedó sorprendido y, sobre todo, confuso. El antepalco de la condesa de Archiveles era algo así como una especie de reducto de Venus en el mismo centro de Madrid. Todo el mundo lo sabía. Tenía miedo de asistir, pues sus sentimientos hacia Clara eran profundos y no deseaba enredarse con la atractiva condesa, pero, por otra parte, él era un don nadie y no se atrevía siquiera a pensar en rechazar la invitación de una mujer tan influyente. Además, la condesa era una mujer apetecible y, al parecer, versada en el arte del amor. En el fondo se sentía halagado. Intentó conformarse pensando que comenzaban a abrírsele las puertas del Madrid aristocrático y eso era lo que él buscaba para poder hacerse un hueco en aquel mundo junto a Clara. Sí, eso era, una oportunidad para progresar en sociedad. ¿Qué podía hacer? Resolvió que nada perdía por asistir, sólo era cuestión de andarse con cuidado y no quedarse a solas con doña Helena. ¿O sí? Se le antojó un negocio sencillo. Iría a la ópera y decidiría sobre la marcha. Debía confiar en su instinto. Además, así podría conocer a don Arturo Alcázar y quizá pudiera vigilar de lejos al bastardo de don Gerardo. Por fortuna, aún tenía en el armario el frac que le había prestado don Alberto.


Tras la siesta aprovechó la tarde para realizar otra gestión que tenía pendiente. Pasó por la casa maldita, en la calle San Nicolás, y pidió a Nuria que le dejara llevarse prestado el ejemplar de La Divina Comedia que «había reaparecido tras arder en la chimenea». Todo el mundo creía que era un ejemplar demoníaco y dotado de misteriosos poderes, pero el joven policía sabía que no era así. Con el oscuro libro en su poder, se dirigió a una pequeña librería que le habían recomendado. Era un minúsculo establecimiento situado en la calle Mayor, regentado por un anciano de aspecto endeble y despistado que, pese a su apariencia de ratón de biblioteca, era capaz de localizar cualquier libro por insólito o antiguo que fuese. Cuando Víctor entró en la desordenada tienda, un tintineo hizo salir al dueño, que debía de encontrarse enfrascado en alguna compleja lectura en la trastienda.

– Usted dirá.

Víctor le tendió el ejemplar que llevaba en la diestra y dijo:

– Quiero conseguir uno exactamente como éste; ¿es posible?

El viejo sonrió mostrando unos dientes podridos y descuidados y tomó el libro, lo sopesó y luego procedió a abrirlo y estudiarlo con mucha atención.

– Sí, puede verse. Es algo antiguo pero creo que podrá hacerse; déjeme sus señas y en cuanto tenga noticias le mando aviso con mi aprendiz.

– ¿Será caro?

– Depende de lo difícil que sea de encontrar, pero le diré que hace cosa de unos diez años le conseguí tres como éste a un tipo que vino muy interesado en ello. Por tanto, no es imposible.

– ¿Cómo? ¿Recuerda cómo era ese hombre?

No podía creer lo que acababa de escuchar.

El viejo hizo memoria masajeándose las sienes.

– Era alto, delgado. Tenía un algo aristocrático.

– ¿Era italiano?

– No, no, era de aquí. No recuerdo su cara. ¡Hace tanto tiempo! Pero no sé, creo recordar que por sus maneras me pareció persona de alta clase social.

– ¿Era calvo?

– No, qué va, tenía pelo; moreno, creo.

– ¿Guarda usted algún tipo de albarán o factura?

El viejo negó con la cabeza.

– No, éste es un negocio familiar y vendo pocos volúmenes, lo siento.

– Gracias de todos modos. Déjelo, no es menester que me busque el ejemplar. Con éste me basta.

El policía salió del comercio algo aturdido. Hacía diez años que alguien había buscado ejemplares del libro maldito. Hacía diez años. Justo cuando Milagros intentó matar a su marido. Aquélla era la prueba de que se hallaba frente a una trama planeada con paciencia y a muy largo plazo. Se las veía con uno o varios individuos de mente privilegiada. Debía andar con cuidado.


Víctor cenó temprano en casa de doña Patro y, tras engalanarse con el frac que le prestara don Alberto, tomó un coche de alquiler y partió hacia el Teatro Real. Una vez más se maravilló ante el incesante trasiego de los carruajes de la nobleza, que acudía siempre presta a este tipo de acontecimiento social. ¡Qué pena, qué derroche! El Teatro Real siempre le había fascinado, estratégicamente situado entre la plaza de Isabel II y la majestuosa plaza de Oriente, aquella clásica aunque moderna construcción ofrecía siempre los más selectos eventos de la vida social madrileña. Y él estaba allí, como uno más.

Tras bajar del coche de caballos, Víctor se cruzó a la entrada con don Gerardo. Este le provocó esbozando una sonrisa irónica que ignoró mirando hacia otro lado con desdén. Decididamente, aquel individuo escondía algo y lo iba a averiguar.

Precedido por un acomodador al que dio una generosa propina, el policía llegó en un momento al palco de la condesa de Archiveles, donde comprobó con un suspiro de alivio que allí ya esperaban don Alberto Aldanza, dos señoras de edad y un espigado individuo que debía rondar los setenta y a quien todos llamaban «coronel». Al menos, aquello no era una emboscada amorosa.

La condesa insistió en que el joven se sentara junto a ella, justo delante de don Alberto. Era aquel un palco estratégicamente situado, desde el cual los invitados de doña Helena podían observar con detalle al todo Madrid que ya tomaba asiento en las butacas del patio o iba y venía a los palcos mientras cumplimentaba a las amistades y chismorreaba acerca de unos y de otros. El espectáculo parecía hasta cosa secundaria.

Don Alberto dio un golpecito en el hombro del detective, le tendió sus binoculares y señaló hacia don Gerardo, que ocupaba su palco junto a dos jovencitas casaderas acompañadas por sus madres.

– Ese hombre no descansa -susurró el conde del Razes.

Doña Helena, que había observado que De La Calle era objeto de interés de sus invitados, dijo con desdén:

– Ese don Gerardo es un impresentable. Menudo sarpullido le ha salido al padre con un hijo de tamaña catadura. Sé de buena tinta que no gana para pagar los desmanes de ese cerdo barrigudo.

Doña Helena y don Alberto ayudaron al detective a identificar a don Arturo, el amante de la fallecida Agapita, que parecía feliz sentado en la platea junto a su esposa. Era un hombre de estatura mediana, de porte altivo y gallardo, barba, bigote y pelo negro. Parecía desenvolverse con soltura en aquel sofisticado ambiente.

Los últimos acordes y escalas de afinación de la orquesta indicaron al público que el comienzo de la obra era inminente. Se apagaron las luces y todo el mundo ocupó su localidad ante el soniquete de la campana indicadora de que los presentes debían tomar asiento cuanto antes. Víctor quedó impresionado por el espectáculo, pese a que la fama del barítono Graziani le precedía. El público se mostró algo reservado al principio, quizá expectante ante lo que el artista podía dar de sí, aunque al final del segundo acto hubo de volver a salir a escena entre una nutrida salva de aplausos. La señora Armendi, en el papel de Gilda, y el señor Gayarre, el tenor, también fueron objeto del reconocimiento de los asistentes. Las luces, el lujo, el cotilleo y la sensación de agradable displicencia con que aquellos aristócratas contemplaban la vida, comenzaban a tentar al joven liberal, quien, aunque en el fondo deseaba terminar con todo aquello, debía reconocer para sus adentros que anhelaba poder vivir como sus nuevos amigos, a lo grande.

Pero ¿qué hacía él allí? ¡Él era un liberal! Era lógico que se sintiera atraído por aquella forma de vida, pero como hombre racional y avanzado debía luchar por eliminar todos los privilegios de aquella clase alta que tenía sumida en la pobreza a la mayoría de los españoles.

Por otra parte, don Alberto le había abierto muchas puertas y lo trataba como a un hijo; de hecho, hubo un par de emocionantes momentos durante la representación en que el conde del Razes le presionó el hombro con afecto, acariciando casi su cuello, con auténtico cariño, como se hace con un ser querido de veras. Víctor no sabía cuál era su sitio. Estaba confundido, perdido de nuevo.

Se hallaba Víctor sumido en estas complejas disquisiciones cuando llegó el entreacto y pudo charlar con el coronel, que curiosamente había servido en Filipinas como capitán de infantería de marina en una nave de la flota española, La Apareada. Víctor le preguntó si había oído hablar de algo llamado El Rincón del Diablo.

– Claro, joven, es una pequeña bahía situada en la costa oeste de la isla de Luzón, cerca del cabo de Baler.

– ¿Y sabe de alguna historia de piratas que pudiera haberse dado en la zona? -inquirió Víctor.

El otro negó con la cabeza.

– Me temo que no, joven, pero desde luego se trata de una zona abrupta y con mucha vegetación. Un lugar interesante para los trapicheos de contrabandistas y conspiradores.

– Vaya, es curioso -reflexionó el detective.

– Coronel, ¿nos acompaña? -dijo una de las damas.

Las dos señoras y el coronel se ausentaron para visitar el palco de unos amigos. Dos criados de doña Helena sirvieron un ligero refrigerio mientras llegaban algunos invitados más. Don Alberto salió del palco para saludar a un conocido y el joven policía pidió disculpas y se encaminó hacia la planta baja al ver que don Arturo abandonaba la platea en solitario.

Víctor abordó al diputado por Alicante en el momento en que éste encendía un cigarro en compañía de tres distinguidos señores.

– ¿Don Arturo?

– ¿Sí? -dijo el otro girándose.

– No nos han presentado, me llamo Víctor Ros Menéndez y soy subinspector de policía; aquí tiene mi tarjeta. Quería entrevistarme con usted un día de estos y la casualidad ha hecho que le encontrara aquí; ¿podríamos hablar un momento?

El diputado, algo turbado por la situación, miró con desprecio a Víctor, pero éste, reaccionando con rapidez, se le acercó y le musitó al oído:

– Es por lo de Agapita.

La cara de don Arturo se transfiguró.

– Es sólo un minuto -añadió Víctor sonriente, a la vez que miraba a los contertulios y aclaraba-: No teman, no voy a detenerle, aquí el señor diputado trabaja en un proyecto de modernización del Ministerio de Interior y tengo que consultarle unos datos técnicos.

Hecha esta falsa aclaración, todos sonrieron y el diputado acompañó de buen grado al policía a un rincón. Si algo había aprendido Víctor en su trato con la aristocracia era que el cuidado de las formas tenía vital importancia.

– Gracias por el comentario -dijo don Arturo-. Es lo menos que podía usted hacer al importunarme de esta manera. Sólo me faltaba que la gente pensara que tengo cuentas pendientes con la justicia.

– Tiene usted toda la razón, señor diputado, y le pido mil disculpas, pero es para mí imprescindible mantener una reunión con usted para hablar de Agapita.

– No sé de quién me habla -sentenció el prohombre.

– Sabe usted que la mataron, ¿no?

– Le repito que no sé de quién me habla.

Víctor lo miró con expresión de fastidio y añadió dándose la vuelta:

– No me tome por tonto, don Arturo, no me tome por tonto. Pero, en fin, sea como usted quiere; conste que he hecho todo lo posible por evitarle el escándalo.

– Espere -dijo el diputado alzando la mano-, espere. Algo podrá arreglarse; ¿qué tal mañana a las once?

– ¿Dónde? ¿En su casa?

– ¡No, por Dios, no! En algún café, como dos amigos.

– ¿Le parece bien el Levante, junto a Sol?

– Allí estaré.

Víctor se despidió del político y se encaminó hacia el palco de la condesa de Archiveles. Al llegar comprobó que la dama estaba sola; sentada en el cómodo sillón del antepalco, degustaba con fruición uno de los mejores Burdeos de su bodega.

– Hombre, don Víctor. Pase, pase, me han dejado sola -invitó con ojos de gata en celo-. Siéntese; ¿quiere tomar algo?

– No, gracias -dijo él algo violento mientras tomaba asiento.

La dama se le acercó un poco más y añadió:

– Menos mal que ha advertido usted que estaba sola y ha venido a hacerme compañía. Es usted tan galante, y tan…, tan joven…

Aquella atractiva mujer se iba acercando y Víctor se sintió envuelto por su embriagador y carísimo perfume francés. Ella apoyó sus manos en el pecho del policía, se acercó muy despacio y lo besó en la mejilla. Víctor observó que sus enormes ojos pardos brillaban en la penumbra del antepalco. Pensó en Clara. Quería salir de allí, pero la experimentada dama comenzó a besarle en el cuello. Poco a poco, sin prisa. De pronto, posó la mano sobre el pantalón del policía y envolviendo su hombría con delicadeza comenzó a acariciarle. Antes de que Víctor pudiera farfullar una falsa protesta, la condesa acercó sus labios a los suyos y lo besó con pasión. Víctor se abandonó y comprobó con sorpresa que la dama le abría la bragueta e introducía la diestra bajo el pantalón. Pensó en Clara, pero la condesa olía tan bien…

– ¿Qué es esto? -gritó una voz desde la puerta entreabierta.

Los amantes dieron un respingo en el sofá y se levantaron mientras recomponían su vestimenta.

Era don Alberto Aldanza.

– ¡No puedo creerlo! -gritó fuera de sí-. ¡Me doy la vuelta un momento y te aprovechas para lanzarte sobre Víctor como una perra en celo!

Ella bufó y miró con ojos malignos al mentor del policía:

– ¡Hago lo que me da la gana! ¡Víctor es un hombre hecho y derecho! ¡No es un jovencito de los de tu cuadra, no es de tu propiedad!

– ¡No muerdas la mano que te da de comer, Helena! -gritó el conde del Razes señalando a su amiga con el índice enhiesto, amenazante.

Ambos oponentes permanecieron mirándose con fiereza por unos instantes. Víctor estaba confundido. La situación resultaba muy violenta. Demasiado. Decidió salir de allí a la carrera. Las sienes le latían con fuerza.

– ¡Espera, Víctor, espera! -escuchó a don Alberto Aldanza tras él.

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