Capítulo 13

– ¿Desaparecido? ¿Cómo desaparecido? -inquirió sorprendido don Alfredo.

– ¡El libro! ¡Lo dejé aquí mismo ayer por la tarde! ¡Cerrado bajo llave!

– No puede ser -dijo el inspector Blázquez.

Víctor quedó pensativo por un instante. Una línea se marcaba en su frente como muestra de su enfado y confusión. Estaba muy sorprendido.

– ¡Vamos, Alfredo, creo que sé dónde está! -exclamó de pronto.

Los dos hombres tomaron sus bastones y sombreros y bajaron a toda prisa las escaleras. Subieron a un coche de alquiler.

– ¡A la calle San Nicolás, rápido! -ordenó el joven subinspector.

Llegaron en unos minutos a la tétrica casa que tantos quebraderos de cabeza les estaba ocasionando. Abrió Nuria, y tras apartarla a un lado, los dos entraron con decisión en aquel lugar maldito. Víctor se dirigió a la biblioteca seguido por don Alfredo.

– Pero ¿qué pasa? ¿Qué es este alboroto? -alcanzó a decir doña Ana Escurza, que se encaminaba ya a su encuentro.

Víctor quedó paralizado delante de la estantería. Ladeaba la cabeza como si reprobara aquella desagradable situación, negando la realidad. Parecía enojado.

– Me temo que mis sospechas eran fundadas. ¡Aquí está! -dijo señalando un libro que tomó en sus manos al momento.

– Pero ¿qué hacen aquí? -dijo doña Ana, quien se interrumpió al instante al ver a don Víctor-. Un momento…, el libro, yo se lo di a usted.

Entró el mayordomo, Gregorio, acompañado de Clara.

Doña Ana siguió hablando.

– ¿Qué hace aquí eso? Usted se lo llevó, don Víctor.

El policía, que había terminado de examinar el libro con su lupa, sentenció:

– Es el mismo.

Clara dijo:

– Gregorio, llame a mi padre; está arriba, hablando con don Donato.

– ¡No puede ser! ¡No puede ser! -comenzó a gritar doña Ana-. ¡Esto es cosa de fantasmas! ¡El libro ha vuelto solo! ¿Es que nunca nos vamos a librar de esa maldita cosa?

– Tranquilícese, doña Ana -trató de calmarla Blázquez tomándola por el brazo.

Mientras tanto, Nuria, la cocinera, y el caballerizo habían acudido, alarmados por los gritos de su señora.

– ¿Qué ocurre? -quiso saber don Augusto haciendo también su entrada en la biblioteca.

– El libro -respondió don Alfredo-. Mi compañero, el subinspector, lo tenía a buen recaudo en un cajón de su mesa y ha aparecido aquí.

– ¿Cómo? -se asombró el aristócrata.

– Calma, calma -repuso Víctor-. Tranquilícense todos. Intentemos razonar.

– ¿Razonar, dice usted? ¿Ante algo como esto? -dijo Gregorio-. Ya me advirtió mi madre de que esta casa estaba maldita. ¡Dios se apiade de la pobre doña Aurora!

Doña Ana rompió en sollozos consolada por su marido.

– Confieso que estoy un poco confundido -dijo Víctor mirando de reojo a su amada, que lo escuchaba con atención-. Pero insisto en que no debemos perder la cabeza. El libro ha vuelto a su lugar, sí, pero eso no significa que lo haya hecho por sí solo.

– ¿Hay huellas en él? -preguntó don Alfredo Blázquez

– No.

– ¿Ve usted? Es un engendro maligno -remachó Gregorio-. Ha venido hasta aquí por sí mismo.

– Que no encontremos huellas en él no quiere decir que viniese volando; la persona que lo robó pudo usar guantes -contestó el subinspector Ros.

– ¡Nunca nos desharemos de él, nunca! -exclamó histérica doña Ana.

– Eso no es verdad, y se lo voy a demostrar -repuso resuelto Víctor-. A ver, Gregorio, encienda esa chimenea.

– Pero ¿qué va a hacer usted? -intervino muy alarmado don Augusto.

– ¿No irá a…? -dijo Nuria.

– ¡Silencio! Gregorio, haga lo que le he dicho. Esto es una investigación policial, se lo recuerdo a todos ustedes. Desde que don Alfredo y un servidor llegamos a esta casa, sólo nos hemos encontrado con mentiras, medias verdades y obstáculos. ¡Y ya está bien! Me da igual que sean ustedes nobles o plebeyos, ricos o pobres. Van a hacer lo que diga la policía a partir de ahora o me veré obligado a acusarlos de entorpecer la labor de la justicia. Y punto final. ¿No se dan cuenta ustedes de que nos las vemos con alguien que tiene una mente privilegiada? Don Augusto, su hija ha intentado matar a su propio esposo y languidece de fiebre cerebral en su cuarto, aquí no paran de ocurrir cosas raras y ustedes no hacen más que gritar y alarmarse unos a otros con supersticiones de viejas. ¡Se acabaron las tonterías! Mi compañero y yo vamos a resolver este caso, le pese a quien le pese. ¡Gregorio! ¿Cómo va eso?

– Listo.

Víctor se acercó a la chimenea y arrojó el libro al fuego con decisión. Doña Ana lanzó un alarido. Esperaron unos instantes y el maligno volumen comenzó a arder.

– ¿Ven? No pasa nada -comentó Víctor.

Parecía indignado. Don Alfredo nunca había visto así a su compañero, siempre tan comedido, tan estirado a veces.

– Pero… -intervino don Augusto-, ¿y si nos enfrentamos a fuerzas de carácter superior?

– Me niego siquiera a aceptar esa posibilidad. En este mundo, todas las maldades son obra del hombre, lo digo por experiencia. Nos enfrentamos a alguien inteligente, y encima nos lleva ventaja; dejen ustedes de ponernos piedras en el camino -conminó Ros.

– ¿A qué se refiere? -replicó el conde de Teresillas-. Mi hija Aurora no está en condiciones de hablar.

– Pero su yerno sí. Llevamos muchos días pidiendo que nos dejen entrevistarnos con él.

– Sólo tiene que decir cuándo quiere hacerlo.

– Esta misma tarde, a las seis.

– Así será. Que nadie diga que en esta casa se ponen trabas a la labor policial.

– Muchas gracias, señor, eso era lo que queríamos oír; y ahora, si nos disculpan, tenemos cosas que hacer. Tiren esas cenizas cuando se apague el fuego. Señoras…


Los dos policías salieron de la casa cariacontecidos. No hablaron durante el camino. Parecía que se enfrentaban a alguien o a algo de índole superior. Don Alfredo consideró que, aunque no lo hubiera querido reconocer, su compañero había quedado impresionado vivamente con aquel episodio. ¿Cómo había ido a parar aquel libro maldito a la biblioteca de los Aranda? Prefirió no hacer comentario alguno.

Apenas llegaron a Sol, Víctor se dirigió al despacho y estuvo casi una hora inspeccionando el cajón de su mesa en que había guardado el ejemplar de La Divina Comedia. Aplicó unos extraños polvos, observó con la lupa y al cabo dijo con evidente desesperación:

– Nada, ni una huella. O ha sido un ente espiritual o alguien lo bastante listo como para usar guantes. ¿Qué crees tú, Alfredo?

– Creo, mi querido amigo, que empiezo a considerar de otra manera los chismes y cuentos de viejas. No te diré más.

– Eso nunca, mi admirado Blázquez.

– ¿Estás seguro de que el libro era el mismo?

– Sin duda, pero ya he tendido un anzuelo al quemar el libro con tanta pompa y espectáculo.

– ¿Cómo?

– Ya lo verás, Alfredo, ya lo verás. Si esta treta mía no sale bien, me temo que los de la casa habrán de llamar un cura para que limpie aquella horrible morada. Y ahora, si me disculpas, he de ver al detenido, don Fernando Hernández.


A pesar de que era casi la hora de comer, el joven detective bajó a los calabozos para hablar con el desesperado enamorado de doña Aurora. Antes de entrar en la celda se topó con don Braulio, el médico, quien, tras saludar a Víctor, le dijo:

– Ya he atendido a su hombre. Le he puesto un fuerte vendaje en el torso, porque tiene dos costillas fisuradas, le he suturado el labio inferior y le he vendado dos dedos que tiene rotos. Le han dado de lo lindo, ¿con quién se ha metido ese joven?

– Me temo que con quien no debía. Muchas gracias, doctor.

El detective entró en la celda y cerró la puerta tras él. Allí le esperaba el detenido.

– Bueno, bueno… ¿Ha comido usted algo?

El otro negó con la cabeza. El policía volvió a salir y ordenó que le trajeran un tazón de café con leche. Esperó a que el prisionero bebiera algo, lo que éste hacía con dificultad debido al labio roto y a las contusiones de su rostro y barbilla. Después de que el músico sorbiera el café con ansia, Víctor comenzó diciendo:

– Bueno, don Fernando, ¿se encuentra mejor?

– Gracias, don…

– Don Víctor Ros Menéndez, subinspector de policía. ¿Por qué hizo usted una locura como esa?

– Gracias, don Víctor; no es usted como sus compañeros.

– Ya, ya. Conteste a la pregunta si es tan amable.

– Estaba furioso. Don Augusto es el único culpable de la situación de Aurora.

– ¿Del ataque a su marido?

– No, no. Me refiero a su infelicidad.

– Por cierto, ahora que lo menciona, es sólo un pequeño detalle, pero ¿cómo sabe usted lo del ataque? Nada de ello ha trascendido a la opinión pública.

– Ah, ya sé por dónde va usted -dijo el joven músico-. Sí, seguro que don Augusto y su familia pretenderán que yo cargue con la responsabilidad de lo que hizo la pobre Aurora. Ya me lo imagino: «El músico rumiando rencor por su situación indujo a la pobre chica a…».

– Conteste, por favor. Insisto.

– No vea usted fantasmas donde no los hay. Me lo contó su doncella. Nos pasábamos notas a través de ella.

– Parece razonable. ¿Esperaba algo así de Aurora?

– No, nunca.

– Intentó suicidarse.

– Eso fue diferente.

– ¿Es Aurora una joven nerviosa, digamos que con propensión a la histeria? -preguntó Víctor tras una pausa.

– ¡Qué va! Es una mujer templada. Sabe lo que quiere. No parece una aristócrata.

– Como su hermana, Clara.

– Exacto. Parece mentira que dos jóvenes tan sencillas hayan sido educadas en esa casa pomposa y falsa.

– Sí, no le falta razón -asintió Víctor-. Por cierto, ¿vio usted a Aurora en las últimas fechas?

– Sí, dos veces, la última, el día del ataque.

– ¡Cómo! ¿La vio usted?

– Sí, dio una excusa en su casa. Salió con su doncella para «hacer unas compras» y la chica nos dejó a solas en un café.

– ¿De qué hablaron?

– De nosotros. Se sentía desgraciada. Lloraba sin cesar.

– ¿La vio usted excitada en exceso?

– No; excitada, no. Triste por su… nuestro destino.

– ¿Como para cometer una locura?

– No, no, en absoluto. Aurora no es capaz de algo así.

– Pues lo hizo. ¿Qué cree que la pudo empujar a hacer algo como eso?

– No lo sé. Repito que ella sería incapaz de hacer daño a nadie.

– ¿Pudo ser inducida por alguien?

– No, no. Es incapaz.

– ¿Le habló en los últimos tiempos de alguien que usted considere sospechoso?

– No. Que yo sepa, no.

– ¿Sabe si habló con alguien, además de usted, aquella tarde, antes de volver a casa?

– No, con nadie. Bueno, antes de verme a mí, sí. Había ido a su vidente.

– ¿Su vidente? -dijo Víctor alzando las cejas. Aquello le interesaba.

– Sí, un papanatas de esos que echan las cartas. Iba a menudo desde hacía un año. Le obsesionaba saber si podríamos casarnos y vivir felices.

– ¿Podía ejercer ese vidente una gran influencia en Aurora?

Fernando rió.

– No, hombre, no. Eso es imposible; simplemente, le echaba las cartas. Tampoco ella le daba mucha importancia.

– ¿La notó usted rara? Al hablar, al expresarse…

– No, totalmente normal.

– ¿No hablaba como si hubiera ingerido alguna droga o algo similar?

– No, no, seguro que no.

– Ya. -Víctor hizo una pausa para liar un cigarrillo. Mientras sus ágiles dedos daban forma al pequeño cilindro blanco, dijo-: ¿Y qué piensa usted hacer?

– Si me dejan, salir de aquí.

– No creo que haya cargos de gravedad. Total, tirar un poco de pintura no es un delito de importancia. Saldrá, buen hombre, saldrá, pero no haga más tonterías, por amor de Dios.

– Me gustaría verla, pero me es imposible.

– Ni yo he podido hacerlo.

– Creo que está mal: fiebre cerebral.

– Sí, eso me han dicho. Pero no me trago que tres mujeres se hayan vuelto locas de esa manera en cincuenta años. Creo que aquí hay gato encerrado y pienso atrapar al culpable.

– Hágalo, don Víctor, hágalo. ¡Y devuélvame a Aurora!

– Lo intentaré, no le quepa duda. Todo depende de hasta dónde haya llegado el criminal que la indujo a actuar así. Me temo que le hicieron ingerir alguna droga. No sé si los efectos serán permanentes.

– ¿Cree que podrá solucionar el caso?

– He empeñado mi palabra en ello. Y mucho más -añadió pensando en Clara-. Ahora debo irme. No se meta en más líos, por favor.

– Descuide.

– Mejor así -concluyó Víctor saliendo de aquella mugrienta celda.

Загрузка...