Capítulo 26

Víctor tardó más de tres semanas en recuperar la salud. La infección producida por la herida del brazo tuvo sumido al joven en un continuo delirio que duró más de cuatro días, entre altísimas fiebres que incluso llegaron a hacer temer por su vida. Los amorosos cuidados de doña Patro y de don Remigio de las Heras, galeno personal del propio ministro, evitaron que el detective abandonara este mundo que tanto le había decepcionado. La patrona velaba al enfermo asustada por la violencia de las pesadillas que sufría aquel atormentado hombre, mitad debido a las altas temperaturas, mitad a los espantosos acontecimientos que le había tocado vivir.

Don Remigio decía que el estado de debilidad y agotamiento nervioso al que le habían llevado dos días sin dormir y sin apenas probar bocado, unido a la naturaleza de las pruebas que aquel hombre había tenido que soportar, eran la causa de que su organismo hubiera sido vencido por la más virulenta de las infecciones. Al quinto día, Víctor recobró la consciencia, y poco a poco fue capaz de sentarse en su butaca, junto a la ventana, donde pasaba las horas muertas leyendo o contemplando embobado el ir y venir de transeúntes y carruajes. Sólo aceptó que lo visitara don Alfredo, por supuesto, y nunca para hablar de los dos casos que con tanta brillantez había resuelto.

La verdad era que Víctor Ros vivía atormentado por los remordimientos que sentía al no haber podido evitar la muerte de Lola. La joven le había dicho que lo amó desde el primer momento, y eso le partió el alma, ya que él se había limitado a utilizarla, como hacía el resto de clientes del burdel de Rosa. Él no era mejor que éstos, al contrario, y se sentía sucio y miserable por ello. Lola sólo había conocido el lado oscuro del ser humano, desde niña. Ningún hombre se había acercado a ella de manera altruista, generosa, ni siquiera él. La había utilizado. Y ahora estaba muerta.

Ni se le había pasado por la cabeza que la joven tuviera un interés romántico por él. Era una furcia, y él una persona decente.

No podía evitar evocar las palabras de Lola recordándole que nunca podría casarse con una Alvear. No es que ya no amara a Clara, por descontado. Los últimos acontecimientos no habían hecho sino acrecentar su amor por la joven, pero el policía era consciente de que nunca conseguiría en matrimonio a alguien de su clase. Se había rendido definitivamente y le daba igual. Él era un hijo del pueblo de Madrid, del pueblo llano, claro, porque ya apenas recordaba su Extremadura natal; se había convertido a todas luces en un madrileño. De La Latina. Y, a pesar de ello, deseaba abandonar aquella ciudad. Había traicionado el espíritu liberal que tanto le importaba por una mujer, Clara. Trató de introducirse en los círculos más selectos de la alta sociedad madrileña de la mano del psicópata de don Alberto con la sola intención de contraer matrimonio con ella. Llegó a alternar como si nada con aquella gente que vivía un mundo de lujo y esplendor a costa de explotar al pueblo que los mantenía. Se sentía decepcionado consigo mismo, don perfecto. Por segunda vez en su vida, había traicionado sus ideales liberales anteponiendo su bienestar personal a la verdadera causa.

Pensaba esto y cosas peores mientras contemplaba a la gente pasar por la calle desde la seguridad de su cuarto. Sólo hallaba descanso cuando leía o cuando contemplaba los miles de partículas que, iluminadas por los rayos solares, flotaban moviéndose en el aire de su cuarto. Siempre había sentido como una fascinación por esos minúsculos corpúsculos cuya observación le sumía en una especie de relajante sopor en el que su atribulada mente quedaba de momento en blanco.

Cuando su cerebro volvía al doloroso presente, recordaba a Lola y se veía a sí mismo reparando en el pasado los errores cometidos, y entonces contemplaba a la joven lozana, hermosa y, sobre todo, viva. Luego, volvía a la insoportable realidad. De entre todos sus errores, lamentaba uno sobremanera: había pecado de inmodestia. Se creyó el ombligo del mundo, adulado, querido e inmerso en los círculos más selectos, había sido engañado por una panda de asesinos sin moral ni piedad. Lo embaucaron como a un pardillo. A él, que se creía tan listo, tan racional, tan innovador. Había terminado por creerse esa historia del «joven y prometedor policía» y ése fue su talón de Aquiles.

Y Lola había muerto por su culpa.

Sólo consintió en recibir una visita, además de don Alfredo: la del agente Abenza. Cuando el abatido policía vio entrar en su cuarto al fornido y uniformado agente con un aparatoso vendaje en la cabeza esbozó una triste sonrisa y alcanzó a decir:

– Al menos a usted no lo he matado.

El bueno de Aniceto le rectificó:

– Usted no ha matado a nadie; al contrario, ha evitado más muertes y ha resuelto de una tacada dos casos muy complicados. Es usted el mejor policía que he conocido en mi vida y, créame, llevo muchos años en esto. Y eso sin contar con que es usted joven aún. Déjeme estrecharle la mano, don Víctor, para poder contarlo en comisaría.

Ni siquiera esto animó al joven detective, que tampoco leyó los elogios que sobre su persona vertían todos los periódicos de la capital. Era imposible ojear un diario sin encontrar alguna referencia al joven héroe de la policía que había resuelto dos difíciles casos a la vez. El vulgo encontró fascinante el caso de la casa de los Aranda, una complejísima trama desarrollada por dos estafadores que, aprovechando una leyenda de fantasmas, pretendían hacerse con un fabuloso tesoro. Tampoco le andaba a la zaga el «caso Aldanza», en el que una red de maníacos encabezada por un sofisticado súbdito francés había torturado y asesinado en macabras orgías a más de veinte prostitutas y jóvenes madrileñas.

En definitiva, Víctor Ros Menéndez era el hombre del momento, a quien el todo Madrid se jactaba de haber conocido algún día en cierta fiesta y al que los hijos de La Latina, chulos y chulapas, identificaban con el modesto emigrante que desde la miseria había llegado a lo más alto de la sociedad.

Al cabo de tres semanas, el joven policía comenzó a salir a dar algún corto paseo. Le ayudó mucho un jarabe que le había prescrito don Remigio: Licor del Perú de Rojas. Doña Patro lo trajo de la farmacia de Sánchez Ocaña, en Atocha, 35, y luego le obligó a ingerirlo todos los días. Se elaboraba en Bolivia a partir de una planta fresca, Erythroxilum coca, y, según el galeno del ministro, era el mejor tónico que había conocido jamás. Aniceto Abenza era un encendido defensor de aquel jarabe.

A Víctor le hizo bien.

Salía a ratos y reflexionaba caminando bajo la tupida sombra de los grandiosos árboles del Paseo del Prado, pensando si abandonar aquella desgraciada profesión o no. Veía a Lola en sus sueños. Al fin llegó a una conclusión.


El 2 de noviembre, después del día de Todos los Santos, don Alfredo acudió a buscar a Víctor a sus habitaciones. Al parecer, Renato Minardi, alias «Psíquicus», quería efectuar una declaración en toda regla. Había pedido hacerla ante el hombre que le descubrió.

Víctor, que había obtenido ya respuesta favorable a su solicitud de traslado a Figueras, accedió a hacer aquel último favor a don Horacio en agradecimiento por los desvelos que éste había tenido para con él durante su convalecencia. A petición del joven detective, Psíquicus fue llevado a las instalaciones del ministerio en Sol. Víctor llegó acompañado por don Alfredo y, tras saludar a don Horacio, bajaron al calabozo donde se hallaba el despiadado vidente. Le pareció que el adivino estaba algo más delgado. El hombre se levantó respetuoso al verle entrar escoltado por don Horacio y don Alfredo. Estaba sentado en una sencilla silla de madera. Ante él, dos agentes de uniforme sentados a una alargada mesa se disponían a tomar nota de las palabras del acusado. Había tres sillas vacías para los recién llegados. Se sentaron como si aquello fuera un tribunal dispuesto a examinar a un alumno en el mes de junio.

– ¿Va usted a declarar al fin? -preguntó don Horacio.

– Sí, y he insistido en hacerlo ante don Víctor por un motivo…

– Ahórreme las tonterías -cortó escéptico el subinspector.

– ¿Ve? Usted me juzga con dureza, y las cosas no son tan sencillas. Detrás de todo gran crimen hay una historia de injusticia y vileza.

– O no -repuso Víctor.

– Cuando escuche mi historia comprobará que en este caso es así.

– Diga lo que quiera de una vez -urgió don Alfredo viendo que su joven compañero parecía impaciente.

– Bien, ya saben ustedes que no me llamo Renato Minardi, sino Ron Kok. Soy natural de Holanda y como ya han averiguado mi padre era Fons Kok, el holandés. Cuando yo apenas contaba un año de edad, ahora tengo sesenta y tres, mi padre emigró a Filipinas, en concreto a la isla de Luzón. Quería hacer fortuna. Allí trabajó en las obras del ferrocarril que había de unir Manila con Cabanatuán y trabó amistad con un español, Diego Vicente Reinosa, un avispado joven de Logroño que, tras unos extraños negocios en Cuba que le enriquecieron para luego arruinarse, buscaba salir de la pobreza como fuera. Y quiso la fortuna que se cruzaran en el camino de un español de los que viven en aquella isla, vamos, nacido allí; Braulio Ramírez, se llamaba aquel tipo. Lo conocieron trabajando en las obras del ferrocarril, y una noche de farra y borrachera aquel les contó una historia que al principio les sonó a fantasiosa o extraordinaria. En el año 1775, un bergante inglés, el Lady Macbeth, trasladaba a medio centenar de presos a Canberra, donde habían de purgar sus penas cumpliendo cadena perpetua. Los presos lograron amotinarse en un descuido y, para resumir, diré que se hicieron con el barco pasando a cuchillo a toda la tripulación. Los mandaba un tal Harrison, un bribón de cuidado del puerto de Brighton. Rebautizaron al barco como City without law. Aparte de huir de la Armada Británica se dedicaron a la piratería y hay constancia de que asaltaron varios barcos repletos de oro y mercancías. Al fin, tras cinco años de correrías, un buque inglés dio con ellos y, tras cañonearlos, consiguió hundir el bergantín pirata. Y esto sucedió en las costas de Filipinas, en la misma isla de Luzón donde la presencia de los ingleses no era, digamos, bienvenida. El barco, muy dañado, se refugió en una especie de abrigo natural situado al este de la isla, más al sur de la bahía de Baler, tras pasar el cabo Encanto, conocido por los nativos como El Rincón del Diablo. Y no es llamado así por casualidad.

»La curiosa orografía de la zona originó esta suerte de pequeña bahía rodeada de acantilados a la que sólo se puede acceder por mar. Como ustedes estarán pensando, dicha ensenada reúne las características necesarias para ser un puerto perfecto, pero unas afiladas rocas situadas a ambos lados de la entrada de la bahía hacen, junto con las fortísimas corrientes, que el acceso al interior de la misma sea poco menos que imposible. El caso es que, huyendo de sus perseguidores y con la bodega inundada, los piratas lograron entrar en la pequeña bahía, donde el barco se hundió sin remisión. Sólo unos trece piratas pudieron abandonarlo, pero casi todos perecieron destrozados contra las rocas. Tres llegaron al pie del acantilado y sólo uno consiguió trepar hasta arriba. Era un grumete llamado James, que, tras grabar en la mente el lugar del naufragio, decidió alejarse para regresar con hombres y equipo suficientes para vaciar las bodegas del barco de Harrison, que, según decían, contenían hasta cinco cofres repletos de oro.

»El tal James fue de mal en peor y, como buen delincuente, terminó condenado a muerte por las autoridades españolas por matar a un cura en una taberna. ¡Menuda pieza! Por entonces tenía ya treinta años y contó sus penas a su compañero de celda, un español condenado por estafador a quien relató sus peripecias de joven y describió el lugar donde se había hundido el barco. Ya en libertad, el compañero de James, de nombre Toribio Ramírez, trasladó su residencia a la población más cercana al Rincón del Diablo, Diabuyo, un pueblecito de casas blancas, donde la gente vive sin excesiva preocupación gracias a la riqueza de aquellas tierras. El hombre murió poco después de llegar a Diabuyo, pero antes se lo explicó todo a su hijo, Braulio, el español nativo al que mi padre conoció en las obras del ferrocarril. Quizá porque el alcohol le aflojó la lengua o porque necesitaba ayuda en aquel asunto, Braulio contó la historia y el caso fue que ganó dos socios: Diego Vicente Reinosa y mi padre. Volvieron los tres al pueblo de Braulio Ramírez, quien por cierto tenía una hija de quince años, al parecer una joven de una extraordinaria hermosura. Se llamaba Genoveva y era una belleza oriental, de las que pueblan aquellos lares, que por su exotismo y carácter embelesan a los españoles. Diego Vicente se encaprichó de ella, aunque, según me contó mi padre, la joven no correspondía al español ni mucho menos, sino que se interesaba por mi padre, Fons Kok. Quizá fuera ése el principio de su desgracia. El caso es que, tras preparar durante un tiempo la operación, acudieron pertrechados con cuerdas y dos mulas a aquel agreste paraje, al que se accedía por una empinada y estrecha cuesta que nadie solía frecuentar.

»Llegaron al pie del acantilado y decidieron que el español nativo, cincuentón ya, se quedara arriba con la mulas. Pasaron varios días allí. Diego Vicente y mi padre se descolgaron por la mañana con sendas cuerdas al cinto para realizar numerosas inmersiones para dar con la bodega del barco. Aprovechaban para ello los días de menos oleaje y aun así volvían llenos de moratones y rasguños porque, como he dicho, las corrientes son allí fuertes e imprevisibles. Estaban desesperados porque lo más que llegaban a conseguir era acercarse un poco a la cubierta del bergantín para volver de inmediato a la superficie, por la falta de aire y no veían forma de llegar a la bodega. Luego, por la tarde, Ramírez los izaba ayudado por las cuerdas y las mulas y descansaban hasta la jornada siguiente. Un día, cuando estaban ya a punto de renunciar, mi padre vio bajo el agua un orificio por el que se introdujo. Totalmente a ciegas y sintiendo que los pulmones le iban a estallar, palpó un bulto que le pareció un arcón o algo similar, de hecho, llegó a agarrar una argolla que soltó de inmediato para subir rápidamente a la superficie. De no ser por Diego Vicente, mi padre habría muerto destrozado contra los acantilados, porque al salir perdió el sentido. Llegó a vomitar sangre. Creían haber encontrado lo que buscaban, así que, trabajando codo con codo y golpeando con sendas piedras, lograron agrandar el boquete, facilitando el acceso al lugar donde, según creían, estaba el arcón.

»Lo intentaron entonces con una cuerda atada a un saliente metálico y, de nuevo al límite de sus fuerzas, mi padre llegó donde la argolla y la ensartó con la pieza que llevaba en la mano. Las mulas hicieron el resto y consiguieron sacar un arcón de tamaño mediano que entre los dos izaron a las escarpadas rocas. Al menos habían logrado sacar uno de los cinco cofres que descansaban para siempre en aquella bodega. Braulio Ramírez, con ayuda de las mulas, lo subió con cuidado y luego izó a Diego Vicente. Cuando el español llegó arriba, mi padre creyó escuchar un grito, pero al momento asomó Diego Vicente y le lanzó la cuerda. Mi padre no sospechó y se la ató al cinto. Enseguida sintió que las mulas lo izaban. Cuando estaba a unos veinte metros del suelo, el español se asomó de nuevo, le dijo a mi padre «hasta la vista» y cortó la cuerda, dejándolo caer contra el acantilado.

»A consecuencia de aquella brutal caída, mi padre se fracturó una pierna, y aunque sentía un atroz dolor, como sabía que la marea subiría en breve y que las olas lo destrozarían, sacó fuerzas de flaqueza y ascendió unos metros hasta encontrar un abrigo en el que pudo tumbarse. Fue presa de la fiebre, pues estaba malherido, y a los dos días de estar allí escuchó voces, muchas voces. Pensó que debía de estar delirando pues nadie se acercaba nunca a aquel lugar recóndito y apartado, pero, por si las moscas, gritó pidiendo ayuda. Quedó petrificado cuando vio que una cuerda llegaba a su altura. Se la ató a la cintura y lo izaron medio inconsciente. Cuando despertó comprendió a qué se debía la presencia de tanta gente en El Rincón del Diablo. Un indígena que iba en busca de cocos por aquella selva había encontrado el cadáver de Ramírez con la cabeza machacada. Le echaron la culpa a mi padre, claro, y fue condenado a pena de muerte. Un indulto de su majestad propició que se la conmutaran por la de cadena perpetua y fue trasladado a Marruecos, donde cumplió trabajos forzados. Tras tres años de cautiverio, una rebelión de los rífenos le facilitó la huida y pudo pasar a España en la bodega de un mercante de bandera francesa. Le costó más de dos años volver a casa. Me contó la historia cuando yo tenía diez. Estuvo en La Haya tres años, y cuando reunió dinero suficiente para el billete volvió a Filipinas con una identidad falsa. No volví a verle más. Se enteró de que Diego Vicente y la filipina, Genoveva, que había terminado siendo su esposa, se habían trasladado a Manila, adonde se dirigió de inmediato.

»Diego Vicente supo de su presencia en la isla y salió rumbo a España tras malvender sus posesiones. Aún tenía el tesoro. Mi padre los localizó en Madrid. Reinosa no quiso saber nada de repartir el botín, así que mi padre le contó la verdad a la filipina. El otro montó en cólera y sobornó primero a las autoridades para que encarcelaran a su antiguo socio, y luego a unos rufianes para que lo mataran en prisión. Mi padre supo entonces que el pérfido Diego Vicente había contado a la filipina que el holandés había matado a su padre y que él, en legítima defensa, lo había arrojado al vacío en el acantilado. Engañada por aquella infamia, la joven acompañó al español, que quería dejar la isla para no vérselas con las autoridades. Evidentemente, cuando la dama supo la verdad mató a su marido, el verdadero asesino de su padre, un ladrón y un traidor, eso era aquel gusano. Por eso ojeó ese párrafo de Dante referente a los ladrones antes de matarlo.

»Por mi parte, mi madre, sola, con un hijo y en un puerto de mar, se convirtió en prostituta y murió de sífilis. Viví de cerca la dureza del orfanato, viví con una familia de adopción, por lo que hasta me cambiaron el apellido, y juré que algún día me haría con la fortuna del Indiano. Yo conocía toda la historia y sabía que Diego Vicente Reinosa llevaba siempre consigo el tesoro, así que me vine a España. Por aquel entonces ya me ganaba la vida con mi oficio. Conocía las leyendas de fantasmas acerca de la casa y supe que estaba deshabitada, así que pensé que me resultaría fácil deslizarme en ella por las noches y buscar el tesoro. De ahí los ruidos que la gente escuchaba de noche. Decían que la casa estaba encantada, y debo reconocer que aquellos rumores me venían de perlas, así que, mientras buscaba y buscaba, lanzaba algún que otro alarido para asustar al vecindario y hacer crecer la leyenda.

»Y cuando apenas llevaba unas semanas de búsqueda, un tipo de Santander compró la casa. Me desesperé. Llegaron los nuevos inquilinos y contacté con el mayordomo, Gregorio. No les negaré que surgió una relación especial entre nosotros. Un día, tuve un golpe de suerte: Milagros, la señora de la casa, entró en mi consulta para preguntarme si quedaría de nuevo embarazada. Fue entonces cuando comencé a madurar mi plan. Fue una idea brillante para dejar la casa vacía. Yo dominaba la hipnosis, pues fui ayudante del famoso médium Ennio Villalta en la época en que viví en el circo. Tenía mi maestro un número de hipnosis que cautivaba al público. Allí aprendí a dominar la mente de los demás con esa técnica. Lo tuve fácil con Milagros, era una mujer timorata y de mente débil. Todo me salió redondo, y a los dos meses la vivienda estaba desocupada y el vulgo no dejaba de hablar de fantasmas; y en ese preciso momento me encarcelaron por nueve años. Cumplí condena y, cuando volví a salir, me encontré con que una pareja de recién casados se iba a mudar a la casa. Me encargué de que Gregorio volviese a trabajar en la mansión y él, a su vez, le recomendó a su ama un vidente muy serio. Lo demás es historia. Hipnoticé a la dama, de manera que cuando escuchara la palabra «Mórbidus» bajara a la cocina y tomara el cuchillo y luego el libro. Le ordené también que después subiera al dormitorio, leyera el mismo párrafo que la filipina y acuchillara al marido. Un patrón de conducta que ella había interiorizado y llevaría a cabo al escuchar la palabra clave. Y así fue como ocurrió. ¿Pueden darme un vaso de agua?

– ¿Han tomado nota de todo? -preguntó Víctor muy serio y con tono cortante.

– Sí, está todo -contestó uno de los agentes uniformados.

– Sólo quiero que me diga una cosa, Psíquicus…

– ¿Sí?

– ¿A quién sobornó para sacar el libro de mi cajón?

– Eso no puedo decírselo. Créanme, no es relevante para la resolución del caso y arruinaría la vida de una persona a la que tenté con un buen dinero. No tiene importancia y me permitirán que no haga más daño desvelando su identidad.

Víctor miró con dureza al vidente y añadió:

– Pues entonces les dejo, señores.

– Pero ¿no va usted a decir nada más? -se extrañó Psíquicus-. ¿No le parecen mis circunstancias…?

– Sí, diré algo: adiós. Me importan un comino sus circunstancias, se comportó usted como un monstruo con dos mujeres a las que arrastró a la locura, casi mata a dos caballeros decentes y provocó el suicidio de don Augusto. ¿Cree que todo eso tiene justificación alguna? Yo, no. Esta tarde salgo en tren y tengo cita con un notario. No tengo tiempo para tonterías. Señores… -repitió el joven detective saliendo del calabozo a la vez que se ponía el sombrero.

Todos quedaron sorprendidos al ver el nulo interés que mostraba el subinspector por aquel caso que semanas atrás le quitaba el sueño. Parecía otro hombre.

Víctor salió algo asqueado y caminó hacia la calle del Carmen. Había recibido una citación de don David Segura, notario, de manera que, algo perplejo, acudió a la cita para ver de qué se trataba. La nota que le entregaron decía que se requería su presencia por un asunto de mucha importancia.

El ahora taciturno policía apenas tuvo que aguardar unos minutos en la lujosa sala de espera de don David, quien lo hizo pasar a su despacho con muchos cumplidos y alabanzas. Víctor tomó asiento escrutando el cuarto de trabajo de aquel estirado hombre de negro con finos bigotes y preguntó:

– ¿Y bien?

– Bueno, bueno, don Víctor. No todos los días tiene uno la satisfacción de hacer millonario a un hombre.

– ¿Cómo?

– Sí, soy el encargado de comunicarle que don Alberto Aldanza, conde del Razes, le ha legado toda su fortuna, la mansión del barrio de Salamanca, la casa de Biarritz, sus plantaciones de Carolina y su residencia de Boston.

Víctor se quedó boquiabierto. Ahí estaba la solución a todos sus problemas. Era millonario. Podría casarse con Clara y vivir con ella toda una vida de felicidad. Era rico. Ya no lo mirarían por encima del hombro todos los petimetres de Madrid.

– No -se oyó decir a sí mismo.

– ¿Cómo dice?

– Es dinero sucio.

– No, no. Le aseguro que no. Todo el dinero del conde es de origen totalmente legítimo, de la venta de sus min…

– Minas de nitratos en Chile, lo sé. Y la respuesta es no. ¿Se puede renunciar a una herencia?

– Sí, claro, es un trámite complejo, porque en tal caso habría que iniciar un procedimiento de declaración de herederos, averiguar si el conde tenía familia en su Francia natal y…

– Hágalo.

– ¿Cómo?

– Que lo haga. No quiero saber nada de ese dinero. ¿Es que ese maldito desgraciado no va a dejarme en paz ni después de muerto?

– Joven, no está bien hablar así de un difunto.

Víctor se levantó de pronto y golpeó la mesa con los puños cerrados. Parecía a punto de estallar, por lo que el notario temió que fuera a darle algún sopapo. Por último, con las venas de la frente hinchadas y la cara escarlata de indignación, el joven policía dijo sorprendentemente:

– Tenga usted muy buenos días.

Y dándose la vuelta, tomó su bastón y su sombrero y salió muy digno del despacho del notario. Decididamente, aquel Víctor Ros estaba loco.

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