Capítulo 21

Víctor miraba embelesado por la ventana de su despacho. El ir y venir de carruajes y transeúntes por la calle Carretas lo mantenía sumido en una especie de relajante sopor, al menos de cara a don Alfredo, pues la inquieta mente del joven y ambicioso subinspector no dejaba de cavilar e iba una y otra vez de un caso a otro.

¿Qué tenía que ver lo ocurrido con el Indiano con los sucesos acaecidos con Aurora y don Donato? ¿Qué era aquello de El Rincón del Diablo? Allí había una historia de piratas, al menos de contrabandistas, y eso le hacía intuir que existía dinero detrás, o un tesoro, tal vez. Parecía haber una conspiración en torno a los recién casados, aunque todo el mundo prefirió creer que aquel asunto había sido obra de don Augusto Alvear. ¿Quién o quiénes estaban detrás de aquel turbio asunto? ¿Quién había ido a comprar, hacía diez años, tres ejemplares de La Divina Comedia idénticos al maldito de la casa de la calle San Nicolás? Parecía como si alguien hubiera decidido proveerse de una buena reserva de volúmenes exactamente iguales al maldito libro. ¿Para qué? Para nada bueno, eso seguro.

El otro caso parecía asunto resuelto. Todo apuntaba a aquel imbécil de don Gerardo, un inútil que se había dedicado a cometer tropelías durante toda su vida, sin que éstas le reportaran el merecido castigo. Lógicamente, el nivel de sus fechorías había ido en aumento hasta llegar a donde ni siquiera su padre podría salvarle: el asesinato múltiple. Sintió lástima por los padres de Gerardo de La Calle; aunque don Bernabé le había hecho sentirse como un auténtico y rematado imbécil la noche anterior.

Aquel hombre rezumaba clase, buenas maneras y, sobre todo, inteligencia, mucha inteligencia. Era un caballero. Captó el propósito del policía, leyó sus intenciones y, por último, lo había colocado en su sitio sin una sola voz, sin una mala palabra. Lo amenazó veladamente, cierto, pero sólo le dijo algo que el subinspector ya sabía: es peligroso molestar a las familias influyentes.

Y quizás él estaba molestando a demasiadas.

Eran las doce de la mañana cuando el mozo de los recados sacó de sus ensoñaciones a Víctor. Una nota de Clara le informaba de que aquella misma noche realizarían una prueba con el libro maldito gracias a la colaboración de la criada de su hermana, Nuria, y su novio, un carbonero de Lugo. A Víctor no le gustaba la idea, pues pensaba que no iban a sacar nada en claro de aquel experimento, pero, a pesar de ello, no ignoraba que debía aprovechar cualquier oportunidad de ver a su amada. No tenía la certeza de que la joven lo amara, pues, aunque parecía mirarlo con buenos ojos, tampoco él se había atrevido a declararse oficialmente.

¿No correría la misma suerte que don Fernando Hernández, el músico? Desechó el pensamiento al instante; él no era un artista apocado y pusilánime, iba a conseguir lo que quería. Estaba seguro.

O al menos no iba a rendirse a las primeras de cambio.

Envió a su vez otra nota a la joven contestándole que asistiría a la prueba y, tras terminar con unos papeleos que tenía pendientes, volvió a casa de doña Patro a paso vivo. Comió y durmió luego una larga y reparadora siesta. Despertó más tarde de las seis y se dedicó a leer un poco para distraer la mente de los dos casos que estaba intentando resolver. La prensa venía densa. Los periódicos liberales y los conservadores polemizaban por el hecho de que el ministro de Hacienda, señor Orovio, hubiera abandonado el último Consejo de Ministros antes de que éste concluyera. Según unos, era un indicio de que había disensiones en el ejecutivo y se anunciaba una crisis de Gobierno. Según los otros, los miembros del ejecutivo habían mostrado su apoyo unánime a las inminentes reformas del señor ministro de Hacienda. Así era el país. Hasta el más mínimo detalle se interpretaba en clave política. Al menos en aquellos momentos. Por su parte, El Parlamento denunciaba la injusta detención de uno de sus redactores, quien, tras presenciar una riña en plena calle San Agustín, había acudido a la inspección de orden público más cercana a reclamar a los agentes de la autoridad su intervención para evitar una desgracia. Ante la negativa del agente a personarse en el lugar de los hechos, el periodista lo amenazó con denunciar públicamente en su periódico aquel comportamiento, por lo que el plumilla fue detenido al instante. El pobre periodista había pasado toda la noche en el calabozo entre maleantes. Víctor se indignó. Le molestaba que el poder establecido atacara a la prensa libre, quizá la única institución de aquel atrasado país que se hallaba en condiciones de denunciar el sistema caciquil que todo lo dominaba. Por supuesto, había unos cuantos periódicos que molestaban a los poderosos y por eso intentaban silenciarlos. España no cambiaba.

Cenó frugalmente a las nueve y partió hacia la casa maldita cuando los relojes daban las diez. Allí se encontró con su adorada Clara, que había pedido permiso a su madre para llevar a cabo aquel experimento, encaminado a averiguar qué mal afligía a su hermana. La joven parecía ilusionada. Don Alfredo, que había sido avisado por Víctor, ya se hallaba presente en la casa, junto con Nuria y su novio, además de Gregorio, el mayordomo de suaves y estudiadas maneras.

El novio de la joven criada, el carbonero, se llamaba Antón y parecía no haber salido en su vida de su pazo natal, allá en la lejana Galicia. Además, daba continuamente la sensación de no entender muy bien lo que se le decía, por lo que Víctor dudó de que el pobre fuera consciente del asunto en que su novia y la señora de ésta lo habían metido. Esperaron a que dieran las doce en la cocina bebiendo aguardiente y café. Todos se sentaron en la inmensa mesa de roble. Sólo faltaba Eugenio, el caballerizo, que se había ausentado unos días para visitar a su anciana madre en Benasque. La iluminación de la estancia era más bien pobre, por lo que las caras de los contertulios aparecían cadavéricas y alargadas a los ojos de los allí reunidos. La conversación fue escasa, y se creó un extraño ambiente entre los presentes, que sentían como si algo irreparable fuera a ocurrir aquella noche. La casa del Indiano parecía ejercer una turbia influencia sobre todo el que ponía los pies en ella.

Excepto Antón, claro, que con la vista perdida, la boca abierta y expresión bobalicona miraba el fuego como hipnotizado, embebido en extrañas cavilaciones. Lo enviaron a dormir a la cama de matrimonio del Indiano y el pobre dio las gracias una y otra vez a sus anfitriones por dejarlo descansar en tan cómodo y elegante lecho. A las dos de la madrugada, Clara, que hacía las veces de dueña de la casa, ordenó que todos se situaran en sus puestos. Nuria y Gregorio comprobaron que el infeliz dormía profundamente y la amada de Víctor ordenó que se procediera según lo dispuesto. Dejaron solos a los dos novios en el cuarto maldito con la esperanza de que el experimento diera algún resultado. Previamente se aseguraron de que no hubiera objeto punzante alguno en la habitación, con la intención de que Nuria, al igual que sus predecesoras, hubiera de bajar a la cocina a buscar un enorme cuchillo. Don Alfredo, Víctor, Clara y Gregorio aguardaron en el vestíbulo por el que se accedía al cuarto, tras la puerta cerrada del dormitorio, intentando escuchar lo que ocurría dentro.

– ¿Y si lo asfixia con la almohada? -dijo algo angustiado don Alfredo.

Tétricamente iluminado por una vela, Víctor sonrió diciendo:

– Tranquilos, no va a pasar nada.

Escucharon cómo la joven criada leía en voz alta el párrafo maldito. Le costó un buen rato hacerlo, pues era poco menos que analfabeta. Volvió a hacerlo una y otra vez, según le habían indicado.

– Menuda lectora ha escogido usted, señorita -reprochó Gregorio a Clara, quien lo miró con cara de pocos amigos y replicó:

– La que había, Gregorio, la que había.

Pasó una hora y no escucharon sonido alguno que pudiera alarmarles. Oyeron dar las cuatro y el mayordomo y Clara se durmieron sentados en el suelo. Don Alfredo y Víctor aguardaban agazapados, revólver en mano, a que algo ocurriera, pero, al fin, vencidos por el sueño y el aburrimiento, acordaron entre susurros despertar a sus dos colaboradores y hacer algo.

– Esto es muy raro, no se ha oído nada. Vamos a entrar -decidió el inspector Alfredo Blázquez.

El propio Blázquez encabezó la comitiva como agente más veterano. Eran las cinco y media, aproximadamente. La hora en que Aurora atentara contra su esposo por primera vez.

Al entrar comprobaron que el dormitorio, entre penumbras, era más tétrico y horripilante aún que a la luz del día.

– ¡Dios mío! -gritó Clara señalando al pobre Eugenio, que yacía sobre el lecho en postura antinatural, con la cabeza torcida mientras un reguero de líquido caía por la comisura de sus entreabiertos labios. Parecía inerte.

– ¡Está muerto! ¡Está muerto! -gritó alguien.

Sobre la mesa camilla en que había leído el párrafo maldito una y otra vez descansaba la cabeza de Nuria que, entretanto, no cesaba de murmurar incoherencias.

– ¡No, no, no es posible! ¡No es posible! -comenzó a gritar el mayordomo totalmente fuera de sí-. ¡Dios nos ha castigado! ¡La maldición se ha hecho realidad! ¡La maldición vendrá ahora por nosotros, vendrá…! -y se lanzó escaleras abajo desquiciado.

Entonces Víctor chistó enérgicamente a sus dos compañeros y dijo:

– ¡Silencio! ¡Escuchad!

Un siniestro soniquete, una especie de espeluznante y grave gruñido, sonaba en el aire cada vez que Nuria cesaba de murmurar frases incomprensibles. Era un sonido horrible, demoníaco.

– ¿Qué es ese ruido del infierno? -murmuró don Alfredo con aprensión a la vez que tiraba del percutor de su arma.

– Encienda la luz y se lo diré -contestó Víctor, quien aguardó a que su amada encendiera una de las lámparas de gas de la pared-. Señorita Clara, don Alfredo, ahí tienen la respuesta a su pregunta. Ese rugido de ultratumba es… ¡el ronquido de un carbonero de Lugo!

Los tres miraron a Eugenio, que dormía a pierna suelta en aquella cama roncando como una bestia mientras un hilillo de baba resbalaba por su barbilla.

– Pero ¿y Nuria?

Víctor se aproximó a la sirvienta dormida e hizo que sus acompañantes se acercaran a ella:

– No, Eugenio, no, que nos pueden ver; cuando estemos casados… -murmuraba la joven entre sueños.

– ¡Nuria! -gritó el detective zarandeando a la joven, que despertó bruscamente.

Después de mirar a los presentes con sorpresa, la criada dijo mirando el libro abierto ante ella:

– Me he debido de quedar dormida, y no me extraña. Con este bodrio que me han hecho leer…

Los tres estallaron en una sonora carcajada.

– ¡Vaya par! -exclamó Víctor-. Alfredo, haga el favor de localizar a ese valiente mayordomo mientras yo despierto al bueno de Antón.

– ¡Cuánto lo siento, Víctor! El experimento ha sido un fracaso, tal como tú decías -reconoció Clara desanimada mientras Blázquez salía del cuarto.

El joven policía sonrió misteriosamente y contestó:

– No, Clara, no. El equivocado era yo. Esta pequeña aventura ha resultado muchísimo más útil y esclarecedora de lo que pensaba en un principio. Y debo reconocer que todo ha sido, una vez más, gracias a ti. Hoy nos encontrarnos un poco más cerca de salvar a tu hermana, y a ti te lo debemos. No desesperes y ten confianza en mí. Todo se andará. Mi red comienza a rodear a los canallas que han concebido este maléfico plan. Que se preparen para soportar el terrible peso de la ley sobre sus malignas cabezas.


A la mañana siguiente, justo cuando don Alfredo y Víctor regresaban de tomar sendos cafés con leche en el Levante, se encontraron con una inesperada visita en su despacho. Don Gerardo de La Calle esperaba a Víctor sentado en la incómoda silla que éste tenía dispuesta frente a su mesa para los invitados, generalmente delincuentes.

– ¡Hombre! -dijo don Gerardo con una falsa sonrisa en los labios.

– Vaya, una inesperada y pestilente visita -contestó Víctor mientras colgaba su sombrero y su bastón de la percha.

El orondo aristócrata se puso en pie y se encaró directamente con el joven subinspector.

– ¡Es usted un cobarde, yendo de esa manera a mi casa a molestar a mis padres!

– No diga cosas que luego no podrá mantener. Está usted muy cerca del garrote, amigo. Ándese con cuidado.

– ¡Es usted un miserable! -gritó furibundo De La Calle -. ¡Usted no va a probar nada!

– Eso lo veremos -repuso Víctor sin inmutarse.

En ese momento, don Gerardo alzó la mano para golpear al policía, pero éste, más ágil y rápido, paró el golpe con la mano izquierda, dirigió la derecha al cuello de su rival y comenzó a presionar con fuerza su nuez con el índice y el pulgar.

– ¡Mire lo que le voy a decir, escoria! Tiene un minuto para abandonar este edificio; si transcurrido ese tiempo lo veo aquí dentro, le detendré por intento de agresión a un funcionario público. ¿Entendido?

Don Gerardo no podía hablar; empezaba a sentir asfixia y su rostro estaba adquiriendo un preocupante tono purpúreo.

– ¿Entendido? -repitió el policía.

El otro asintió, por lo que Víctor soltó su presa, se hizo a un lado y lo dejó caer fuera del despacho a la vez que le propinaba un puntapié en el trasero para ayudarle a abandonar la estancia. Pareció disfrutar haciendo aquello.

Don Alfredo cerró la puerta sonriente y dijo:

– Bien hecho, amigo.

Víctor, sonriente también, comentó:

– Bueno, al menos he conseguido ponerlo nervioso.

– Sí, parece que su visita a los De La Calle le ha molestado sobremanera.

– Eso me compensa, porque sus padres me parecieron un auténtico caballero y una verdadera dama. Me hicieron sentir mal, la verdad, aunque ahora veo que este tipejo se siente acosado y ésa es la mejor situación para que cometa un error.

– ¿Qué va usted a hacer ahora?

– Tenderle una trampa; seguro que pica el anzuelo.


Cuando salía de su despacho en Sol y encaminaba sus pasos hacia la pensión de doña Patro, Víctor oyó que alguien lo llamaba por su nombre. Al volverse, comprobó que don Alberto Aldanza le hacía señas desde su lujoso coche.

– Ven, hijo, te llevo a casa -dijo el conde del Razes.

El joven policía no quiso rechazar la invitación y subió al carruaje.

– Últimamente eres muy caro de ver -manifestó el noble.

– He estado muy ocupado con los dos casos -contestó el detective.

– ¿Cómo? ¿Aún sigues con esa tontería de la casa de la calle San Nicolás?

– Sí; todos piensan que era asunto de don Augusto, pero yo no opino igual, y creo que estoy más cerca que nunca de la solución.

– ¿Y el otro asunto, el de las prostitutas?

– Eso es asunto resuelto.

– ¿Tienes un culpable?

– En efecto, creo que así es.

– ¡Vaya, vaya! Eso hay que celebrarlo. Te invito a comer y me cuentas.

– No, don Alberto, estoy muy ocupado.

– Ya… Es por esa tontería que ocurrió en el palco, ¿no?

– No me agradó aquel incidente, la verdad.

– No fue lo que parecía; en realidad, te hice un favor. A pesar de ello, quiero pedirte disculpas por aquella escena. Pero te diré una cosa: tú no conoces a Helena, se lo he visto hacer cientos de veces, se encapricha con facilidad, engatusa a un joven y luego se olvida de él. Más de uno se ha arruinado y alguno que otro ha llegado incluso a suicidarse. Es una arpía, ahora todo son lisonjas y luego habrías sentido su desprecio. Además, no te hubiera interesado que todo Madrid supiese lo ocurrido en el palco, a ella le gusta contarlo, ¿sabes? Hubieras estropeado lo tuyo con la hija de los Alvear.

– Quizá eso debía haberlo decidido yo, ¿no?

– Ya. Estás enfadado. No será por esa tontería que dijo Helena.

– ¿Qué, lo de «los jóvenes de su cuadra»? -recordó Víctor con retintín-. A mí me importa un comino lo que cada cual haga en su dormitorio.

– ¡Por Dios, Víctor! Sabes que te he tratado como a un hijo.

– Nunca lo he negado.

– La invitación a comer sigue en pie.

– No tengo tiempo, don Alberto. Lo siento, de veras -dijo en tono cortante; era evidente que el joven estaba indignado con su mentor.

– Tenía interés en hablar contigo porque voy a estar fuera de Madrid unos días, tengo unos asuntos pendientes en Segovia, pero el caso es que me intriga saber quién es ese despreciable asesino. ¿Me avisarás cuando lo hayas capturado?

– Claro, tengo motivos más que sobrados para pensar que es Gerardo de La Calle.

– No me sorprende -admitió el conde sacando un poco de rapé para aspirar-. ¿Y cómo vas a capturarlo?

– Por eso estoy tan ocupado. Esta noche voy a hablar con una amiga prostituta para tenderle una trampa.

– La Valenciana.

– La misma. Quiero que me ayude a capturar a ese desgraciado.

El coche llegó a la puerta de la pensión de Víctor.

– Ten cuidado, hijo -añadió don Alberto-. Tienes que andar con mucho tiento, este asunto es complejo.

– Descuide, don Alberto. Actuaré con prudencia.


Efectivamente, aquella misma noche, Víctor se personó en el burdel de la Ronda de Embajadores en que ejercía Lola «la Valenciana». Rosa, la dueña que daba nombre a aquel prostíbulo, lo recibió con muchos parabienes.

– ¡Vaya, don Víctor, dichosos los ojos!

– Buenas noches, Rosa.

– Ya no viene usted mucho por aquí, no -comentó la meretriz mientras tomaba el sombrero y el bastón del policía.

– He estado muy ocupado. Venía a ver a Lola. ¿Está ocupada?

– Voy a ver un momento, usted espere aquí y, si desea tomar algo, pídalo sin dudarlo, ¿eh? -contestó Rosa alejándose por el pasillo.

Víctor saludó con la cabeza a dos caballeros que, como él, esperaban sentados en la lujosa antesala de aquel prostíbulo. Al poco apareció la propia Lola y le hizo una seña. La siguió sin decir palabra. Entraron en el cuarto que ocupaba la chica, una estancia excesivamente recargada en la que Rosa se había excedido en el uso del terciopelo y el raso de color rosado.

– Bueno -dijo ella cortante-. Al fin tienes una necesidad. Me temía que te hubieras metido a monje.

– He estado ocupado.

– Pues debes de haberlo estado mucho, porque has pasado de ser un cliente demasiado asiduo a algo así como un ermitaño -repuso la joven, acercándose a él y aflojándole el nudo de la corbata.

– No, Lola, no. Sólo he venido a hablar contigo.

– ¿A hablar? ¿Qué te pasa? ¿Te has vuelto «raro» a la vejez?

– Es sobre las jóvenes asesinadas; creo que tengo al hombre que lo hizo.

– ¡Hombre, al menos tienes palabra!

– Sí, seguí con el caso hasta el final.

– ¿Habéis detenido a ese cerdo?

– No, no es tan fácil. Por eso venía a verte.

– Por eso. Ya -murmuró la joven, quien parecía sentirse rechazada.

– Sí, es un joven de familia influyente, un tal don Gerardo de La Calle.

– ¡Vaya, hombre!

– ¿Lo conoces?

– Sólo de vista. Hace dos años, Rosa lo echó de esta casa por atizarle a una chica. Creo que le gustan las cosas raras.

– Sí, por ahí van los tiros, creo yo. Quiero tenderle una trampa.

– ¿Y por qué no lo detenéis sin más? Me consta que hay compañeros tuyos que lo harían confesar, los muy cabestros.

– No se puede actuar así, es una persona importante. Necesito pruebas, y he pensado que podrías ayudarme a echarle el guante.

– ¡No puedo creerlo! No apareces por aquí en semanas. Y ahora te presentas como si nada hubiera pasado para que haga de cebo -se quejó la chica propinando un severo bofetón al policía. Estaba indignada. Víctor se sintió violento. Muy serio, se tocó la zona dolorida. Era evidente que la joven se sentía dolida por su ausencia.

– Creía que nuestra relación era sólo algo estrictamente comercial -contestó.

Lola le dio otra bofetada y se lanzó sobre él con intención de arañarle la cara. El policía reaccionó ágilmente y sujetó a la chica por las muñecas a la vez que sus rostros quedaban muy cerca el uno del otro. Víctor aspiró su perfume y rememoró momentos inolvidables vividos con ella en aquel mismo cuarto.

– Lola, lo siento. No quería haber dicho eso. Sabes que no lo pienso. En absoluto.

Se sintió como un idiota. ¿Por qué había dicho una tontería semejante? Nunca había juzgado a Lola y nunca había pensado siquiera en hacerlo.

Ella se deshizo del abrazo del policía y alisándose el vestido contestó:

– Mejor así.

– Sí.

Entonces, con un tono exageradamente irónico, Lola añadió:

– Hace mucho que no vienes; ¿es que ahora te alivias sólito?

– Supongo que me lo merezco. Soy un idiota absoluto -dijo él sentándose con los antebrazos apoyados en las rodillas y la cabeza gacha-. Sí, Lola, hace tiempo que no vengo.

– ¿Has encontrado a otra fulana, vas a otro burdel?

– No, no voy a ninguno. Es sólo que…, que no me apetece. Bueno, sí; me apetece, pero hay alguien especial.

La joven lanzó una escrutadora mirada al policía con sus hermosos y almendrados ojos negros. Quedó pensativa por un instante y de repente lanzó una carcajada.

– ¡Acabáramos! Es por la pánfila ésa que ibas a rondar al prado…, ja, ja, ja… ¡Ay Víctor, Víctor…! Pero ¿es que te has vuelto loco?

– Clara no es ninguna pánfila -rebatió muy serio.

– Ah, Clara. ¡Qué confianzas! ¿De verdad crees que vas a llegar a algún sitio con una chica de su clase? ¡Abre los ojos! Ahora lo entiendo, claro. ¡Una puta es poco para ti! Y pensar que… No seas ingenuo, sólo vas a conseguir hacerte daño; ¿acaso crees que eres el primero en enamorarse de alguien fuera de su alcance? Vas de cabeza al desastre, Víctor, piénsalo. Sé de lo que hablo. Es mi especialidad, enamorarme siempre de la persona equivocada.

– Te agradezco el consejo -dijo él muy serio-. Nunca he pretendido hacerte daño.

– No te preocupes, hijo mío. Así es este oficio -razonó Lola fingiendo indiferencia-. A ver, cuéntame lo de la trampa. A fin de cuentas, fui yo quien te obligó a meterte en este lío. Al menos vengaré a mi amiga Chelito.

Víctor la miró durante unos segundos que a ella le parecieron eternos. Sintió pena por la joven. La vio como la cría que tuvo que salir huyendo de una vida sórdida en Valencia. Por fin habló:

– La cosa es sencilla. Tengo un par de hombres que siguen sus pasos, y sé que cada tarde va a un club de caballeros de la calle Mayor, el Club Lepanto. Allí lee el periódico y fuma un cigarro con algunos contertulios, luego sale y cena en algún restaurante caro; rara es la noche en que no frecuenta algún prostíbulo o se lleva a alguna mujer a unas habitaciones que tiene alquiladas, precisamente, en la Puerta del Sol. Mañana lo esperaremos a la salida de su club, no temas, estaremos vigilando. Tienes que echarle el lazo, ya sabes, intentar llamar su atención, gustarle. Intenta concertar una cita o algo así, lo demás será asunto hecho. Cuando quiera ponerse en contacto contigo para…

– Para matarme.

– Eso no ocurrirá, descuida. Te enviará a una mujer con una capa amplia y gris, es una dama de porte aristocrático que tiene una enorme verruga en la cara. No vayas con ella a menos que tengas la certeza de que te seguimos, ¿de acuerdo? -La chica asintió, pero Víctor insistió-: ¿Has entendido esto último? Es muy, muy importante.

– Descuida, sólo me iré con esa mujer cuando tú estés sobre aviso.

– Bien. Mañana entonces pasaré a recogerte a eso de las siete y media. No tengas miedo. Habrá agentes de paisano en toda la zona y, recuerda, si te propone irte con él, en ese mismo momento abre la sombrilla.

– No tengo sombrilla, Víctor. Apenas salgo de día.

– Yo te traeré una. Hasta mañana y gracias por tu ayuda.

– Gracias a ti, Víctor; a pesar de todo, eres el único que se ha tomado interés en este caso.

Lola comprobó que el policía había salido sin oír su último comentario. Se acercó al armario en busca de su botella de coñac. Aquella noche se le iba a hacer muy larga.


Víctor acudió a recoger a Lola a la hora convenida en un coche de alquiler acompañado por don Alfredo. Corrían los primeros días de octubre y el aire fresco era ya bienvenido. No hablaron mucho en el trayecto al Club Lepanto. Apenas unas advertencias de Víctor para que la joven, que parecía nerviosa, tuviese mucho cuidado. Apostados a unos cincuenta metros de la barroca fachada del edificio del prestigioso club, Víctor y don Alfredo observaban desde el interior del coche a Lola. El joven detective se sintió culpable por utilizar a la chica, quien una y otra vez pasó por la puerta del inmueble haciendo como que paseaba. Al fin, Ramírez, un agente de paisano, salió del edificio, se detuvo en las escaleras que daban acceso al mismo, sacó el pañuelo y fingió secarse el sudor de la calva. Era la señal convenida. Un discreto mendigo que pedía limosna junto al club hizo una señal a Lola y ésta se encaminó hacia el lugar acordado. De inmediato, el mofletudo don Gerardo apareció en las escaleras. Miró a uno y otro lado como buscando un coche de alquiler y continuó su camino con prisa. No vio a la joven, que muy hábilmente se interpuso en su recorrido.

– ¡Qué bien lo ha hecho! -comentó Víctor a su compañero.

Los dos policías vieron como el supuesto asesino se agachaba para recoger una preciosa sombrilla rosa que Víctor había regalado a Lola para la ocasión. Intercambiaron unas frases y ella continuó su camino. De La Calle subió a un coche de alquiler y Víctor bajó del suyo para que don Alfredo continuara la persecución del sospechoso.

Una vez se cercioró de que los dos coches habían doblado la esquina, el joven subinspector se situó a la altura de Lola y tomándola del brazo caminó a su par:

– ¿Qué tal ha ido?

– Ha mordido el anzuelo. ¡Todos los hombres sois iguales!

– Cuéntame.

– ¿Lo has visto?

– Sí, de lejos.

– Pues ha sido cosa sencilla. He hecho como que se me caía la sombrilla y él se ha agachado a cogerla. Entonces me he inclinado, asegurándome de que se me veía bien el escote. ¡Tenías que haber visto qué ojos! «Usted es don Gerardo», he dicho yo. «¿Nos conocemos?», ha contestado él. «Sí, de casa de doña Rosa, en Embajadores», le he respondido.

– ¿Y qué ha dicho?

– «No te recuerdo.» Y yo he dicho: «Pues no sé por qué no viene a conocerme. No va usted mucho por allí.» «No me llevo bien con la arpía de tu jefa», me ha explicado. «Puede arreglarse en otro sitio; mándeme aviso cuando quiera estar con una mujer de verdad», le he soltado. ¡Se le caía la baba! «Lo haré, doña…» «Lola, llámeme Lola», he dicho, alejándome con coquetería.

– ¡Bien, Lola, bien! ¡Bravo! ¿Hacia dónde vas ahora?

– ¿Por qué? ¿Vas a llevarme a la ópera con tus nuevos amigos?

Se sintió dolido, pero no por sí mismo, sino por ella. Era evidente que Lola estaba herida. Le disgustaba sentir el desprecio en la mirada de la chica.

– Sólo lo decía para acompañarte. En estos días no debes andar por ahí sola.

– Vaya, ¡qué considerado te has vuelto!

– No hagas bromas con eso. Gerardo de La Calle es un loco peligroso. ¿A dónde vas?

– Al burdel. Trabajo allí. ¿Acaso lo has olvidado?

Загрузка...