Capítulo 8

– ¿Cómo? -preguntó don Alfredo-. Pero ¿no había usted colocado el libro en su sitio?

– Sí, así fue. Sin ninguna duda -contestó el mayordomo.

– ¿Cuándo fue eso? -quiso saber Víctor.

– A la mañana siguiente del…, del suceso.

– Lo colocó usted ahí por iniciativa propia, supongo -dejó caer el subinspector.

– No, no, el señor me dijo que lo llevara de nuevo a su sitio.

– ¿El señor?

– Sí, don Augusto, el padre de la señora.

– Ya, ya -asintió Víctor-. ¿Y está usted seguro de que el libro quedó en su sitio?

– Segurísimo.

El subinspector Ros tomó su lupa y se acercó a mirar el hueco dejado por el libro. En su lugar había un montón de ceniza.

– ¡Se ha volatilizado! ¡Él solo se convirtió en ceniza! -dijo el mayordomo a gritos. Parecía algo histérico.

Las damas y una doncella acudieron al oír tal revuelo.

– ¿Qué pasa, qué alboroto es éste? -preguntó doña Ana.

– Atrás, atrás, no se acerquen -ordenó muy resuelto Víctor.

Todos hicieron lo que el joven decía.

– Tráiganme un trozo de papel para envolver. Que esté limpio, ¡rápido! -requirió el subinspector.

Víctor Ros caminó con rapidez hasta la ventana, descorrió las cortinas y se tumbó en la alfombra, a la altura de la estantería, y empezó a escudriñar el suelo con su lupa.

Al mismo tiempo que su compañero se comportaba de tan extraño modo, don Alfredo relató a las damas lo ocurrido. Doña Ana pareció afectada por tan extraño suceso y, tras emitir un sonoro grito, se desplomó desmayada.

– ¡Las sales! -pidió el mayordomo sosteniendo a su ama.

Mientras doña Ana era transportada a un diván junto a la ventana para que le diera el aire, Víctor no mostró el menor interés por la salud de la madre de su amada; es más, siguió enfrascado en el estudio de la estantería, que roció con unos polvos que sacó de un sobre que llevaba en el bolsillo. Después de examinar con lupa el mueble, se giró y, tomando con tiento un trozo de papel de estraza que le habían traído de la cocina, depositó las cenizas del libro en el mismo y lo cerró con esmero. Revisó los demás volúmenes con detalle y finalmente se volvió diciendo:

– Voilá, ¿y la enferma?

La dama, que había recobrado el sentido, bebió un vaso de agua y pareció encontrarse mejor.

– ¡Qué desgracia, qué desgracia! -murmuraba sin pausa.

Víctor observó a su amada y creyó entrever en ella una mirada de curiosidad más que de reproche por su poco caballeroso comportamiento de momentos antes.

– Bueno, bueno -dijo el joven policía-. Como parece que doña Ana se encuentra bien, creo que deberíamos irnos. Don Alfredo, aquí no hacemos sino molestar. Si ustedes quieren, iremos en nuestro coche a avisar a su médico para que examine a doña Ana para mayor tranquilidad.

– No, no. No es necesario, parece que me encuentro mejor -dijo ella, y trató de levantarse del diván con una compresa fría en la frente-. Sólo ha sido la impresión.

– Entonces nos vamos -dijo don Alfredo-. Volveremos mañana para hablar con el servicio y con don Donato, si se encuentra mejor de sus heridas.

Dicho esto, ambos policías salieron de la casa con cierta prisa y aprensión.

– ¿Y bien? -dijo don Alfredo cuando subieron al coche de caballos que había de llevarles a Sol.

– Feo asunto -contestó Víctor.

– Sí, eso me temo. No hemos podido hablar ni con la agresora ni con el agredido y, para colmo, ¡el libro se ha volatilizado!

– ¡Cómo, Alfredo! ¡No me digas que crees en cosas de magia! -exclamó Víctor con aire divertido.

– Pues no, amigo mío, pero…

– No hay pero que valga. Parece que el mayordomo sí colocó el libro en su sitio. ¿Viste su cara cuando comprobó que no estaba allí?

– Sí, se descompuso, se puso blanco como la cera.

– Luego él no fue quien se lo llevó.

– ¡Cómo! ¿Piensas que alguien se lo ha llevado?

– Pues claro; sólo una mano humana podía coger el libro. No irás a pensar que desapareció por arte de magia.

– No sé qué pensar, Víctor. Esa casa me da aprensión, y toda la familia anda un tanto…

– ¿Histérica?

– No, no. Como si hubiera caído una maldición sobre ellos. ¿Y qué hacías con esos polvos y la lupa, si puede saberse?

– Buscar huellas dactilares.

– ¿Huellas qué?

– Dactilares. Sí, amigo, las huellas de nuestros dedos son algo único. Nos identifican y diferencian a unos de otros, al igual que ocurre con nuestras caras o nuestras voces. Buscaba huellas en la estantería. Huellas de los dedos del culpable de esta trama. Para luego compararlas con las de todos los que habitan esa extraña casa.

– ¿Has dicho una trama?

– Sí, aquí hay gato encerrado.

– ¿Y había?

– Que si había, ¿qué?

– Pues eso: huellas.

– No las había, no. Examiné también las pisadas en el polvo de la alfombra, pero aquello era un galimatías. Aunque algo saqué en claro.

– ¿Y ahora? -preguntó don Alfredo.

– Pues de momento tenemos trabajo. Esta tarde, antes o después de los toros, he de ver a un amigo de la Universidad, para que analice las cenizas dejadas por el libro en su «combustión espontánea». Es un joven profesor de química, muy brillante por cierto, don Aurelio Jesús Corcoles. Él sabrá orientarnos al respecto.

– Debemos hablar con la servidumbre.

– Sí. Mañana lo intentaremos de nuevo -contestó el subinspector.

– Por cierto, Víctor, en casa de los Aranda te he notado un poco afectado, nervioso diría yo.

Víctor miró por la ventanilla con aire algo ausente. Al momento dijo:

– ¿Recuerdas, Alfredo, que una vez te dije que cierta tarde había visto a una dama paseando por el Paseo del Prado que me había llamado la atención?

– Sí, claro, una joven en edad de merecer acompañada por su aya y que te pareció muy hermosa. No volviste a hablarme del tema.

– Exacto. Pues me informé sobre ella y su familia y resultó que era…, bueno, hoy la hemos visto con nuestros propios ojos.

– ¡Doña Clara!

Víctor asintió como apesadumbrado.

– Pero ¡cómo! Y no me habías contado nada. ¡Qué callado te lo tenías! -Alfredo hizo una pausa y luego añadió con tristeza-: Esa familia es muy notable…

– Lo sé, lo sé, amigo mío. Sé que esa mujer no es para mí.

– Y no has estado muy afortunado con la madre de ella.

– ¿Tú también lo has notado?

Alfredo asintió.

– Vaya. A esto le llamo yo empezar con buen pie -masculló Víctor.

– Si es que a veces parece que estés sin civilizar, hijo.

El carruaje frenó en seco. Habían llegado a Sol.


La ciudad entera se paralizó aquella tarde pese a ser día laborable. A las cuatro y media, momento en que Víctor y Blázquez se dirigían hacia la plaza de toros, la nueva, situada cerca de la calle Goya, el gentío atestaba las calles de Madrid por el acontecimiento que había de tener lugar en la Villa y Corte. Nada menos que la reaparición de Frascuelo tras su cogida del 17 de abril. Nadie quería perdérselo. Los jornaleros, los funcionarios, los comerciantes, ricos o pobres, conservadores o liberales, todos se habían puesto de acuerdo para faltar al trabajo. Frascuelo salió de su casa en un coche abierto acompañado de varios vehículos más y seguido por una auténtica multitud. Costaba trabajo incluso caminar en Sol y en la calle de Alcalá. El matador, madrileño de adopción, llegó a la plaza en la que no cabía un alfiler. El entusiasmo embargaba a los parroquianos del torero.

Blázquez llevaba una bota de vino.

– Toma, toma. Endíñale -le dijo a Víctor con entusiasmo-. Es de Cariñena.

Las localidades se habían agotado a las pocas horas de salir a la venta, y es que el pueblo de Madrid se volcaba con Frascuelo, menos simpático que Lagartijo pero más valiente y voluntarioso que el cordobés. A Víctor le llamaba la atención que aquel evento suscitara tantas pasiones y, sobre todo, le sorprendía la vehemencia con que discutían los seguidores de los dos matadores en torno a los que giraba la fiesta nacional. Aquello daba lugar a disputas, debates más encendidos si cabe que las diatribas políticas entre conservadores y liberales. De locos.

Blázquez le presentó a su contrapunto, un comerciante de telas de Chamberí junto al que siempre se sentaba para polemizar. El otro era partidario de Lagartijo, «el Califa», se llamaba Leandro y ambos pasaban más tiempo lanzándose pullas y chinitas que mirando al ruedo realmente.

Sólo se mostraban de acuerdo en que los toros habían de ser buenos, pues eran de Veragua. Junto a Frascuelo toreaban Hermosilla y Currito. La plaza de toros estaba vistosa, colorida, había damas hermosísimas con vestidos de medio paso, faldas de mil colores y peinetas monumentales. Hombres de distinta condición: caballeros a la moda inglesa, paisanos bota en ristre y chulos de los que llamaban chisperos.

A las cinco en punto, las cuadrillas pisaron la arena y el respetable prorrumpió en aplausos, que aumentaron su intensidad cuando Frascuelo saludó al tendido al terminar el paseíllo.

– ¡Mira, Leandro, mira cómo le aplaude el todo Madrid! -exclamó Blázquez entusiasmado.

– Bah -repuso el otro-. A Lagartijo sí hay que verlo, es de maneras tan toreras que merece la pena pagar la entrada sólo para verle hacer el paseíllo.

– ¡Pero qué dices, chalao! Si no se arrima así lo maten. ¿Qué se puede esperar de un matador que sólo ha sufrido seis cogidas en toda su carrera y ninguna de gravedad?

– Eso es arte, Blázquez, arte. Prefiero ver al Califa con sus requiebros y volatines que a ese matarife al que tú idolatras.

En esto salió el primer toro y los polemistas callaron. Era para Currito.

Víctor aprendió aquella tarde que Frascuelo y Lagartijo eran la antítesis el uno del otro. En todo.

Frascuelo, valiente, suicida, se arrimaba. Lagartijo, «el Califa», más fino, un artista, era hijo de la escuela sevillana y sus donaires y filigranas eran capaces de enardecer al público y llevarlo al paroxismo. Frascuelo seguía la escuela rondeña, más sobria. Lo suyo era más una lucha con el astado, una caza en la que siempre se la jugaba. Sobre todo a la hora de entrar a matar; finiquitaba a los toros de certeros volapiés, jugándosela hasta la temeridad. Y eso a la gente le gustaba.

Además, el madrileño era alfonsino y el Califa abiertamente republicano. De hecho, se negó a brindar un toro a la destronada Isabel II en la Exposición Universal de París porque «él era republicano». ¡Qué genio tenía!

La verdad era, aunque Blázquez no quería reconocerlo, que el mismo Frascuelo había dicho de su rival: «El cordobés es el mejor torero que ha parido madre.» Pero eso era otra historia.

A Víctor le llamaron la atención, por su especial truculencia, algunos detalles de la lidia, como por ejemplo que el tercero de la tarde despanzurrara a dos caballos mientras los picadores luchaban por infligirle un duro castigo entre protestas del respetable.

– ¿Y no podían poner alguna protección a los caballos durante la suerte de varas? -preguntó sobrado de sentido común.

Don Alfredo y Leandro se miraron sonriendo como si el nuevo hubiera dicho una tontería.

– ¡Quiá! -dijo Blázquez.

La gente no parecía alarmarse por la sangre. A Víctor no le agradaba demasiado aquel espectáculo, pero el ambiente, el gentío, el sol caldeando el tendido y el aroma a flores, a vino, formaban un cuadro que estimulaba los sentidos. Era una sensación extraña, se sentía atraído y a disgusto a la vez.

Una ovación cerró la faena de Frascuelo, que, tras dar apenas siete muletazos, estoqueó al tercero de la tarde que murió hecho un ovillo. Flores, cigarros, mantones y botas de vino le llovían del graderío. «¡Qué espectáculo!», pensó para sí el joven subinspector.

En el descanso, el trío se puso a comer. Don Alfredo pidió unos pepitos de lomo y tiraron de la bota. Luego, Víctor adquirió tres aguardientes para Alfredo, Leandro y él mismo. Degustaron unos bartolillos de crema y se dispusieron a presenciar el cuarto toro, cuya lidia ya estaba avanzada.

La gente lanzaba improperios y golpes certeros de ingenio, y se recitaban poemas aquí y allá, chanzas en contra del marqués de San Carlos que preparaba un proyecto de ley para prohibir la fiesta nacional. Un indocumentado, eso era aquel pisaverde, decían las comadres. ¡Prohibir los toros en España! El muy idiota decía que aquel espectáculo era una perniciosa influencia en las costumbres y que no era digno de un pueblo culto y avanzado. Pretendía el cierre de las plazas existentes, que no se construyeran más y la prohibición para siempre de las corridas de toros.

Hermosilla lidiaba como podía y un paisano canturreó chulesco:

– «Créalo usted, Hermosilla:

Usted… no ha dado en el quid.

Y es tan malo usted en Madrid

como en Sevilla.»

Todos rieron la ocurrencia.

Entonces comenzaron a corear consignas contra el marqués de San Carlos entre risas y carcajadas. ¡Qué ambientazo!

Nada hubo que resaltar en el siguiente toro, y, de hecho, Víctor comenzaba a aburrirse; Frascuelo, en el sexto, volvió a acertar con el estoque y salió por la puerta grande. La locura, la apoteosis, el acabose. Don Alfredo aplaudía como un loco.

Finalizado el festejo, Víctor se despidió con prisas de Blázquez y Leandro agradeciendo la invitación; quería pasar por casa del químico Corcoles.

Le había gustado ir a los toros, decididamente. Era curiosa la relación entre Blázquez y Leandro, mucho chiste, mucha chirigota, pero se notaba que se apreciaban. Se atacaban, se hostigaban, pero se querían y necesitaban.


A la mañana siguiente, al llegar a la oficina, don Alfredo encontró a su joven compañero exultante. Estaba enfrascado leyendo un maremagno de papeles que había desparramado sobre su habitualmente atestada mesa de trabajo; alzó la cabeza sonriente al ver entrar a su compañero.

– Buenos días, Alfredo.

– Buenos días. ¿Has descansado bien esta noche?

– Muy bien.

– ¿Y los toros?

– Excitante. Mil gracias otra vez.

– No hay de qué.

– Oye, Blázquez, volviendo al caso que nos ocupa, ayer dejé la «ceniza del libro» a mi amigo Corcoles. Tardará unos días en tener los resultados.

– ¿Piensas entonces que el libro no…?

– No creo que el libro desapareciera por sí solo, si es a lo que te refieres.

En aquel momento se abrió la puerta del despacho, y un cochero alto y bien parecido entró tras pedir permiso.

– ¡Hombre! Mira, Alfredo, éste es Adolfo, cochero y poeta en ciernes que realiza algunas funciones de espionaje para nuestra causa. ¿La has seguido?

– Sí, ahora es el momento. Está en el mercado de la plaza de la Cebada, comprando para la cocinera -dijo el joven cochero.

– Pues no perdamos un momento. ¡Vamos, Alfredo!

El apocado inspector se vio en un momento siguiendo a su excéntrico compañero y a aquel gallardo cochero a pie por las calles de Madrid. Víctor parecía alegre, casi despreocupado, lejos de su habitual apariencia de afectación. Años después, Blázquez comprobaría que cuando investigaba un caso, Víctor Ros se hallaba en su medio natural, se sentía vivo.

Salieron de Sol y atravesaron la calle Carretas para dirigirse a través de la calle Concepción al bullicioso mercado de la plaza de la Cebada. Aquel espacio debía su nombre a que desde hacía mucho tiempo era el lugar indicado para la compraventa de cereales, legumbres y grano en general, y era allí donde históricamente se separaba la cebada de los caballos del rey de la de los regimientos de caballería.

Al principio los puestos estaban todos al aire libre o cubiertos por un inmenso toldo, pero desde hacía apenas un año se había construido un moderno y enorme edificio de hierro que albergaba al mercado. Era como un inmenso quiosco, construido con piezas traídas desde París. Al parecer estaba inspirado en el mercado de Les Halles, sito en la ciudad del Sena. El ambiente era colorista y los fardos con los géneros descansaban sobre el suelo, delante de sus vendedores. Las moscas revoloteaban alrededor de las enormes piezas de carne que colgaban de ganchos aquí y allá y el cacareo de las gallinas, que se vendían vivas, como los conejos y las palomas, contribuía a acrecentar el bullicio general que caracterizaba la plaza donde se había ejecutado al general Riego y dado garrote a Luis Candelas.

Había multitud de carretas vacías alineadas esperando el fin de la jornada, y muchos pregonaban su mercancía a voz en grito:

– ¡Arrope de La Mancha! -gritaba una mujer con la cabeza cubierta con un pañuelo negro.

– ¡Melón de Torre Pachecho a la cata! -ofrecía un paisano vestido con gorra y amplio blusón negro.

Todas aquellas figuras confluían, como las hormigas de un inmenso hormiguero, en el enorme edificio que alojaba el mercado, el centro de aquel colorido y popular universo.

– Vamos a hablar con una de las criadas de los Aranda -aclaró Víctor a Alfredo sin frenar el paso-. Los sirvientes hablan con más tranquilidad fuera de la casa y lejos de sus señores.

Al llegar a aquel bullicioso mercado comprobaron que el ir y venir de la gente era constante: caballeros, mujeres de negro, alguna que otra chulapa, pilluelos y carretas llenas de fruta apenas dejaban avanzar a los tres hombres apresurados que pretendían llegar al lugar al que les llevaba Adolfo. Al fin, el cochero se detuvo en un puesto de verdura y miró de soslayo a una menuda mujer que cubría el uniforme de servicio con un chal que parecía fino y de buena calidad.

– ¿Nuria? -dijo Víctor dirigiéndose a ella.

La chica se volvió con un respingo. Miró a los tres hombres con asombro y dijo:

– Les conozco. Ustedes son los policías.

– En efecto -asintió Alfredo Blázquez.

– Queríamos hablar contigo, Nuria. Ya sabes, fuera de la casa de tus señores. No queremos que sepan que hemos hablado contigo, puedes estar tranquila al respecto -añadió Víctor.

– Pero ¿se me acusa de algo? -inquirió la chica muy asustada.

Los tres hombres rieron.

– ¡Qué va, qué va! Adolfo, ¿hay por aquí algún mesón o café donde podamos hablar con calma con esta chica? -quiso saber el apuesto subinspector.

– Sí, ahí cerca, junto a la Cava Alta -contestó el cochero.

Tomando a la chica por el brazo, Víctor siguió entre el gentío a sus dos compañeros. Adolfo los llevó a una pequeña tasca con unos grandes tableros rojos en la puerta, en la que se leía: Vinos el 13.

Entraron y tomaron asiento en una mesa junto a la puerta.

– ¿Qué quieres tomar, hija? -preguntó Alfredo.

– Agua.

Pidieron un vaso de agua, dos cafés y aguardiente para el cochero poeta. Esperaron a que les sirvieran y entonces Víctor comenzó a hablar a la chica con voz amigable y queda.

– Mira, Nuria, estoy muy interesado en hablar contigo sobre lo que está ocurriendo en esa casa, pero me hago cargo de que para un sirviente resulta difícil hablar de sus señores, porque es algo que os puede colocar en una situación… digamos algo difícil. Quiero que sepas que nadie, absolutamente nadie, sabrá que has hablado con nosotros, ¿entendido? -la chica asintió-. Bien, entonces, comencemos. Tengo mucho interés en saber lo que ocurrió el día de ayer. ¿A qué hora limpiaste la biblioteca y sus estanterías?

La chica miró asustada al policía, se santiguó y dijo:

– ¿Cómo sabe usted eso, señor? ¿Acaso me vio?

El joven policía rió y dijo:

– No, no es eso; simplemente, miré las impresiones que había en la alfombra. Vi unas huellas grandes, los pies del mayordomo, y, junto a ellas, otras más pequeñas, de unos botines. Curiosamente observé que tú llevabas unos. Además, el olor a aceite y la ausencia de huellas me hizo pensar que habían limpiado la estantería aquella misma mañana. ¿Me equivoco?

– Parece cosa de brujas, pero no, no se equivoca usted, don Víctor. Yo limpié las estanterías y quité el polvo a los libros.

– ¿Te fijaste si faltaba alguno?

– Claro. Estaban todos.

– Bien, bien -murmuró Víctor con expresión pensativa-. ¿Cuándo se suele limpiar la biblioteca?

– Lunes, jueves y sábado por la mañana. Cada dos días, vamos -respondió resuelta la moza.

– Y ayer era miércoles.

– Sí.

– O sea que no tocaba. ¿Por qué limpiaste precisamente ayer las estanterías? -preguntó Víctor Ros.

– Porque me lo mandó la señora.

– ¿La señora?

– Sí, doña Ana. Vamos, la madre de mi señora.

– ¿Y a qué hora fue eso?

– A las ocho y media de la mañana aproximadamente.

Los dos policías se miraron.

Don Alfredo resumió al instante:

– Sí, parece curioso. La señora hace que Nuria limpie las estanterías un día que no toca. Al menos, es algo inusual.

Víctor continuó:

– Justo el día que se nos esperaba a nosotros.

– Poco después desapareció el libro maldito como por arte de magia -añadió el inspector Blázquez-. Es como si alguien (en este caso la señora) hubiera pretendido que Nuria pudiera atestiguar que el mayordomo había colocado en su sitio el libro, para luego poder aseverar que éste se había volatilizado espontáneamente dejando esa ceniza.

– Exacto -dijo Víctor-. O, al menos, así lo veo yo.

– En efecto, esto huele mal -comentó Blázquez.

– Nos has sido de mucha ayuda -añadió Víctor mirando a la sirvienta-. Por cierto, ¿estabas en la casa la noche de autos?

– ¿Cuándo? -preguntó la criada.

– La noche en que doña Aurora apuñaló a don Donato Aranda -aclaró don Alfredo.

– Ah, sí, sí. ¡Hable en cristiano, leñe!

Víctor sonrió tímidamente ante la ignorancia de la joven y dijo:

– ¿Escuchaste algo?

– No; sólo los gritos de don Donato cuando todo había ocurrido, aunque…

– ¿Sí?

– No sé, tuve como una pesadilla, escuchaba como una voz profunda.

– ¿Qué decía? -preguntó don Alfredo.

– No sé, hablaba en un idioma extranjero.

– No tiene importancia, entonces; no pienses en ello, sería sólo un sueño -la calmó Víctor-. Por cierto, ¿a qué hora se cierran los postigos en la casa?

– A eso de las once, cada día.

– Ya, y el ataque se produjo de madrugada. ¿Pudo alguien volver a abrirlos?

– Imposible, el ruido nos habría despertado a todos.

– ¿Hay alguna otra posible salida o entrada de la casa?

– No.

Víctor dijo entonces:

– Tú has vivido en la casa de los Alvear, me refiero a antes de que la señorita Aurora se casara.

La chica asintió.

– ¿Observaste algo raro en la familia?

– No -repuso ella algo azorada.

– ¿Se llevaban bien?

– Sí, muy bien -contestó mirando al suelo. Era evidente que ocultaba algo-. Pero…

– ¿Pero?

– A veces discutían, don Augusto y la señorita Clara. Ella no hace buenas migas con su padre, por cosas de esas de política ya «sabeusté».

– ¿Cómo? No entiendo, Nuria.

– Sí, ella lee periódicos de esos liberales, es una «sufurgista» de esas.

Los policías se miraron confundidos.

– Será sufragista -corrigió Víctor.

– Pues lo que yo he dicho -replicó algo mosqueada la chica.

– ¿Sufragista? -preguntó el poeta.

– Sí, mujeres que piden el derecho a voto.

– ¡Qué locura! -exclamó don Alfredo-. ¿A dónde iremos a parar? ¿Qué será lo siguiente? ¿Mujeres en el gobierno?

– ¿Y por qué no, Alfredo? -dijo Ros con aire divertido-. El mundo iría mucho mejor si gobernaran las mujeres. Tienen más sentido común que nosotros, no lo dudes.

Entonces miró a su compañero y éste comprendió al instante que el joven subinspector daba por terminada la entrevista, así que don Alfredo dijo:

– Muy bien, Nuria, has sido muy amable. Aquí, Adolfo, te acompañará a casa. Es un buen amigo. Y recuerda: nosotros no hemos hablado contigo.

La chica asintió y salió acompañada por el apuesto cochero mientras los policías se miraban el uno al otro. Aquel era un caso retorcido, de eso no cabía duda. ¿Podía un libro inducir al asesinato? ¿Qué decía dicho párrafo? ¿Cómo era ese oscuro y maldito libro? ¿Se había volatilizado aquel ejemplar tras llevar a cabo sus criminales propósitos? ¿Se enfrentaban Víctor y don Alfredo a fuerzas superiores de índole supraterrenal o era todo una especie de extraña conjura? De ser así, ¿qué objetivo perseguía aquella maldita trama? Además, ¿cómo iba alguien a conseguir que los hechos se repitieran una y otra vez a lo largo del tiempo? ¿Qué podía inducir a una mujer a atacar a su marido? ¿Cuál era el verdadero poder de ese libro? Ambos decidieron que debían averiguar más cosas sobre aquel misterioso indiano con el que comenzaba la leyenda.

– Vamos a echar un vino, ahí, en el local de un amigo mío -dijo Víctor tomando del brazo a Blázquez para llevarlo a un pequeño antro de la plaza de la Puerta Cerrada. Allí, un tipo gordo y calvo al que llamaban «el Soplao» recibió a Víctor Ros con los brazos abiertos y les buscó acomodo.

– Vaya, vaya, sufragista te ha salido la moza -atacó Blázquez con retintín.

– ¿Y qué? -dijo Víctor-. Me agrada que sea de ideas liberales. Por eso chocará con el padre, que es conservador hasta las trancas.

– Parece un tipo atormentado.

– Hombre, Alfredo, obligó a la hija mayor a casarse y mira lo que ha pasado. Leo la culpabilidad en sus ojos. Ese hombre se consume por el remordimiento.

– La madre, doña Ana, parece mujer más gris.

– No creas.

– Y la hija, tu amada, una joven de armas tomar. Olvídate de eso, hijo, saldrás malparado.

– Solía venir aquí a echar unos chatos con don Armando. Era muy querido en el barrio. Recuerdo que una vez me contó una historia interesante sobre este sitio. ¿Conoces la leyenda de esta plaza? -repuso Ros cambiando de conversación.

– Pues no -reconoció Alfredo, madrileño de pura cepa.

– Es un cuento delicioso de los que gustaban a mi mentor. Era un gran tipo, ¿sabes?

– Pues sí, lo era. Y te felicito por el hábil cambio de tercio, amigo. ¿Ahora me haces de cicerone para no hablar de lo que no interesa?

– Contigo no hay manera, ¿eh? ¡Soplao, dos vinos más y unas olivas «partías»!

– ¿Y bien? A ver, la leyenda esa que prometías.

– Ah, sí -dijo Ros riendo sorprendido por el interés de su amigo-. Pues resulta que le llaman plaza de la Puerta Cerrada porque todas las noches paraba aquí una carroza, ya casi de madrugada, y de ella bajaba un embozado que entraba en la mansión de una joven viuda de quien se rumoreaba que era bruja. Nada más pasar el enmascarado, el portón se cerraba de golpe tras él. Puerta Cerrada. Era en tiempos de Felipe IV, que era un buen elemento en asuntos de faldas. El caso es que la historia llegó a oídos de don Ramiro de Vozmediano, teniente corregidor de Casa y Corte que, junto con la Inquisición, se la tenía jurada a la moza. Una noche le llegó el aviso de que el embozado estaba en la casa y allí que se presentaron los corchetes encabezados por el propio Vozmediano. «Sé que ocultáis a un hombre bajo vuestro techo», le dijo a la viuda, y procedieron a registrar la casa, sin éxito. Entonces, el corregidor vio movimiento tras una cortina y dijo: «¿Qué escondéis ahí?» La dama contestó: «Un retrato del rey, pero no debéis mirarlo, pues es tan perfecto que turba a todos los que lo contemplan.» «Tonterías», repuso el otro mientras corría la cortina. ¿Y sabes qué vio?

– ¿Qué? -preguntó don Alfredo intrigado.

– Al rey mismo, en pelota picada y tieso como una estatua. El corregidor se quedó mudo. Se hizo un silencio. El rey temblaba de frío, desnudo. «Nunca vi retrato tan fiel de mi rey, ni entre los que le pinta Velázquez», dijo entonces Vozmediano, que tras dar media vuelta se perdió en mitad de la noche para salir del aprieto en que se había metido.

Don Alfredo estalló en una tremenda carcajada.

– ¡Eres lo que no hay, hijo!

– Lo dicho, Puerta Cerrada. Por cierto, has observado que la criada oculta algo, ¿verdad?

– Sí, cuando le has preguntado cómo se llevaba la familia.

– En efecto.

– Desagradable asunto -sentenció Blázquez-. Por cierto, ¿cómo llevas lo de las putas?

– A medias; por un lado, estancado, y, por otro, abandonado por lo de la casa de los Aranda.

– Mejor. Déjalo.

– No puedo, se lo debo a Lola. Y a las chicas. ¿No te dan pena? Nadie se ocupa de ellas.

– Eres un tipo altruista Víctor. A este paso no lograré que hagas carrera.

– Quizá me parezca más a esas descarriadas de lo que pensamos. Soy un hijo de La Latina.

– Tú sabrás, hijo, tú sabrás.

Y pidió otros dos chatos de vino.

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