Capítulo 24

– Bien -asintió Víctor apurando su café con leche-, creo que a estas alturas puedo describirles de manera bastante aproximada lo sucedido en este caso. Debo reconocer en primer lugar que me ha resultado difícil de resolver y que no he encontrado ningún otro asunto que se le pareciera en los anales del crimen. Creo que estamos frente a un misterio que podemos calificar de único. Evidentemente, ha habido casos más complejos y meritorios de solucionar, pero éste, a su manera, tiene su aquél y hará correr ríos de tinta, ya lo verán. También quiero pedir disculpas a todos por la extraña concatenación de hechos que hemos vivido esta noche, pero me vi obligado a organizarlo así a causa de la inteligencia y perspicacia de nuestros oponentes. Además, necesitaba que Aurora y Milagros estuvieran en la casa para conseguir que, desorientados ante la sorpresa de la detención, estos rufianes accedieran a recuperarlas para nuestro mundo. Un pequeño golpe de suerte final nos ha ayudado, y es que la relación sentimental existente entre Renato Minardi y Gregorio ha jugado a nuestro favor. Yo, lo confieso, desconocía este aspecto, pero al observar la reacción del mayordomo cuando ha visto aparecer a su compinche en tan mal estado, comprendí que ahí tenían ellos su talón de Aquiles. Renato o, si lo prefieren, Psíquicus, sabe lo que es la prisión, pero el pobre Gregorio no duraría solo en la cárcel ni una semana. Necesitará la ayuda de su compinche para sobrevivir. El vidente lo sabe, y por eso he podido hacer un trato con él para que recuperase a sus dos víctimas. Aún me quedan algunos flecos por aclarar con los dos verdaderos protagonistas de esta canallada, pero tengo una idea muy, pero que muy aproximada de lo ocurrido.

– Pero ¿cómo dio con la clave para resolver el caso? -preguntó don Horacio.

– Desde el principio me fui haciendo una idea. Al comenzar la investigación me encontré ante dos opciones bien diferenciadas: esto era un asunto supraterrenal o bien obra de unos desalmados. La primera opción no entraba dentro de las competencias de la policía, así que me incliné por la segunda. Después de decidir que éste era un asunto terrenal, no me quedaba más remedio que apostar por la vía racional para resolver el caso. Me parecía evidente que el suceso debía de tener algún tipo de relación con lo ocurrido a don Diego Vicente Reinosa, «el Indiano». No creía que la filipina lo hubiera asesinado por un libro encantado o por influjo de la casa, pues era evidente que en fechas anteriores a la muerte del Indiano la relación entre ambos cónyuges se había viciado tras la aparición de un misterioso holandés. Escarbé en los archivos y supe que ese súbdito holandés, un tal Kok, había sido detenido por denuncias de don Diego Vicente Reinosa y enviado con una dura condena a Cádiz. Allí murió asesinado en prisión. Me parecía indiscutible que el Indiano, utilizando su fortuna, se había quitado de en medio a aquel molesto individuo. Supe por doña Remedios que la filipina recriminó a don Diego Vicente esta actuación, y que a partir de ahí nada volvió a ser igual hasta el día del crimen. Los Reinosa vinieron de Ultramar con poco equipaje, o sea que salieron de allí huyendo de algo o de alguien. Era obvio. A partir de ahí me centré en el caso actual: el primer detalle que me llamó la atención fue que la madre de Gregorio, doña Remedios, me contara que se decía en su época que la casa estaba llena de pasadizos. Por eso, y pese a la extrañeza de todos ustedes, me dediqué a golpear las paredes de toda la casa con una pesada barra de hierro.

– ¡Acabáramos! -exclamó Nuria, la criada, que escuchaba expectante desde el umbral de la puerta.

– Bien, pues buscando zonas que sonaran a hueco caí en la cuenta de que no había pasadizo alguno, pero sí una red de tubos que comunicaban todas las estancias de la casa con la cocina. El papel con que se habían decorado las distintas habitaciones ocultaba las rejillas por las que, desde cada cuarto, uno podía pedir a la cocinera o al servicio lo que se le antojase. Un capricho del Indiano. Recordé entonces que la noche de autos varios de los residentes en la casa declararon que habían soñado con una voz profunda y cavernosa; ¿casualidad? No lo creí así. Me pareció obvio que aquella noche alguien se había dedicado a murmurar algo desde la cocina para que Aurora lo escuchara. Creía yo en aquel momento, y en ello me equivoqué, que habían dado a la joven alguna droga de las que alteran la conciencia y anulan la voluntad, por lo cual pensé que desde la cocina se la dirigió para cometer el crimen. La noche de la agresión los postigos estaban cerrados, de modo que nadie pudo entrar, luego alguien de la casa estaba implicado en el asunto. El siguiente detalle que me llamó la atención fue la segunda desaparición del libro maldito. Como ustedes recordarán, me llevé el libro a mi despacho y lo guardé bajo llave. Saben ustedes que desapareció y lo encontramos en esta biblioteca. Bien. Lo inspeccioné y sentencié que era el mismo, ¿por qué?, muy sencillo: cuando me lo llevé a mi despacho, tuve la precaución de marcarlo en la página treinta y cinco con un punto hecho a tinta azul con mi pluma. Cuando vi que el libro «había volado» hasta esta biblioteca me sentí confundido y llegué a pensar incluso en una intervención del más allá. Ahora sé que debieron de sobornar a alguien del ministerio, ya hablaré con los acusados al respecto, pero en aquel momento me vi bastante apurado. Entonces decidí jugármela y averiguar de una vez por todas si éste era un asunto terrenal o no. ¿Qué hice? Lo quemé en la chimenea con toda la teatralidad posible, con gran consternación por parte de ustedes. Después, en la noche en que se produjo el segundo ataque, todo el mundo pareció fuera de sí al comprobar que el libro «había vuelto». Yo, tranquilamente, lo tomé, lo inspeccioné y comprobé que aquel ejemplar no estaba marcado en la página treinta y cinco. O sea, que no era el mismo que había quemado sino una copia idéntica. Vamos, que el libro no se había reconstituido desde el más allá. Aquello me permitió volver a deducir algo: alguien de la casa había colocado esa copia en su lugar. Corroboraba entonces que, al menos, un cómplice de la trama tenía acceso a la casa. Era alguien del servicio o de la familia. Decidí no descartar a nadie a priori.

»Consulté con unos compañeros especialistas en falsificaciones y me dieron las señas de un librero que podía conseguir cualquier ejemplar que se le pidiera. Acudí a él y supe que hacía diez años un hombre alto y de buenas maneras había encargado tres como ése. O sea que aquello estaba preparado desde hacía diez años, cuando Milagros casi mata a su marido. El hombre alto que adquirió los libros era Gregorio, ahora no me cabe duda. Pensé entonces en visitar a Milagros en su casa de reposo en Aranjuez y quedé consternado. Ella fue quien me dio la clave para resolver el caso. Según me dijo el director del manicomio, la pobre mujer murmuraba incoherencias entre las que destacaba una: «Incógnitus.» Eso era lo único que a menudo decía.

«Llegado a este punto hice un repaso de lo que había averiguado y concluí que ya diez años antes alguien había intentado que Milagros matara a su marido. Después repitió lo mismo con Aurora. ¿Qué sentido tenía aquello? Sin duda, que la gente pensara que la casa estaba maldita. ¿Y con qué intención? Pues había dos posibilidades: que bajara de precio o que quedase vacía.

»Hubo otra evidencia que me ayudó mucho. La noche en que reprodujimos las circunstancias del crimen con Nuria y su novio, pensamos por un momento que se había consumado la tragedia. Y en aquel momento, Gregorio reaccionó de manera desmedida: "¡Dios nos ha castigado!", gritó muy sorprendido. ¿Por qué reaccionó de aquella manera? Muy sencillo: no esperaba que sucediera nada, pues él era uno de los instigadores de aquello, por eso al ver a Antón aparentemente muerto y a su novia murmurando incoherencias, creyó que la maldición se había hecho realidad. Se puso como loco. Más tarde, cuando se vio que todo era un error reaccionó de manera más fría y tranquila. Acudí al librero y le pedí que me acompañara a esta casa. Vimos a Gregorio de lejos y me confirmó que en su opinión era el hombre que le encargó los libros, aunque, según él, entonces tenía pelo. Fui entonces a visitar a Psíquicus. Me llamó la atención que tenía unos ojos azules, profundos y preciosos pero gélidos; luego, con el paso del tiempo, recordé que doña Remedios me había contado que el misterioso holandés que tanto importunó a don Diego Vicente Reinosa tenía unos preciosos ojos azules que quitaban el sentido. Pero eso lo supe después, hace poco. En fin, que el vidente cometió un error: se hacía pasar por italiano. Por mis experiencias previas, supe que aquel acento no era italiano, pero ¿de dónde era aquel hombre? Un golpe de suerte hizo que me cruzara con un diplomático que hablaba con el mismo deje que Renato Minardi, ¡y resultó ser holandés!

»¡Figúrense ustedes, holandés! Como el propio vidente me había dicho que antes había ejercido en Barcelona, decidí pedir un informe sobre sus actividades a la policía de allí. Y observen, cuando recibí el informe, supe que había ejercido en la Ciudad Condal con el alias de Incógnitus. Caí en la cuenta de que aquella era una de las incoherencias de Milagros. ¿Casualidad? No creo en las casualidades. ¿Habría sido Milagros cliente del vidente? Si así era, había encontrado un poderosísimo nexo de unión entre los dos casos.

»Telegrafié de inmediato a Santander, a don Benjamín, el marido de la pobre desgraciada. El texto fue sencillo: "¿Fue su esposa en Madrid cliente de un vidente llamado Renato Minardi? Conteste urgentemente. Cuestión de vida o muerte."

»Recibí una contestación que decía: "Sí, lo fue."

»Así que me puse manos a la obra. Pensé en qué podía sacar a los criminales de su estado de letargo u ocultación. Sin duda, la evidencia de que sus planes se habían ido al traste. ¿Y cómo?

»Pensé en Clara. Tiene un gran parecido con su hermana, así que concebí mi plan. El resto lo conocen ustedes. Hicimos creer a todo el mundo que Aurora y su marido volvían. ¡Aquello debió de ser un duro golpe para los dos compinches! ¡Todo su trabajo perdido! Tenía la certeza de que no desaprovecharían una oportunidad de actuar. Y así lo hicieron. Ocultos en los dos pesados arcones, don Alfredo y un servidor entramos en la casa y, junto con don Donato y Clara, hemos pasado una noche que se ha hecho larga y agotadora, de veras. Esos rufianes actuaron y los sorprendimos con las manos en la masa.

– ¡Brillante! -admiró don Horacio.

– Pero ¿por qué querían que la casa quedara maldita? -quiso saber Clara.

Víctor, con cierto aire de afectación, respondió:

– Me inclino a pensar que querían que la casa quedara vacía para recuperar algo que don Diego Vicente robó a Kok, el holandés, a quien supongo padre de Renato Minardi. Ese algo está relacionado con una pequeña bahía llamada El Rincón del Diablo y con historias de piratas, y no creo equivocarme mucho si digo que en esta casa debe de haber oculto algo valioso, quizá un tesoro. De hecho, tras la agresión de Milagros hace diez años, el inmueble quedó vacío y los vecinos comenzaron a escuchar ruidos que atribuían a fantasmas, cuando no eran otra cosa que los dos compinches registrando a fondo la casa. He consultado el expediente del adivino, y sé que por aquellas fechas fue detenido y condenado por estafar un dineral a la duquesa de Galbín; no salió de la cárcel hasta hace un año. Ambos cómplices debieron de enterarse con horror de que la casa había sido vendida de nuevo, así que decidieron volver a actuar. Debo confesar que pensé que habían usado alguna droga para alterar el comportamiento de ambas mujeres, por eso me sorprendió comprobar que el tal Psíquicus se había valido de la hipnosis para dominar a sus víctimas.

»Lo siento por Milagros, que ha perdido diez años de su vida sin ver crecer a sus hijos por culpa de unos desalmados, y lo siento por don Augusto, que cargó con toda la culpa de las tropelías de esos dos depravados.

Doña Ana Escurza rompió entonces en sollozos.

– Por cierto -añadió el joven policía-, quisiera dar las gracias delante de todos ustedes a otra de las víctimas de esta pérfida maquinación, don Donato Aranda. Me consta que él ha sido el principal perjudicado de este turbio negocio y, pese a continuar decidido a solicitar la nulidad matrimonial, ha tenido la gentileza de colaborar en esta comedia para detener a ese par de rufianes. Gracias, don Donato.

– Aurora ha sido tan víctima como yo; simplemente fue un medio que ese tal Psíquicus utilizó para hacer el mal.

– Le honra su generosidad, don Donato -reconoció don Alfredo.

– Bueno -intervino don Horacio-, creo que deberíamos retirarnos y dejar que la familia descanse, ¿no?

– Sí, será lo mejor -convino don Alfredo.

– Yo, al menos, necesito dormir un poco -dijo Víctor levantándose-. Llevo dos noches seguidas en pie.

Antes de que pudiera salir de la casa, doña Ana se abrazó al joven policía y le dio las gracias entre sollozos. Clara salió a despedirle a la puerta. Cuando el policía se disponía a subir al coche que le esperaba, la más pequeña de los Alvear lo besó en los labios. A pesar del agotamiento, Víctor se sintió eufórico. ¡Al fin había hecho algo bien! Al menos había resuelto uno de los dos casos. Mecido por el traqueteo del coche de Adolfo tuvo un recuerdo para Lola; ¿estaría viva? Tenía miedo.

Era curioso, pero las cosas no resultan nunca como uno las ha imaginado. Infinidad de veces había fantaseado sobre su minuto de gloria, el momento en que por aclarar aquel caso doña Ana le entregara a su hija Clara plenamente satisfecha. Las cosas habían resultado más o menos como las había imaginado Aquella familia le estaba agradecida, Clara le amaba, al menos eso parecía, y doña Ana le miraba con buenos ojos. Había resuelto un caso de los que llenaban páginas y páginas en los diarios y don Horacio parecía entusiasmado con él; entonces, ¿por qué no se sentía feliz?

Estaba vacío por dentro, sí, y sabía el motivo: Lola.

Debía de estar muerta.

El recuerdo de la joven y la zozobra que le producía no haberla podido salvar le hacía sentirse mal, muy mal. Quizá necesitaba dormir.


Tras dejar a don Alfredo en su casa, el coche de caballos se dirigió hacia la pensión de doña Patro. Junto a Víctor viajaba Aniceto Abenza, el fornido agente al que Adolfo, el cochero, debía llevar después a casa. En el momento en que llegaban, el joven detective hizo una reflexión en voz alta diciendo:

– ¡Lástima que don Alberto no haya podido venir!

– ¿Cómo dice? -preguntó el agente uniformado cuando Víctor ponía el pie en el suelo.

– Sí -dijo éste girándose-, un amigo mío a quien debían avisar tus compañeros. Es un auténtico lince capturando criminales, un aficionado que domina el arte detectivesco a la perfección.

– Ah, sí. Fueron a avisarle, claro; me dijo Rullán, el cabo, que habían ido a las señas que usted les dio y preguntaron por él. Pero no estaba.

– Sí, creo que está a caballo entre Segovia y Madrid.

– Estos nobles viajan mucho; por cierto…

– ¿Sí?

– Nada, que Rullán me comentó muerto de risa que les atendió un ama de llaves horrible de lo fea que era. ¡Una bruja de esas de los cuentos de niños! Parece mentira que siendo tan rico no tenga en casa una mujer más joven y guapa -explicó Aniceto entre risas.

– ¿Cómo?

– Sí, es una vieja bruja con una verruga enorme en la nariz y…

Antes de que el guardia pudiera terminar la frase, Víctor había subido al pescante e indicado a Adolfo la dirección de don Alberto, gritándole que volara.

¡Una vieja con una verruga!

En los escasos minutos que tardaron en llegar al palacete del conde del Razes, Víctor reparó en que nunca había visto a la supuesta ama de llaves de don Alberto y recordó que, curiosamente, éste siempre había disculpado su ausencia por motivos familiares. ¡Una vieja con una horrible verruga era el ama de llaves del conde! ¿Estaba don Alberto implicado en aquello?

Los acontecimientos se sucedían con más rapidez de lo que su mente era capaz de procesar. Llegaron a casa del conde a eso de las ocho. La mansión de don Alberto se alzaba imponente, ocultando en parte el incipiente sol de la mañana. La luz del astro rey se difuminaba entre los profusos setos que rodeaban el cuidado jardín de la mansión creando junto con el rocío de la mañana una especie de bruma que flotaba en el aire.

– Adolfo, ve a la comisaría más cercana y di que nos envíen refuerzos. Que avisen sin tardanza al inspector Blázquez. Aniceto, ven conmigo -dijo el subinspector.

El fornido agente uniformado contestó:

– ¿Qué pasa? ¿A dónde vamos?

El traqueteo del coche de Adolfo hizo que los dos se giraran, comprobando que éste volaba hacia la comisaría más cercana.

– ¿Llevas revólver? -preguntó Víctor.

– No, mi porra.

– Yo sí lo llevo; debemos tener cuidado. Te diré que vamos a detener a unos peligrosos criminales que se dedican a matar prostitutas.

– Conozco el asunto, sé que lo lleva usted.

– Exacto -contestó el detective tirando del timbre que había junto a la repujada reja de la puerta de entrada.

Nadie abrió. Víctor observó que las cortinas de todas las ventanas estaban cerradas.

– Voy a entrar -decidió el subinspector-. ¿Vienes conmigo o esperas aquí?

– Voy -contestó Abenza.

Víctor ascendió ágilmente por la verja, cuidando de no herirse con las puntiagudas defensas de la misma. Dio un salto y cayó en el otro lado; se volvió para ver a Aniceto saltando a su vez con alguna que otra dificultad.

– Sígueme -ordenó el subinspector.

Se encaminaron hacia la parte trasera de la casa. Víctor no sentía sueño ni cansancio y sólo un pensamiento ocupaba su mente: esperaba que Lola estuviera viva. Tenía que salvarla como fuera. Fue mirando una a una por las ventanas de la planta baja y comprobó que las pesadas y rojas cortinas estaban echadas.

Al llegar a la puerta de la cocina, rompió el cristal con su revólver y, tras introducir la mano, dio con el picaporte. Lo hizo girar y entró con mucho tiento. Toda la casa se hallaba a oscuras.

– Busca algo para iluminarnos, Abenza. Tendremos que descorrer las cortinas de la casa -dijo el detective.

Encontraron una vela, que encendieron. Víctor iba delante. Salieron al inmenso pasillo, que quedaba insuficientemente iluminado con la única luz de la vela, y caminaron uno junto al otro con prudencia.

– Ten cuidado -insistió Víctor.

De repente, un sonido sordo le hizo girarse. Notó que la sangre le salpicaba la cara y vio desplomarse al bueno de Abenza. Delante de él, de la oscuridad, surgió el feo rostro de la vieja; ésta empuñaba un candelabro, y le lanzó un brutal golpe que el subinspector a duras penas logró esquivar. Un disparo sonó en la oscuridad y la vieja, que ya corría hacia las escaleras, rodó como un fardo por el suelo. Víctor, con el revólver aún humeante en la mano, se acercó para cerciorarse de que aquella arpía estaba muerta. Dejó la vela en el suelo. Tiró del pesado manto de la anciana con la zurda mientras le apuntaba con el revólver que sujetaba en la otra mano, hizo girar el cuerpo y volvió por la vela. Se acercó a la cara de la anciana y comprobó que el desagradable y horrible rostro aparecía coronado por una horrible verruga cerca de la nariz. La muerta tenía los ojos abiertos. Unos ojos preciosos, grandes y almendrados, que llamaban la atención en un rostro tan decrépito como aquel. La vieja tenía la piel de una de las mejillas algo levantada. Entonces, Víctor cayó en la cuenta de que aquel ser se había movido con demasiada agilidad para ser una anciana. Corría veloz hacia la escalera en el momento de caer.

Instintivamente tiró del asqueroso pellejo que se levantaba en el pómulo de aquella arpía y comprobó sorprendido que todo el rostro se desprendía detrás de aquel minúsculo trozo de piel. Víctor tiró asqueado aquella especie de máscara blanda que sujetaba en la mano y al iluminar el rostro de la anciana se le escapó un grito:

– ¡Helena!

Efectivamente, aquellos hermosos ojos le eran familiares: pertenecían a la hermosa condesa de Archiveles.

– Látex.

La voz sonó tras él, a la vez que alguien amartillaba un arma. Notó que el frío cañón de la misma se apoyaba en su nuca.

– No se mueva y tire el revólver -ordenó aquel tipo, cuya voz le sonó conocida.

Víctor hizo lo que le decían y se volvió con lentitud a la vez que mantenía la vela en la mano derecha. El rostro de su captor quedó iluminado: ¡era don Bernabé, el padre de don Gerardo!

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