Capítulo 14

Después de su entrevista con don Fernando, el músico enamorado, Víctor acudió a la pensión de doña Patro donde comió con fruición un gazpacho y unos filetes que la mujer había preparado con mimo para sus huéspedes. Durmió una breve siesta y a eso de las cinco y cuarto salió hacia la calle San Nicolás dando un paseo. El verano estaba resultando tórrido, por lo que el joven policía buscó las callejuelas más angostas y sombreadas en el trayecto a la casa maldita. Aquel caso comenzaba a preocuparle, pues aunque se tenía por hombre racional, los últimos acontecimientos le habían causado una extraña sensación, algo que provocaba que las dudas comenzaran a asaltar a su hasta ahora lúcida mente. ¿Cómo podía aquel maldito libro haber vuelto a su destino? ¿Habría -como él pensaba- una mano humana tras todos aquellos acontecimientos? Pero, de ser así, ¿cómo podía nadie inducir a tres damas a cometer el mismo crimen una y otra vez? ¿Y a lo largo de cincuenta años? ¿Qué papel desempeñaba el misterioso libro? ¿Estaría maldito aquel volumen?

Una cosa era segura: lo iba a averiguar. Al haber quemado el libro había lanzado un órdago que podía resultar definitivo: si el libro no volvía a aparecer podría afirmar que aquello no era en absoluto un negocio del otro mundo; y en caso de que volviera a su lugar en la biblioteca, el joven había ideado la manera de saber si aquel era un trabajo de manos humanas o supraterrenales.

Llegó a casa de los Aranda deseoso de entrevistarse con don Donato. Tras saludar a Nuria -que, como siempre, le abrió la puerta solícita- se dio de bruces con Clara, que al parecer lo esperaba.

– Buenas tardes, Clara -saludó muy atento a la vez que entregaba el bastón y el sombrero a la criada.

– Viene usted a ver a Donato, ¿verdad?

– En efecto.

– Es un buen hombre. Creo que todo esto le ha superado.

– Me temo que esto nos está superando a más de uno.

– Pues a usted se le ve desenvolverse bien.

– Hago lo que puedo. ¿Y sus padres?

– Ahora vendrán. Han ido a merendar con unos amigos. Si me sigue, lo acompañaré a la habitación donde se recupera Donato.

Los dos jóvenes subieron lentamente la escalera.

– ¿Y su compañero? -preguntó ella buscando un tema de conversación.

– No ha podido venir. El cumpleaños de una nieta es una causa de fuerza mayor.

Al oírle, Clara sonrió como dándole la razón. Llegados al primer piso, giraron a la izquierda. Alcanzaron una puerta al final del largo pasillo. Ella llamó y se escuchó una voz grave que decía: «adelante».

– ¿Puedo entrar con usted?

– ¿Como espía al servicio de sus padres?

Ella volvió a sonreír.

– No. Me preocupa mi hermana. También Donato. Y el pobre Fernando. Además, me gusta verle trabajar, ver cómo juega con los demás para llevarlos a donde usted quiere.

Él sintió que se azoraba. La joven lo advirtió y le miró divertida.

– Bueno, Clara, me temo que después de tanta lisonja no me queda más remedio que dejarla pasar conmigo, sea o no una espía. Pero eso de que yo juego con la gente no es del todo cierto. -Una nueva sonrisa iluminó el corazón del policía-. Bien, vamos -añadió.

El joven se hizo a un lado para dejar paso franco a su amada. Enseguida vio al convaleciente don Donato, incorporado en el lecho gracias a una montaña de almohadas. Parecía estar leyendo la prensa en el momento de la llegada del detective. Era Aranda un joven bien parecido, llevaba un costoso batín de seda roja sobre el pijama y tenía un rostro despejado y resuelto, lo que, junto con sus ojos plenos de determinación, daba a su dueño el aspecto de un hombre decidido y ambicioso. Era de cabello moreno, tez oscura y barbilla poderosa, marcada, de hombre acostumbrado a ganar.

– Don Víctor -comenzó muy serio-, perdone que no le haya recibido antes, pero…

– No se excuse, no se excuse. Lo importante es que se ponga bien.

– Estoy en ello -contestó con un halo de tristeza en la mirada.

El detective y Clara tomaron asiento en dos sillas junto al lecho del doliente. Donato Aranda llevaba un brazo en cabestrillo, pero por lo demás tenía buen aspecto. Era un joven de fuerte complexión.

– ¿Leyendo la prensa?

– Compruebo el valor de mis acciones. Me ayuda a distraerme.

– ¿Y cómo se da la cosa? -inquirió Víctor para ir ganándose la confianza del testigo.

– Bien, como casi siempre. Los Fondos Públicos cerraron bien ayer, los Pequeños a 12,35 y los Bonos del tesoro a 60,70. Me ha ido peor con las sociedades; Agosto 2000 cerró ayer al 0,003.

– Como si me hablara usted en chino -reconoció Víctor, lo cual arrancó una carcajada en la joven y en Aranda.

– No es tan difícil como parece. El secreto es invertir un poco en todos los valores. Así nunca se pierde.

– Sí, pero para ello hará falta mucho dinero, ¿no?

– Ahí no le falta razón, don Víctor.

Clara contemplaba al policía admirada. Se había metido al testigo en el bolsillo en un santiamén charlando con él sobre asuntos que le eran familiares a su interlocutor.

– ¿Cómo se encuentra? -preguntó el sabueso.

– Bien; el médico dice que las heridas, aun siendo graves, no son mortales, ni mucho menos, así que aquí me tiene, deseando levantarme.

Víctor sacó su bloc de notas y dijo:

– Me alegra que sea usted un hombre activo, decidido. ¿Ha visto ya a su esposa?

El otro bajó la mirada y contestó:

– No, me temo que no.

– ¿Cómo está usted? De ánimo, quiero decir.

– Hombre, pues la verdad, no todos los días intentan matarlo a uno, y menos su propia esposa.

Víctor miró a Clara preocupado, pero el joven continuó:

– No se preocupe, don Víctor, Clara es de absoluta confianza. Sólo quiere el bien de su hermana y el mío propio. Ella me ha contado todo lo que yo no sabía.

– ¿Lo del profesor de piano de Aurora?

– Sí; de haberlo sabido no me habría casado con ella. Mire usted, yo me casé enamorado de veras. Desde el primer día en que la vi no pensé en otra cosa que en hacerla mi esposa, pero su corazón era ya de otro hombre. Supongo que don Augusto me lo ocultó con la idea de que no se estropeara el casamiento, pero yo creo que debería haberlo sabido antes. Estaba en mi derecho.

– Sin duda debieron decírselo. Aunque usted notaría que Aurora…

– Sí, yo noté que ella no me quería, pero pensé que podría ganarme su amor siendo ejemplar como esposo, padre y amante. Fui tan tonto que creí que con el tiempo me amaría. Me he desvivido por ella, la he cuidado, intentaba hacerla reír, la llevaba al teatro, le compraba lo que deseaba, intenté que esta casa fuera de su agrado, pero…

– No hubo manera.

– No, no la hubo. Ahora lo he comprendido todo, gracias aquí, a mi cuñada Clara, que me lo ha contado con pelos y señales. Incluso lo de ayer, lo de la sangre.

– Era pintura, ¿sabe?

– Bueno, sí.

– ¿Notó usted algo raro en el comportamiento de Aurora?

– La verdad es que apenas llevábamos viviendo juntos unos días, partíamos en breve a París, así que no sé decirle.

– ¿Salidas y entradas a horas intempestivas?

– No.

– ¿Visitas extrañas?

– No, tampoco.

– ¿La notó usted especialmente rara el día de la agresión?

– No, en absoluto. Fue a comprar por ahí y a que le echaran las cartas.

– ¿Quién le echaba las cartas?

– No lo sé.

Clara interrumpió:

– Renato Minardi, «Psíquicus»; tiene la consulta en la Cava Baja.

– ¿Tenía mucha influencia ese hombre sobre ella?

Los dos negaron con la cabeza.

– No se lo tomaba demasiado en serio -comentó Clara.

– ¿Saben quién le recomendó a ese adivino?

– Su doncella, creo, o quizá Gregorio, no lo tengo muy claro -contestó la joven.

Víctor tomó nota. Desde aquel amplio dormitorio se veía la parte trasera de la casa, donde el descuidado jardín crecía indómito, aunque no exento de cierta belleza natural.

– Dígame, don Donato…

– ¿Sí?

– De la noche de la agresión, ¿qué recuerda?

– Lo cierto es que poca cosa.

– ¿Durmió usted bien?

– Sí, creo que sí. De hecho, oí los pasos de Aurora, pero estaba tan dormido que no me podía despertar. Una sombra cruzó por delante de mí, ante la ventana. Abrí los ojos a tiempo de protegerme de la primera puñalada.

– ¿Dijo algo ella durante la agresión?

– No, nada.

– ¿Hubo algo en su comportamiento que le llamase la atención?

– No, sólo que parecía resuelta a cumplir con su objetivo: matarme. Lo intentó hasta el final, a pesar de que la sujetaban los criados, y cuando al fin se vio reducida, fue como si perdiera la cabeza.

– Interesante eso que dice, muy interesante -murmuró Víctor. Luego, tras una pausa, añadió-: ¿Por qué cree que lo hizo?

– No lo sé. Ella no me odiaba como para hacer algo así, eso sí lo sé. No creo que hubiera sido capaz de matarme en circunstancias normales. Era como si estuviera…

– ¿Poseída?

– Sí, algo así.

– Ya. ¿Cree usted en la leyenda de esta casa?

– Mire, don Víctor, no sé qué pensar, pero convendrá conmigo en que ésta no ha resultado ser la casa de mis sueños; dormiré más tranquilo lejos de aquí.

– ¡Cómo! ¿Se marcha usted?

– Pues sí. Pronto llegará mi madre desde Barcelona. En principio, mi idea es trasladarme a casa de una tía mía que vive junto a Recoletos. Cuando ya me encuentre en condiciones de viajar y el médico me dé permiso, volveré a casa, a Barcelona. Sí, sé lo que estará usted pensando, pero no podría vivir junto a una mujer que ha intentado matarme. Lo siento. No quisiera parecer un cobarde, soy hombre de acción, pero no pienso quedarme aquí.

– Lo entiendo -asintió Víctor.

Clara añadió:

– Donato va a solicitar la nulidad eclesiástica del matrimonio, porque apenas duró unos días, y además terminó mal.

– Y su padre, Clara, ¿qué ha dicho de eso? -preguntó el detective.

– Me temo que no lo sabe aún -contestó el marido agredido-. Pero me da igual lo que opine, mi familia está informada y me apoya totalmente.

– Ya, claro. Me hago cargo. Ha sido usted muy amable al atenderme en condiciones como éstas. Se lo agradezco. Póngase bien, amigo, póngase bien.

Clara y Víctor salieron del cuarto y se dirigieron hacia las horribles y oscuras escaleras que llevaban a la planta baja.

– Es una pena -dijo el detective.

– Sí, ¿verdad?

– Sí, aunque se hace el fuerte, y lo es, está destrozado por dentro. Se le nota que todo esto le ha afectado emocionalmente. ¿Se ha fijado en un pequeño tic que tiene en el ojo derecho? Está hundido.

– No se le escapa una.

– Es mi trabajo, Clara, y es una lástima, sí. Su hermana y don Fernando no pueden estar juntos, y don Donato no puede hacer feliz a Aurora aunque quisiera. Las cosas deberían ser más sencillas. Si dos personas se quieren deberían tener derecho a estar juntas, ¿no?

El policía había reflexionado en voz alta. Habían llegado al recibidor; se detuvieron y quedaron frente a frente, mirándose a los ojos como embelesados.

– Sí, tiene usted razón, pero ahora, si Donato pide la nulidad, Aurora quedará libre y podrá casarse con Fernando.

– ¿Y su padre de usted la dejará hacer eso?

– Pues claro, nadie querrá casarse con una joven repudiada por intentar matar a su propio marido.

– Ya. Si se recupera, claro.

– Para eso confío en usted, Víctor.

Nuria, la criada, apareció en aquel momento e indicó al policía que don Augusto quería verle en la biblioteca. Víctor lamentó despedirse de su amada, que cada vez lo miraba con mejores ojos. ¿Acabaría su historia como la de Aurora y Fernando? Eso en el mejor de los casos, por cuanto lo más probable era que la joven no sintiera nada por él y lo tratase con tanta amabilidad porque él suponía su última oportunidad de recuperar a su hermana.

Decidió no pensar en ello.

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