Cuando Víctor volvió, ya de madrugada, a su habitación de la pensión de doña Patro, se metió en la cama de inmediato. Necesitaba descansar. Después de dar mil vueltas en el lecho, decidió sentarse a su mesa y tomar algunas notas. No podía dormir, pensaba en Clara, en Lola. Hacía calor y necesitaba sentirse cerca de una mujer. No eran horas de acudir a casa de Rosa. Se sentía excitado en todos los sentidos, palpitante, despierto. Su mente comenzaba a funcionar como la perfecta maquinaria de un reloj. Ya no se sentía triste o perdido, tenía dos asuntos difíciles que resolver y eso lo estimulaba, le hacía sentirse vivo. No en vano se había metido en dos casos que se antojaban peliagudos y le comenzaban a quitar el sueño. El primero, el del libro maldito, lo tenía algo desconcertado. ¿Era posible que una casa estuviera encantada? ¿Existían los fantasmas? ¿Podía un libro influir sobre las personas hasta el punto de inducir al asesinato? Él creía que las respuestas a todas aquellas preguntas eran «no», pero, en el fondo, una pequeña lucecita hacía que despertara ese atávico miedo a lo desconocido que todo ser humano lleva dentro. Se hacía evidente que, en aquel caso, casi todos mentían o al menos, decían verdades a medias; ¿por qué? Doña Ana Escurza había llevado a cabo un auténtico número de circo para simular que el libro era un verdadero poder del más allá en un intento desesperado por exculpar a su hija, cargando las tintas en los aspectos más ultraterrenos de aquel extraño caso. Aun así, Víctor se hizo cargo del comportamiento de aquella dama porque pensó que él mismo, si se viera en una situación similar, haría cualquier cosa por exculpar de asesinato a un hijo.
Ansiaba poder entrevistarse con Clara, hablar con ella de tú a tú. Sentía que la joven no lo miraba con malos ojos, pero aquello no eran sino delirios de enamorado; ¿cómo iba siquiera a fijarse en él? Saber algo más sobre ella no le había desilusionado, al contrario. Era una joven moderna, leída, ¡sufragista! De haberla soñado, no habría resultado más atractiva, más apetecible.
También ardía en deseos de que le dejaran hablar con Donato Aranda, el marido agredido, ver a la esposa agresora y, por supuesto, consultar y examinar aquel maldito libro. Al día siguiente podría verlo, eso le había asegurado doña Ana Escurza. Pensó por un momento que en lugar de estar allí, de madrugada, mirando por la ventana y tomando absurdas notas sobre el caso, debería dormir un poco para estar repuesto y descansado a fin de examinar con los cinco sentidos el volumen maldito de La Divina Comedia, pero no podía dormir. Tenía la certeza de que la clave de aquel caso se hallaba en los sucesos acaecidos en época de don Diego Vicente Reinosa, «el Indiano», y su exótica esposa. Doña Remedios insistió en que todo había ido bien entre la pareja hasta la aparición de aquel holandés. Según dijo la ciega, don Diego Vicente habría utilizado sus influencias para que aquel espigado extranjero ingresara en prisión. ¿Habría datos de hacía cincuenta años en el ministerio? ¿Qué oscuro secreto escondía el Indiano? ¿Por qué dijo algo la filipina de «piratas» y «el Rincón del Diablo»? ¿Qué significaba aquello? Según había contado la anciana sirvienta, tanto el Indiano como su mujer seguían extraños ritos de santería filipina; ¿no sería aquella la clave para que la casa se encontrara encantada? Había leído en una enciclopedia que muchos habitantes de las islas Filipinas habían aunado el catolicismo a sus creencias previas. Aquello había originado un extraño revoltijo de supersticiones que desembocaban en la práctica de extraños ritos de santería.
Otra duda le asaltaba: ¿por qué hubieron de dejar su casa allende los mares y trasladarse tan precipitadamente a Madrid? Ésa podía ser la clave del asunto, aunque, ¿qué papel desempeñaba aquel maldito libro en el horrible crimen que se dio a continuación? Doña Remedios había hablado de supuestos pasadizos secretos que recorrían la casa. Víctor tenía ya una opinión formada al respecto, porque había inspeccionado para ello el sótano, la planta baja y el segundo piso. Le había interesado mucho la cocina. ¿Qué habría ocurrido en aquella casa en el pasado? ¿Por qué insistían todos en haber escuchado ruidos de fantasmas en los años en que estaba deshabitada? Curiosamente, ninguno de sus habitantes actuales había visto moverse objetos o que las puertas se abriesen y cerraran solas. Sí, habían oído voces, pero en sueños, claro. Resultaba todo muy extraño.
Por otra parte, el caso de las prostitutas se había complicado con la aparición de lo que parecía el cuerpo de una mujer de familia pudiente. El detective pensó que al día siguiente, hasta que llegara la hora de su entrevista con doña Ana para ver el libro, debía encerrarse en el archivo para intentar identificar a la asesinada. A pesar del entusiasmo que don Alberto Aldanza sentía por aquel caso, el sumario de las prostitutas no le resultaba ya tan atrayente. Era evidente que algún loco degenerado se dedicaba a matar chicas de la calle a las que introducía treinta reales en el bolso, pero no era la primera vez que alguien hacía algo así con las prostitutas de Madrid, ni sería la última. Pensó en Lola y se sintió excitado. Desde que comenzara a investigar el caso de la casa maldita, no había ido a verla. Sintió que necesitaba hacerlo, sentir su cuerpo junto al de la joven y hacer el amor, descargar toda aquella tensión que guardaba dentro. Volvió sus pensamientos hacia las prostitutas asesinadas. El asesino tenía una cómplice, una mujer anciana con una enorme verruga y de acento extranjero que recogía a las chicas por las calles para que aquel degenerado cometiera sus fechorías. Debía atrapar a aquel maníaco. Debía hacerlo por Lola «la Valenciana» y por las miles de jóvenes que, como ella, hacían la calle en Madrid de manera tan indefensa y expuesta.
A la mañana siguiente, y debido a la falta de sueño, Víctor llegó al ministerio atontado y somnoliento, por lo que, tras tomar un par de cafés, se encerró en el archivo para intentar sacar algo en claro sobre el caso de las prostitutas asesinadas. En primer lugar procuró centrarse en la chica de las muelas de oro. Una simple prostituta no podía costearse algo así, de manera que aquello le inducía a pensar que el cadáver correspondía a una chica decente y de familia adinerada. Don Horacio Buendía defendía que un buen archivo policial era un arma muy poderosa en manos de los agentes de la ley, y Víctor comenzaba a comprobar que aquello era muy cierto. En la búsqueda de la identidad de la finada -se centró en los meses de mayo a agosto del año anterior-, halló multitud de denuncias de desaparición de prostitutas, algunas de las cuales aparecían después con el certero navajazo en el costado. Aquello le hizo ponerse en guardia. Decidió enfrascarse en una búsqueda más intensa y efectiva; quería hallar el primer caso de una meretriz asesinada de aquella manera, así que aunque los informes eran exiguos y en la mayoría no se hacía referencia a los objetos que portaban las víctimas, identificó la que él creyó primera víctima de aquel verdugo: Agapita Ridruejo Rullán, una joven que había aparecido asesinada hacía entonces dos años y medio. No encontró ningún caso anterior. Sumó el número de chicas asesinadas de una puñalada en el costado en esos dos años y medio y se encontró con que la cifra alcanzaba la friolera de ¡veintisiete mujeres! Una al mes durante dos años, pensó para sí. Se hallaba ante un asesino peligroso, un pez de los gordos. El número de prostitutas desaparecidas ascendía a setenta y siete, pero aquello no podía atribuirse, evidentemente, a la mano de aquel asesino, pues muchas de ellas volvían a casa, huían de su chulo o eran asesinadas por cuatro perras por algún matón o por su propio proxeneta. Sintió pena y vergüenza al comprobar que nadie se ocupaba de velar por aquellas chicas. Comenzó a pensar que, como decía don Alberto Aldanza, aquel era un caso grande y se centró en la identificación de la chica de posibles, la de las cuatro muelas de oro. Halló una ficha interesante: María de los Ángeles de Pelayo y Diez, hija de un acaudalado comerciante natural de Madrid, había desaparecido el 7 de julio del año anterior. La familia denunció el caso y ofrecía una recompensa a quien pudiera proporcionar información sobre el paradero de la joven, vista por última vez en compañía de una dama de edad avanzada paseando por los jardines situados en la Plaza de Oriente, frente al Palacio Real. Víctor sintió un escalofrío.
En aquel momento entró don Alfredo, quien le dijo:
– Vamos, Ros, tenemos una cita; no querrás perderte lo del libro maldito, ¿no?
En la casa de la calle San Nicolás, Nuria los hizo pasar al saloncito que había junto al recibidor. Allí aguardaba Clara, leyendo.
– Pasen, pasen, mi madre les pide excusas, no tardará en llegar.
Víctor quedó petrificado; había dormido poco, y no estaba como para recibir muchas impresiones. Los últimos acontecimientos lo tenían sumido en una horrible sensación de irrealidad que le ponía nervioso y lo irritaba profundamente.
Don Alfredo sonrió para sus adentros y preguntó por el excusado a la criada. Cuando vino a darse cuenta, Víctor se halló a solas frente a su amada, cara a cara. Estaba de pie, inmóvil y tenso, y notaba que le ardían las mejillas, así que ella con una sonrisa divertida le dijo:
– ¿No va a sentarse, don Víctor?
– Sí, gracias, gracias.
Se sentó mirándola embobado. No podía creerlo, él que se sentía tan seguro de sí mismo, tan engreído con su ciencia, su cuerpo de policía y todas aquellas zarandajas, se desmoronaba como un pelele ante una joven de apenas veinte años. Intentó rehacerse y decir algo; ¿cuándo volvería a tener una oportunidad como aquella?
– Le conozco -dijo la chica.
– ¿Del Paseo del Prado? -contestó él metiendo la pata.
Ella rió sonoramente.
– No, no, de la prensa. Usted desactivó la célula radical de Oviedo, ¿verdad?
Víctor se quedó helado; ¿cómo podía ella saber aquello?
– ¿Y cómo sabe eso usted?
– Leo la prensa, Víctor, El Imparcial, y no olvide que soy aficionada a las novelas de detectives. No me pierdo una sola información referente a sucesos, puede decirse que soy una detective frustrada.
El joven sonrió. Estaba gratamente impresionado por la graciosa naturalidad de aquella damita. No parecía una engreída señorita de la alta sociedad; al contrario, era una joven de trato cordial y buenas maneras, dulce y sencilla a la vez.
– ¿Es usted liberal?
– Sí; ¿le extraña?
– Hombre, siendo una dama… y de su clase social…
– ¿Qué ocurre? -repuso ella haciendo un mohín-. ¿Una mujer no puede tener ideas políticas?
Entonces Víctor entrevió una oportunidad de utilizar la información que le había dado Nuria, la criada.
– No me malinterprete, Clara, soy hombre de ideas avanzadas. Incluso estoy a favor del voto femenino -y al ver el agrado reflejado en el rostro de la chica, añadió-: Sólo es que al ser usted de clase social alta, pensé que sería de tendencias conservadoras.
– Ése es mi padre.
– Ya. Pues aclarando la pregunta que me hacía, le diré que sí, que yo fui el artífice de la detención de los radicales de Oviedo, pero creo que ya no me siento tan orgulloso de aquello como antes.
– ¿Y eso?
– No sé -dijo él, desvelándole sin pensarlo sus más íntimos sentimientos-. Aquello me valió un ascenso, el reconocimiento de mis superiores y los halagos de la prensa, pero en el fondo me siento como un traidor.
– Los radicales no hacen ningún bien a este país.
Aquella joven pensaba exactamente como él. No podía ser tan perfecta. A punto estuvo de pellizcarse para asegurarse de que no soñaba. Era bella, dulce y liberal.
– Vaya, señorita Clara, pienso lo mismo que usted. Yo estoy con Sagasta. Creo firmemente que en este atrasado país hay que hacer los cambios poco a poco, desde dentro. Es un político brillante, que tuvo la suficiente visión de Estado como para moderarse.
– Yo no lo hubiera expresado mejor -afirmó ella mirándole a los ojos.
Se sintió azorado. Entonces, intentando adoptar un aire lo más profesional posible, cambió de tema:
– Por cierto, Clara, ya que estamos a solas, querría hacerle unas preguntas sobre su hermana, si usted me permite.
– Sí, claro, claro -dijo la chica solícita-. Si puedo ayudar en algo, me sentiré muy satisfecha de hacerlo.
– Bien, bien. Hábleme de su hermana. ¿Qué tal era? Perdón, es…
– Un encanto, agradable, siempre de buen humor y con ganas de ayudar a los demás. Una joya; ya sé, usted dirá «habla así porque es su hermana», pero de veras le resultaría difícil conocer a una chica con mejor corazón que ella aunque revolviera todo Madrid.
– Su hermana tiene…
– Veintidós años.
– Ya, y usted dieci…
– Veinte recién cumplidos.
– Perdone que le pregunte la edad, no quería ser descortés, sólo pretendía hacerme una idea de la diferencia de edad que hay entre ustedes dos. Parece que mantienen una buena relación.
– Sí, claro, estuvimos juntas en el internado, en Suiza. Me resultó duro al principio, no en vano yo era muy joven cuando llegué, mi hermana ya llevaba dos años en aquella escuela cuando yo me incorporé y me ayudó mucho a adaptarme.
– ¿Cómo es la relación de su hermana con don Donato, su marido?
– Sólo llevaban unos días casados, así que no sé cómo les resultaba la vida matrimonial, pero debo decir que su noviazgo fue absolutamente normal.
– Ya. ¿Piensa que su hermana se casó enamorada?
Clara miró al joven detective como recriminándole aquella pregunta, por lo que él aclaró:
– Perdone, hágase cargo, debo obtener toda la información posible, aunque a veces no agraden mis preguntas, ya sabe, la búsqueda de la verdad; nada me disgustaría más en este mundo que importunarla a usted, Clara.
La chica pareció ruborizarse ante este último comentario de Víctor y contestó:
– Supongo que lo que le diga quedará entre nosotros.
– No tema.
– Bien. Donato es un joven bien parecido.
– Eso dicen.
– Y adinerado. Abogado, de buenos modales, apuesto…, lo que se dice un partidazo.
– Pero…
– Mi hermana entregó su corazón a otro hombre hace ya cosa de un año.
– ¡Qué me dice!
– Lo que oye. Mis padres le pusieron un profesor de piano a su regreso de Suiza. No crea, era joven, pero no parecía gran cosa, más bien esmirriado, con barba y perilla, en fin, un artista de pocos posibles.
– Vaya…
– El caso es que no sé qué vio mi hermana en él, bueno, sí, que aun no siendo bien parecido le escribía versos, se consumía por ella y la trataba con extrema dulzura. Vamos, que se enamoraron.
– ¿Y usted lo sabía?
– Sí, mi hermana me lo contaba todo.
– ¿Y sus padres?
– No tenían ni idea, por eso cuando le comunicaron que le habían encontrado un pretendiente de postín, mi hermana se enfureció, no sé si debería decirlo, pero usted me parece un hombre honrado. Es usted un gran detective, me impresionó cómo descubrió la añagaza de mi madre con el libro. Sé que si alguien puede aclarar este maldito embrollo, ése es usted.
– Clara, confíe en mí, sólo quiero ayudar a su hermana.
– Mi hermana… En fin, se lo diré: Aurora llegó a intentar suicidarse.
– ¡Qué barbaridad!
– Fue muy desagradable.
– ¿Y qué hicieron sus padres?
– La internaron unas semanas en una clínica de reposo en San Sebastián, pero cuando volvió insistieron en que la boda se celebrase.
– ¿Y el profesor de música?
– Despedido y expulsado de casa.
– ¿Se llamaba?
– Fernando Hernández.
– Un amante despechado. Interesante, muy interesante. ¿Sabía don Donato de la existencia del músico?
– No, no. Donato no sabe nada de esto. Ya se encargó mi padre de ello. Eso hubiera podido dar al traste con tan interesante casamiento.
– Y en cuanto a su hermana…
– ¿Sí…?
– Es difícil de preguntar, pero ¿cree que odia por ello a su marido?
– ¿Hasta el punto de intentar asesinarlo? ¡Qué va! Mi hermana odia a mi padre por haberla obligado a casarse con Donato, pero sabe que su marido es una buena persona y no lo culpa de su desgracia. Mi cuñado se muere por los huesos de Aurora.
– Entonces esto habrá sido un duro golpe para él.
– Está hundido. Parece un muerto en vida.
– Me hago cargo. ¿Y qué se sabe del tal Fernando Hernández?
– ¿De quién? -dijo una voz que sonó tras el subinspector.
En el umbral de la puerta del saloncito se hallaba doña Ana Escurza. Tenía cara de pocos amigos y llevaba una caja en la mano.
– Esto es para usted -dijo secamente tendiendo el paquete al policía.
Don Alfredo, que había estado paseando en el patio para dejar a su compañero a solas con su amada, entró de repente en el cuarto.
– Ahora, si nos disculpan tenemos cosas que hacer -dijo la señora con aire indignado.
Salió de la estancia y Clara la siguió.
Ante tal interrupción de la entrevista, los dos policías no tuvieron más remedio que abandonar la casa. Víctor y Alfredo Blázquez decidieron hacer una pausa y comer antes de inspeccionar el libro con la atención que merecía. Durante el camino, en el coche de caballos, el enamorado permaneció en silencio, meditabundo. ¡Había hablado con Clara a solas! Todo había sucedido de una manera muy natural. Aquella joven era sencilla y de agradable conversación y, no sólo eso, le había revelado algunos secretos familiares que no se contaban a cualquiera, parecía sentirse cómoda con el detective y, de hecho, había llegado a decirle que lo admiraba. A él. Clara Alvear.
Aquello era un sueño, un mal sueño quizá porque el hecho de que la chica mirase con buenos ojos al policía hacía que las cosas fueran más difíciles para él. Aun suponiendo que algún día conquistara a la joven, ¿cómo podría conseguir siquiera acercarse a ella? Pensó en el profesor de piano de Aurora, el tal Fernando Hernández, y sintió pena. Por cierto, tenía que localizarlo; un amante despechado era el sospechoso número uno en un caso tan enrevesado como aquel. Aurora había intentado suicidarse. ¡Qué barbaridad! Don Augusto no había dudado en amargar la vida a su hija haciéndole renunciar a su verdadero amor con tal de conseguir un buen negocio con aquel casamiento. ¿Haría lo mismo con Clara? Quizá no; parecía un hombre torturado, víctima de su avaricia y de sus propios errores. La deshonra rondaba su casa, y eso era un asunto serio.
Decidió pensar en otra cosa, pues su mente se hallaba algo saturada. Fueron a la taberna del Desiderio, junto a Cedaceros, e hicieron un almuerzo frugal, de manera que a eso de las tres y media llegaban a su despacho. Ambos se sentaron a la mesa de Víctor y miraron la caja no sin cierta aprensión.
Aquel libro era el culpable de todo.
Víctor examinó con la lupa las repujadas tapas de cuero de aquel magnífico ejemplar que, según supieron al leer la primera página, había sido impreso por Hermanos Barraquer, una imprenta de la ciudad de Barcelona, en el año de 1789.
– El año de la Revolución Francesa -observó el subinspector.
Rápidamente, con prisa, buscaron la página señalada, fatídica, en la que destacaba el párrafo que en su día subrayara la filipina antes de matar a don Diego Vicente Reinosa.
Víctor leyó en voz alta:
«Descendimos del puente por la testa
donde se une a la octava orilla,
y entonces la fosa fue manifiesta;
y vi adentro una terrible masa
de serpientes, y de raleas tan diversas
cuya memoria la sangre aún me hiela.
Que no se ufane Libia más de su arena
que si quelidras, yáculos y faras
produce, y cencros y anfisbenas,
que pestilencias tantas ni tan malas
mostró nunca jamás junto a Etiopía,
ni del mar Rojo a la región que hay más arriba.
Por este enjambre amargo y espantoso
corrían gentes desnudas y aterradas
sin esperanza de refugio ni heliotropo.
Sierpes atábanles las manos en la espalda
y clavábanle la cola en los riñones
y en la testa, y se apiñaban por delante.
Y sobre uno que cerca de nuestra roca estaba
se lanzó una serpiente y lo clavó
allí donde el cuello se anuda con la espalda.»
– ¿Y bien? -murmuró el inspector Blázquez con aire algo perdido.
– Que me aspen si lo entiendo. Ésta es la parte dedicada a los ladrones, y describe grandes castigos, pero no sé a dónde lleva esto.
Entonces llamaron a la puerta y un ordenanza -que a Víctor le recordó los tiempos de su juventud- les entregó una nota.
Don Horacio había leído el breve informe que le habían enviado sobre la calavera con las muelas de oro y le emplazaba a verse allí mismo a las nueve de la noche. Según decía, estaba ocupado hasta entonces. Así que, en vista de que no sacaban nada en claro del extraño y maldito libro, don Alfredo resolvió irse a casa a ver a su nieta, mientras que Víctor permaneció en el despacho leyendo aquella obra con la ilusión de hallar la clave de aquella tragedia en alguna de sus páginas. Blázquez tenía dos pasiones: los toros y su nieta. Era un hombre feliz, y Víctor le envidiaba por ello. Pese a su aspecto apocado, era un buen policía, no se metía en líos y tenía buenas amistades. Era de buena familia (su padre fue rentista e importador de guano de Alicante), por lo que don Alfredo había tenido una buena educación. Dentro de lo que cabía, se había situado bien en la vida, pues al tener doce hermanos, la herencia del padre se quedó en nada.
Víctor pasó la tarde embebido en la lectura del volumen, más por afán de investigación que por el disfrute de aquella perla literaria. Debían de ser las nueve y cuarto cuando don Horacio hizo su aparición en el despacho donde Víctor, algo decepcionado por la falta de progresos, permanecía absorto en el texto a la luz de un quinqué.
– Vaya, joven, leyendo… Así me gusta.
– Es el libro del caso de los Aranda.
Don Horacio, sorprendentemente, no prestó mucha atención al oscuro ejemplar de la obra de Dante y dijo:
– Hemos de darnos prisa. Quiero que hablemos esta misma noche con don Cosme de Pelayo, el padre de la chica esa.
– María de los Ángeles.
– La misma; ¿está seguro de que ese cuerpo corresponde con las características de la joven?
– He leído la denuncia y el informe y me temo que sí, que es ella, aunque antes querría hablar con el padre, si es posible. Hay algunas cosillas que me gustaría comprobar antes de confirmar la certeza. Si me deja usted hacer, claro.
– Que Dios nos perdone por el disgusto que vamos a dar a ese hombre. Haga lo que tenga que hacer, pero no se me extralimite. Asiste esta noche a una reunión social, pero creo que nos atenderá, ya que se trata de un asunto tan importante. Vamos, y que sea lo que Dios quiera.