Víctor halló a don Augusto en la biblioteca, donde lo aguardaba. Tenía cara de pocos amigos y contemplaba pensativo desde la ventana el exuberante e indómito jardín.
– ¡Hombre, nuestro joven policía! -dijo a modo de saludo, indicándole con la mano que tomara asiento; y, tras hacerlo, él hizo otro tanto y añadió-: ¿Desea usted algo: un café, un habano?
Era evidente que quería parecer amable, agradar al policía.
– No, gracias.
– Quería hablar con usted a solas.
– Aquí me tiene, a su entera disposición.
– Verá. Me consta que es usted un joven brillante y capacitado y no cabe la menor duda de que está llevando con tino este caso que, la verdad, está resultando un auténtico calvario familiar.
– Favor que usted me hace.
– Esta mañana se ha comportado de manera resuelta al quemar ese libro que espero no vuelva a aparecer -añadió el padre de Clara jugueteando con un abrecartas de plata.
– Tampoco me sorprendería demasiado que apareciese otra vez -repuso el joven detective.
– Bien, ya ha hablado usted con mi yerno, el joven Aranda.
– Sí, hace un momento.
– ¿Y qué impresión ha sacado de su conversación?
– Su yerno me parece un joven cabal al que el destino ha jugado una muy mala pasada.
– Ya, ya, me consta que es un hombre templado para su edad -concedió el aristócrata-, pero, ¿sabe?, los últimos acontecimientos acaecidos con ese loco, el profesor de piano de Aurora…
– No es necesario que disimule, don Augusto, conozco la historia.
El aristócrata miró contrariado al policía y, tras una larguísima pausa, agregó:
– Bueno, quizá sea mejor así, hablemos sin tapujos.
– Sí, la verdad es que lo preferiría. De una vez.
– Perdone, pero no acabo de entender lo que insinúa.
– Usted declaró que esta casa había sido adquirida con desconocimiento de la leyenda que pesaba sobre ella. Me consta que no fue exactamente así.
Don Augusto dejó el abrecartas sobre la mesa y comenzó a jugar con su inmenso bigote, acariciándolo con los dedos índice y pulgar de su diestra. Dio una calada a su cigarro puro y, tras lanzar un suspiro de desaliento, comenzó a decir:
– Está bien. Mire, joven, soy un hombre desesperado. Se lo diré con franqueza, le he mandado llamar porque necesito saber cuáles son las intenciones futuras de mi yerno. Mi hija Clara no suelta prenda. Es su manera de hacerme pagar lo de su hermana.
– ¿Lo de su hermana? -preguntó Víctor.
Don Augusto emitió una especie de sollozo. Daba una imagen patética a pesar de su gallardo porte. Sí, estaba desesperado. Su mundo se hundía y era obvio que perdía el control de la situación por momentos.
– Sí, yo soy el único culpable de todo lo que le ha ocurrido a mi hija Aurora. Era una niña maravillosa, guapa, cariñosa, tocaba el piano como los ángeles. Era la alegría de la casa, mi ojito derecho, y ahora, mírela, parece un ser inanimado, dominada y consumida por esa maldita fiebre cerebral. ¡Y todo por mi culpa!
Víctor miró fijamente a su anfitrión. Parecía realmente afectado, así que lo dejó continuar:
– No me juzgue con dureza, don Víctor, no resulta fácil ser el patriarca de una familia como la mía. El mundo está cambiando a pasos agigantados, las cosas no son como eran antes. Llegan a Madrid nuevos ricos, burgueses, industriales, gentes de dinero, ¡de mucho dinero! Viven a todo tren, dan las fiestas más espectaculares, lucen las mejores galas, en fin, una locura. Si uno pretende que su familia tenga un futuro, casar bien a las hijas y seguir disfrutando de cierta influencia, debe mantener un ritmo de gastos altísimo. Ya sabe, criados, caballerizas, vestidos, recepciones…, y nuestras tierras no dan para tanto. Seré sincero: me he visto obligado a vender las propiedades de mi esposa y las mías propias. Un par de fiascos en la bolsa terminaron por empeorar la situación, y digamos que me vi algo apurado.
– Entiendo.
– Supongo que todo lo que se diga aquí, queda entre nosotros.
– Señor, forma parte de mi trabajo no desvelar los entresijos de una investigación a terceras personas.
– Sí, ya, disculpe. Tenía que asegurarme. Bueno, pues el caso es que cuando Aranda se interesó por mi hija Aurora, comprendí que aquel matrimonio era la solución a nuestros problemas económicos; de hecho, el padre del chico me lo planteó como un negocio con toda su crudeza: el hijo se había encaprichado de Aurora y el Rey del Lino ansiaba un título nobiliario para su familia. Mi hija heredaría el marquesado de Teresillas y el padre de don Donato puso sobre la mesa una gran cantidad de dinero por conseguirlo, así que…
– Todos contentos.
– Exacto.
– Excepto Aurora.
– Ahí estuvo mi error. No supe ver a tiempo que ese profesor de piano, ese don nadie, había encandilado de aquella manera a mi Aurora. Sí advertí en ella un vivo interés en seguir sus lecciones, pero lo atribuí a que había elegido un buen profesor para mi hija. ¡Qué equivocado estaba! Por supuesto, oculté a los Aranda lo del músico, y nada supieron del intento de suicidio de Aurora. Eso hubiera dado al traste con el casamiento.
– ¿Y esta casa?
– Bien, ése fue otro monumental error que cometí. Se lo explicaré tal como ocurrió. Aranda intuyó que Aurora no estaba por la labor, así que comenzó a dudar. Yo vi claro que había que dar un empujoncito para que padre e hijo se decidieran; ¿y qué mejor manera de animarlos que regalando una mansión a los recién casados como dote de la novia? Visité al corredor de fincas y comprobé que esta casa era una ganga. En realidad, la única que podía comprar en mi situación.
– Y decidió adquirirla a pesar de la leyenda.
– Así fue. En fin, lo demás ya lo sabe.
– ¿Y ahora?
– Pues fíjese usted: estamos al borde de la debacle. Mi hija, loca, ida, perdida para siempre por mi mezquindad, y, por otra parte, el posible escándalo, los detalles del caso en la prensa. Esto se sabrá tarde o temprano. Eso por no hablar del desastre económico, la ruina. Me temo que Aranda no querrá saber nada de Aurora. ¡Si ha intentado matarlo! No quiero ni pensar en la posibilidad de que decidan solicitar la nulidad eclesiástica del vínculo y que reclamen el dinero que me entregaron por el marquesado. ¡Qué desastre! ¿Sabe usted qué hará don Donato? ¿Se lo ha dicho?
Víctor sintió pena por aquel ser miserable y mezquino que parecía más preocupado por la situación económica de su familia que por el bienestar de su hija, que yacía víctima de la fiebre cerebral. Pensó que pertenecía a una clase social, la nobleza, que se moría con el siglo precisamente por sus ansias de aparentar, de fingir grandeza aun a costa de la propia supervivencia.
– Mire, don Augusto -dijo muy serio-, es evidente que no puedo revelarle nada sobre lo que me ha dicho don Donato, como no puedo ni debo contar a nadie lo que usted me ha confiado entre estas cuatro paredes. Secreto profesional.
El otro lo miró con cara de circunstancias.
– Lo comprendo, joven, lo comprendo. Me veo en esta situación por mis propios errores, por mi ambición. Me hubiera ayudado saber qué va a hacer don Donato. Espero que algún día el cielo me perdone y que mi Aurora no tenga que pagar por mi mezquindad. Sólo quise salvar a mi familia de la vergüenza de la ruina.
– A veces no acierta uno con las decisiones que toma.
– En efecto, ni se me pasó por la imaginación que Aurora fuera a actuar así contra su marido, no debí obligarla a casarse contra su voluntad, aunque, ¿sabe?, creo que esta casa tétrica y maligna influyó en ella de alguna manera.
– ¿Cree usted en la leyenda?
– Quizá debí creer en ella en su momento. Si lo hubiera hecho y no hubiera comprado esta mansión, todo esto no habría sucedido.
– O quizá sí -dijo el subinspector al tiempo que se incorporaba-. Y ahora, si me disculpa, tengo que ir a visitar a un amigo. Continuaré investigando y aclararé este embrollo, no tema por el buen nombre de su familia.
– Vaya, joven, vaya.
Don Augusto volvió a mirar por la ventana y a perderse de nuevo en lo más profundo de su remordimiento.
Víctor salió de aquella siniestra mansión y tomó un coche de alquiler en la calle Mayor para dirigirse a casa de don Alberto Aldanza. Le abrió la puerta el criado de color del conde del Razes, que lo condujo de inmediato al taller de su señor. Don Alberto pidió de nuevo disculpas al joven por la ausencia de su ama de llaves, circunstancia que a Víctor le daba absolutamente igual. A veces no terminaba de entender a aquellos nobles, ¿qué más le daba al subinspector Ros ser atendido a su llegada por un criado negro que por el ama de llaves de la casa?
Enseguida comenzaron a trabajar. Don Alberto estaba instruyendo al joven en el uso de una innovadora técnica para analizar y comparar fibras y pelos: la microscopía. Víctor se inició en el uso de un revolucionario y moderno aparato que el conde llamaba microscopio y que resultaba ser una especie de catalejo lleno de lentes que permitía la visión de objetos de tamaño tan minúsculo que escapaban al poder de resolución del ojo humano. Don Alberto le enseñó a distinguir aspectos morfológicos de diferentes tipos de cabellos y pelos que permitían al observador hábil identificar al autor de una fechoría sólo porque hubiera quedado alguno de ellos en el lugar del crimen. Aprendió también a distinguir los pelos humanos de los pertenecientes a los animales más comunes, así como a identificar algunas peculiaridades típicas de distintas razas de la especie humana, e incluso otras características como sexo, edad y estado físico. Se adiestró asimismo en detectar los síntomas del envenenamiento analizando los cabellos de la víctima, técnica que permitía no sólo saber el tipo de veneno utilizado, sino también desde qué fecha se estaba suministrando. El joven policía se asombró ante la facilidad con que su mentor identificaba diferentes tipos de fibras e hilos pertenecientes ora a una alfombra, ora a una camisa, con lo que era posible determinar la presencia de alguien en el lugar del crimen sin la menor duda. En suma, trabajaron con entusiasmo y verdadera devoción, el uno disfrutando con su tarea de docente e instructor y el otro, maravillado ante el apasionante mundo de conocimientos y las certeras técnicas que su maestro le desvelaba. Hicieron una pausa alrededor de las dos de la madrugada y tomaron un refrigerio en el jardín, bajo un maravilloso cenador que don Alberto había mandado construir en madera del Canadá, tierra que conocía, al parecer, como la palma de su mano. Pronto salió a colación el tema de las prostitutas asesinadas. Víctor contó a su maestro y amigo todos los detalles de lo ocurrido con Cosme de Pelayo, y el conde del Razes se mostró satisfecho por la línea de investigación que había emprendido su pupilo.
– Una muchacha decente, cualquiera lo diría. Ése es el cabo suelto, querido Víctor, no lo dejes escapar. El asesino cometió un error al matar a una chica que se sale del patrón que esperamos de él. Seguro que la conocía. Tira del hilo y lo cazarás; me temo que en fin de cuentas se tratará de un triste aficionadillo.
A Víctor le parecía algo extraño que su mentor se mostrara tan interesado en el caso de las prostitutas muertas y nada, en cambio, por el de la casa maldita de los Aranda. Para el joven detective éste sí que era un caso especial, ya fuera porque hubiese una aparente participación sobrenatural en los hechos, ya porque una mente privilegiada pudiera hacer creer a todo el mundo que aquello era cosa de brujas. Pero no. Don Alberto no manifestaba interés alguno en ello.
– Don Alberto… -empezó Víctor apurando un vaso de fresca limonada a la vez que su preceptor cargaba la pipa con tabaco de Sumatra.
– Dime, hijo, dime.
– Verá usted, ¿es que no le interesa el caso de los Aranda? Casi nunca me pregunta.
– En absoluto.
– Pero se trata de un caso complejo, fascinante.
– Bah, paparruchas de viejas.
– ¡Cómo!
– Lo que oyes Víctor. Piensa. ¿Cuál es el delito de los delitos?
El joven dudó durante un instante antes de responder:
– ¿El asesinato?
– Exacto. Y en el caso de las prostitutas nos las vemos con un auténtico asesino. Por lo último que me has contado -prosiguió con auténtico fastidio-, me temo que va a tratarse de un chapucero, pero cazar a un asesino, ¡ah, eso sí que es caza mayor! Lo demás, robos, violaciones, timos…, eso es de guardias urbanos.
– Pero no me negará que el asunto de los Aranda se las trae.
– Es el típico caso que llamaría la atención del gran público, eso sí, pero nunca de los más prestigiados especialistas. Paparruchas, ya te digo.
– Quizá sea así.
– Lo que ocurre es que tienes otros intereses más… digamos románticos en ese caso.
El joven rió divertido.
– No digo que no, don Alberto, no digo que no, pero aunque no le interese, dígame: ¿qué haría usted en mi lugar?
Con expresión de desagrado, el aristócrata dijo con aire resignado:
– A ver, cuéntame qué tienes.
El joven ofreció una breve relación de todo lo ocurrido en el caso que él consideraba de importancia. Pensó que impresionaría a don Alberto, pero éste parecía escuchar sin denotar excesivo interés por aquel embrollo. Cuando el joven concluyó, lo miró divertido y dijo:
– Debo reconocer que es un caso peculiar, sí. Pero es un asunto menor.
– ¿Qué haría usted, don Alberto?
– Creo que vas por buen camino. Mira, Víctor, al principio se abrían dos amplias y certeras posibilidades: una, estamos ante una serie de fenómenos del más allá. Dos, hay una mano humana tras esta trama. Tú has elegido, como hombre racional, la segunda. Has hecho bien. Ahora vayamos al quid de la cuestión: ¿a quién beneficia lo ocurrido?
– Eso me pregunté yo desde el primer momento y que me aspen si sé a quién aprovecha esta maldita historia.
– Supongamos que la tal Aurora hubiera matado al marido; a partir de ahí, hagamos una lista de beneficiados.
– El músico.
– Bien. Otro.
– No sé.
– La hermana, Clara.
– ¡Don Alberto!
– ¡Calma, calma! Tú me dijiste que no es de esa clase de joven que se deja casar contra su voluntad.
– Eso me parece a mí, sí.
– Bien, pues si la hermana mata al marido, seguro que su padre no intentaría con ella un casamiento similar.
– ¡Qué locura! -exclamó indignado el joven.
– Es pura conjetura, no te enfades; pero hay otro beneficiario. Supón, por un momento, que el asesinato se hubiera llevado a término con éxito. ¿Quién habría heredado a don Donato?
– Su esposa, antes de casarse había testado en su favor.
– Voilá. Ya tenemos sospechoso. De haber matado a su marido, a la joven le hubieran dado garrote, sin duda. ¿Y quién es el heredero de la joven?
– Don Augusto, su padre.
– Pues ahí tienes a tu hombre. Ése es el negocio redondo: saca una buena tajada por vender un título que luego recuperaría, junto con las posesiones de su yerno, cuando ajusticiaran a Aurora. Pero algo salió mal, claro.
Víctor se quedó estupefacto. ¿Sería todo cosa del mezquino don Augusto? No quiso ni pensar en esa posibilidad, pues temía por Clara. Estaba algo confuso.
– Vamos, hijo, déjate de esas historias y vamos al taller a lo nuestro -dijo su maestro sacándole de sus ensoñaciones.