Al entrar en el piso del que fuera su mentor, el ahora fallecido don Armando Martínez, Víctor volvió al presente desde sus recuerdos y quedó impresionado por el gentío que atestaba aquel estrecho pasillo. Saludando a unos y a otros sombrero en mano y abriéndose paso con un empujón por aquí y un «perdone» por allá, Víctor logró llegar al iluminado salón en el que se hallaban los dolientes. Sentada en una silla lloraba doña Angustias, la esposa del sargento, a la que Víctor se apresuró en abrazar. La mujer se echó en sus brazos y al momento aumentó la intensidad de su llanto como muestra del cariño que su marido sentía por aquel joven al que había tratado como el hijo que nunca tuvo.
– ¡Ay, Víctor, ay se nos ha ido! -gritaba la mujer-. Aquí está, aquí lo tienes.
Víctor, de la mano de doña Angustias, atravesó el gabinete que hacía las funciones de vestidor con sus armarios y el lavabo, y entró en el dormitorio del finado donde yacía el cuerpo del retirado sargento de policía. Allí le esperaba don Armando, en una caja de pino y rodeado de sus amigos y seres queridos.
El joven subinspector miró de soslayo al muerto, que le pareció, como siempre, inmenso. Pero ahora tenía la cara cerúlea, delgada, ajada, y en ella destacaba sobremanera la larga y puntiaguda nariz. ¿Por qué llevaba puesto su uniforme de sargento? Le quedaba grande. Era cierto, como se decía, que los viejos se consumen poco a poco.
A pesar de estar familiarizado con la muerte por su oficio y de haber visto cientos de cadáveres, no pudo evitar sentir un nudo en el estómago, una desagradable sensación que apenas le permitió esbozar un par de frases corteses.
– ¡Qué guapo estás! ¡Estás hecho todo un hombre! -dijo entre sollozos la anciana.
Los sobrinos de doña Angustias la convencieron para que se sentara otro poco, pues el esfuerzo y la impresión la hacían jadear de manera preocupante, así que Víctor echó una mirada en derredor para repasar la lista de asistentes al duelo. Vio al comisario Buendía, al subcomisario Pérez y a dos o tres sargentos de Sol. Había policías de otros distritos pero no los conocía. Inclinó la cabeza saludándolos y ellos hicieron otro tanto. Hacía calor allí pese a que los postigos estaban abiertos de par en par. Olía mal. Sintió un gran desagrado. Se dirigió a la cocina, situada al fondo, donde pidió a la criada un vaso de agua. Volvió a la estancia mortuoria y decidió sentarse en la única silla que encontró libre en el atestado salón, junto a la ventana. Estaba sofocado, le apretaba el nudo de la corbata y, además, le sudaba la frente sin cesar, por lo que se vio obligado a sacar el pañuelo para secarse el sudor una y otra vez. Se sentía incómodo. Entonces escuchó voces y comprobó que la calle se hallaba atestada de putas, chulos y chorizos que daban, a su manera, el último adiós al Molinillo, el último policía «como Dios manda» del viejo Madrid, un Madrid que se moría como el propio don Armando para dejar paso a una ciudad más moderna, más grande y más impersonal. Aquella urbe era ya un gigante que se nutría de la personalidad y las costumbres de los nuevos madrileños, los emigrantes, que llegaban a millares para construir una nueva y cosmopolita urbe orientada hacia los nuevos tiempos.
A Víctor no le agradaba demasiado verse rodeado por extraños, así que allí sentado, en aquella incómoda silla, y envuelto literalmente por una multitud de dolientes, el joven policía terminó recordando aquellos momentos en que don Armando Martínez, el sargento «Molinillo», cambió su vida.
Después de su detención junto a Sol, justo al lunes siguiente, Víctor acudió a casa del sargento como éste le había ordenado. Era una tarde fresca de otoño, pero el joven no vestía abrigo ni capa. Le gustaba que la chaqueta le ciñera el estilizado talle, ya que, a su juicio, un gabán no hacía sino ocultar el gallardo porte que tan buenos resultados le daba en el galanteo con las chulapas, amas y criadas del Madrid céntrico.
Una vez en el primer piso donde vivía don Armando, situado en una humilde comunidad de vecinos de la calle de los Lucientes, Víctor mantuvo una larga y esclarecedora conversación con el rudo sargento, quien le hizo ver de alguna manera que había sido dotado por la naturaleza con las mejores cualidades que puede tener un investigador, a saber: buena memoria, capacidad de observación e intuición.
– A ello debemos añadir que eres un joven leído, Víctor, de manera que, si tú quisieras, yo podría garantizarte un futuro más que brillante en la carrera policial. Sé que estás resentido, sé que opinas que es más fácil arrancar por la fuerza a los poderosos lo que tú envidias, pero piensa en Ignacia, que te dio la vida. ¿Quieres que sea la madre de un delincuente?
– No -contestó el joven-. Eso es lo único que me convence de su argumentación.
– ¿Sigues leyendo, hijo?
– Sí -contestó con aire cansino mirando hacia la ventana del salón de don Armando.
– ¿Qué lees ahora?
– La vida es sueño, de Calderón.
– ¿Y qué te parece?
– Pues eso, que bien podría ser todo un sueño -contestó con tono chulesco.
– Bien, bien. Y de política, ¿cómo andas?
– Leo los periódicos, pero eso no me da de comer.
– ¿Eres liberal?
– No soy nada, soy de mi propio partido, soy de Víctor Ros Menéndez.
– Bien dicho, hijo. No te metas en politiqueos. ¿Sabes, Víctor? He hablado con un jefe de sección del Ministerio de Gobernación, que, por cierto, me debe un par de favores, y me ha dicho que necesitarían algo así como un ayudante allí mismo, en Sol.
– ¡Ya, un chico de los recados!
– No, hombre, no. Una especie de hombre de confianza para llevar y traer despachos, hacer alguna faena dura, ya sabes, un poco de todo.
– Un chico de los recados -repitió el joven con fastidio.
– Pero de confianza. No todo el mundo entra en el Ministerio de Gobernación. Se tratan asuntos delicados, a veces de importancia. Conocerías gente, te irías curtiendo. Terminarías siendo un gran policía y, ¿quién sabe?, igual podías llegar muy lejos. La paga sería decente y, por otra parte, sé que el chaval que ocupaba ese puesto ganaba más sólo con las propinas que algunos agentes de a pie.
– ¿Y qué ha sido de ese chaval?
– Ahora es policía en Alcalá de Henares. Va camino de ser el sargento más joven del cuerpo en breve plazo. Comprenderás que si te quiero colocar ahí es por algo. Sé que parece poco de momento, pero si tienes paciencia, en poco tiempo estarás bien situado. Piensa en doña Ignacia.
Muchas veces había pensado Víctor en ello en los años siguientes, pero el caso era que, sin saber muy bien por qué, aquel severo grandullón, aquel sargento rebosante de saber popular y don de gentes siempre lo convencía para que hiciera lo que él quería. Siempre fue así en los años que siguieron. De hecho, aquel lunes de noviembre, Víctor había acudido a casa de don Armando con un preparado y efectista discurso para que los dejara en paz a él y a su madre. Venía a ser un «váyase usted al cuerno, don perfecto» que nunca llegó a pronunciar. Salió de allí, en cambio, convertido en un simple recadero de un comisario de Sol, negándose una vida de lujo y desenfreno como delincuente para cambiarla por otra de abnegado y pobre proyecto de funcionario policial. ¿Era tonto? ¿Se había vuelto loco acaso? ¿Qué tenía aquel sargento que le hacía confiar en él?
Quizá don Armando era la ausente figura paterna que, sin saberlo, tanto había echado de menos, o quizá el joven encarnaba el hijo que el policía añoraba en secreto, pero desde aquel momento ambos hombres mantuvieron una relación de complicidad que halagaba a la madre del chico, doña Ignacia, y hacía que doña Angustias se felicitara por el indudable cambio que aquél había provocado en el severo y rígido sargento. Eran tal para cual. A don Armando le enternecía la chispa del chico, su rapidez mental y su carácter apasionado y fogoso. Le recordaba al joven emigrante murciano que llegara a Madrid con una mano detrás y otra delante para terminar siendo sargento de policía. El crío era una mina, tenía potencial y él lo sabía.
Por otra parte, el joven halló un guía, un referente que no sólo le ayudó a encaminar su vida del lado de la ley, sino que le transmitió todo lo que había aprendido a lo largo de su experiencia como servidor público. El veterano sargento era un perspicaz conocedor de la psicología del delincuente, y con él aprendió Víctor a juzgar a la gente a simple vista, a leer en sus ojos y en sus gestos como en un libro abierto. No era tan difícil. Al menos, con un buen maestro.
También don Armando contaba al joven historias y sucesos del Madrid antiguo que permitieron a éste descubrir otra ciudad diferente a la que conocía.
Por ejemplo, pasó a ver el mercado de la Cebada de manera distinta: de ser un vivero de pardillos donde sisar una cartera o una bolsa entre la multitud, aquel espacio se convirtió para él en el lugar donde dieron garrote a Luis Candelas. El bandolero por excelencia, el delincuente más querido por los madrileños, famoso por sus golpes audaces, que murió sin haber agredido a nadie, sin haber tirado nunca de navaja y sin haber recurrido a la violencia jamás. Era un tipo peculiar que usaba el cerebro en lugar de los músculos. Víctor tomó buena nota de ello.
O la Cuesta de la Vega, sin ir más lejos, que dejó de ser para el joven un lugar en el que dejar atrás a los guardias menos ágiles que él y más lentos y achacosos, para convertirse en el rincón en el que, según la leyenda, el rey Pedro I el Cruel había desenmascarado con un truco simple y eficaz al verdadero asesino de un noble muy apreciado por él: el monarca se personó en el lugar de los hechos al enterarse y ordenó que nadie tocara el cadáver. Todos los paisanos que pasaban por allí miraban al muerto excepto uno, embozado, que pasó sin siquiera echar un vistazo. «Ahí tenéis al asesino», sentenció el monarca, que ordenó la detención del rufián.
Todas esas cosas le contaba don Armando y él las escuchaba fascinado.
A veces el raterillo se preguntaba cómo había surgido en el sargento el interés por ayudarle. Y es que Víctor no supo hasta mucho tiempo después que su madre cosía algunas tardes de domingo, a ratos, en casa de doña Angustias (ahora un zurcido, ahora una falda o un dobladillo) y que la pobre doña Ignacia había contando sus penas a la esposa de don Armando en más de una ocasión. Y precisamente la intervención de la mujer del policía hizo posible que el ocupado sargento se encargara de dar un buen susto a un audaz jovenzuelo que, la verdad, apuntaba alto en el mundo de la delincuencia.
A veces un destino se tuerce o se endereza ante una encrucijada, y Víctor Ros Menéndez sabía que don Armando los había salvado, a él y a su madre, de una vida de peligro, dolor, prisión y muerte. Y le estaría siempre agradecido por ello. Por eso se sentía huérfano ante la pérdida de aquel hombre. Pese a la distancia, nunca había dejado de pedirle consejo, se carteaban y se contaban sus cosas. Ahora que su madre y don Armando se habían ido, este mundo le parecía más frío y triste, muy triste.
– ¿De vuelta a casa, Ros? -preguntó una voz sacando a Víctor de sus ensoñaciones. El joven policía se puso en pie y estrechó la mano de su interlocutor, Antonio Irún, un antiguo conocido de su época de recadero.
– Don Antonio, no le había visto.
– Apea el tratamiento, hombre. Entre colegas está mal visto. Por cierto, me han dicho que has ascendido a subinspector, ¿no?
– Sí, tuve suerte. ¿Y usted? Perdón, ¿y tú?
– Inspector, estoy en Chamberí. ¿Dónde paras?
– De momento creo que en Sol, en la sede del Ministerio de Gobernación. Allí me conocen y algo me dijeron de una brigada nueva.
Antonio Irún, alto, delgado, de amplio bigote y vestido con traje claro de mil rayas emitió un silbido de admiración.
– ¡Vaya, vaya! ¡Quién lo hubiera dicho de aquel chico de los recados! Aprovecha ahora que tu estrella es ascendente. Avanzas rápido, porque tú andarás por los veinti…
– Veintisiete.
– Buena edad, Ros, veintisiete y subinspector, a mí me costó más quitarme el uniforme. A los treinta y cinco pasé a ir de paisano. Bueno, bueno… Entonces, por lo que veo, te quedas por aquí.
– Eso espero -asintió sonriendo Víctor.
– Nos hace falta gente como tú. ¿Has buscado casa?
– Estoy en una pensión, en la calle de las Huertas.
– Si necesitas algo, ya sabes. Me avisas y te busco otro lugar.
– No, no. Doña Patro, la dueña, parece una buena mujer, tengo un cuarto amplio y bien ventilado, la comida es buena, lavan y planchan bien y estoy a un paso del Paseo del Prado.
– Para pelar la pava, ¿eh?
Víctor rió la ocurrencia de su colega y repuso:
– No, no tengo tiempo para novias ahora.
– Pues aprovecha entonces y diviértete -repuso con expresión picara Irún-. Ya sabes dónde me tienes, si se te ofrece algo, me mandas recado. No hace falta que te insista. He oído hablar maravillas de ti. Ya sabes, de lo de Oviedo.
Víctor bajó la mirada algo avergonzado ante el cumplido.
– Sí, aquello me valió el ascenso. Creo que tuve suerte en aquel trabajo -contestó con modestia.
– Bah, paparruchas. Ya lo decía don Armando: tú llegarás lejos. Te lo digo yo.