Aquella misma tarde, Víctor conoció a alguien que ejercería una influencia decisiva en el resto de su azarosa y agitada vida. Después de salir de la casa de los Alvear, decidió caminar, dar un paseo hasta casa de doña Angustias, la viuda de don Armando Martínez, pues disfrutaba frecuentando el domicilio de la buena mujer y rememorando con ella otros tiempos más felices en los que ambos disfrutaban de la presencia de don Armando y doña Ignacia, la madre del joven subinspector. Tras despedirse de don Horacio y don Alfredo en la puerta de la casa de su amada, el subinspector Ros se encaminó hacia La Latina. Lamentó no haberse cruzado con Clara en el enorme recibidor de su casa al salir de la biblioteca, mientras el mayordomo les traía sus sombreros y bastones. Los tres policías habían permanecido allí durante unos minutos que a él le parecieron eternos. Le sudaban las manos y miraba fijamente hacia la regia escalera con la secreta ilusión de que Clara Alvear hiciera su aparición en aquel momento. No fue así.
Víctor callejeó dando un rodeo, haciendo tiempo para pasar por Sol a ver si tenía algún recado. Caminaba pensando en el escabroso caso que acababan de encargarle. Aquello pintaba mal para la joven hermana de Clara, Aurora. ¿Qué podía provocar que tres mujeres atentaran contra sus maridos tras leer unas misteriosas líneas de una obra de Dante? ¿Qué decía ese párrafo que hacía matar?
Parecía que el ejemplar en el que las tres damas habían leído aquellas terribles palabras era el mismo. ¿Podía un libro estar maldito? Y otra cosa: ¿no sería todo un ardid de alguna mente criminal? Pero ¿cómo iba alguien a conseguir que hechos tan execrables se repitieran una y otra vez en el tiempo tras cincuenta años? ¿No sería cosa de una especie de fuerza superior? Víctor se sentía culpable porque desde el primer momento había entrevisto en aquel caso una posibilidad más que factible de conocer a Clara y, sobre todo, de ganar el favor de su familia resolviendo el misterio. Se sentía como un miserable por aquello. No era profesional. Esa manera de pensar no encajaba en su código de conducta, era un policía racional, un enamorado del método científico y sabía de sobra que los sentimientos nublan la razón. Eso lo comprendía hasta el más lerdo. En lugar de preocuparse por la joven Aurora y por su afectado marido -el joven debía de estar pasando un auténtico calvario-, Víctor sólo vislumbraba la posibilidad de medrar para acercarse a su amada. «En el amor y en la guerra…», pensó.
Bajando por la calle de Toledo con sus inmensos toldos que colgando de viviendas y comercios caían verticalmente asemejándose a grandes sábanas de colores vivos, de rayas, reparó en que ardía en deseos de visitar la casa maldita, de ver a la febril Aurora y a su marido, don Donato. Se hizo a un lado para dejar paso a un tranvía de mulas con sus características cortinillas abiertas y su sempiterno tintineo, pensando que deseaba interrogar al servicio, a la mujer de don Augusto, anhelaba ver y analizar el libro maldito y, sobre todo, se moría de deseos de ver a su amada. Además, aquel era un caso extraño, apasionante, justo lo que su mente le pedía, lo que estaba esperando. Se sintió excitado, en forma. No podía dejar escapar aquella oportunidad.
Perdido en estas ensoñaciones, llegó a la casa situada en la calle de los Lucientes, subió los peldaños de dos en dos y se personó en el domicilio de doña Angustias. Le abrió la criada, una joven algo coja de Ciudad Real, que le hizo saber que la viuda de don Armando tenía otra visita en aquel momento.
Al llegar al pequeño salón -que siempre le recordaba el sepelio de su mentor- el joven subinspector pudo comprobar que, sentado junto a doña Angustias y tomando café con leche y pastas, se hallaba un individuo que de inmediato se puso en pie. Era alto, más que alto, estirado. Parecía hombre llegado a la cincuentena, pero se hallaba bien conservado; de cara atractiva y bien rasurada, lucía una cabellera abundante y tenía las sienes plateadas. Se mantenía esbelto y lucía levita de color gris, de solapas negras. El pantalón que vestía era negro, con una línea en el lateral de brillante terciopelo del mismo color. Completaba el conjunto una elegante corbata de rayas azules y rojas, audaz pero ajustada al conjunto, que aparecía sujeta por un precioso alfiler coronado con un discreto pero bello rubí. Los gemelos hacían juego con dicho complemento. El cuello de la camisa era blanco como la nieve y se ceñía, impecablemente almidonado, a su estilizada garganta de prominente nuez. Un caballero. Le miró con curiosidad con sus ojos grises.
– Vaya, vaya -dijo el extraño mostrando una sonrisa repleta de dientes perfectos y blancos como perlas-. Este debe ser el célebre subinspector Ros; me moría de ganas de conocerle. Don Alberto Aldanza e Idiáquez -añadió tendiéndole una tarjeta en la que se leía «Conde del Razes».
– Don Víctor Ros Menéndez -dijo el policía haciendo otro tanto.
– Aquí, don Alberto, era un gran amigo de mi marido -dijo doña Angustias a modo de aclaración.
– Sí, lo sé, don Armando me habló mucho de ello en sus cartas.
– Y a mí me contó maravillas de usted, joven.
– Lo mismo hizo con respecto a usted. Se conocieron por un robo en su casa, ¿no?
– Sí, me robaron unos objetos de arte y él se encargó. A partir de ahí, mi afición a lo policíaco nos unió. Usted había sido trasladado fuera y supongo que él necesitaba un amigo.
– Sí, me hizo saber en sus cartas que se habían hecho íntimos y reconozco que sentía curiosidad por conocerle. Esperaba haberle visto en su sepelio.
– Viajo mucho, joven, viajó mucho. Sentí hallarme en París por aquellos días. Me contaba aquí, mi amiga doña Angustias, que anda usted metido en un caso de no se qué prostitutas muertas.
– Sí, pero no he tenido mucho apoyo oficial. De hecho, algo he investigado en mi tiempo libre, aunque con escasos resultados, me temo. Encima, para colmo, me han encomendado un caso rarísimo y de difícil solución que me va a ocupar mucho tiempo. No sé si podré avanzar en el asunto de esas pobres desgraciadas.
– ¿Un asunto raro, dice? -preguntó don Alberto.
– Como ya ha dicho él mismo, el señor conde es muy aficionado a lo policíaco, le gustan los casos difíciles. Mi marido, que en paz descanse, le consultó en multitud de ocasiones. Don Alberto domina las más modernas técnicas a la hora de cazar criminales -informó la señora.
– Algo me contó don Armando, sí, pero ¿es cierto eso? -preguntó el subinspector Ros.
El otro asintió como azorado y repuso:
– Es una afición que tengo. Una excentricidad de un hombre curioso que tiene el futuro resuelto y demasiado tiempo libre.
– ¿Y ha estudiado usted ciencias?
– No exactamente. Un poco de todo. Tuve la suerte de vivir en Estados Unidos, y en Francia, y en Suiza. Bueno, digamos que he viajado un poco y que he procurado aprovechar el tiempo. He conocido algunos especialistas de renombre que tuvieron a bien enseñar algunas cosillas a este humilde aficionado. Algo sé de anatomía forense, no sé si la conoce, pero es una ciencia apasionante. «Los muertos hablan» y, a veces, un buen observador puede obtener valiosísimas informaciones con el estudio de un cadáver. Las propias víctimas nos indican quién fue su agresor, a qué hora se produjo el crimen, cómo y por qué, sólo hay que saber leer los indicios. Algo sé también de botánica, de venenos, por supuesto, algo de química, un poco de óptica, de balística, que es el estudio de las armas y los proyectiles que disparan -aclaró mirando a doña Angustias-; en fin, un poco de aquí, otro poco de allá, lo que se necesita para mi afición.
– ¿Su afición? ¿Debo entender que es usted detective aficionado? -preguntó Víctor.
– No, querido amigo, soy cazador de monstruos.
Se hizo un breve silencio. Víctor Ros quedó intrigado por saber qué significaba aquello de «cazador de monstruos», pero en aquel momento el otro cambió hábilmente de tema para decir:
– Bueno, subinspector, cuéntenos algo sobre ese extrañísimo caso que le acaban de encomendar.
Víctor narró lo poco que sabía sobre el suceso de la casa de los Aranda y maravilló a sus dos interlocutores con los detalles de que disponía. Los tres charlaron animadamente sobre las repercusiones que tendría dicha historia en la opinión pública si trascendieran y doña Angustias preguntó a Víctor con curiosidad sobre qué pasos iba a dar para resolver aquel enigma. Luego, recordaron durante un rato a don Armando. Parecía evidente que don Alberto lo había conocido bien en los años de ausencia de Víctor, primero en Oviedo y luego en Figueras.
Era ya de noche cuando Víctor y don Alberto salían del portal. Un elegante coche de caballos de color negro aguardaba al conde del Razes, así que éste insistió en llevar a su nuevo conocido a su pensión. Aquel caballero cuidaba hasta el más mínimo detalle de su indumentaria. Portaba un sofisticado bastón de fino manatí con labrado pomo de plata que llamó la atención del joven subinspector. Aquellos bastones eran caros, pues estaban confeccionados con nervios de dicho animal, un mamífero marino parecido a la ballena. Debían ser conservados en tubos llenos de aceite para evitar que se fracturasen. Un lujo al alcance de pocos.
En el trayecto, el noble no cejó en su empeño de conseguir que el joven policía le visitara en su nuevo palacete del barrio de Salamanca para «cambiar impresiones».
Víctor farfulló como excusa:
– Es que mañana por la tarde mi compañero me lleva a los toros.
– Curiosamente yo tampoco puedo mañana, asisto a una interesantísima conferencia en la Academia Médico Quirúrgica Española a las ocho y media: «La oportunidad de las amputaciones».
– Vaya -repuso Víctor sintiendo un vacío en el estómago. Aquel tipo era, decididamente, una especie de maníaco, un noble excéntrico que combatía así el tedio.
– ¿Y qué tal pasado mañana?
Ante la insistencia del conde quedaron en verse dos días después. A Víctor le pareció que don Alberto era un poco pesado, aunque don Armando lo describía en sus misivas como un tipo interesantísimo, muy viajado, leído y a la última en cuestiones policiales y detectivescas. Total, un noble aburrido sin otra cosa que hacer.
A la mañana siguiente, a primera hora, Víctor y don Alfredo se personaron en la casa de la calle San Nicolás, el lugar de los hechos. El joven subinspector ardía en deseos de inspeccionar aquel ejemplar de La Divina Comedia que al parecer incitaba a las dueñas de la casa a asesinar a sus respectivos maridos, una auténtica locura. Desde el primer momento tuvo la certeza de estar ante un caso extraordinario, y es que, al bajar del coche y echar un vistazo a la casa maldita, sintió que un escalofrío recorría su espalda. Don Alfredo y Víctor se hallaban ante una construcción horrenda y lúgubre que desentonaba de modo notorio en medio de aquel vecindario de amplias casas de corte neoclásico. La fachada era de granito oscuro, entre negro y gris, cubierto por una profusa enredadera que bajaba desde el tejado para tejer una intrincada y siniestra maraña que daba a la vivienda un aspecto oscuro y sombrío.
La entrada principal estaba jalonada por una triple puerta con tres arcos, de los que sólo el central daba acceso a la vivienda. Sobre esas tres altas y estilizadas puertas se advertían tres figuras recargadas de hojarasca y volutas, entre retorcidas y tétricas, que daban la bienvenida al recién llegado. Coronaba la triple entrada un balcón central esculpido en piedra, de columnas irregulares talladas en una espiral de color más oscuro, al que debían de dar las habitaciones principales de la primera planta. Ése era sin duda el lugar en que descansaban los dueños de la casa. A pesar de todo, los ventanales de la planta principal que se observaban desde la calle parecían amplios y modernos, suavizando un poco la impresión que producía la horrorosa cornisa que, sobre dicha planta, separaba el piso principal de la segunda planta, abuhardillada y encajada bajo un tejado triste y azabache que terminaba coronado por una serie de gárgolas que parecían residir desde los tiempos más oscuros en la pequeña cornisa que rodeaba al edificio. De aquel negruzco tejado surgían como dos cuernos dos alargadas chimeneas -una a cada lado de la casa- que, junto con las enredaderas, daban al inmueble el aspecto de una gigantesca araña que fuera a engullir sin aviso al atemorizado vecindario. Rodeaba la vivienda un descuidado y tupido jardín en el que crecían a la par higueras silvestres, enredaderas, zarzales y adelfas, todo ello rodeado de una verja negra, gruesa, alta y recargada, rematada para colmo con unos horripilantes y desgarbados dragones que habrían asustado al más templado.
– No me parece un nidito de amor demasiado acogedor para dos recién casados, ¿verdad? -dijo Víctor con aprensión.
– Desconozco cómo era la casona antes de que la comprara el Indiano, pero debo reconocer que el hombre no anduvo muy acertado a la hora de remozarla, no -contestó don Alfredo al momento, sintiendo cierta desazón ante la espantosa excursión que les esperaba.
Víctor subió los tres peldaños que daban acceso a la puerta principal, llamó y al momento abrió una criada. Se identificaron y la chica los hizo pasar al recibidor. Tomó sus guantes, sombreros y bastones y desapareció por una oscura y labrada puerta de madera de encina que se abría a la derecha de las horribles escaleras. El recibidor daba una cierta impresión de estrechez, ya que, según se entraba, a la izquierda, ascendían unas escaleras en forma de «ele» que comunicaban la planta baja con el primer piso y luego, a la derecha, surgía otro tramo de escalones que conducía a una estancia de puertas acristaladas. En suma, tantas escaleras, tan oscuras y tan añosas, restaban espacio al recibidor, forrado en su totalidad de madera de encina; en conjunto, la estancia de entrada a la casa ofrecía un aspecto triste y claustrofóbico. Además, los cuadros que colgaban de las paredes jalonando las amplias escaleras mostraban una galería de personajes antiguos con aspecto afectado, autoritario y severo, que no contribuían a sosegar a los recién llegados. Aquella morada era un horror. En unos instantes apareció el mayordomo de la casa, un hombre alto, delgado, calvo y de profundos y gélidos ojos azules. Era de maneras suaves y caminaba como si no pisara las mullidas alfombras que tapizaban el crujiente suelo de madera.
– Pasen por aquí, les esperan -indicó mientras giraba a la derecha y abría la puerta del gabinete.
Víctor y don Alfredo le siguieron y entraron en la estancia. El joven policía quedó petrificado. Allí estaban Clara y su madre, doña Ana. Víctor creyó notar cierto gesto de reconocimiento en la joven, que al verlo había arqueado las cejas como cuando se encuentra a alguien conocido en un lugar en el que no se le espera. Pensó que era una tontería. ¿Cómo una joven de su clase iba a saber siquiera quién era él?
– Ustedes son los agentes que esperábamos, sin duda -dijo poniéndose en pie doña Ana Escurza.
– Yo soy el inspector don Alfredo Blázquez y este joven es mi compañero, el subinspector don Víctor Ros Menéndez.
– Ésta es mi hija, Clara -repuso al instante la dama-. Tomen asiento, por favor. ¿Desean tomar algo?
– No, gracias -contestó Víctor mirando a su amada.
Tanto la chica como su madre parecían desmejoradas, mostraban unas acentuadas ojeras y tenían los ojos enrojecidos e hinchados de tanto llorar. Aun así, Clara le pareció bellísima. Le llamaron la atención sus ojos, grandes, profundos y llenos de bondad. Era todavía más hermosa de cerca. Llevaba un delicado vestido color crema, entallado, con el cuello, los hombros y las mangas de gasa festoneada con un bello y suave bordado. Su madre exhibía un vestido verde oscuro de cuello alto, que cerraba un precioso broche, elegante y al propio tiempo discreto. Su rostro era el de su hija aunque más ajado, los mismos ojos y la misma nariz. Se notaba por su delicado cutis que aquellas damas apenas habían sufrido el azote del frío o el sol como las mujeres que Víctor recordaba de su infancia en los campos de la lejana Extremadura o en La Latina. Parecían muñecas de porcelana, bellas y delicadas, lejos de la rudeza del mundo exterior.
– Ay, don Alfredo, don Víctor, tienen ustedes que ayudarnos en este trance -gimoteó la madre de Clara.
– ¿Dónde está la enferma? -preguntó Víctor.
– Duerme -dijo la señora-. Ahora la vela su doncella.
– Tendríamos mucho interés en hablar con ella.
– No reconoce a nadie. Está como ida. Además, con los tranquilizantes que le ha dado el médico no despertará hasta la tarde.
– ¿Podremos hablar con ella en otro momento? -preguntó prudentemente don Alfredo.
– Sí, les mandaré recado cuando recobre el conocimiento. Aunque me temo que no le rige la cabeza.
– ¿Y su yerno, sería posible tener una entrevista con él?
La mujer rompió en sollozos.
– Todavía convalece -dijo al fin la dama sonándose en un delicado pañuelo que había sacado con gracia de la manga de su vestido.
Los policías se miraron en silencio. No esperaban tan poca colaboración. Aun así, era evidente que aquellas mujeres estaban apenadas por los hechos, pero no iba a ser fácil conseguir información. Tendrían que ir con pies de plomo. Ser cautos.
Víctor no sabía si las damas conocían la historia de la casa, así que preguntó con mucho tiento:
– ¿Saben si su hija leía algo antes de la agresión?
– ¿Lo dice usted por esa leyenda del libro? -intervino Clara con una voz resuelta y angelical que a Víctor le pareció de ensueño.
Los dos policías asintieron.
– No teman -añadió la joven-, mi madre y yo estamos enteradas de todo.
– ¿Y qué opinan de ello? -inquirió el subinspector con curiosidad.
La mujer, algo más repuesta, dijo:
– Mi hija Clara es muy aficionada a los relatos policíacos, siempre anda leyendo novelas de detectives y esas cosas. No se pierde un suceso de los que publican los periódicos. Ella dice que no cree en fantasmas, pero yo ya no sé qué pensar.
– ¡Vaya! -exclamó Víctor-. Una bella dama metida a detective.
Aquello le agradó.
La chica sonrió y dijo:
– Es evidente que en este mundo los crímenes los cometen «fantasmas muy humanos».
– Habla usted con sentido común -contestó él deslumbrado.
Don Alfredo se dirigió a la madre y dijo:
– Pero, en cambio, usted cree…
– Sí, lo creo. Mi hija Aurora ha sido siempre una niña angelical. ¿Cómo iba a hacer algo así? Está poseída por el espíritu de esa horrible filipina. Igual que le sucedió a la mujer de aquel industrial de Santander hace diez años.
– Bueno, bueno, no adelantemos acontecimientos. ¿No se le ha ocurrido pensar que pudo tratarse de un acceso de locura? -dijo Víctor.
– ¿Y la mujer anterior, y la filipina? -espetó doña Ana.
– Quizá alguien les hizo ingerir alguna droga, no sé. ¿El servicio?
– Es de absoluta confianza -afirmó Clara con rotundidad.
Víctor llevó la conversación a temas más mundanos y preguntó:
– ¿La doncella de su hija…?
– Auxiliadora.
– Sí, la que la cuida en este instante. ¿Cuánto tiempo lleva con ella?
– Desde que debutó en sociedad. Y ahora, al casarse, la trajo consigo.
– Ya. Es de confianza, claro.
Las dos damas asintieron.
– Querría hablar con todo el servicio -indicó Víctor.
– Cuando usted quiera -aceptó doña Ana.
– ¿Y el mayordomo?
– Lo contrató mi yerno.
– ¿Cómo? -quiso saber don Alfredo.
– Se lo recomendaron por aquí, por el barrio.
– ¿Hay más servidumbre?
– Sí, otra criada, Nuria, una cocinera, Mercedes; y un cochero, Casiano, que hace las veces de caballerizo.
– ¿Cómo los contrató su yerno?
– A través de Gregorio, el mayordomo.
Don Alfredo y Víctor se miraron. Entonces, el joven subinspector comentó:
– Es evidente que no hay jardinero.
Se arrepintió al instante de haberlo dicho, ante la cara con que lo miró doña Ana. Don Alfredo anduvo listo, pues echó un capote a su compañero diciendo:
– Tendremos que entrevistarnos con todos ustedes y hacerles unas preguntas.
– No habrá problema -dijo la madre.
– Sí, pero antes querríamos ver el libro en cuestión; ¿lo guardaron? -terció Víctor.
La mujer volvió a mirar con mala cara al joven policía.
– Sí; Gregorio se encargó de hacerlo.
A continuación se incorporó, airada, y tiró de la campanilla.
El espigado mayordomo apareció al instante:
– Gregorio, acompañe a los señores a la biblioteca e indíqueles dónde está el volumen que ya sabe usted -ordenó la dama-. Nosotras nos quedaremos aquí bordando.
La pareja de policías se incorporó y siguió al mayordomo. Cruzaron el recibidor y, tras pasar bajo las inmensas escaleras, llegaron a la amplia biblioteca. Estaba tapizada por mullidas alfombras persas y el mobiliario era, cómo no, recargado, barroco y de tonos muy oscuros. Otra vez envidió Víctor a aquellos ricachones, pues allí debía de haber miles de libros. El mayordomo se dirigió hacia una estantería que quedaba a la izquierda y de pronto se detuvo en seco. Víctor se percató de que su rostro se había quedado lívido.
El sirviente perdió su aplomo por un instante y comenzó a tartamudear:
– No, no, no est… t…t…t…tá-tartajeó asustado.
– ¿El qué? -preguntó don Alfredo.
– Me temo que el libro maldito ha volado -concluyó Víctor Ros muy resuelto.