Víctor salió algo aturdido del Teatro Real. Su mente no acertaba a calibrar lo ocurrido. ¿Qué había querido decir la condesa con lo de «un jovencito de los de tu cuadra»? ¿Abrigaría algún tipo de pretensión de tipo amoroso don Alberto con respecto a él? Mientras se colocaba a la espera del paso de algún coche de alquiler, pensó que el conde del Razes le parecía un caballero demasiado atildado, pero nunca había pensado que sus inclinaciones amorosas se orientaran hacia los miembros de su propio sexo. De ser así, el «paternal interés» que su mentor sentía por él, bien podía ser otra cosa que, la verdad, no agradaba al joven policía. No compartía las maneras de sus compañeros de oficio que se ensañaban con los homosexuales cuando eran detenidos, de hecho, a él le daba lo mismo con quién durmiera cada cual, pero no se sentía inclinado de esa manera hacia don Alberto.
¿Qué había querido decir éste cuando amenazó a la condesa y le gritó «no muerdas la mano que te da de comer»? Quizá sus amigos no eran como él pensaba. Entretanto, una voz le hizo levantar la cabeza. Un caballero alto y elegante, vestido con frac, capa y chistera, tomó del brazo a una dama para ayudarla a subir al coche de alquiler. Exactamente dijo:
– Sube, querida.
Y lo dijo con un acento, con una entonación, que le resultó familiar.
¿A quién había oído hablar con ese mismo tonillo?
El siguiente coche era el suyo. Mientras el vehículo se acercaba recordó: ¡Psíquicus, el adivino!
Sí, eso era; aquel orondo timador tenía un acento que el subinspector no había logrado identificar, aunque de algo sí estaba seguro: no era italiano.
Cuando se disponía a subir al coche, Víctor mostró un puñado de reales al lacayo que le abría la portezuela y le preguntó:
– Perdone, ¿conoce al caballero que ha subido al coche anterior?
– Sí, cómo no -contestó el otro ante la perspectiva de un dinero fácil-. Es un diplomático, el señor Van Hook.
– ¿Y sabe usted de dónde es?
– Pues claro -respondió el hombre tomando el dinero con una mano y cerrando la portezuela con la otra-. Holandés.
El coche partió raudo y la palabra quedó flotando en el aire. ¡Holandés! ¡Psíquicus no era italiano, sino holandés!
¿Por qué había mentido?
Decidió enviar un cablegrama a la policía de Barcelona. Necesitaba el historial de aquel tunante.
A la mañana siguiente, a las once, Víctor hizo una pausa en el trabajo para dirigirse al Levante. Atravesó la Puerta del Sol, concurridísima a aquella hora y fue hasta el café. Se sentía agitado ante aquella entrevista, se acercaba al asesino por momentos. Don Arturo le hizo esperar un poco, así que cuando llegó se disculpó achacando el retraso a su participación en una comisión del Congreso. El diputado por Alicante parecía nervioso, pese a lo cual pidió un café solo, como el joven policía.
– Lo sabía -dijo don Arturo Alcaraz Rico.
– ¿El qué?
– Que esto iba a pasar. Cuando Agapita apareció muerta supe que esto me estallaría en las manos, era inevitable que su relación conmigo saliera a la luz. Por fortuna, la policía…
– No se esmeró demasiado -completó Víctor.
– Así fue, sí.
– Una joven de vida alegre, madre soltera y sin familia no interesa a nadie.
El diputado bajó la cabeza.
– Sé lo que piensa. Sí, actué como un cobarde, tenía un hijo que acabó en la inclusa y no hice nada por él; pero temía que mi mujer se enterase de todo y montara un escándalo.
– ¿Era suyo?
– ¿El crío? ¡No, hombre, no! -negó riendo-. Era fruto de su vida anterior.
– ¿Disfruta usted pegando a las mujeres?
– ¡Oiga, no le consiento…! -gruñó el diputado apretando los puños.
Los dos hombres se miraron a los ojos.
– Mire, inspector…
– Subinspector.
– Subinspector, en aquella época yo aún no tenía casa en Madrid. Me refiero a que cuando empecé mi relación con ella pasaba largas temporadas aquí, en la capital, sin mi mujer y, ya sabe, comencé a buscar alguna que otra expansión. Sobre todo en casas respetables. -Víctor, azorado, recordó sus frecuentes visitas al prostíbulo en que ejercía Lola-. Un día, mi cochero me recomendó un cambio, yo ya conocía a todas las chicas de los mejores burdeles, digamos que me aburría; en fin, que fuimos a Embajadores y recogí a una carrerista.
– Agapita.
– Agapita, sí. No se imagina usted cómo estaba. Me sentí sucio al ver que hay hombres que se aprovechan de jóvenes en ese estado. Ni que decir tiene que aquel día no pude hacer nada con ella.
– Pero luego sí.
– Luego sí, en efecto. Yo la quería.
– Siga, por favor.
– Aquella noche la invité a cenar. Supe que tenía un hijo pequeño, en fin, me apiadé de ella. Era una joven encantadora, muy buena, es una injusticia que terminara así.
– Eso no va a quedar impune, no se preocupe. ¿Y no será que al poner usted casa en Madrid tuvo que deshacerse de ella?
– ¡No diga eso ni en broma!
– Pero usted traería a su señora a Madrid.
– Sí, pero nunca pensé en dejar a Agapita. Además…
– ¿Sí?
– Cuando la mataron, esperaba un hijo mío -concluyó el diputado con un intenso brillo en los ojos; parecía que fuera a echarse a llorar.
– Vaya, eso no constaba en el informe policial. Lo siento.
– No importa.
– Y el hijo de Agapita…
– Diga.
– ¿Sabe usted de quién era?
– Claro. Me lo contaba todo. Era un ángel. La vida no se había portado muy bien con ella, que digamos. Vino a Madrid a servir y, por cierto, recomendada a una muy buena casa. O eso creía ella.
– ¿Qué casa?
– Eso no importa. Lo que cuenta es lo que allí le ocurrió.
– ¿Y qué le pasó?
– Pues lo de siempre. El señor de la casa tenía un hijo y ya sabe usted que los primeros escarceos amorosos de los varones de mi clase se dan, indefectiblemente, con las criadas. Ellas no se atreven a protestar y consienten, no sea que las despidan. En fin, digamos que, como a tantas otras, el señorito se le metió en la cama. No sé si la enamoriscó o si ella se dejó engañar con la absurda idea de cazar un buen partido, pero el caso es que cuando se supo que estaba preñada la echaron a la calle. El joven en cuestión fue enviado unos meses a Biarritz. Ni que decir tiene que la pobre se vio sola y en una ciudad hostil, ¿qué iba a hacer?
– ¿Y en qué casa servía Agapita?
– Eso no se lo puedo decir.
– Ya, prefiere usted cargar con la cruz de ser el único sospechoso.
– ¿Tanto jaleo por una chica asesinada hace dos años? Me sorprende la nueva eficacia de nuestra policía.
– No sea irónico. No se lo he dicho, pero buscamos a un tipo que ha matado a más de veinte mujeres, la mayoría prostitutas, y usted es el comienzo de mi hilo. Por cierto, ¿no será usted zurdo, por un casual? El asesino lo es, y sería mucha casualidad que…
El diputado quedó mudo.
– Insisto, pues, ¿quiere seguir siendo el único sospechoso?
– No, no -dijo don Arturo sacando un pañuelo de la levita y secándose el sudor que caía a raudales por su frente.
– ¿Me dirá en qué casa servía Agapita?
– Sí, claro. En casa muy principal, la de don Bernabé de La Calle.
Víctor quedó boquiabierto. Tras la sorpresa inicial, dijo:
– O sea, que el hijo del señor, el que preñó a la joven, fue…
– Don Gerardo de La Calle -sentenció el diputado.
– ¡Madre mía! -exclamó el policía mientras alzaba el brazo para pedir la cuenta.
Víctor pasó la tarde sentado en la butaca de su cuarto de la pensión tomando notas y reflexionando acerca de los últimos acontecimientos. ¡Don Gerardo de La Calle era el misterioso rufián que había provocado la expulsión de Agapita, condenándola a una vida de miseria y prostitución! Cuántas casualidades…
Y Víctor no creía en absoluto en ellas.
Se sentía animado. Estaba cerca, cada vez más.
La primera joven asesinada por el maldito homicida quedó embarazada de don Gerardo de La Calle. Había servido en casa del padre de éste. Era un hecho probado.
Por otra parte, la única víctima decente del asesino de prostitutas había resultado ser alguien que pertenecía al círculo de amistades del engreído don Gerardo. Y no sólo eso. María de los Ángeles de Pelayo -al igual que Agapita- había sido enamoriscada, preñada, utilizada y abandonada por aquel malcriado y licencioso individuo. Al igual que Agapita, la pobre María de los Ángeles vio su vida arruinada por don Gerardo. Y las dos habían sido víctimas del cruel asesino.
Don Gerardo era zurdo, como el autor de los crímenes. Todo el mundo decía que era un joven aburrido de los placeres de la vida, un señorito malcriado, sádico y cruel, que vivía a expensas del dinero de su padre. Aquel era su hombre, sin duda. Tenía que hablar con Lola «la Valenciana».
Aquella misma tarde, a última hora, Víctor se pasó por casa de las Alvear. Después de charlar un rato con madre e hija, pudo gozar a solas de la compañía de su amada, pues doña Ana Escurza se ausentó para atender unos asuntos domésticos. Habló con ella de sus últimos avances en el caso de las prostitutas muertas. Se sintió aliviado al contarle las últimas informaciones obtenidas sobre don Gerardo de La Calle y respiró tranquilo al comprobar que su amada quedaba avisada sobre el carácter y modo de actuar de aquel canallesco aristócrata. Clara no podía creer que un joven de tan buena familia y que mostraba tan buenos modales fuera capaz de comportarse de aquella manera con dos mujeres indefensas e ingenuas a las que había arruinado la vida.
– Clara, tu consejo ha resultado acertadísimo. Creo que la clave era estudiar con más detalle lo sucedido con la primera víctima.
– La suerte del principiante -comentó la joven riendo-. ¿Y qué vas a hacer ahora?
– Tampoco tengo la certeza de que sea él. Creo que primero voy a provocarlo un poco, ya sabes, para ver cómo reacciona. Luego, quizá intente tenderle una trampa. No me parece un tipo demasiado avispado.
– ¿Y cómo le tenderás esa trampa?
– Creo tener a la persona adecuada.
– ¿Quién?
– Una joven prostituta.
Ella, con un atisbo de celos asomando a sus ojos, preguntó:
– ¿Y de qué la conoces, si puede saberse?
– Es mi profesión, tengo que relacionarme con ese tipo de gente -mintió sintiéndose culpable.
– ¿Y qué has averiguado sobre el libro? -preguntó de nuevo la joven, cambiando de tema y de caso.
– Estuve en una librería especializada en localizar los ejemplares más extraños y difíciles de encontrar. Y adivina.
– ¿Qué?
– Hace diez años alguien encargó tres ejemplares exactamente iguales al de la biblioteca de la casa maldita.
– ¿Y quién fue?
– El dueño no lo recuerda, un tipo alto, no sabe más; pero eso demuestra a las claras que este caso viene de lejos. Recuerda que hace ahora diez años que Milagros, la anterior propietaria de la casa, intentó matar a su marido.
– ¿Casualidad? -dijo Clara sonriendo.
– Demasiada casualidad me parece.
– ¿Qué piensas?
– Creo que alguien, por algún motivo y conociendo lo acontecido hace cincuenta años con la filipina, decidió preparar un golpe maestro: la continuación de la leyenda que había surgido tras la muerte de don Diego Vicente Reinosa. No sé muy bien cómo, ese alguien es capaz de sustituir el libro a su antojo de la biblioteca.
– ¿Algún pasadizo?
– No, me consta que no -aseguró él sonriendo como quien oculta algo-. Pero considero que se encargó muy mucho de que el libro pareciera el culpable del extraño comportamiento de Milagros y de Aurora.
– ¿Y no fue así?
– Hombre, no me atrevo a descartarlo de buenas a primeras, pero me inclino más por algún tipo de droga que altere la conciencia de la víctima. Es evidente que Milagros ha sufrido el mismo proceso que tu hermana, de eso no hay duda.
– ¿Y cómo iban a drogarlas a las dos?
– No sé, no tengo ni idea. Por otra parte, te diré que llegué a pensar que ese fragmento del libro fuera algún tipo de conjuro. No me malinterpretes, no me refiero a un conjuro en el sentido mágico, sino una serie de palabras, un sortilegio capaz de hacer entrar en trance a alguien y dominar su voluntad.
– Pero mi madre lo leyó en su dormitorio y no intentó matar a mi padre.
– Eso es.
– Quizá sólo haga efecto en la habitación en que murió el Indiano. No perdemos nada por probar -reflexionó ella.
– ¿Por probar qué? Me parece una tontería; además, necesitaríamos a alguna chica que se prestara a ello y tuviera un marido o un novio a quien situar en la misma habitación.
– ¡Nuria!
– ¿La criada de casa de tu hermana? ¡Estás loca, Clara! Me niego.
– ¿Y si ella estuviera de acuerdo? No perdemos nada con intentarlo; además, tú y tus hombres estaríais allí, no correría peligro.
– No sé, supongo que tienes razón, no perdemos nada, pero no me parece buena idea.
Los ojos de la chica brillaban por primera vez en muchos días. Parecía ilusionada con la posibilidad de ayudar a su hermana.
– Por favor… -rogó ella.
– En fin, que sea lo que Dios quiera -aceptó Víctor dándose por vencido-. Habla con ella, a ver qué se puede hacer.
El subinspector salió de casa de las Alvear a eso de las ocho, dio un paseo para hacer tiempo y cuando oyó dar las nueve se dirigió a casa de don Bernabé de La Calle, el padre de don Gerardo. Sabía que aquella era una hora intempestiva, por lo que la eligió a propósito, para causar la máxima molestia posible. Un simple vistazo al exterior de la morada de la familia era suficiente para deducir que allí vivía gente adinerada. La inmensa casona estaba situada en la calle de Villanueva, cerca de Recoletos, era de estilo neoclásico con una imponente fachada jalonada por columnas de estilo dórico y adornada con unas inmensas vidrieras que dotaban al inmueble de una excelente iluminación. El jardín, aunque exiguo, estaba bien cuidado, con un magnífico seto de cipreses que el jardinero había mimado con esmero salpicándolo con figuras vegetales aquí y allá que recordaban al mismísimo Versalles.
Tras tirar del llamador, Víctor fue recibido por una criada de aspecto simplón que se sobresaltó un tanto al ver la placa del agente. De inmediato hizo llegar la tarjeta del subinspector a su señor. Don Bernabé, interrumpiendo la cena íntima con su esposa, apareció sin tardanza en el vestíbulo. Parecía alarmado.
– Perdone si interrumpo su cena, pero me temo que el asunto es urgente -dijo el policía, y mostró su placa con aire intimidatorio.
Don Bernabé era un hombre de mediana estatura, pelo cano, incipiente calvicie y enormes bigotes blancos que se había enriquecido con el negocio del azúcar de Cuba.
– Se trata de mi hijo, ¿verdad?
– En efecto. Necesito hablar con usted.
– No hay problema. ¿Qué ha hecho?; ¿alguna bronca?; ¿está bien?
– Me temo que es algo más grave -dijo muy circunspecto el subinspector.
– Está bien, pase, pase a mi despacho.
– Creo que sería necesaria la presencia de su esposa.
– ¿Cómo?
– Sí, tengo que hablar con ustedes de asuntos domésticos.
Don Bernabé mostró sorpresa. Víctor leyó en su rostro que no sabía cómo reaccionar.
– Engracia -requirió el señor a la criada-, acompañe al señor a mi despacho; la señora y yo iremos en un momento. Y sírvale lo que quiera.
La doméstica condujo al detective al amplio despacho de la casa. Víctor se quedó de pie, paseando nerviosamente sobre la mullida alfombra.
Poco después entró el anfitrión acompañado de una dama canosa y entrada en carnes, como su hijo.
– Aquí mi señora, Irene. Tome asiento, don…
– Don Víctor.
– Sabrá que ésta no es una hora muy adecuada… -comenzó diciendo don Bernabé.
– Lo sé y les pido disculpas, pero hoy mismo he realizado unas averiguaciones que me han hecho imprescindible venir -mintió.
– Diga, diga.
– Se trata de una serie de asesinatos que estamos investigando.
– Sí, lo sé -dijo el aristócrata con entonación de fastidio-, el asunto de María de los Ángeles. Me enteré. Era como una hija para nosotros.
– Sí, pero hay algo más.
– ¿Y bien? -intervino la señora de la casa.
– Miren, es verdad que María de los Ángeles de Pelayo murió asesinada por el hombre al que buscamos que, por cierto, es zurdo -añadió, y la frase hizo aparecer un extraño rictus en el rostro de doña Irene-. Y lo cierto es que don Gerardo no se portó demasiado bien con la hija de su amigo, don Cosme de Pelayo.
– Nunca aprobé la conducta de mi hijo en aquel asunto, pero eso no le hace culpable de asesinato -bufó don Bernabé.
– Ya, ya, claro, pero el caso es que hay más.
– ¿Sí?
– Tenemos informaciones que apuntan a que su hijo dejó embarazada a una criada suya, Agapita. Esa chica fue expulsada de esta casa y terminó prostituyéndose. Pero eso no es todo; fue asesinada también. Por el mismo hombre.
Doña Irene se persignó. Se quedó blanca. Don Bernabé, lejos de estallar de ira como esperaba Víctor, tomó aire, con calma, y empezó a hablar pausadamente a la vez que miraba al policía con ojos inteligentes y penetrantes.
– Mire, joven, reconozco que no sabía que Agapita había sido asesinada por el mismo hombre que nuestra querida María de los Ángeles y es un dato que tendré que valorar con más calma, pero ¿qué quiere que haga yo ahora? ¿Qué tenemos que ver con ello aquí, mi santa esposa, y un servidor? Investigue usted, hombre de Dios, que para eso le pagan, y venga luego con sus conclusiones. ¿Qué pretendía molestándonos así, que montáramos un numerito? No le ocultaré que mi hijo no ha resultado ser precisamente un miembro honorable de nuestra sociedad, pero no le creo capaz de algo así, de manera que si insinúa que ha tenido algo que ver con esas muertes, tiene dos posibilidades ante usted. Le diré la primera: lo demuestra y todo el peso de la ley cae sobre Gerardo. Y también le avanzo la segunda: no lo demuestra. Tendría usted problemas por haber sembrado la duda sobre familia tan influyente. Y no me malinterprete, no le estoy amenazando, al contrario, le muestro en panorámica las posibilidades que se abren ante usted, y es usted, y solamente usted, quien debe resolver cómo actuar. De cualquier manera, ninguna de esas dos posibilidades pasa por venir a interrumpir la cena de dos ancianos decentes e importunarles acerca del comportamiento de su único hijo que, dicho sea de paso, les está costando la salud. Así que ahora le ruego que abandone esta mi casa, y que en lo sucesivo haga lo que ha de hacer: su trabajo. Vamos, querida. Engracia le acompañará a la salida.
Dicho esto, don Bernabé y su esposa salieron del despacho dejando a Víctor boquiabierto, perplejo y con la sensación de haber hecho el más espantoso de los ridículos. Acudió a aquella casa con el propósito de presionar a su máximo sospechoso y sólo había conseguido quedar como un imbécil. A veces pensaba que aún tenía mucho que aprender. Decidió tomar un coche de alquiler para darse prisa, pues tenía localidad para el Teatro de la Zarzuela. Esta noche daban Tocar el violón, La voz pública y Para una modista, un sastre. Necesitaba relajarse.