Víctor no se movió de su despacho en los días siguientes a los sucesos acaecidos en casa de los Aranda. Sólo salió de allí para asistir, de lejos, al entierro de don Augusto. El joven policía intentó, semioculto por un árbol, observar hasta el más mínimo detalle de aquel sepelio, que más parecía un acontecimiento social que un verdadero funeral. Sintió no poder abrazar a la doliente Clara, que parecía alejada y distante, como si su espíritu se hallara en otro lugar. Su cara reflejaba el sufrimiento de su familia, de su madre, doña Ana, de ella misma. Era muy joven aún para verse sometida a pruebas tan extraordinarias. Primero el ataque de su querida hermana Aurora a su marido, luego el suicidio de su padre y probablemente una ruina económica que parecía inevitable.
Evidentemente, el suicidio de don Augusto Alvear se silenció desde las más altas esferas, y se hizo creer al vulgo que el aristócrata había muerto a consecuencia de un desgraciado accidente ocurrido cuando limpiaba un arma de caza. Don Donato había viajado a Ciudad Real y Aurora se hallaba ya bajo el cuidado de sus tías solteras en la finca que don Eusebio poseía en Palencia. En suma, todo se ocultó.
A pesar de ello, Víctor sabía que era imposible evitar que poco a poco los cotilleos de las comadres comenzaran a hacerse eco de aquellos desgraciados sucesos, por lo que se juró a sí mismo resolver el caso y salvar el buen nombre de la familia de su amada. Sabía que era ingenuo por su parte, pero en el fondo creía que si lograba solventar el caso podría conseguir a Clara. Se imaginaba a sí mismo recibiendo los parabienes y la bendición de doña Ana Escurza para casarse con su hija. Un sueño idiota de enamorado. Aunque él era un liberal, un hombre de ideas abiertas que no podía resignarse a la rigidez del sistema, las cosas podían cambiar y nada era inmutable. Tenía que luchar por conseguirla, aunque el ejemplo de Aurora y el músico, Fernando, no resultaba demasiado alentador.
Por otra parte, el suicidio de don Augusto había provocado que don Horacio e incluso el mismo don Alfredo llegaran a la conclusión de que el patriarca de los Alvear era el instigador de aquella extraña trama pues, al parecer, habría sido el máximo beneficiario del asesinato de su yerno. Muerto Aranda, la heredera sería Aurora, pero, incapacitada ésta por loca, el patrimonio del yerno hubiera ido a parar a don Augusto. Su aparatoso suicidio en la noche del segundo ataque era para los compañeros de Víctor prueba evidente de su culpabilidad; además, en el sumario constaba que el finado había mentido deliberadamente en sus declaraciones y que puso todas las trabas a su alcance para evitar que los investigadores pudieran entrevistarse con don Donato y con doña Aurora.
Don Fernando Hernández, el músico enamorado, tenía coartada para aquella funesta noche, pues había permanecido en su pensión como testificaban su casera y cuatro huéspedes más, así que don Horacio concluyó que el caso estaba cerrado.
Víctor, por su parte, creía que don Augusto se había suicidado de puro remordimiento ante la noticia del segundo ataque y al comprobar que la desgracia se cebaba en su hija por su culpa. Al joven subinspector le parecía evidente que el padre de su amada había adquirido aquella casa maldita con el objeto de acelerar el compromiso de su hija con don Donato, muy lejos de pensar que tuviera tanta influencia sobre Aurora como para conseguir que ésta tratara de matar a su marido. Aunque, por otra parte, habría sido fácil para él deslizar alguna droga en la bebida o la comida de la joven que alterara su comportamiento hasta el extremo de inducirla al asesinato. Todo eran dudas en aquella historia.
El subinspector Ros tenía claro que aquel caso no era cosa de brujas, ahora lo sabía con certeza, su órdago había dado resultado positivo; pero ¿quién era la mano negra que había utilizado así a doña Aurora? Una lucecita en su cerebro le hacía pensar que don Augusto, no.
Pasó varias noches en vela leyendo una y otra vez los versos malditos de Dante Alighieri. Aquellas estrofas no le decían nada, las leía y releía y no sacaba nada en claro. ¿Qué quería decir aquello? Hablaba de ladrones, sí. ¿Había querido decir algo con ello la mujer del Indiano, don Diego Vicente Reinosa? Pensó en aquella historia del misterioso holandés. Sabía la fecha aproximada de su aparición, porque según doña Remedios, la madre de Gregorio, todo había ocurrido antes de que la filipina matara al señor de la casa. ¿Habría quedado algo de eso en los archivos? Decidió buscar a fondo. Tenía que solucionar aquel caso y recuperar a Aurora para el mundo de los vivos. Había quedado muy impresionado al ver a la joven en el lamentable estado en que se encontraba. Parecía una posesa.
De repente recordó el caso del industrial santanderino que casi fue asesinado por su esposa diez años antes. El informe que había leído decía que la mujer fue internada en un sanatorio mental. ¿Estaría en el mismo estado que Aurora? Debía verla.
Aprovechaba los días para bucear en los archivos y ocuparse de otros casos menores. Por fortuna, la ciudadanía estaba en vilo a causa de otros crímenes como el de Zornoza, donde un corneta había asesinado a un compañero de tres heridas en pecho, cabeza y cuello, para luego arrojarlo al río con una enorme piedra atada a la cintura. Había tenido la desfachatez de denunciar su desaparición, aunque tras descubrirse el cadáver confesó. Se alegró porque sucesos así evitaban que la prensa sensacionalista se ocupase del misterio de la casa de los Aranda.
Por otra parte, las altísimas temperaturas estaban comenzando a alarmar al vulgo, pues la prensa informaba de que en algunas fuentes de Madrid el agua había alcanzado casi los sesenta grados centígrados, lo cual ocasionaba la proliferación de agentes patógenos. Se aconsejaba beber el agua lo más fría posible para evitar enfermedades gastrointestinales. Se hacía difícil vivir en Madrid cuando los veranos se presentaban tan calurosos como aquel.
Víctor intentaba distraer la mente, y así, acudía al burdel de Rosa, o a bailes, funciones teatrales por horas o conciertos al aire libre, a estos últimos en compañía de Alfredo y su esposa. Con ellos presenció un aceptable concierto de la Banda del 2° Regimiento de Ingenieros y la Charanga del Batallón de Cazadores de Cantabria en la Plaza de Oriente que encandiló a los asistentes. Y en el Circo Price admiraron los ejercicios ecuestres y gimnásticos ejecutados por la curiosa familia Chiessi y la actuación del hombre-bala, y concurrieron a diversos bailes de los más populares de Madrid. Los domingos por la mañana, aguardaba a que don Alfredo y señora salieran de misa en la iglesia de San Pascual, para ir luego a la «playa de Recoletos», unas sillas de alquiler donde la gente se sentaba a charlar hasta la hora de la comida.
Proliferaban asimismo las asociaciones donde se bailaba, aunque también se hacía en las casas, en las reuniones familiares y, por supuesto, en las verbenas. Víctor contemplaba absorto casi cada noche cómo don Alfredo y su esposa, Mariana, bailaban arrobados. Parecía como si acabaran de conocerse. Solían frecuentar La Elegante, en los jardines de la Alhambra, el Liceo Madrileño, en el jardín de Recoletos, o a La Maravillosa, en la calle del Río. Mariana parecía empeñada en presentarle a todas aquellas conocidas suyas que estaban en edad de merecer, en un descarado intento de que Víctor sentara la cabeza. Él se lo tomaba a broma. No era buen bailarín, aunque el baile era uno de los pocos alicientes de la juventud de la época y la manera más al uso de conocer jóvenes casaderas.
– Una buena mujer es lo que necesitas, hijo -decía la esposa de Blázquez-. Para que se te pasen todas esas tonterías y te vuelvas menos reservado.
– ¿Reservado yo? -protestaba él sonriente.
– Desde luego -apoyaba don Alfredo-. Y estirado, que a veces parece que te has tragado un sable.
Víctor reía las ocurrencias de sus amigos. Bailaban polonesas, polcas y mazurcas y, por supuesto, pasodobles, valses y habaneras. Pero el baile de moda, el que hacía furor entre los madrileños, era el «chotis», una derivación de la mazurca conocida en principio como polca alemana, que terminó por convertirse en una de las señas de identidad de Madrid. Solían retirarse pronto, aunque los bailes acababan entrada la madrugada. Víctor acompañaba a sus amigos a casa y luego iba a la pensión, aunque a veces se pasaba por el burdel.
Se encontraba un poco perdido. Pasaba de sentirse el amo del mundo cada vez que avanzaba algo en la resolución del caso de la casa maldita a pensar que era un inútil a quien aquel tema le venía grande. Se sentía fuerte, seguro de sí mismo a ratos, cuando confiaba en que solucionaría ambos casos y conseguiría a Clara. Luego se abatía pensando que aquello no tenía solución, que ni capturaría al asesino de prostitutas ni podría aclarar el asunto del Indiano. Soñaba con Clara y necesitaba a Lola. A veces se sentía sucio. Todos le creían tan perfecto, un joven valor en alza, un tipo cabal y seguro de sí mismo, cuando él se sentía vulnerable, nadando en un mar de dudas. La razón, la lógica, habían de ser la tabla salvavidas que lo sacara a flote. En eso creía.
Corrían ya los primeros días de septiembre, las noches empezaban a ser más frescas y el asfixiante calor del estío comenzaba a remitir. A Víctor le costó mucho trabajo encontrar alguna información referente al holandés misterioso en los archivos policiales, no en vano todos aquellos sucesos habían acontecido hacía cincuenta años. Era como buscar una aguja en un pajar. Al fin, tras tres días dedicados a revisar más y más papeles y legajos, halló un expediente en el cual figuraba el certificado de ingreso en prisión de un tal Fons Kok, un súbdito holandés detenido por escándalo público en la calle de San Nicolás. Al parecer, el preso fue conducido a la cárcel de Cádiz, donde murió asesinado por otro interno a la semana de su llegada.
Era evidente que la mano de alguien poderoso había estado detrás de todo aquello, porque no se encarcelaba a nadie tan lejos por un simple altercado de orden público. Pensó en don Diego Vicente Reinosa. Seguro que su dinero había engrasado la maquinaria de la justicia para que el tal Kok fuese llevado hasta allí. Y el hecho de que hubiera sido asesinado al poco de estar entre rejas demostraba que el preso resultaba incómodo para alguien. Víctor sabía que era fácil pagar a algún desalmado para que quitara de en medio a un enemigo, incluso en prisión. Quizá por eso doña Remedios había escuchado a la filipina discutir con su marido tras la desaparición del holandés, y llamarle asesino, y que hablase de piratas y del Rincón del Diablo… Le parecía evidente que aquella historia era el punto de inicio de la extraña trama que había provocado que, décadas más tarde, dos mujeres diferentes hubieran atentado contra sus respectivos maridos, porque Víctor se negaba a creer que don Diego Vicente o su exótica esposa volvieran desde el más allá para, a través del demoníaco libro, inducir a dos inocentes mujeres a convertirse en asesinas. Además, a él le constaba que aquel libro no era nada, pero que nada, supraterrenal.
Víctor pasaba los días enfrascado en la investigación del caso, lo que hacía con disimulo, pues había recibido órdenes de don Horacio de dejar la investigación, y a la tarde paseaba por el Paseo del Prado con la secreta ilusión de ver a su amada Clara. La joven y su madre habían permanecido en su casa de Madrid, aunque al verse obligadas a guardar el luto de rigor, apenas salían de su residencia, salvo para asistir a misa o a hacer una visita a casa de algunas amigas. Su vida social se había reducido a la mínima expresión.
Por otra parte, Víctor tenía pendiente una entrevista con don Gerardo de La Calle, el aristocrático donjuán que había arruinado la vida de María de los Ángeles de Pelayo antes de que ésta muriera asesinada. Aquel caso sí seguía vivo, algo estancado pero vivo. El aristócrata no se encontraba en Madrid, estaba de viaje, y ello dio lugar a que Víctor se viera obligado a alejarse un poco de aquel asunto. En el fondo, el policía se sentía culpable porque poco a poco había ido perdiendo interés en aquel sumario en beneficio del asunto de la casa maldita de la calle San Nicolás. Sabía que lo hacía inconscientemente y por conseguir ver a Clara, pero pensaba que esa actitud no era, ni mucho menos, profesional. Él era un hombre racional, no podía comportarse así.
Se prometía en aquellos momentos solucionar ambos sucesos y apaciguar así su conciencia.
El primer sábado del mes, Víctor acudió a un baile invitado por don Alberto Aldanza, su maestro y mentor. El conde del Razes había insistido en que el joven policía debía aprender a moverse en sociedad, a relacionarse con lo más granado de Madrid, así que, a tal efecto, casi le obligó a asistir al acontecimiento social que había de reanudar la vida pública de la alta sociedad de la Villa tras el paréntesis estival: un baile que la casa de Alba daba en su ostentoso Palacio de Liria. Víctor tuvo que elegir un elegante frac de entre los muchos que poblaban el muy nutrido guardarropa del conde, quien no dejó al azar ningún detalle de la indumentaria de su joven amigo. Incluso le insinuó que tomara lecciones de baile, a lo cual el detective, muy enfadado, se negó.
A pesar de las muestras de desagrado que abiertamente mostraba, en el fondo el subinspector se sentía atraído por el ambiente sofisticado y lujoso en que se desenvolvía la nobleza. Su relación con dicho estamento era, a todas luces, ambivalente. Por un lado, como buen liberal, los despreciaba. No soportaba visitar sus palacios y mansiones y comprobar cómo vivían, cuando la mayoría de la población se hacinaba -como él y su madre- en pequeñas viviendas de alquiler, conocidas popularmente como «cochiqueras» por su reducido tamaño y su escasa ventilación. Había niños en la calle, pilluelos que luchaban por llevarse un mendrugo a la boca, obreros en paro, mujeres solas, sin marido, que apenas conseguían ganarse la vida honradamente, todos sucios, mal vestidos y desesperados, mientras que la nobleza se empecinaba en negar la realidad con sus bailes, su lujo y su boato.
Pero, por otra parte, la pompa, la buena vida y el buen gusto propios de aquella gente de porte aristocrático le resultaban atractivos. Sabía que en lo más profundo de su ser sentía envidia por no ser uno de ellos y disfrutar de los veraneos en el norte, la ópera, las influencias…
Llegaba a pensar que era liberal por ser pobre, ya que a cualquiera le habría gustado pertenecer a la clase alta, no preocuparse por el dinero, vivir a caballo entre Madrid, París y Biarritz, viajar a lugares lejanos y exóticos como don Alberto Aldanza y vivir una existencia de lujo y ociosidad.
Él nunca sería así; era un don nadie, un emigrante extremeño, un pobre policía que jamás llegaría a ningún sitio y no podría ganar lo suficiente para mantener aquel tren de vida, aquellos lujos que, a qué negarlo, le complacían. De hecho, cuando el carruaje del conde del Razes llegó a los amplios y cuidados jardines del Palacio de Liria, Víctor sintió una opresión en el pecho. Aquello parecía de ensueño, un mundo irreal, de cuento de hadas. La imponente y decorada fachada del palacio favorito de la casa de Alba aparecía, al bajar del coche de caballos, iluminada por multitud de antorchas que daban al recién llegado la sensación de encontrarse en pleno cuento de príncipes y princesas. El criado mulato de don Alberto les ayudó a descender del carruaje y de inmediato dos lacayos del anfitrión se hicieron cargo de sus capas y bastones para guiarlos luego donde el mayordomo pudiera cumplimentarles como se debía. El trasiego y la llegada de vehículos eran continuos y el lujo y la belleza de los mismos y de los tiros que los arrastraban desprendían una innegable sensación de esplendor que ocultaba en parte la verdadera situación económica de algunos de los hasta hacía poco «grandes de España».
El palacio le pareció al joven detective una construcción bella y grandiosa, que respondía a la moda francesa de trasladar las viviendas nobles a espacios más abiertos donde pudieran apreciarse las hermosas fachadas y los suntuosos jardines. Llegaron algo tarde, porque, según decía el conde del Razes, «resultaba elegante», y de inmediato se metieron de lleno en el bullicio del refinado y atestado salón de baile. Al joven le llamó la atención una inmensa lámpara que pendía del techo e iluminaba como un sol hasta el menor rincón de aquella amplia estancia; el suelo brillaba esplendoroso, y las lámparas de la pared arrancaban rutilantes rayos de luz de las joyas de las damas. Víctor se sintió intimidado. Había militares que vestían el uniforme de corte, elegantes damas, algún príncipe de la Iglesia, y se murmuraba que cabía la posibilidad de que el propio monarca hiciera su aparición. Al fondo pudo entrever al marqués de Salamanca, muy solicitado. Le llamaron la atención algunos caballeros vestidos con una extraña innovación llegada de las Islas Británicas: el frac rojo, que lucían con pantalón de punto blanco, media blanca y zapato negro abierto. Le pareció algo horrible.
Don Alberto se perdió en medio de un concurrido grupo, al fondo, donde se hallaban situados los músicos. Al momento reapareció acompañado por una bella dama. Era una mujer alta, hermosa, de cara redonda, con hermosos y grandes ojos negros, almendrados y curiosos luceros que examinaron con detalle al subinspector.
– Ésta es mi amiga, la condesa de Archiveles. Aquí mi protegido, don Víctor Ros Menéndez, joven subinspector de policía.
– Vaya, vaya -dijo la dama, que debía rondar los cuarenta-. ¿De dónde ha sacado usted a este joven?
– Encantado -acertó a decir Víctor, algo cortado ante la insistente mirada de la condesa.
– Y es usted policía. Qué emocionante, ¿no?
– No tanto como cree la gente. A menudo es un trabajo rutinario.
– Aquí, don Víctor -explicó don Alberto-, es una de las mentes que más prometen en el panorama europeo. En unos años será el mejor detective de Europa.
– ¡Caramba! -exclamó la de Archiveles.
– Y ahora, querida amiga, si nos disculpa, he de presentar a mi pupilo.
Rodeó don Alberto el hombro del policía y fue presentándole uno por uno a todos sus amigos y conocidos. El joven subinspector percibía el interés en las damas y en las madres de éstas al comprobar que el excéntrico conde del Razes había acudido acompañado por un misterioso desconocido. Era evidente que damas y jovencitas se acercaban con disimulo, fingiendo como que hablaban o escuchaban atentamente en corrillos próximos para hacerse las encontradizas con don Alberto y ser presentadas al recién llegado. También leía Víctor la decepción en sus rostros cuando escuchaban que no era un noble llegado de ultramar ni un misterioso extranjero, sino un simple subinspector de policía a quien apadrinaba el conde.
El detective se sintió un poco decepcionado porque había albergado en secreto la esperanza de poder ver a Clara en el baile, pero el luto y las normas sociales impedían que ella o su madre asistieran. Todo el mundo sabía ya lo de Aurora, y varias señoras preguntaron a Víctor sobre los pormenores del caso, aunque él se negó a hablar acogiéndose al secreto profesional.
Al menos la condesa de Archiveles parecía una mujer amable y directa, sin el aire de desprecio y desdén que caracterizaba a todos los de su clase. Se mantuvo casi toda la noche al lado del joven mientras que don Alberto atendía algunos asuntos, e incluso insinuó a Víctor que la sacara a bailar. El policía, un tanto avergonzado, tuvo que declinar la invitación argumentando que en su barrio no le habían enseñado, aunque al final se atrevió con un vals. Aquella mujer olía como debía de hacerlo el cielo, y se lo dijo.
Doña Helena, la condesa, pareció divertida por el comentario y se entretuvo en informar al joven sobre quién era quién, no sin adornar sus comentarios sobre la concurrencia con chismes y chanzas que hicieron reír al detective. Conoció así Víctor a los Altamira y los Salvatierra, de quienes se decía que estaban endeudados hasta las cejas. También fue presentado a la condesa de Vilches y a la duquesa de Rivas, que le pareció seria y estirada. Lo mejor de la nobleza madrileña se hallaba allí reunido: los Osuna, los Bermejo, el marqués de Alcañices, el conde de Simelas y la marquesa del Condado. A Víctor, doña Helena le pareció una mujer encantadora. Había enviudado a los veintiuno y vivía de las rentas del patrimonio de su marido. Según le contó don Alberto, se rumoreaba que tenía una intensa vida amorosa, y a tenor de lo que chismorreaban las damas de más edad, su palco del Teatro Real era algo así como el Paraíso Terrenal para aquellos afortunados caballeros -un minoritario y exclusivo grupo de elegidos- a los que la bella dama hacía el honor de recibir allí.
En un momento dado, don Alberto hizo desde lejos una seña a su joven pupilo y éste, tras disculparse con la condesa, siguió a su mentor hasta un salón que le pareció decorado con suma elegancia. Conocido como la Sala Flamenca, era una confortable estancia con el suelo cubierto por mullidas alfombras, decorada en sus paredes con multitud de hermosos lienzos de diferentes tamaños y estilos y rematada por un techo profusamente engalanado del que pendía una monumental lámpara que parecía una luminosa araña. Estaba ocupada por varios caballeros que fumaban. Don Alberto se dirigió hacia uno de ellos, algo entrado en carnes, quien se giró y resultó ser el orgulloso pretendiente de Clara al que Víctor había visto pavonearse en el Paseo del Prado.
– Don Víctor -dijo don Alberto, conocedor de los entresijos del caso de las prostitutas-, le presento a don Gerardo de La Calle, recién llegado de su viaje a Francia.
El otro hizo un gesto de fastidio. Pareció reconocer al policía, a quien dijo:
– Le conozco. Del Prado.
– Yo también le conozco. Sabrá que he acudido en dos ocasiones a buscarle a su casa.
– Sí, algo me dijeron los criados. He estado fuera.
– Se nos hacía imprescindible hablar con usted.
– Usted dirá.
– ¿No cree que sería mejor hablar en otro lugar y otro momento? -repuso Víctor.
– Soy un hombre ocupado, aproveche ahora que me tiene delante -contestó el orondo aristócrata tras beber un trago de Jerez y atusarse las rizadas y pobladas patillas.
– Bien. Quería hablar con usted respecto a María de los Ángeles de Pelayo.
– ¿Otra vez con eso? -dijo desdeñoso De La Calle.
– Está muerta. Hemos identificado el cadáver. Apareció en un solar. Fue asesinada.
– ¿Y…?
A aquel bon vivant no pareció afectarle en absoluto la muerte de la que había sido su amante.
– Sus familiares dicen que usted había vuelto de nuevo a su vida días antes de su desaparición.
– Esa joven estaba loca. Se fue de su casa. ¿Qué culpa tengo yo de eso?
– Tuvo un hijo suyo.
– Podía ser de cualquiera, era una mujer de costumbres un tanto…, digamos licenciosas.
– Eso no es lo que dicen sus padres. Aseguran que usted jugó con ella y que la arrastró a la desesperación.
– Tonterías. Yo nunca la obligué. Ella se enamoró y se tomó en serio lo que era una simple aventura.
Víctor miró a don Alberto, que permanecía en silencio y observaba impasible a don Gerardo, analizando hasta su último gesto para sacar de él toda la información posible.
El joven policía cambió de tema:
– ¿Conoce usted por casualidad a una mujer anciana, bien educada, con acento extranjero y con una enorme verruga en la nariz?
– Conozco a mucha gente.
– Conteste, por favor.
– Pues no, no conozco a nadie tan horripilante.
– ¿Vio usted a doña María Ángeles después de que se fuera de su casa?
– No, aunque tampoco es que lo recuerde bien, la verdad.
– Ya.
– ¿Tiene alguna pregunta más que hacerme, subinspector?
– No. Al menos de momento.
– Pues entonces me van a disculpar, pero mi copa está vacía. Y, por cierto, le ruego que no me moleste más -zanjó alejándose con parsimonia don Gerardo.
– No me gusta ese hombre, don Alberto. Me parece un tipo despreciable -comentó el subinspector Ros a su mentor.
– Tampoco a mí me gusta, Víctor, tampoco a mí.
El joven policía guardó silencio. Parecía habérsele ocurrido algo.
– Discúlpeme un momento, don Alberto -dijo alejándose hacia donde se hallaba la condesa de Archiveles.
El conde del Razes observó cómo el detective hacía un aparte con la condesa -que, desde luego, coqueteaba con el joven claramente- y le decía algo al oído.
Al rato volvió junto a don Alberto.
– ¿Y bien?
– Es una pequeña treta que he preparado para ese engreído -contestó el subinspector-. Observe.
Los dos caballeros vieron que la condesa se acercaba al orondo y pomposo don Gerardo. La bella mujer cambió varias frases con aquel petimetre y ambos se rieron. Entonces, ella sacó su carnet de baile, y abrió el pequeño libro y tendió un lapicero a don Gerardo para que éste se anotara a sí mismo en la lista de bailes pendientes de la dama.
– Perfecto. Ha picado -dijo Víctor.
– ¿Ha picado? ¿En qué? -repuso don Alberto algo intrigado.
– Pero ¿no se da usted cuenta? Ese presuntuoso rufián es zurdo.
– ¡Como el asesino de prostitutas!
– Exacto. Interesante, ¿verdad?
Eran cerca de las tres de la madrugada y se anunció el cotillón. Era algo usual en los bailes de la época, un pequeño regalo mezclado con algún juego que precedía al último e interminable baile. Los lacayos salieron con unas bandejas de plata mientras sonaba una marcha militar. En las bandejas había unas bolsas de terciopelo. Verdes para los caballeros, granates para las damas.
El mayordomo de la casa explicó las reglas del juego y todos se entregaron a disfrutar de él. La anfitriona parecía reír divertida.
Los caballeros abrieron sus bolsas; cada una de ellas contenía una llave. Las damas hicieron otro tanto y hallaron un candado con hermosas cintas para colgárselo del cuello. A continuación, el revuelo. Cada caballero debía encontrar a su dama, o mejor, el candado que se abría con su llave.
Algunas porfiaban por que el hombre de sus sueños abriera el suyo, otros luchaban sin desmayo en el intento de abrir el candado de la dama de su preferencia. A veces se leía el desencanto en una pareja al ver que el azar les había unido para el cotillón, otras se notaba que a los bailarines les había satisfecho el emparejamiento. La llave de Víctor abrió el candado de la condesa de Archiveles.
– ¡Vaya, qué suerte! -exclamó él.
La dama lo miró condescendiente y dijo:
– Ay, querido don Víctor, es usted una ricura; siendo policía como es, ¿aún cree en las casualidades?
Comenzó el último baile, que había de ser rematadamente largo como mandaban los cánones.