Capítulo 6

La tarde del 6 de junio la suerte de Víctor dio un vuelco espectacular. A pesar del transcurso de los años, aun en su vejez, recordaba nítidamente lo ocurrido en aquella calurosa jornada. Lo más granado del Madrid aristocrático comenzaba a hacer las maletas para pasar el estío como era debido, esto es: en la Riviera, Biarritz o, como mínimo, San Sebastián. El calor comenzaba a apretar de veras. Serían aproximadamente las cinco de la tarde cuando Víctor repasaba un sumario intentando librarse del insoportable sopor que le invadía a causa de la pesada comida que le había servido doña Patro. ¡Nada menos que un cocido madrileño en un día tan caluroso!

El joven inspector comenzaba a barajar la posibilidad de bajar a tomar un café a alguno de los establecimientos que había en Sol para despabilarse y echar un cigarro, cuando don Horacio Buendía irrumpió en el despacho y despertó a don Alfredo, que por poco se cae de su silla, pues tenía la mala costumbre de dormitar en equilibrio, con los pies sobre la mesa y apoyando sólo en el suelo las patas traseras del asiento.

– Don Alfredo, don Víctor, les necesito. Tomen sus sombreros deben acompañarme de inmediato.

Sin saber muy bien el cómo ni el porqué, los dos policías se vieron con el sombrero y el bastón en la mano bajando las escaleras tras el vital don Horacio. Un coche les esperaba en la puerta. Subieron con premura y, antes incluso de que se cerrara la portezuela, el vehículo ya había echado a andar.

Volaron por las bulliciosas calles de Madrid. A pesar del incesante traqueteo, don Horacio acertó a quitarse el sombrero y consiguió pasarse el pañuelo por la inmensa frente para enjugarse el sudor. Hacía mucho calor.

– Bueno, caballeros -dijo mirando por la ventanilla el trasiego de paisanos por la Carrera de San Jerónimo-. Ni qué decir tiene que éste es negocio de máxima urgencia. Incumbe a una familia de las de toda la vida y es mi deber recordarles que todo cuanto vean y oigan a partir de ahora queda dentro de lo que llamamos secreto profesional.

– ¡Eso no es menester ni decirlo, don Horacio! ¡Somos miembros del cuerpo de policía! -replicó don Alfredo.

– Así me gusta. El hombre al que vamos a visitar es importante. Suena como ministrable, con eso se lo digo todo. Está bien relacionado y mantiene una fuerte amistad con muchos de los miembros del gobierno. Háganse cargo de que este asunto debe ser tratado con la máxima discreción. Má-xi-ma-dis-cre-ción -repitió, recalcando todas y cada una de las sílabas-. Hasta el ministro se ha interesado personalmente por el tema. Les he llamado a ustedes porque son lo mejor que tenemos y sé que se van a complementar a la perfección, de manera que justifiquen lo que valen. Éste es su primer caso de postín, ¡demuestren lo que saben, leñe! Nuestro hombre les dará más detalles, ahora vamos hacia su casa.

Víctor observó de reojo que el coche de don Horacio cruzaba ya la calle de San Ildefonso y sintió que el corazón le daba un vuelco. Allí, a unos pasos apenas, se encontraba la casa de Clara Alvear. Un sueño que nunca se haría realidad.

El coche giró a la derecha y se introdujo bajo un amplio arco de piedra que daba acceso a un gran patio interior. El joven policía fue presa de un súbito escalofrío que subió por su espalda helándole el cuerpo y el alma. ¡Aquel era el patio de carruajes de la casa de la familia de Clara! Un criado abrió la portezuela y desplegó la pequeña escalera. En un instante, los acompañantes de Víctor estaban en tierra.

Tuvieron que girarse para ver qué le ocurría al subinspector Ros, quien, paralizado, permanecía en el interior de la berlina. Aquel era el acceso desde la calle San Ildefonso que la casa tenía para las caballerizas y los carros, pues la puerta principal, pomposa y decorada en exceso -para el gusto del joven policía-, daba a la calle Santa Isabel.

– ¡Ros, vamos, hombre de Dios! -urgió el comisario a voz en grito-. Tenemos prisa.

Víctor bajó rápidamente. ¿Iría bien vestido para la ocasión? ¿Cómo iba a saber que en un día rutinario como aquel sería requerida su presencia en aquella casa? Temblaba de nerviosismo. Vestía un discreto traje de mezclilla color beige e iba tocado con un sombrero de los que llamaban bombín, de color marrón claro, que se estaban imponiendo entre las clases menos pudientes como contrapunto a la aristocrática chistera que solía lucir la gente de posibles. La corbata, de seda, era atrevida pero elegante; la había comprado en una excursión a Francia cuando vivía en Figueras. Pensó que tenía un pase. Delante iba don Alfredo, con su sempiterno traje gris y su sombrero negro, y, más allá, don Horacio, que arrastraba una pesada levita marrón, con sombrero del mismo color y pantalones color crema.

El mayordomo de la casa los guió a través de una pequeña escalinata por la que accedieron al recibidor; allí abrió unas puertas correderas y dijo:

– El señor vendrá enseguida; pasen y siéntense.

Los tres hombres entraron en la estancia y advirtieron que se hallaban en la biblioteca. Una amplia habitación, mayor que el piso donde creció Víctor, enteramente forrada de estanterías repletas de elegantes libros de lomos dorados, rojos, de añoso cuero… Aquello era un paraíso, pensó para sí el joven subinspector.

Había, en un lateral, un sofá con amplios y cómodos cojines. A cada lado del mismo, dos butacones que hacían juego con la pieza anterior, formando un bello conjunto de un estilo que a Víctor le pareció Luis XVI. Tras ellos, una inmensa mesa rodeada de sillas incitaba a la lectura. A pesar de la invitación del espigado mayordomo, los policías permanecieron de pie. Estaban desconcertados y se sentían como peces fuera del agua en tan suntuosa casa.

Víctor pensó que en aquella misma estancia habría pasado multitud de veladas la joven de sus sueños, leyendo junto a la regia e historiada chimenea. Sintió una especie de nostalgia. La puerta corredera de la biblioteca se abrió y en el umbral de la misma apareció don Augusto Alvear, alto, severo, imponente. Vestía una delicada bata de seda bajo la cual se adivinaban chaleco y corbata. Los pantalones eran oscuros y sus zapatos de charol brillaban con la luz que entraba por el inmenso ventanal de la estancia en que se encontraban. Tenía los ojos marrones, pequeños y semiocultos por las bolsas que delataban su edad y su estado físico. Parecía cansado pese a su altivez.

– Buenos días, caballeros -dijo cerrando las puertas tras de sí-. Tomen asiento.

Los policías hicieron lo que se les decía. Don Augusto tomó una caja de madera y marfil de una coqueta mesa de café que había delante del sofá y que era de auténtico mármol.

– ¿Quieren un cigarro? -Los tres rehusaron el ofrecimiento-. En un momento nos servirán un café, ¿les apetece?

Don Horacio contestó por todos asintiendo con la cabeza.

– Bueno -comenzó diciendo con seguridad el hombre de la casa a la vez que encendía un soberbio habano-, no sé si me conocerán, pero soy don Augusto Alvear.

– Aquí presentes, don Alfredo Blázquez y don Víctor Ros, lo mejor que tenemos -dijo el comisario a modo de presentación.

– Favor que usted nos hace don Horacio. Debo suponer entonces que se puede confiar en la discreción de estos caballeros.

– Sin ninguna duda -afirmó Buendía.

– ¿Les ha adelantado usted algo del asunto que nos ocupa, don Horacio? -quiso saber el conde de Teresillas

– No, pensé que preferiría hacerlo usted personalmente.

– De acuerdo, entonces. Caballeros, debo decirles que intentaré ceñirme lo máximo posible a los hechos acaecidos para que ustedes tengan en su mano las cartas necesarias para resolver este desgraciado incidente que ha hecho que la desdicha entre en esta casa y que amenace con acabar con nuestro honor y nuestra honra. Resulta que, hace cosa de un año, mi hija mayor, Aurora, conoció a un joven y brillante abogado catalán que se había establecido en la ciudad como representante de un grupo de inversores cuyos valores gestiona él mismo con tino en la Bolsa de Madrid. Mi primogénita se enamoró del joven en cuestión y él de ella, como no podía ser de otro modo. Así que como el mozo era buen partido -proviene de una muy influyente familia catalana-, acepté su propuesta de matrimonio y prometimos a la pareja. Ya saben ustedes cómo son los jóvenes de hoy día, todo a la carrera, todo de prisa.

La entrada de una sirvienta con la bandeja del café y las pastas interrumpió la disertación de don Augusto que, atusándose el inmenso y cuidado bigote, esperó mirando al infinito que la chica sirviera el café.

Víctor no pudo evitar sentir una innata repulsión hacia el interesado individuo que les había vendido la idea de que aquel matrimonio era cosa de enamorados, cuando a él le constaba que semejaba más un contrato mercantil firmado por los progenitores de los contrayentes que otra cosa. Una vez que la criada hubo salido, y tras tomar un sorbo del excelente café dominicano que les habían servido, don Augusto continuó:

– El caso es que los dos tortolitos se casaron hace cuatro días, y como no salían hacia París hasta dentro de dos, se instalaron, como es normal, en la vivienda donde han de residir. Don Donato Aranda, así se llama mi yerno, no reparó en gastos hasta encontrar la casa que hiciera feliz a mi hija, ¡y vaya si la encontró!, pero fue para nuestra desgracia. Y debo decir que no resultó barata, no. El bueno de don Donato mostró una casa a mi hija de la que ella quedó prendada. Una amplia y solariega casona de dos pisos situada en la calle de San Nicolás. Una casa antigua y de recios pilares, fresca en verano y cálida en invierno. Con dos amplios salones, caballerizas, un primer piso con seis dormitorios y un segundo nivel perfectamente equipado para albergar a la servidumbre. Es una casa de bella fachada con un pórtico labrado en piedra que algunos atribuyen a los mismísimos templarios. Las ventanas, inmensas, las rejas de los balcones, preciosas, y a un paso del Palacio Real como quien dice, en fin, una casa ideal para una joven esposa y su brillante marido que comienzan una nueva vida juntos. Y es en este punto donde me remito a lo que les cuente don Horacio, que está más versado que yo en el mundo de los sucesos y que habrá de narrarles con detalle lo que yo no sabía, y es que en esa casa se habían dado en el pasado hechos luctuosos y desgraciados que se repiten en esta época moderna y azarosa.

El anfitrión cedió entonces el testigo a don Horacio, que, tras apurar un sorbo de café para mejor tragar una pasta, comenzó a decir:

– Bueno, bueno, amigos míos. Empezaré diciendo que los datos que obran en nuestro poder demuestran que la casa no es tan antigua como la gente cree, aunque sí podemos calificarla de añeja o vetusta sin correr riesgo de equivocarnos. El caso es que hará cosa de cincuenta años, allá por 1826, en plena época de agitación política y conspiraciones, un noble caballero venido de las Filipinas compró la vivienda. Le acompañaba su esposa, una exótica mujer de rasgos orientales, hija de español y filipina que, según cuenta la leyenda, tenía, como todos los de su estirpe, lo mejor de las dos razas. Bellos ojos rasgados, rostro fino, delicado, de porcelana, y un cuerpo de ensueño como el que tienen aquellas mujeres menudas según cuentan los marineros venidos de tan lejanas tierras. Era esta mujer, de nombre Genoveva, hembra apasionada y de sangre caliente como suelen ser los de su raza. El comprador de la casa no era otro que don Diego Vicente Reinosa Barbas, individuo que había amasado una inmensa fortuna en las Américas y posteriormente en Filipinas, y que regresaba a la patria para pasar sus últimos días viviendo a cuerpo de rey. No en vano el hombre era ya sexagenario. Se dice que las fiestas eran suntuosas en aquella casona y que la llegada de tan exótica pareja causó sensación en el Madrid del momento, pero el caballero apenas pudo disfrutar de su retorno más de un año. Una noche del mes de junio, la esposa se levantó y bajó a la biblioteca situada en la planta baja. Sacó un ejemplar de una estantería, La Divina Comedia, de Dante Alighieri y, tras abrir el libro por una página determinada y subrayar unas líneas, subió a la habitación del marido, al que asestó dos certeras puñaladas en el pecho que le causaron la muerte. La mujer fue ajusticiada, le dieron garrote a pesar de que siempre sostuvo su inocencia, alegando que no recordaba nada de lo sucedido. Encontraron el libro sobre una mesita camilla en el cuarto de ella, abierto, claro, y con un párrafo subrayado, como ya he dicho.

– Fascinante suceso -dijo Víctor.

– Sí, pero no acaba ahí la cosa, no -terció don Augusto.

– Es verdad. Hasta ahí todo quedaría reducido a un crimen pasional -continuó don Horacio-. Pero es que ya saben ustedes cómo es la gente. Después de crimen tan sonado la casa quedó vacía y durante años fue prácticamente imposible venderla. Los vecinos decían oír voces y las puertas se abrían y cerraban solas aunque nadie vivía en ella. Unos decían que el espíritu del asesinado volvía pidiendo justicia, otros que era el de la filipina que clamaba por su inocencia. La gente empezó a decir que el crimen lo había cometido un caballerizo, amante de la esposa, al que ésta no delató por amor. Por eso volvía Genoveva del más allá protestando por su inocencia.

– Menuda historia -comentó don Alfredo Blázquez subiéndose las gafas con el índice.

Don Horacio siguió:

– A pesar de esos cuentos y chismes de viejas, hace diez años, un joven empresario santanderino que se vino a vivir a Madrid con su mujer y sus tres hijos, compró la casa sin hacer caso de aquellos rumores. Era hombre abierto y liberal, moderno. No creía en cuentos de fantasmas. Una noche, cuando llevaban ya ocho meses viviendo en la casa…

– Un momento, ¿una noche de qué mes? -preguntó Víctor.

Don Horacio miró a don Augusto con satisfacción y dijo:

– ¿Ve usted? No se les escapa nada. Pues fue también en una noche de junio, como en el asesinato de hace cincuenta años. El caso es que don Benjamín, que así se llamaba el joven empresario, despertó y vio que su mujer no estaba en la cama. Bajó al piso inferior y comprobó con un nudo en la garganta que su mujer salía de la biblioteca con un libro oscuro en la mano. Se ocultó bajo la escalera. La dejó pasar y la siguió con mucho tiento al piso superior. Ella se sentó en la mesita camilla y abrió el tomo. La vio ojear una página y sin poder esperar más salió de su escondite y le preguntó qué hacía. ¡Ella tenía un cuchillo encima de la mesa! Lo empuñó con intención de usarlo, a la vez que hablaba en una jerga extraña, pero el marido, más fuerte, pudo detenerla a tiempo haciendo caer el arma al suelo. Avisó a los criados y éstos a la policía.

– ¿Y qué dijo la mujer? -preguntó Blázquez.

– No volvió a ser la misma y la ingresaron en un manicomio. Doña Milagros, que así se llamaba la desgraciada, se volvió loca.

– ¿No fue juzgada? -preguntó el subinspector Ros.

– No, no -negó don Horacio-; el marido no denunció el intento de homicidio y la familia prefirió correr un tupido velo. El libro resultó ser el mismo que en el caso anterior.

– ¿Y él?

– Se fue de Madrid con sus tres hijos y malvendió la casa a un intermediario.

– Vaya, vaya -dijo Víctor frotándose la barbilla-. Un muy, pero que muy extraordinario suceso. Nada trascendió a la prensa, claro está.

– En efecto -asintió don Horacio.

– ¿Y ha ocurrido algo similar con su hija, don Augusto? -inquirió don Alfredo con su característica vocecilla.

El aristócrata asintió:

– Me temo que sí. Parece una auténtica pesadilla. Yo no sabía nada sobre la leyenda negra de esa casa, háganse cargo. El caso es que fue hace dos noches exactamente.

– Cuatro de junio -puntualizó el subinspector Ros.

– Exacto, decía que hace dos noches, mi yerno, don Donato, sintió de madrugada, a eso de las seis, como si algo se moviera delante de él. Estaba profundamente dormido pero empezaba a clarear y por eso notó que una sombra se le acercaba, abrió los ojos y… y…

Don Augusto Alvear estalló en sollozos echándose las manos a la cara.

Don Horacio continuó en su lugar, algo azorado por la reacción del anfitrión:

– Me temo que doña Aurora intentó asesinar a su joven marido. Él fue rápido y desvió la mortal cuchillada, que lo hirió en el antebrazo, y luego, la segunda, le atravesó el hombro. Con la otra mano golpeó a la joven y pudo levantarse; los criados le salvaron la vida.

– ¿Y en la mesita de noche? -preguntó Víctor.

Don Augusto asintió aún con las manos en la cara y los codos apoyados en las rodillas,

– La Divina Comedia -respondió don Horacio.

– Con el mismo párrafo subrayado -dio por supuesto Blázquez.

– Sabemos que es el mismo libro que utilizó la filipina. La casa se vendía amueblada, incluidos los volúmenes de la nutrida biblioteca -añadió el comisario.

Víctor tragó saliva. Él y Blázquez se miraron.

– Feo asunto -dijo-. Pero no se preocupe, don Augusto, que lo solucionaremos. ¿Y su hija?

– Lleva dos días en cama.

– ¿Dónde?

– Allí, en esa maldita casa, pero no tema, la cuidan y la vigilan mi mujer y las criadas.

Entonces Víctor preguntó:

– ¿Y cómo está ella, recuerda algo?

– No, el médico le ha diagnosticado fiebre cerebral. Está totalmente sedada -informó el anfitrión.

– ¿Y su yerno? -inquirió el inspector Blázquez.

– Se repone en otro cuarto; se curará, es joven y fuerte, pero no en vano se llevó dos cuchilladas -contestó don Augusto.

– Caballeros -dijo don Horacio-, no tengo que recordarles que éste es un asunto muy delicado; ni una palabra a nadie. Cuidado con la prensa y no reparen en gastos.

– Tienen mi casa abierta. Empiecen por donde quieran, hablen con quien sea preciso, pero devuélvanme a mi hija, por favor -dijo aquel prohombre, que se incorporó y tiró de la campana-. El mayordomo les acompañará. Manténganme informado.

Parecía un hombre hundido. Salió de la biblioteca cabizbajo y arrastrando los pies.

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