Víctor y don Alfredo se sorprendieron un tanto cuando, a la mañana siguiente, fueron convocados al despacho de don Horacio. Subieron a ver al comisario un tanto intrigados y con la sospecha de que aquella entrevista no les iba a deparar nada bueno. Don Horacio Buendía parecía de un humor de perros, a pesar de lo cual no perdonaba el jerez con bizcochos de media mañana. Una costumbre muy extendida entre la gente de posibles.
– Pasen, pasen, siéntense -dijo sin dejar de leer un memorando que sostenía en la mano mientras devoraba un bizcocho borracho-. Bueno, me parece que esta vez la ha hecho usted buena, don Víctor.
– ¿Cómo?
– Sí, perdone, quizá lo mejor será empezar por el principio. Veamos. Acaban de comunicarme una noticia bomba desde Alcalá de Henares. Anoche anduvieron ustedes tras don Gerardo de La Calle, ¿no es así?
– Sí, claro -asintió don Alfredo-. Yo mismo le pedí a usted permiso para montar un discreto operativo.
– Sí, sí. ¿Y estuvieron siguiendo al sospechoso toda la noche?
Don Alfredo volvió a hablar por los dos:
– Lo identificamos a la salida de su club, la chica que usamos como cebo contactó con él con éxito y, luego, mientras don Víctor la acompañaba a su…, su lugar de trabajo, yo seguí al sospechoso en un coche de alquiler. Los otros agentes se fueron a casa. Sabemos que De La Calle tiene alquiladas unas habitaciones aquí enfrente, en la misma Puerta del Sol, así que quedé con don Víctor en vernos en dicho lugar.
– ¿Y qué hizo el sospechoso? -preguntó suspicaz el comisario.
– Recogió a una joven que al parecer lo esperaba en una esquina. Subió a su carruaje y vinieron a las habitaciones de don Gerardo. Yo me mantuve a la espera en el coche. Había luz en la casa. A eso de las nueve llegó don Víctor. Esperamos hasta la una, hora en que la joven salió del inmueble y se subió a un coche que la esperaba. Don Gerardo apagó las luces y como pasó más de una hora y no salía, supusimos que se quedaba a dormir en sus habitaciones, muchas veces no pernocta en el palacete de sus padres, así que nos fuimos a descansar pensando que sus correrías habían terminado por aquella noche.
– ¿Y qué hicieron entonces?
– Don Víctor me acompañó en el coche a casa y luego se fue a su pensión.
– ¿Es eso cierto?
Víctor, que parecía molesto, contestó:
– Claro, puede consultar con el cochero, Adolfo, es amigo mío. Pregúntele y verá que me dejó en casa de doña Patro a eso de las dos y media.
– Ya, ya -aceptó el comisario-. Bueno, alguien en la casa le vería acostarse, ¿no es así?
– No, era tarde, todo el mundo dormía. Comisario, ¿a dónde quiere ir a parar?
– Pues quiero ir a parar a que después de irse ustedes, De La Calle debió de salir de la casa, porque acabó de madrugada en Alcalá de Henares.
– ¿Y ha cometido alguna tropelía? No me lo perdonaría -dijo Víctor con la alarma reflejada en el rostro.
– Peor -contestó Buendía-. Lo encontraron muerto en un callejón a eso de las seis y media de la madrugada.
– ¡Dios mío! -exclamó don Alfredo pasándose la mano por la frente con gesto apesadumbrado.
– Lamento no haberlo podido detener. Habría disfrutado viéndolo en el garrote vil.
Víctor lo había dicho muy serio. No se reflejaba expresión alguna en su rostro. Su mirada era fría e inmisericorde. Don Alfredo reparó en ello.
– Quizá esas ansias suyas le hicieron adelantarse. De hecho, no le veo muy afectado -insinuó el comisario.
– ¿Qué pretende decir con eso? -exclamó Víctor.
– ¡Don Horacio! -terció don Alfredo.
– Tranquilos, tranquilos. Sólo hacía de abogado del diablo. A don Gerardo le descerrajaron un tiro en pleno rostro. Lo identificaron por la ropa y unos papeles de una finca que acababa de comprar a su nombre. Y, ¿saben?, el casquillo que había junto al cadáver nos pone en una situación difícil.
– ¿Sí? -preguntaron los dos compañeros al unísono.
– Era del calibre treinta y ocho, como el revólver de don Víctor.
– Pero ¡don Horacio! -casi gritó Víctor indignado. Su rostro se estaba poniendo de color púrpura.
– Tranquilo, joven. No digo que lo hiciera, pero piense, piense usted. ¿No se da cuenta de la delicada situación en que se encuentra y en la que, de paso, me ha dejado a mí y al cuerpo de policía? Hágase cargo, ¡válgame Dios! Encuentra usted a un sospechoso sobre el cual se supone tiene usted ciertos prejuicios.
– ¿Cómo?
– Sí, sé que cortejaba a una joven que es de su agrado. La del otro caso que les encargué a ustedes. La pequeña de los Alvear.
– Pero ¿cómo…?; ¿de dónde…?
– No se esfuerce, joven -le interrumpió don Horacio alzando la mano-. Yo también sé hacer mi trabajo y es mi deber enterarme de todo lo que se cuece en mi departamento. Imaginen que soy un abogado a sueldo de la familia De La Calle. Ya me imagino lo que dirán: «Usted sentía una manifiesta animadversión hacia el sospechoso; usted lo consideraba culpable de una serie de truculentos asesinatos; usted importunó a sus padres acudiendo a su casa a acusar a su propio hijo; usted llegó a golpearle en este mismo edificio; usted intentó tenderle una trampa con una prostituta amiga suya, y usted lo siguió hasta sus habitaciones de Sol. No tiene usted coartada para después de que abandonaran la vigilancia y, para más inri, lo asesinaron con un arma de idéntico calibre al de la suya.» -Víctor y don Alfredo miraban a su superior boquiabiertos, así que éste continuó hablando-: Sí, don Víctor, sí. Hace una semana recibí una queja que provenía de muy altas instancias. Al parecer, don Bernabé de La Calle se había mostrado muy molesto con su comportamiento y, ahora, ¡mire en qué berenjenal nos ha metido! No quiero que siga usted en este caso o, mejor dicho, en lo poco que queda de él. Usted decía que De La Calle era el hombre, ¿no?; pues listo, muerto el perro se acabó la rabia. ¡No quiero volver a oír hablar del tema! Don Alfredo se encargará de los últimos flecos y, ¡por Dios, don Víctor!, no se acerque a nada ni a nadie que tenga relación con este caso, se lo ordeno. Don Bernabé es hombre poderoso y tiene buenos abogados, es capaz de intentar cargarle a usted la muerte de su hijo.
– Pero ¿se sospecha de alguien? -preguntó don Alfredo.
– ¡Qué se yo! -repuso el otro-. Era un mal bicho. Pudo ser cualquiera: un chulo a cuya puta estafara, un marido cornudo e incluso alguna joven a la que hubiera engatusado. Ese es otro asunto y ya lo llevan en Alcalá, así que, expediente resuelto, ¿de acuerdo?
Don Alfredo asintió, pero Víctor quedó pensativo. El joven subinspector parecía no estar del todo satisfecho.
– ¿Qué pasa ahora? -quiso saber el comisario dirigiéndose a él.
– No sé, en parte me alegro de lo ocurrido, era un rufián que mataba putas a sabiendas de que nadie investigaría sus muertes, pero hay algo que no encaja. Tanto tiempo tras él y, justo cuando le vamos a echar el guante, alguien lo quita de en medio. Además, ¿qué hay de la anciana de acento extranjero?
– Alguna alcahueta, Víctor -repuso don Alfredo más tranquilo.
– Sí, quizá sea así -admitió el joven.
– Pues eso, hala, hala, a trabajar, y usted, joven, no se meta en más líos, se lo ordeno. Veremos cómo salimos de ésta.
– No sé, me siento como un imbécil -manifestó Víctor sentado a una mesa del café Levante frente a una humeante taza de café.
– No tienes por qué tomártelo así, Víctor -dijo Don Alfredo-. Bien está lo que bien acaba.
– Ya lo sé, Alfredo, pero debes tener en cuenta que ahora soy el máximo sospechoso del asesinato de don Gerardo.
– Reconocerás que motivos de sospecha has dado, ¿no?
– Sí, a veces voy demasiado rápido. Me veía en la cima del mundo: «joven subinspector que detiene a un monstruo…», ya sabes; en fin, está claro que me he excedido. Le golpeé, fui a casa de sus padres y además no tengo coartada. Dios me coja confesado. He sido un imbécil.
– No podrán demostrar nada, eres inocente.
– Son gente influyente, Alfredo -murmuró Víctor rascándose la barbilla con aire pensativo-. Aunque…
– ¿Sí?
– Don Horacio dijo que el tiro le había destrozado la cara, lo tuvieron que reconocer por los ropajes y unos papeles que llevaba.
– ¡Ya sé a dónde quieres ir a parar! -exclamó el inspector Blázquez sonriente y alzando el índice-. El muerto no era Gerardo de La Calle, sino un desgraciado al que él mismo puso su ropa y ahora el rufián está oficialmente muerto y se ha deshecho de ti para seguir matando.
– Pues sí, eso iba a decir.
– Don Gerardo no daba para tanto, Víctor. Era un tipo primario, esclavo de sus sentidos, sólo eso. No te calientes la cabeza y mantente alejado de esta historia. Con el tiempo todo se enfriará. Olvídalo. Esto puede acabar con tu carrera, hijo. Deja que pase el tiempo y todo quedará olvidado, te lo digo por experiencia. Tienes a tu asesino, ¿no?
Víctor sorbió el último trago de su café con aire ausente y replicó:
– Pues eso es, que ahora no estoy tan seguro de eso. Dirás que soy un inconformista.
– No -dijo don Alfredo pagando la cuenta-, sólo es que te has quedado a dos velas. Estabas a punto de tocar la gloria, de resolver un gran caso, y plaf, ha volado; en fin, así es la vida. Prefiero que ese pervertido esté muerto que ganar una medalla. Vamos al despacho.
– Quizá tengas razón -musitó pensativo Víctor.
Los dos compañeros salieron del café y se encaminaron a la sede del ministerio. Subieron al despacho con aire un tanto deprimido y entraron en el mismo con la idea de retomar su trabajo. Tenían otros sumarios un tanto olvidados. Apenas Víctor había comenzado a ojear unos expedientes del archivo entró el mozo de los recados repartiendo el correo interno.
– Ha llegado un informe para usted desde Barcelona, don Víctor -dijo el joven lanzando sobre la mesa del subinspector un sobre de color ocre en el que se leía con letras rojas y gruesas la palabra «confidencial».
– ¿Y eso? -preguntó don Alfredo.
– Seguro que otro fiasco mío. Un informe que pedí a Barcelona sobre el adivino que echaba las cartas a Aurora Alvear. Lo pillé en un renuncio y tuve una corazonada, pero al ritmo que llevo dudo que consiga resolver un solo caso en toda mi vida. Además, quizá tengáis razón y lo de la casa de los Aranda fuera sólo cosa de don Augusto -contestó el joven policía muy cabizbajo a la vez que abría el sobre.
– Ten fe, hijo. Confía en tu instinto -intentó animar don Alfredo a su compañero-. Además, habrá más casos.
El subinspector Ros abrió el sobre con desgana, sacó un expediente que comenzó a leer con un lápiz en la mano derecha y la cabeza apoyada en la otra mano con aire cansino. Era obvio que estaba deprimido. De vez en cuando subrayaba alguna palabra con cara aburrida. Poco después terminó la lectura y miró a don Alfredo con ojos desorientados.
– ¿Y bien?
– Nada. Lo dicho, otro pinchazo. Empiezo a pensar que en este caso estoy en vía muerta. Menudo detective estoy hecho.
– A ver, Víctor, déjame que lea -dijo el inspector Blázquez.
Víctor le lanzó el expediente por encima de la mesa y el otro comenzó a leer en voz alta.
– Ron Koh, súbdito holandés, alias Renato Minardi, alias Incógnitus, residente en la calle…
– ¡Espera, espera! ¿Cómo has dicho? -interrumpió Víctor poniéndose en pie como impulsado por un muelle. Don Alfredo lo miró como si estuviera loco.
– ¡Repite, repite eso! -insistió el joven policía moviendo las manos con insistencia.
Don Alfredo leyó de nuevo despacio a la vez que miraba a su compañero.
– Ron Koh, súbdito holandés, alias Renato Minardi, alias Incógn…
– ¡Incógnitus! ¡Incógnitus! ¿Te das cuenta Alfredo? ¡Ya lo tenemos! ¡Ya lo tenemos! ¡Es él, es él! ¡Lo sabía! -parecía exaltado, feliz con los ojos muy abiertos, como asombrado.
– ¿A quién?, ¿el qué? -repuso Don Alfredo totalmente confundido.
– Sí, es cierto -dijo el otro como un poseso-. Es pronto, espera, debo telegrafiar a Santander para confirmarlo, pero, ¡claro!, ¡Incógnitus! ¡Incógnitus!
Don Alfredo vio con sorpresa que el subinspector salía corriendo del despacho. Luego oyó cómo bajaba los peldaños de dos en dos. Aquel joven estaba loco, pensó para sí.
Antes de que la criada de las Alvear pudiera siquiera anunciar su presencia, Víctor Ros entró en el saloncito como una tromba.
– Señoras -dijo por toda presentación-. Perdonen que me presente de esta manera en esta su casa, pero debo tratar con ustedes un asunto de la máxima urgencia.
– Usted siempre es bien recibido aquí, don Víctor -contestó doña Ana Escurza dejando a un lado su breviario. La dama seguía vistiendo un luto riguroso-. Tome asiento, joven, y explique qué es eso tan urgente que viene a decirnos.
– Doña Ana, usted sabe que yo no haría nada que pudiera poner en peligro a su hija Clara. No le mentiré si le digo que se ha convertido para mí en alguien muy… especial -expuso el joven policía, que observó de reojo cómo su amada se sonrojaba-. El caso es que…, bien, no sé cómo decirlo. -Al fin se armó de valor y concluyó-: Creo haber identificado a los rufianes que hicieron que Aurora se comportara así.
– ¿Cómo? -exclamaron ambas al unísono.
Pudo leer la esperanza en sus rostros.
– Sí, tengo fundadísimas sospechas sobre dos individuos, pero es posible que sean más. Han tejido una compleja y paciente red que nos va a costar desenmarañar pero creo que ha llegado el momento de actuar.
– ¿Y por qué no los mandas detener? -preguntó Clara.
– Porque no tengo la absoluta certeza de que sean ellos, no quisiera equivocarme y provocar con ello que huyesen los auténticos culpables. Puede que haya más cómplices. Tengan ustedes en cuenta que la única posibilidad con que contamos para lograr que Aurora se recupere es capturar a esos bandidos. Si existe un antídoto para su mal, ellos lo conocen, seguro. Por todo esto, he ideado un plan, una trampa, que nos permitirá saber si mis sospechas son ciertas y, sobre todo, capturar a esos bandidos con vida.
– Me parece muy bien -dijo doña Aurora.
– Ya…, bueno…, de eso se trata… -vaciló el policía-. Bueno, ustedes verán… Para ese plan, necesito de la colaboración de Clara, doña Ana, su hija es la única persona que podría ayudarme. Sé que puede sonar algo extraño…
– Cuenta conmigo -aceptó la joven muy resuelta.
– Espera, Clara, quizá quieras conocer antes los detalles.
– Cuenta conmigo, todo sea por recuperar a mi hermana.
Había determinación en su rostro. Estaba guapa.
Víctor comprobó que doña Ana asentía, como dando su bendición a la decisión de su hija.
– Quería consultarlo con ustedes antes de enviar unos telegramas. No vas a correr ningún riesgo, Clara. Verán, el plan es sencillo…