Corrían los primeros días de abril cuando su compañero, don Alfredo, le invitó a visitar su casa por primera vez. Aquel día lo encontró de muy buen humor al entrar al despacho. Blázquez leía el periódico con una amplia sonrisa.
– Mira, hijo -dijo alzando El Imparcial-. Los han condenado a muerte.
– ¿A quiénes?
– A dos maleantes cuyo caso llevé. Un hecho luctuoso. Habrás oído hablar de él: el crimen de la calle Feijoo.
– Ah, sí, claro. Recuerdo que hubo un revuelo importante con aquello. ¿Lo cerraste tú, Blázquez?
– Sí, Ros, sí, y debo decir sin miedo a ser inmodesto que me alegra que su señoría haya refrendando con su sentencia lo que yo concluía en mi investigación: que tanto Antonio Aguilar, barbero de treinta y dos años, como Pelayo Enrique Molió, teniente del ejército carlista de veinte, asesinaron al pobre cochero Antonio García en su propia casa para robarle su berlina Clarens y su caballo.
– ¿Y seguro que fueron ellos?
– Pues claro; los vieron salir de la vivienda, un bajo. Y a doscientos pasos de allí, donde el muerto tenía arrendada una cochera, se localizó una tumba que habían excavado para ocultar el cuerpo. Los muy canallas…
– Vaya, premeditación y alevosía.
– Y nocturnidad. Pero el casero que escuchó gritos de «¡que me matan!», los vio salir manchados de sangre y les echó a la gente encima. Además, el más joven confesó.
– Lo trabajaron en el calabozo, claro.
– ¿Cómo había de confesar, si no?
– No me gustan esos métodos, Blázquez. Soy partidario de demostrar con pruebas quién es el verdadero criminal. Creo que al cuerpo le sobra brutalidad y le falta seso.
– Pero si llevaban encima un cuchillo de carnicero y una navaja que coincidían con las heridas de la cabeza del fallecido…
– Eso es otra cosa. Y ese joven, el carlista, ¿dices que confesó?
– Le echó la culpa al otro.
– Lo normal. No te lo tomes a mal, Alfredo, pero me aburren estos casos tan brutales, tan claros. Qué tipos tan primitivos. Matar a alguien para robarle su coche de alquiler, qué simpleza. Era evidente que acabaríamos cazándolos. Me gustaría que nos enfrentáramos a criminales de verdad. Auténticos malhechores que pusieran a prueba nuestras verdaderas capacidades.
Víctor Ros no sabía lo profético de sus palabras en aquel momento.
– Ya. Como los de las novelas -respondió Blázquez.
– Exacto. Por cierto, pásame el periódico que lea el capítulo de hoy.
– La caza de fantasmas, novela escrita en francés por Armand Lapointe -leyó don Alfredo.
– La misma. Esas historias extraordinarias sí que estimulan la inteligencia y no ese caso truculento por el que sin duda te condecorarán.
– Truculento pero cerrado. Les darán garrote.
– Sus abogados apelarán, ¿no es así?
– Es cosa de tiempo, Víctor. Así que, aunque modesto, es un caso que merece celebración. Te espero en mi casa para tomar un chocolate con bizcochos. Esta tarde. Y no te acepto excusa alguna.
Aquella misma tarde, Víctor se presentó en casa de su compañero con unos deliciosos bartolillos. Allí conoció a la esposa de Blázquez, Mariana, a su hija Ginesa y al marido de ésta, Luis Alberto, un joven pasante que luchaba por abrirse camino en el ingrato panorama legal de la capital. El bisoño abogado era un hombre de familia humilde como Víctor. La niña estaba con los abuelos paternos, así que no pudo conocer a la nieta de su compañero aquella tarde. El «visiteo» era algo que formaba parte de la vida de Madrid tanto como el teatro por horas, la zarzuela o las verbenas. Todo el mundo visitaba a sus conocidos, sobre todo cuando había algún enfermo en la familia o se iba a partir de viaje. Cada visita debía ser devuelta en poco tiempo para cumplimentar a los amigos como era debido; se trataba de una manera de reforzar los lazos sociales entre iguales.
La familia de Blázquez ocupaba nada menos que el principal de un edificio situado en la calle del Prado junto a la esquina de la Banca de León y frente a la casa del ministro Sartorius. El piso era espacioso, de tres dormitorios con sus respectivos gabinetes, un amplio salón para las visitas, cocina, retrete y despensa. Una excelente vivienda de gente de cierto acomodo. Pasaron una tarde agradable degustando el delicioso chocolate que había preparado la propia Mariana y que fue servido por la criada, Loli, una murciana de formas generosas y desbordante desparpajo. Charlaron de política. Víctor y Luis Alberto se mostraban algo cansados de la actitud del gobierno, pues según denunciaban los periódicos liberales, Cánovas se resistía a ceder el poder, como debía, a los constitucionales de Sagasta, el sector más tibio de los liberales. Blázquez no entendía la indignación de los dos jóvenes, pues opinaba que todos los políticos eran iguales. «Los mismos perros con distintos collares», solía decir. Los más jóvenes, por su parte, entendían que había de cumplirse la alternancia que marcaba la Constitución que el mismo Cánovas había promulgado hacía un año para lograr reinstaurar una monarquía, esta vez parlamentaria.
– Si todo esto es una farsa -decía el yerno de Blázquez, que simpatizaba con los radicales-. La participación en las municipales de hace un mes fue apenas del treinta por ciento.
– ¿Para eso queríais el sufragio universal? -terció don Alfredo sonriendo.
– Ese no es el problema, Blázquez -dijo Víctor-. La gente más humilde no votó porque en la mayoría de los municipios de España sólo se podía votar a los conservadores. El único sitio donde sé que ha habido más de dos opciones es La Latina, con un candidato conservador, uno de los constitucionales y otro de los radicales. Aunque no sirvió de mucho, la verdad, porque salió el candidato que apoyaba al gobierno, el conservador. Este sistema, de seguir así, terminará siendo caciquil.
– Ya lo es -dijo Luis Alberto.
– Espera a que Sagasta pueda formar gobierno y verás cómo las cosas cambian.
– Cánovas no dejará que ocurra. Eso de la alternancia es algo que dice sólo de boquilla -repuso el yerno de Blázquez.
– Sagasta sabe lo que se hace. Se gana mucho más siendo moderado. El sistema sólo podrá cambiarse desde dentro, gradualmente -replicó el joven subinspector-. Práxedes Mateo Sagasta ha sabido evolucionar desde los postulados más radicales de su inicial militancia política hasta la moderación que ha de traer la modernización del país. Incluso Cánovas, con el que no simpatizo, ha sabido vislumbrar que necesitamos un período de estabilidad para poder salir adelante. La idea de esta monarquía parlamentaria fue suya, él trajo al rey y creo que cumplirá su parte garantizando la alternancia de los dos partidos en el poder. Debemos ser pacientes y cambiaremos el mundo.
– Bueno, bueno -dijo Mariana-. Dejémonos de política y juguemos a algo. Yo elijo el juego.
Pasaron el resto de la tarde jugando a la berlina. Una distracción que consistía en que todos los invitados permanecían sentados cerca unos de otros, excepto uno de los jugadores que lo hacía aparte, «en la berlina». Entonces todos formulaban una frase ocurrente o un dicho que alguien se encargaba de transmitir al ocupante de la berlina. Éste debía averiguar quién había pronunciado cada frase y, si acertaba, el desenmascarado pasaba a sentarse aparte para «pagar» por haber sido identificado. Era un juego inocente que resultaba divertido si los participantes eran ingeniosos y si reinaba, como solía, el buen gusto. Todos reían divertidos ante la perplejidad que mostraba don Alfredo, porque siempre era descubierto a causa de sus frases y dichos en los que de continuo atacaba a su odiado Lagartijo. Parecía un niño cuando hablaba de toros. Víctor se sintió amparado y querido con aquellos nuevos amigos. Él no sabía lo que era tener una familia como aquella. Se felicitó de haber entrado en la vida de aquella buena gente.
Una tarde, a principios de mayo, sucedió algo que hizo que Víctor saliera de la rutina. Hasta entonces se hallaba perdido, sin rumbo, pero desde aquel momento encontró una ilusión que no era malgastar la paga en los prostíbulos de Embajadores o de la plaza de las Armas. Ocurrió deambulando por el Paseo del Prado, junto a la elegante verja que lo separaba del Jardín Botánico que construyeran en su tiempo Francisco Arrillaga y Pedro José de Muñoz. Mataba el tiempo escuchando entre los corros a la gente, que se mostraba consternada por un suceso acaecido en Carabanchel: al parecer, un matrimonio de jóvenes había acudido a visitar a los padres de ella, ancianos y enfermos, cuando la casa se había derrumbado con todos dentro. Una tragedia.
Paró en un puesto y pidió una clara con limón para refrescarse. Fue entonces cuando, bajo el frescor de la sombra de los inmensos árboles y embriagado por la combinación de fragantes olores primaverales procedentes del magnífico jardín, Víctor Ros Menéndez se enamoró. La vio venir mientras saboreaba el ligero aroma alcohólico de su cerveza con gaseosa. Iba acompañada por su ama y caminaba con la sombrilla apoyada con gracia en el hombro derecho. La joven sonrió al ver a unos pilluelos que hacían rabiar a un perro de aguas que alguien había atado a la verja ornamental que rodeaba al Botánico. Le pareció un ángel. Su risa era agradable, fresca y suave. Su boca, su dentadura y sus labios, perfectos. El cabello, recogido en un moño y tocado por un discreto sombrero azul, parecía del color del trigo bañado por el sol de verano. Sus ojos eran claros y su talle esbelto. Tenía las mejillas algo sonrosadas.
– Vamos, Clara -dijo el ama con voz severa.
La chica, que había quedado rezagada, se apresuró a ponerse a la altura de su aya. Pasó junto a él dejando en el aire un maravilloso olor a lavanda.
Víctor quedó petrificado.
Las siguió hasta el Salón del Prado, una amplísima explanada de sección rectangular que acababa en una amplia plaza con una fuente circular en el centro, La Cibeles, un proyecto de Ventura Rodríguez desarrollado a instancias de Carlos III. Estaba situada sobre una gradería circular de cuatro peldaños y rodeada por una verja que impedía el acceso directo a la fuente. Al principio, ésta sólo constaba del carro con la estatua; más adelante se añadieron los dos leones, Atalanta e Hipomecos. A Víctor le parecía hermoso aquel inmenso conjunto, orientado hacia la otra fuente que señalaba el fin del Salón, la de Neptuno.
El Salón del Prado estaba situado entre San Jerónimo y Alcalá, entre Cibeles y Neptuno y allí se daba cita cada tarde el todo Madrid. Algunos privilegiados paseaban por un espacio dotado de bancos que llamaban «el gabinete» o «París», debido a la muy distinguida concurrencia que se daba cita en dicho lugar. Otros miembros de la nobleza o la alta burguesía preferían caminar por la zona más amplia o despejada, junto a los coches, donde también se podía hacer ostentación de carruajes y monturas, mientras que el pueblo llano, por su parte, debía conformarse con pasear en la arboleda próxima a San Fermín. Desde allí precisamente, Víctor Ros vio que la moza se reunía con su familia. Un hombre de edad -debía de ser el padre-, de porte aristocrático y poblado bigote, una distinguida dama -pensó que sería la madre, pues se le parecía- y una pareja de jóvenes que, a juzgar por su actitud, pelaban la pava. La carabina volvió por donde había venido y la joven y sus cuatro familiares caminaron durante un buen rato por el paseo. Víctor intentó no mirar con mucho descaro. No era educado.
Aquella misma noche fue a ver a la Valenciana.
Apenas tres días tardó Víctor en averiguar cuanto quería sobre la bella joven y su familia. Ella se llamaba, en efecto, Clara. Clara Alvear. Acababa de llegar de un prestigioso internado suizo en el que había permanecido tres cursos y contaba veinte años de edad. En su reaparición en sociedad había causado una gratísima impresión al Madrid más selecto, en el que ya se rumoreaba que el padre de la joven andaba a la busca de algún pretendiente de postín para su hija. Gracias a sus contactos, a los archivos de la Dirección General de Seguridad y a algún dinerillo invertido en sobornar a un par de cocheros -los mejores y más fiables observadores de toda la capital-, el joven subinspector pudo saber que el progenitor de la joven era don Augusto Alvear, conde de Teresillas, un noble asturiano venido a menos que desempeñaba el cargo de subsecretario de Fomento con más pena que gloria. Hombre políticamente conservador, había casado con doña Ana Escurza, duquesa de Castrobeniel, una mujer piadosa y tradicional que le había dado dos hijas, Aurora y Clara. La joven Aurora había sido prometida a Donato Aranda, hijo de don Antonio Aranda, «el Rey del Lino», un empresario de origen catalán famoso por sus factorías de Martorell y por sus continuas fiestas, cacerías y alardes que no tenían otro objetivo que conseguir que su primogénito emparentase con alguien de la alta sociedad y lograra un título nobiliario.
En el azaroso siglo que corría, muchas familias de la considerada nobleza tradicional habían visto cómo disminuía su patrimonio como resultado de la irrupción en sociedad de una nueva clase, la alta burguesía, toda una panoplia de nuevos ricos que gracias a lucrativas gestiones comerciales, inmobiliarias e industriales, habían llegado a amasar fortunas de proporciones grandiosas. Como la nobleza al uso debía su riqueza a la propiedad de enormes fincas en provincias, abandonadas e improductivas, ya que la actividad agrícola comenzaba a ser menos rentable que otros tipos de operaciones mercantiles, dicho estrato social comenzó a ver cómo iba mermando su riqueza hasta tener que malvender sus tierras y latifundios para poder mantener el elevado y lujoso ritmo de vida propio de la capital del reino. Sostener varios coches, caballos, servidumbre, dar fiestas, asistir a la ópera y al teatro era algo muy costoso que, indefectiblemente, terminaba por vaciar la bolsa de la familia más acaudalada. Además, la irrupción de la burguesía en la vida de sociedad había elevado el listón de celebraciones, ágapes y bailes. Muchas familias nobles se habían arruinado por ello. Al principio, la actitud de la aristocracia madrileña fue clara, no se permitió el acceso de los advenedizos a los círculos más selectos, pero poco a poco fueron muchos los que comprobaron que el contacto con los nuevos burgueses les reportaba evidentes y jugosos beneficios. Los recién llegados no tenían inconveniente en gastar el dinero a manos llenas si con ello conseguían ser aceptados en la alta sociedad, por lo que muchos de ellos comenzaron a emparentar con la rancia nobleza adquiriendo los unos un título nobiliario que tanto ansiaban y, los otros, unos caudales que les permitían seguir adelante y mantener su elevado tren de vida.
Tal era el caso de don Augusto Alvear, quien, al decir de las malas lenguas, se había visto obligado a vender la casona familiar que heredó en Asturias, así como sus tierras en el Principado y una enorme finca de Extremadura que correspondió en herencia a su esposa. Por ello, para mantener el nivel de vida en la corte y para reponerse de las pérdidas que al parecer había sufrido en la Bolsa, don Augusto había prometido a su primogénita con el hijo del Rey del Lino, otorgándole una dote testimonial y recibiendo por el casamiento una suma que los más osados cifraban en unos cinco millones de reales. Ése era el precio que había pagado el rico industrial de Martorell para que su hijo, Donato, abogado de prestigio, heredara el título de conde de las Teresillas al fallecimiento de su empobrecido suegro. Se rumoreaba que don Augusto había perdido un dineral en el famosísimo Timo de doña Baldomera, asunto que Víctor conocía a la perfección, pues el caso había sido resuelto el año anterior con diligencia por don Alfredo, quien le había contado todos los detalles. Al parecer, doña Baldomera, una de las hijas del célebre escritor y periodista Mariano José de Larra, había fundado en 1876 un banco en el que prometía beneficios de a duro por peseta invertida. Al principio, la inteligentísima timadora pagaba religiosamente, por lo que miles de madrileños se lanzaron en masa a invertir sus ahorros en aquel negocio seguro. De entre todos los delincuentes, Víctor sentía cierta simpatía por los timadores, gente que utilizando su ingenio era capaz de levantar el dinero a sus cándidas víctimas sin derramar una sola gota de sangre. Doña Baldomera había tendido hábilmente el anzuelo y la mayoría de los timados no fueron víctimas sino de su propia codicia. El 1 de diciembre de dicho año, la señora acudió al Teatro de la Zarzuela; a la salida le esperaba un carruaje que la condujo a Pozuelo, desde donde tomó un tren que la llevó hasta París con un botín inmenso: ¡ocho millones de reales! Más de uno llegó incluso a suicidarse al comprobar que sus ahorros de toda la vida habían volado. Y don Augusto era uno de los timados. Pobre tonto…
La familia Alvear habitaba en un regio y espacioso caserón situado en la calle de Santa Isabel y todo hacía suponer que el patriarca de aquella estirpe pondría en breve a la venta el título de su mujer, la duquesa de Castrobeniel, prometiendo a su segunda hija, Clara, con algún rico heredero que permitiera a la familia Alvear continuar viviendo en la opulencia. De hecho, Víctor había detectado ya la presencia de dos o tres moscones que pululaban alrededor de la familia en sus paseos vespertinos por el Prado. Es más, había uno que le había parecido un rival peligroso. No por apuesto o bien parecido, ya que el caballero en cuestión debía de rondar la cuarentena y estaba entrado en carnes, sino porque hacía continua ostentación paseando a caballo por el Salón del Prado. Un día lo hacía a lomos de una inmensa, blanca y bella jaca jerezana, otro montando un purasangre irlandés y los más guiando un magnífico tronco inglés enganchado a una maravillosa calesa que tenía embobadas a las damas más distinguidas de Madrid. En suma, Víctor sabía que hacer realidad aquel amor era algo imposible. Lo más probable era que no llegara a cruzar ni una palabra con la joven en toda su vida de abnegado funcionario policial, pensaba mientras se consumía contemplándola en sus idas y venidas por el Prado o Recoletos. Apuraba cada segundo en los breves momentos en que se cruzaba con ella, como el que vive su último día en esta tierra, y se sentía solo y deprimido en este mundo complejo y materialista. ¿Se había enamorado? Nunca había pensado que algo así pudiera ocurrirle a él, tan racional, tan frío. Se volcaba mucho en su profesión, su verdadera ilusión, y luchaba a diario por mejorar, por formarse, por leer hasta el último detalle de los casos de más eco que resolvían los más afamados investigadores del Viejo Continente. Su trabajo era su vida y, al parecer, sin darse cuenta, comenzaba a sentir algo por Clara Alvear que le nublaba el seso. ¡Qué tontería! Si no la conocía… El amor era algo extraño, sin duda. Era fácil juzgar desde fuera los sentimientos de los demás, como si fueran pequeñas hormigas atrapadas por su inevitable fuerza. Algunos delinquían por amor, robaban, mataban. Era sencillo reírse de aquello, compadecerse de aquellos simples y pobres mortales que se comportaban como idiotas por amor. Desde la atalaya de la razón siempre se había creído, en el fondo, por encima del bien y del mal. Ahora comenzaba a recibir una buena dosis de humildad. No era tan fácil cuando le ocurría a uno mismo. Aquello no era racional ni por asomo. Sólo pensaba en verla, en acercarse al Salón del Prado a arrancar una mirada suya, a contemplar de reojo su bello rostro, a escuchar su risa.
Se sentía como un idiota. ¿Cómo se había ido a enamorar de una joven de la alta sociedad? Intentó mejorar su aspecto encargando un par de levitas en el taller del sastre Utrilla, situado en las Cuatro Calles. Según se decía, cortaba los mejores trajes de Madrid. Era caro, pero merecía la pena.
Por lo menos, en las tertulias daba rienda suelta a esos sentimientos de rabia y repulsa hacia los poderosos, la Iglesia y la Monarquía, que mantenían al país en ese estado de atraso, penuria y tradición, que amenazaba con llevar a toda la nación a la debacle. Por ejemplo, la situación en las colonias no era buena. Y se hacía saber en la Fontana o en el Iberia que ni la Armada ni el Ejército se hallaban en condiciones de resistir, y mucho menos vencer, en ninguno de los conflictos que se perfilaban como inevitables. Víctor compartía este parecer, pero la mayoría de los tertulianos -incluidos algunos liberales de postín- tachaban dichos argumentos de demagogia derrotista.
En el trabajo se podía decir que le iba bien. En un oficio donde la brutalidad era la conducta más habitual, los métodos del joven detective, su don de gentes, su inteligencia, su capacidad de observación y su extraordinaria facilidad para recordar de memoria hasta el más mínimo de los detalles de un caso, comenzaban a otorgarle un prestigio y una aureola de prometedor agente que a veces lograba hacerle olvidar sus penas de amor. Y así pasaban los días.
Corría la tercera semana de mayo entre jornadas de intenso debate político, pues el gobierno quería sacar adelante la Ley de Imprenta que debía instaurar la censura previa y obligaba a los periódicos a publicar las comunicaciones oficiales donde el Gabinete Ministerial quisiera. Algo inaceptable para los liberales como Víctor, que consideraban aquello como una agresión peor aún que el decreto de prensa de 1875. Era evidente que se acercaban tiempos de debate, de confrontación política, y el Gobierno quería asegurarse el apoyo de la prensa. Las aguas andaban revueltas.
El vulgo, por su parte, parecía excitado por el extraño suceso del soldado que se había arrojado desde el viaducto de la calle Segovia. Víctor había llevado el caso; el joven militar, perteneciente al cuerpo de ingenieros, había muerto en el acto, y en el bolsillo se le encontró una tarjeta que decía: «Querido tío, adiós; no os he olvidado ni un momento porque habéis sido mi consuelo.» La gente de la calle estaba consternada, pues eran catorce los que se habían suicidado de la misma manera. Ya circulaban chismes de viejas al respecto.
Fue entonces cuando Víctor recibió una visita inesperada: Lola «la Valenciana» fue a verlo al ministerio. Un conserje le avisó entre risitas diciéndole que una joven lo aguardaba en la planta baja. El subinspector bajó de inmediato y se dio de bruces con la prostituta. Iba sin maquillar y vestía con mucha discreción. Nunca la había visto así, de manera que se sorprendió al ver a aquella Venus vestida como una joven sirvienta más de las que pululaban por Madrid. Aun así era guapa, lozana. De tez algo bronceada y pómulos salientes y apetecibles labios.
– Hombre, Lola, ¡cuánto bueno! -dijo él, algo cortado por las miradas de sus compañeros-. Pase usted por aquí, pase.
El joven policía entreabrió la puerta de la sala de visitas y haciendo un ademán con la diestra introdujo con prontitud a la chica en el cuarto, una estancia impersonal, de paredes desnudas, mal pintadas y sólo amueblada por una rústica mesa y cuatro sillas.
– Toma asiento, Lola -dijo con amabilidad Víctor.
– Gracias, subinspector -dijo ella con cierto retintín por el evidente embarazo con que la había recibido él.
– ¿Quieres que te traigan algo? Agua, café…
– No, gracias.
Él giró una silla y se sentó en ella al revés, con las piernas abiertas y apoyando los codos en el respaldo de la misma.
– Dime, ¿ocurre algo?
– Sí. Y algo gordo, muy gordo.
– ¿Estás bien? -preguntó él alarmado.
– No, no, yo estoy bien.
– ¿Entonces?
– Ha aparecido otra.
– ¿Otra?
– Otra chica muerta.
– ¿Otra chica muerta? -repitió él algo extrañado-. ¿Quién? ¿Dónde?
– Una carrerista de Embajadores, una «arrastrá».
– ¿Y?
– La encontraron ayer, tirada como un perro en un solar, en Carabanchel. No sé dónde vamos a ir a parar, al final nos matarán a todas.
– ¿A todas?
– Sí, Víctor; eres policía, ¿no?
– Mira, Lola, llevo aquí poco tiempo y no estoy al corriente de todo lo que ocurre en Madrid, ¿sabes?
– Ya, la muerte de unas cuantas putas es algo que no importa a nadie.
– Espera, Lola, espera, no sé muy bien de qué estás hablando. ¿Cuántas chicas dices que han muerto?
– Tres.
– ¿Y tú las conocías?
– A la segunda, Engracia.
– ¿Y quién ha llevado el caso de tu amiga?
– Un tal Matías, de Chamberí.
– Sí, lo conozco, es un cabestro. -Víctor sacó una libretita del bolsillo interior de su chaqueta-. Supongo que quieres que te ayude.
– No estaría de más.
– Puedo preguntar a mi compañero Matías, sí. Dime los nombres de esas chicas.
– La primera era una pajillera de los bajos de Atocha. Rondaba los cuarenta y tenía sífilis: la Antonia; yo no la conocía.
– ¿Sabes algo más de ella?
– No, pero podría enterarme de dónde vivía.
– Vale, bien. La segunda, tu amiga.
– La Chelito.
– Nombre y apellidos.
– María Engracia Pérez Hernández; era de Cuenca, tenía veinte años y llevaba toda su vida haciendo la calle.
– ¿La conocías bien?
– Sí, llegamos juntas a Madrid.
– Pero ella terminó en la calle y tú en burdel de lujo.
– Sí, hijo mío, la que vale, vale.
– Perdona, Lola, no era ni mucho menos un reproche. Lo decía porque tu situación en una casa respetable es menos expuesta que la de estas chicas que están en la calle.
– No creas, hay cada bestia… Pero sí, no tengo que temer que me raje la cara cualquier chulo, como ellas. Y en cuanto a lo del reproche, estaría bueno que te permitieras echarme en cara que soy buena en el oficio, cuando vienes a verme tan a menudo.
– Tienes razón, Lola -dijo él bajando la vista algo avergonzado-. ¿Dónde vivía?
– Tenía alquilado un piso de mala muerte entre la fábrica de gas y el matadero.
– ¿La chuleaba alguien?
– Sí, un degenerado, Adrián «el Marsellés». Le tenía sorbido el seso. La explotaba.
– ¿Pudo ser él?
– No creo, porque, ¿y las otras dos?
– Sí, tienes razón. De todas maneras tendré que hablar con el tal Adrián. ¿Tenía familia tu amiga?
– No. Por eso vino a Madrid.
– Ya, es lo corriente. -El policía se sintió tentado de preguntar a Lola si mantenía algún contacto con su familia, si se sentía sola. Pensó que era mejor no hacerlo. No debía hurgar en la herida-. Cuéntame lo de la tercera -añadió.
– Ayer la encontraron, llevaba desaparecida una semana. Trabajaba por la noche; subía a los coches de los que buscan servicios baratos donde surgiera: en Embajadores, en el Retiro o a las afueras.
– ¿Sabes cómo se llamaba?
– Ni idea, pero me puedo enterar. Trabajaba en la Fábrica de Tabacos de Embajadores. Como comprenderás, todas las compañeras están muy alarmadas. Tenemos la sensación de que las autoridades no se van a interesar mucho en resolver estos crímenes, y por eso he venido a verte.
– No te preocupes, haré lo que pueda. Pero de antemano te digo que poco se podrá averiguar. No te ofendas, pero ¿sabes cuántas prostitutas mueren en Madrid al cabo de un año? Hay más de dieciocho mil putas en esta ciudad. Y tú me hablas de tan sólo tres en…
– En un mes.
– No te enfades, pero es raro el mes que no encuentran alguna chica muerta, ya sabes, los chulos, un amante celoso, cualquiera puede hacerles daño. En fin, este mundo vuestro es así de duro. Ten en cuenta que la mayoría sois mujeres pobres, sin familia, nadie se interesa por vosotras.
La chica miró a Víctor con aire desvalido. Sus profundos y bellos ojos marrones traspasaron al subinspector como leyendo en su interior. Se sintió en la obligación de ayudar a la chica. Parecía asustada. ¿Qué otra cosa podía hacer?
– Miraré a ver qué puedo averiguar por ahí. Si me dejan, claro.
– Gracias Víctor, no esperaba menos de ti.
Víctor sabía que el encargado del caso, Matías, era un auténtico descerebrado. Había llegado a ejercer como policía secreta más por su bestialidad que por su perspicacia, y desde el primer momento se cerró en banda ante las preguntas del joven subinspector. Víctor lo citó en el café de la Princesa, en la calle Carretas, donde el pasaje de la Murga, y tomaron asiento en una mesa apartada, al fondo. Mientras el joven subinspector degustaba un humeante café solo acompañado de un cigarro, el animal de Matías se echó al coleto un par de aguardientes. Y eso que no eran más que las nueve de la mañana. El mismo Víctor pensaba que aquellas muertes entraban dentro de lo cotidiano y usual en el sórdido mundo de los bajos fondos madrileños, pero había prometido a Lola investigar el asunto. Matías comenzó diciendo:
– ¡Qué importan unas putas muertas, Ros!
– A mí sí me importan -dijo de manera cortante Víctor, sin poder evitarlo; le desagradó el comentario: para él, todos los seres humanos eran iguales y la policía debía perseguir los delitos independientemente de quién fuera la víctima y quién el agresor.
Matías, aflojándose más aún el nudo de la arrugada corbata, barbotó entre risas:
– Pues poco hay, las tres murieron de una puñalada en el costado. Sería cosa de su chulo.
– ¿Tenían el mismo proxeneta?
– No sé.
– ¿No lo investigaste? -inquirió con expresión incrédula el subinspector.
– Pues no.
– ¿Les habían rajado la cara?
– No, creo que no.
– ¿Y no te parece que el hecho de que las tres murieran a causa del mismo tipo de herida indica que pudo matarlas la misma persona?
– Sí, parece lo más probable -asintió el otro mirando como un obseso a una joven que pasó junto a ellos acompañada del que debía de ser su marido.
– ¿Y?
– Que sería cosa de su chulo, un chulo rival, algún acomplejado… ¡qué se yo!
– A las muertas, ¿las examinó algún forense?
– Sí, pero poca cosa, para certificar la muerte y eso.
– ¿No se las sometió a ningún examen? Me refiero a fondo.
– ¿Para qué?
– ¿Y los cuerpos?
– Las enterraron sin tardanza. Total, ninguna tenía familia. Fueron a parar en donde los suicidas y los vagabundos, ya sabes.
– Todo el mundo se merece un entierro digno.
– Supongo que sí, Ros. ¿Te importa si pido otra?; tengo sed.
– Claro, claro -dijo pensativo Víctor-. ¿Y las pertenencias de las chicas?
– Quedaron en el depósito, tres meses, por si alguien las reclama.
El camarero trajo el tercer aguardiente para Matías, por lo que Víctor hizo una pausa. Cuando quedaron a solas preguntó:
– Matías, ¿podría echar una ojeada a los informes?
– ¿Qué informes? -dijo el grandullón policía soltando una carcajada.
– Los de las tres muertes.
– Ros, despierta, ¡son putas!
– No hay informe alguno, claro -dijo Víctor con resignación.
– Pues eso. -Matías se endosó la copa de un trago-. Mira, estimado colega, me has pillado al paso de refilón porque casualmente tenía que venir a Sol a hacer una gestión, pero tengo algo de prisa, así que ¿se te ofrece algo más en relación con el caso?
– No, es suficiente; gracias por tu ayuda, compañero -contestó con estoicismo el subinspector, viendo que no sacaría nada de aquel energúmeno semianalfabeto.
– Pues hala, ya sabes dónde me tienes -se despidió levantándose el policía de Chamberí.
Víctor vio salir a su compañero de oficio del café y lo siguió con la mirada. Era triste que una simple puta como la Valenciana le hubiera proporcionado más información sobre el caso que un auténtico profesional que supuestamente había llevado la investigación. Aunque, mejor dicho, ¿qué investigación? No quería engañarse, aquello no interesaba a nadie. En algo tenía razón Lola: el asesino había sido el mismo en los tres casos. Tres putas asesinadas en un mes de una puñalada en el costado eran más que suficiente para corroborar que un tipo andaba matando meretrices, pero ¿en qué costado recibieron la fatal herida?; ¿habían abusado de las tres mujeres? Era evidente que faltaban datos. Las tres habían sido inhumadas. Quizá las matara algún chulo, alguien que estuviera intentando hacerse un hueco en el negocio labrándose fama de duro y despiadado. Decidió llamar a Ignacio, un joven cochero a quien utilizaba a veces de confidente, al que conocía desde que era un crío, de La Latina. Necesitaba saber si se decía algo sobre el particular en los bajos fondos. Además, alguien tenía que traerle las pertenencias de las putas desde el depósito del cementerio. No quería presentarse ante la Valenciana sin haberlo intentado al menos. Aunque sólo fuera eso, intentarlo. Se sintió culpable al ver que la propia policía, sus compañeros, no se tomaban aquel asunto en serio. ¿Es que no tenían en cuenta el valor de una sola vida humana? Aunque se tratara de una simple puta, bueno, de tres, a él sí que le importaba el tema. Estaba un poco deprimido así que aquella noche se fue al Teatro de Variedades para ver La sombra de Torquemada de Antonio Bermejo.