Capítulo 12

De camino al palacete del marqués de Salamanca y en medio del traqueteo que el adoquinado producía en el coche de caballos de don Horacio, Víctor no pudo evitar romper el silencio para decir:

– Perdone, señor comisario, pero si se me permite, me gustaría hacerle una pregunta que…

– Diga, joven, diga.

– Pues bueno, el caso es que usted mismo me ordenó que no continuara con las pesquisas sobre las prostitutas muertas, y ahora, en cambio, se muestra interesado en el caso.

El bueno de don Horacio Buendía rió a carcajadas. Parecía divertido.

– Claro, hombre. Según parece, ese tipo asesinó a María de los Ángeles de Pelayo, una joven de buena familia.

– ¿Sabía usted que, según mis cálculos, este vil asesino ha matado a más de veinte prostitutas en menos de dos años y medio?

– Sí, claro, he leído su informe con toda atención. ¿Y…?

– Pues que no se interesa usted por la muerte de veinte chicas y, en cambio, la de una sola provoca que nos tomemos en serio el caso.

– ¿Otra vez con esas tonterías? Creo que ya se lo expliqué claramente en mi despacho: esas pobres descarriadas no le importan a nadie; ahora bien, no podría permitirme que se supiera que no se ha investigado la muerte de la hija de don Cosme de Pelayo por mi culpa. Eso podría costarme el puesto.

– Ya.

– Sí, joven -añadió Buendía con tono condescendiente-. Sé lo que piensa, pero la vida es así y siempre será así; ¿o acaso no sabe usted, a su edad, que el ejército, la Iglesia, la policía y hasta el mismo Gobierno están al servicio de los poderosos?

– Sí, lo sé.

– Pues entonces, hombre, déjese de tonterías y trinque a este asesino. No piense tanto, actúe, amigo, actúe.

– ¿Y el caso de la calle San Nicolás?

– También, claro. Además, ahí trabaja usted con Blázquez. Está usted perfectamente cualificado para llevar adelante los dos trabajos. Y no se hable más.

En aquel momento, el coche llegaba a la pequeña rotonda que daba la bienvenida al palacio del marqués de Salamanca, un moderno y llamativo palacete situado en Recoletos, al que acudían por decenas los carruajes de los ilustres invitados a la recepción de aquella noche. Los dos policías bajaron ante la puerta. El palacio estaba construido en dos alturas y mostraba bien a las claras que era la casa de un hombre pudiente. Don Horacio y Víctor accedieron a la balaustrada que, formada por tres amplias puertas de grandes cristaleras, daba paso al lujoso recibidor. Al ver que no vestían de etiqueta -Víctor llevaba un traje beige de mezclilla y don Horacio una levita gris oscura-, uno de los sirvientes se les acercó y les pidió que se identificaran.

Don Horacio hizo saber al criado quién era y le pidió que avisara al mismísimo marqués. Así lo hizo. Mientras esperaban algo cohibidos por el ir y venir de señoras y caballeros por aquella amplia estancia, Víctor reparó en los lujosos vestidos de las damas, que lucían sus más vistosas alhajas. También destacaba la elegancia de los caballeros, todos ellos vestidos, cómo no, de frac. El joven policía pensó que uno solo de aquellos trajes valía más que su sueldo de dos meses. Ironías del destino.

– Hombre, don Horacio -dijo el marqués tendiendo la mano al comisario al que todo Madrid conocía.

El anfitrión de aquella recepción era un hombre maduro, calvo y con el pelo, que aún conservaba en las sienes, plateado. Bajo su prominente nariz, a modo de pegote, se delineaban unos finos labios que más parecían una simple línea horizontal situada sobre su saliente barbilla que una auténtica cavidad bucal. Don Horacio le presentó a Víctor y dijo:

– Señor marqués, disculpe usted nuestra llegada de esta manera pero debemos ver urgentemente a uno de sus invitados: don Cosme de Pelayo.

– ¡Cómo! ¿Ha ocurrido algo?

– Me temo que así es; se trata de su hija, que desapareció hace más de un año. Creo que tenemos noticias para él.

El marqués hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y con expresión apenada contestó:

– Esperen un momento, ahora mismo vendrá.

Tras la marcha del anfitrión, un criado los llevó a los jardines de la parte trasera del palacio, donde una fuente rodeada de un amplio seto proporcionaba algo de frescor en aquella calurosa noche de agosto. Algunas parejas pelaban la pava aquí y allá y en un par de grupos algunos invitados charlaban en animada conversación, atendidos con esmero por los solícitos sirvientes del marqués.

– Bien podían habernos llevado a algún despacho, éste no es un asunto menor, ni mucho menos -comentó con fastidio el comisario.

Víctor observó que todos los miraban con mala cara, como indicándoles de manera silenciosa pero firme que estaban fuera de lugar. Al fondo, sentados en un banco, vio a don Augusto y a doña Ana Escurza hablando con un grupo de aristócratas. Se dio la vuelta para que no le vieran la cara. No tenía ganas de hablar con aquella gente.

Al poco acudió don Cosme. Era un individuo grande, enorme, de amplia cabeza, calvo y con una sola ceja negra y poblada que, surcando su frente, le daba un aire fiero y amenazador. Tendió una de sus enormes manazas y estrechó con firmeza las de los dos policías. Al parecer, y según decía don Horacio, aquel hombre había ganado una verdadera fortuna comerciando con las Américas. Poseía una flotilla comercial anclada en Pajares.

– ¿Ha sucedido algo malo?

– Me temo que sí, don Cosme -contestó don Horacio en tono servicial-. Tenemos noticias sobre su hija, María de los Ángeles.

El rico comerciante miró a uno y otro lado, como el que teme ser escuchado, abrazó por el hombro a don Horacio y se encaminó con él hacia una zona donde la vegetación del jardín se hacía más tupida. Allí, lejos de oídos indiscretos, se sentó en un banco que quedaba al abrigo de un inmenso baladre e indicó a los policías que tomaran asiento. Víctor permaneció de pie. Quería poder observar las facciones del hombre en cuestión.

– Ustedes dirán.

Don Horacio habló quedamente:

– Mire, don Cosme. Han aparecido los restos de una mujer. Hemos repasado los archivos, y pensamos que puede tratarse de su hija.

– ¿Mi hija? ¡Qué tontería! ¡Mi hija no está muerta! ¿De dónde se sacan ustedes que ese cuerpo puede ser de mi María de los Ángeles?

Víctor tomó la palabra. Intentó hablar respetuosamente.

– Su hija desapareció el mes de julio del pasado año. Sabemos que los restos pertenecen a una joven que murió asesinada en esas mismas fechas.

– ¿Y cómo diablos saben ustedes cuándo murió? ¿No dicen qué sólo son unos restos?

– Métodos científicos -sentenció Víctor muy seguro de sí mismo.

– Bah, paparruchas. ¿Y por qué afirman ustedes que ésa es mi hija?

De pronto, y para sorpresa de don Horacio, el joven subinspector dijo:

– El cuerpo es de una joven adinerada. Llevaba dos muelas de plata.

– ¡Ah! -exclamó don Cosme, muy pagado de sí mismo-. Ahí han errado ustedes de pleno. ¡Tanta ciencia, tanta ciencia…! Deberían informarse un poco antes de dar sobresaltos a la gente decente. ¡Qué desfachatez! ¡Sepan que el ministro sabrá de su incompetencia! ¡Pueden darse por despedidos! Mi hija, queridos señores sabelotodo, de pequeña, comía muchos dulces y a causa de ello se le pudrieron los dientes, en efecto, pero María de los Ángeles llevaba cuatro muelas de oro y no dos de plata. Siempre lo mejor, es mi lema. ¡De oro! ¡De oro! Así que, ¡hala, asunto resuelto!

El gigantón se había levantado, pero don Horacio permaneció sentado. Él y Víctor se miraron asintiendo. El comisario parecía sentirse orgulloso de su subordinado.

– ¿Qué? ¿Qué pasa ahora? -espetó don Cosme.

– El cuerpo que se ha encontrado tenía las muelas de oro. Cuatro -contestó don Horacio.

El comerciante montó en cólera:

– ¡No puedo creerlo! Pero ¿con quién se creen ustedes que están hablando? ¡Esto les va a costar caro, muy caro!

Víctor interrumpió al enfadado padre para decir:

– Su hija se rompió un brazo siendo niña, ¿verdad?

El otro quedó inmóvil, blanco, como el que ha encajado un puñetazo. Le costó recobrarse.

– Mire, caballerete -replicó-, déjese de monsergas y tonterías conmigo, porque…

– Su hija fue madre -agregó con rudeza el joven policía.

Don Cosme se quedó mudo.

Víctor siguió hablando:

– Mire, don Cosme. Me hago cargo de que éste es un mal trago, pero negar la realidad no nos va a devolver a su hija. Soy policía, mi dignidad profesional me obliga a guardar silencio de los detalles más delicados de los casos que investigo. Sólo quiero dar con el hombre que mató a su hija, y para eso necesitamos su ayuda. Veo que teme usted el escándalo, pero si se empeña en negarlo todo, el alboroto será aún mayor; la ley sigue su curso y tarde o temprano el asunto saldrá a la luz. ¿No ve usted que sólo queremos ayudarle? Necesitamos hablar con usted. Por favor, ayúdenos a cazar a ese bastardo…

Don Cosme se quedó mirando a aquellos hombres por un instante. Parecía haber entrado en razón, tenía los ojos enrojecidos y una visible apariencia de cansancio se había apoderado de él. De repente, su rostro adquirió un tono purpúreo por la rabia.

– ¡Váyanse al cuerno! -dijo, tras lo cual se giró y volvió a la casa.

Los dos policías quedaron mirándose.

– No entra en razón -dijo el más joven.

– No. Tendré que llamar mañana al ministro para que hable con él -repuso don Horacio-. Vamos, hijo.

Justo cuando el comisario hacía ademán de levantarse del banco, un sonoro y desgarrador grito rasgó la noche y Víctor dirigió la mirada al lugar en que momentos antes había visto a los Alvear. Allí, en el suelo y cubierto de sangre, se hallaba don Augusto; su mujer intentaba socorrerlo, mientras un joven, con levita negra, camisa blanca y corbata de lazo azul, gritaba sujeto por dos criados:

– ¡Tienes las manos manchadas de sangre, Augusto Alvear!

Los dos policías corrieron al lugar de los hechos. A lo lejos, en el salón principal de la casa, un cuarteto de cuerda interpretaba a Vivaldi.

Don Horacio se hizo cargo del herido y ordenó a Víctor:

– ¡Reduzca a ese energúmeno!

El agresor se zafaba por momentos del fuerte abrazo de los criados, pues, pese a tratarse de un joven menudo, con bigotillo e incipiente perilla, luchaba como un león por escapar. El subinspector llegó donde el forcejeo y, con calma y naturalidad, golpeó al preso en la entrepierna con la empuñadura de su bastón, un bello pomo de suave mármol, pesado y contundente que, como instrumento de defensa personal, le había sacado de apuros en más de una ocasión. El agresor se dobló como un junco y cayó al suelo sin resuello.

Víctor centró entonces su atención en el herido, que ya había sido trasladado a un sillón en el interior de la casa.

– No es más que pintura roja -dijo don Horacio con desgana mientras llevaban un vaso de agua con anís para don Augusto.

Doña Ana Escurza se volvió y dijo al joven subinspector:

– Vaya, don Víctor, está usted en todas partes.

– Es mi trabajo.

¿Habría acudido Clara a aquella fiesta? Miró en derredor, pero no la vio entre el gentío. Al ver que sólo se trataba de una gamberrada, los dos policías salieron al jardín; dos agentes que habían acudido corriendo desde Recoletos se hacían cargo ya del loco que había montado aquel escándalo.

– Un momento -dijo Víctor a los agentes que se llevaban al preso, y se dirigió a éste para preguntar-: Usted, ¿cómo se llama?

– Fernando Hernández.

Víctor quedó pensativo viendo cómo se alejaban con el detenido.

– ¿Vamos? -preguntó don Horacio-. Mi coche espera.

– Prefiero volver paseando a casa. No está lejos.

– De acuerdo. Por cierto, joven…

– ¿Sí? -dijo girándose Víctor, que ya echaba a andar.

– Ha estado usted muy bien. Ya sabe, con don Cosme. Muy bueno lo de las muelas de plata, le ha sonsacado hábilmente lo que queríamos saber.

– Sí, tuve suerte. Pero creo que hemos confirmado que el cuerpo de esa desgraciada es el de María de los Ángeles de Pelayo.

– Verá usted que tratar con los aristócratas es asunto difícil. No es como apretar las tuercas a un chulo de Vallecas.

– Me voy dando cuenta, don Horacio.

– A pesar de ello, sabe usted presionar cuando hay que presionar y ceder cuando es necesario. Es usted un tipo inteligente. Quizá demasiado. No se me tuerza con esas ideas liberales y le auguro un brillante futuro en este negocio. Ha hecho usted un buen trabajo esta noche, joven.

– Gracias, don Horacio, pero no veo las cosas tan claras como usted.

– Vaya a casa, vaya y descanse. Y buenas noches.

– Buenas noches.

Dicho esto, Víctor echó a andar hacia su pensión. Pensó en ir donde Lola «la Valenciana», pero necesitaba dormir. Aquellos dos casos se complicaban y, por primera vez en mucho tiempo, comenzaba a sentirse confuso. Ahora había aparecido en escena el amante desengañado, el verdadero amor de Aurora. Parecía un joven vehemente en lucha por algo que nunca podría alcanzar. ¿Cómo iba a poder casarse un don nadie como aquel con la hija de los Alvear? Pensó en sí mismo y en Clara. Sintió pena.

Había llegado hasta el palacio de Xifré que contempló absorto por su belleza. La noche era hermosa, fresca. Algún murciélago que otro, volando despreocupado, pasaba cerca de su sombrero hongo capturando mosquitos a la luz tenue de las farolas. La luna iluminaba aquella imponente construcción. Le recordaba un grabado que había visto de la Alhambra de Granada. Las ventanas de estilo árabe, los ajimeces que las cerraban, todo le recordaba a otra época lejana y exótica. Decían que construir aquel palacio había costado una fortuna, y no le extrañaba. Se sintió embargado por la belleza del instante. Cantaban los grillos. Se fue al burdel de Rosa.


Víctor se despertó pensando que, después de haber dormido algo, el mundo se veía de otra manera. Se sentía relajado. Lola se había mostrado más ardiente aún que de costumbre, más zalamera. Se había sentido algo incómodo cuando, la noche anterior, ella le dijo que «él era especial». Aquello no le gustaba. Lo suyo con Lola era una transacción comercial, algo físico. Era una tontería pensar que una prostituta se pudiera enamorar de un cliente, conocía el paño por su trabajo y sabía que, por lo general, aquellas mujeres acababan invalidadas emocionalmente. También sabía que muchas de ellas acababan en manos de chulos sin escrúpulos, precisamente por falta de cariño.

Víctor lo negó; no era especial. Dijo a la chica que era tan miserable como los clientes que explotaban a aquellas jóvenes por un puñado de pesetas, pero ella insistió de nuevo, mirándolo con sus profundos ojazos, en que él era diferente. Doña Rosa y las demás putas le habían reprendido porque últimamente no iba mucho por allí. No se le permitió pagar. Se había convertido en una especie de esperanza para las mujeres de la calle, que lo adoraban. No sabía cómo tomárselo, la verdad. Decidió que nada hacía malo luchando por aquellas desgraciadas y se permitió algo de autocondescendencia.

Algo más animado que la tarde anterior llegó a la sede del ministerio en Sol. De inmediato bajó a los calabozos para entrevistarse con Fernando Hernández. Cuando entró en la celda en que permanecía recluido el joven músico, el detective sintió una oleada de indignación.

El pretendiente de Aurora permanecía recostado en el camastro respirando con dificultad, pero al ver entrar al policía se arrebujó bajo la manta y de un salto se alejó cuanto pudo del agente. Parecía un animalillo asustado, semiescondido en el extremo de la cama. Tenía un ojo morado, le sangraba el labio y mantenía el brazo derecho pegado al cuerpo como si lo tuviera lastimado.

– No tema, hombre.

– Le recuerdo muy bien; usted me golpeó con el bastón.

– Estaba usted fuera de sí, alguien tenía que reducirle o hubieran terminado por lastimarlo. ¿Quién le ha hecho eso?

– No sé, compañeros suyos. No se presentaron, la próxima vez les pediré sus tarjetas -respondió el músico en un tono irónico que agradó al subinspector Ros.

– ¡Cascales! -llamó Víctor al agente que solía hacer las veces de carcelero.

– Sí, señor -dijo el guardia que apareció de improviso en el umbral de la puerta.

– Avise a un médico ahora mismo. Este hombre necesita asistencia.

El guardia no se movió.

– ¿Qué pasa? -dijo con fastidio el detective.

– Señor, no sé si debo… Ordenes de arriba.

– Y yo le ordeno que avise a un médico. Asumo la responsabilidad. Tengo que interrogar a este hombre, es de vital importancia que hable con él, y por obra de mis propios compañeros, no se encuentra en condiciones. Volveré dentro de dos horas; si para entonces no lo ha visto un médico decente, prepárese -concluyó Víctor mientras salía del calabozo indignado.


El subinspector decidió hacer tiempo en su despacho, dedicado a repasar sus notas y releer el libro maldito. Estaba convencido de que era la clave de aquel caso. Pensó en el Indiano, don Diego Vicente Reinosa. Recordó la declaración de doña Remedios, la madre de Gregorio. Según la mujer decía, la aparición del misterioso holandés originó que la relación entre el Indiano y su esposa se tornara violenta y tempestuosa. Sin duda, aquel extranjero de ojos azules formaba parte del pasado del excéntrico millonario. Debía intentar averiguar lo que pudiera sobre el encarcelamiento de aquel forastero que tanto había importunado a don Diego Vicente Reinosa.

Parecía que el Indiano había salido corriendo de su casa de ultramar; ¿qué debió de haber hecho para tener que huir así?

Entonces, al hallarse bloqueada, su mente pasó al otro caso que se le había asignado. Estaba comprobado que María Ángeles de Pelayo era la víctima que habían encontrado bajo el montículo de tierra. ¿Por qué un tipo que asesina prostitutas mata de pronto a una joven decente?

Necesitaba hablar con los padres de la víctima, pero don Cosme se había cerrado en banda al respecto. Pensó que debía entrevistarse con demasiada gente y que de momento no sabía si podría hacerlo. Sin ir más lejos, en el caso de la casa encantada tenía que hablar con don Donato Aranda, el marido atacado. Con la excusa de que éste no estaba en condiciones de declarar, la familia de Aurora lo mantenía alejado, con la consiguiente pérdida de un tiempo que el policía estimaba muy, pero que muy valioso.

También necesitaba hablar con Aurora, la joven que, como una posesa, intentara asesinar a su propio marido.

Sumido en estos pensamientos, llegó al despacho que compartía con don Alfredo. Se sentó tras saludar a su compañero y le refirió lo acontecido la noche anterior en el palacio del marqués de Salamanca. Primero le habló de la entrevista mantenida con don Cosme y luego le narró el incidente de la pintura roja.

– Me temo que ese joven lo tiene muy mal. No me extraña que le hayan dado fuerte; no es bueno importunar a la gente importante.

– Estoy harto de la gente importante y sus aires de grandeza -masculló el joven subinspector mientras introducía el llavín en un cajón de su mesa para abrirlo.

– Pues así son las cosas, mi joven amigo -repuso don Alfredo.

El veterano inspector miró a Víctor. Su joven compañero, boquiabierto, contemplaba el cajón que acababa de abrir. De hecho, aún mantenía asido el tirador con su mano derecha, como si hubiera quedado paralizado.

– ¿Qué pasa? -preguntó intrigado Blázquez.

– No…, no…, no está -murmuró el joven detective.

– ¿No está? No está, ¿qué?

– El libro, el libro maldito. ¡Ha desaparecido!

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