9

Los hombres-bestias tenían más de animales que de humanos.

Cuando se detenían a husmear el aire se erguían sobre sus patas traseras, pero solían ponerse en cuatro patas para esconderse o correr. Las cabezas y hombros de aquellas criaturas eran de animales: osos, jabalíes, lobos, linces, serpientes… Toda aquella variedad de fieras superaban ampliamente en número a los soldados y se abalanzaban sobre ellos profiriendo atronadores rugidos. Jo temblaba, sacudida por el imperioso impulso de echar a correr. Pero su tembleque se detuvo al comprobar que sir Domerikos se mantenía imperturbable.

En aquel momento, el caballero instó a los ballesteros con un gesto a que lanzasen una primera andanada. Una lluvia de saetas, que silbaron al salir de sus ballestas, inundaron el cielo, y, trazando un arco, descendieron sobre las imparables criaturas y derribaron a muchas de ellas.

La primera oleada de hombres-bestias que alcanzaron la infantería se dejaron empalar por las lanzas, emitiendo rugidos e inhumanos alaridos de dolor y rabia.

—¿Cómo pueden dejarse hacer eso? –murmuró Jo, estremecida.

—¿Hacer qué? –inquirió el caballero, sin separar la vista de su ejército.

—Dejarse atravesar así por las lanzas. –Hizo un gesto de estupefacción–. Nunca había visto hombres-bestias, pero pensé que tenían algo de inteligencia.

Domerikos no respondió de inmediato. Hizo un ademán a uno de los heraldos para que se le acercara y le entregó una nota de pergamino. El heraldo leyó a quién iba dirigida la nota y, tras asentir, corrió colina abajo hacia las unidades que se apelotonaban en la llanura. Domerikos paseó su mirada por la batalla en ebullición que se libraba en la primera línea y comentó distraídamente:

—Es una buena táctica que se suele emplear con tropas desarmadas, feroces y fanáticas.

Jo reflexionó en sus palabras.

—¿Están intentando intimidarnos con su superioridad numérica? –sugirió.

—Exacto –respondió sir Domerikos, satisfecho con su poder de observación–. Tenéis una gran visión para las tácticas del combate –añadió.

Jo, turbada, esbozó una ligera sonrisa.

—Gracias, señor –dijo.

Jo se preguntaba por qué la caballería no entraba en acción. Los ballesteros continuaban con su lluvia de flechas, que volaban por encima de los hombres de infantería y causaban estragos entre la retaguardia de los hombres-bestias.

Los ballesteros del Águila Negra, que estaban más cercanos a la línea de combate que los arqueros, disparaban a las hordas enemigas desde detrás de la negra barrera de sus escudos. Las bajas que se producían entre las criaturas eran numerosas y los supervivientes pasaban por encima, pisoteando a los que caían. Jo quería hacérselo notar a sir Domerikos, pero vio que estaba demasiado ocupado dando órdenes a otro heraldo.

A pesar de la violencia del ataque, los comandantes que estaban con Domerikos se mostraban confiados. Uno de ellos, un hombre de mediana edad de piel de color aceituna y corto pelo negro, sacó de su cinturón una botella plateada y, desenroscando el tapón, brindó en voz alta.

—A vuestra salud, comandante Montesey.

Domerikos, de un golpe, arrojó el frasco al suelo y le propinó al hombre una bofetada en la mejilla que le dejó una marca rojiza.

—¡No volváis a hacer eso en mi presencia! –gritó Domerikos. Jo retrocedió, sorprendida ante el inesperado cambio de actitud del caballero–. ¡Sois tan necio que pensáis que una batalla contra hombres-bestias se gana fácilmente!

—¿De qué estáis hablando, Domerikos? –protestó el comandante, llevándose la mano a la cara–. Aún estáis asustado por la última derrota contra esos… animales.

Domerikos avanzó hacia el comandante. Jo pensó, preocupada, que lo iba a agarrar por el cuello, pero su acalorada respuesta fue emitida en una voz tan baja que le resultó imperceptible.

Jo se adelantó unos pasos para observar la batalla desde la ladera de la colina. Las líneas de las tropas de Penhaligon ya no estaban regularmente alineadas. Los hombres eran objeto de una furiosa presión por parte de las bestias, y los gritos que emitían se mezclaban con los rugidos de animales en un ruido ensordecedor. Jo no creía que aquellas fuerzas fueran capaces de hacer frente a las de los abelaat.

Los escuderos de los ballesteros y las fuerzas de apoyo desenfundaron sus espadas y, cogiendo las rodelas, tomaron posición por delante de sus escudos largos. Las flechas no cesaban de caer sobre las líneas enemigas, que seguían incrementándose en número, procedentes de las colinas. Formaban una columna que se perdía hacia el norte.

La escena le recordó a Jo un episodio que había vivido anteriormente. Un mercader conducía a su ganado por las calles de Specularum, cuando de pronto se declaró un incendio en uno de los edificios, y los animales fueron presa del pánico. El fuego se extendió con rapidez debido al fuerte viento, y los animales huyeron alejándose del peligro y arrasando todo lo que encontraban en su camino, incluido el almacén abandonado que utilizaban Jo y sus compañeros como morada.

—¡Eso es! –exclamó Jo para sí, escrutando en la distancia–. Debe de haber algo que los fuerza a avanzar hacia nosotros.

Antes de que encontrase una respuesta, sir Domerikos se le apareció por detrás y le puso su escudo en las manos.

—Acompañadme –le ordenó, y emprendió el descenso de la ladera a gran velocidad.

Totalmente azorada, Jo obedeció. Vio que ningún oficial los seguía, y que el que había acusado a Domerikos de cobardía se había esfumado.

—Vamos a plantar cara directamente al enemigo y ganar de una vez por todas esta batalla –le dijo el caballero, acelerando el paso.

Desenvainó la espada y alargó la mano para agarrar el escudo. Jo se lo tendió, mientras pensaba en la mejor manera de expresar su opinión sobre la carga de los hombres-bestias.

La infantería del Águila Negra comenzaba a retroceder ante el furioso ataque de los hombres-bestias. Los lanceros quedaban indefensos cuando extraían sus armas de los cuerpos de los monstruos, y los restantes enemigos tenían tiempo para arrojarse sobre ellos. Los soldados armados con espada y escudo podían defenderse del ataque en mejores condiciones, pero la superioridad numérica del enemigo comenzaba a mermar sus fuerzas.

Para Jo, lo peor de la batalla eran los desmoralizadores e incesantes gritos de los hombres-bestias. Media hora antes estaba dispuesta a liderar un ejército; ahora se sentía presa de un mar de dudas.

Domerikos la agarró por el brazo y, arrastrándola a su lado, le gritó al oído:

—¡Permaneced a mi lado! ¡Vigilad que no nos cojan por sorpresa!

—¡Dejadme deciros algo sobre los hombres-bestias! –le imploró la joven.

—¡No hay tiempo! ¡Al ataque!

Domerikos agitó su espada describiendo círculos sobre su cabeza, y, antes de que Jo pudiera insistir, se escuchó el cuerno del heraldo desde el promontorio. Los lanceros del Águila Negra emularon en intensidad los aullidos de las bestias y, formando una masa de acero y caballos negros, se abalanzaron sobre el campo de batalla. Jo vio cómo la primera carga de caballería derribaba al menos un centenar de efectivos del enemigo. Al romperse las lanzas, los caballeros desenfundaban sus armas de repuesto atacando con mazas y espadas las fuerzas de los hombres-bestias.

La carga de la caballería del Águila Negra sembró la confusión entre las bestias, lo que le permitió a sir Domerikos reorganizar las fuerzas que retrocedían. Jo se concentraba tanto en su labor de proteger al caballero que no oía sus palabras de aliento. Tan sólo oía los choques del acero y los apabullantes rugidos de los hombres-bestias.

Los lanceros de la baronía se reagruparon detrás de la línea defensiva de los ballesteros, que se defendían ahora con espada y escudo. Habían abandonado sus escudos largos e intentaban refugiarse detrás de los arqueros de Penhaligon. A pesar de que muchos de los hombres-bestias se encontraban aislados del resto de la horda por los caballos y los lanceros, seguían luchando a muerte.

—¡Son fanáticos! –le gritó Jo a sir Domerikos.

—¡Pues claro! ¡Son animales!

Jo intentó dar una explicación, pero sus palabras fueron ahogadas por un grupo de hombres-leones que irrumpieron entre los espadachines. Las bestias saltaban sobre los cadáveres, sin hacer caso de las lanzas o los golpes de los escudos, dirigiéndose hacia sir Domerikos.

El caballero blandió su espada y se protegió con su enorme escudo. El primer hombre-bestia se abalanzó sobre el escudo, y derribó al caballero. Jo acudió en su ayuda, pero cuatro criaturas más se interpusieron en su camino.

Cogiendo a Paz con ambas manos, Jo le hizo describir un arco que sesgó la cabeza de una de las fieras. La hoja continuó su trayectoria y amputó el brazo de otra que corría hacia ella. Jo se tambaleó, pero pensó satisfecha que con Vencedrag no habría podido propinar golpes semejantes.

Los lanceros no podían ayudarlos contra los hombres-leones porque estaban ocupados conteniendo a los hombres-lobos. Jo arremetió contra otra criatura y le atravesó el pecho.

Sir Domerikos se protegía con su escudo de las fauces del hombre con cabeza de león que lo había derribado. Jo extrajo la espada del pecho del hombre-bestia y saltó en ayuda de sir Domerikos que, rodando para apartarse de su escudo, había conseguido ponerse en pie.

Jo se preparó para dar un nuevo golpe al oír el rugido de otra bestia con cabeza de león. Con un zarpazo al aire, el animal se echó a un lado y escapó colina arriba. Jo se lanzó en su persecución.

—¡Esperad! –le gritó Domerikos, cogiéndola del brazo–. Es obvio que no va a atacar a los mandos.

El caballero estaba en lo cierto. El hombre con cabeza de león huyó por la ladera del promontorio sin prestar atención a la situación de los otros hombres-bestias.

—¡No lo entiendo! –exclamó Domerikos–. ¡No es la primera vez que lucho contra estas criaturas! ¿Por qué no siguió luchando?

—Es lo que intentaba explicaros –contestó Jo, comprobando que no había más bestias que rompiesen el cerco de los soldados–. Se mueven en línea recta escapando de algo. Es como si estuviesen asustados.

—¿Qué podría asustar a un hombre-bestia?

Los restantes hombres-bestias avanzaban como si fuesen uno solo, gritando y aullando, intentando saltar unos por encima de otros y sobre las fuerzas de Penhaligon. Las criaturas ya no luchaban, dejándose empalar por las lanzas y cortar por las espadas, lo que creaba una muralla de cadáveres entre las tropas humanas. Jo retrocedió, alejándose de la matanza. El corazón le latía a toda prisa.

Mecánicamente, alzó su espada para defenderse y puso en práctica los golpes que Braddoc le había enseñado con Vencedrag. En un minuto había matado a tres hombres-bestias; en pocos instantes, diez más. Sentía un extraño alivio al librar a aquellas criaturas del miedo que los atenazaba.

Los lanceros del Águila Negra consiguieron, por fin, atacar los flancos y retaguardia de las fuerzas de los hombres-bestias con un ímpetu que causaba innumerables bajas. Deteniéndose para tomar aire, Jo observó cómo sir Barethmor aplastaba la cabeza de un hombre-bestia con su negra maza y avanzaba luego hacia una nueva víctima, de la que dio cuenta con la eficacia de un carnicero.

Jo perdió la noción del tiempo. Paz resplandecía en sus manos como un rayo plateado que caía centelleando sobre sus enemigos, a medida que llegaban, sin permitir que la alcanzase un solo golpe, ni que la rozase garra o fauce de las fieras. Tenía las manos y el rostro cubiertos de sangre de las criaturas, pero el tabardo y su armadura estaban tan resplandecientes como el día en que los había sacado del baúl de madera. Paz no había sufrido ni una sola mella en su filo.

Al apelotonarse los cuerpos a su alrededor, Jo se dio cuenta de qué era lo que causaba el pánico de las bestias. Una sensación de vacío y terror se apoderó de su alma. No temía por sí misma, sino por los hombres y mujeres de su alrededor. Era el mal que Paz tenía que vencer; el mal para el que había forjado su espíritu en la fragua de Vulcano.

La última de las alimañas murió, atravesada por una punta de lanza. Sir Domerikos estaba recubierto de sangre y heridas, y apenas se podía distinguir el hermoso símbolo heráldico de su escudo debido a las marcas y abolladuras. Respirando trabajosamente, el caballero se limpió la cara con el dorso de la mano e hizo un gesto de dolor al tocarse la nariz rota.

—Hemos vencido –exclamó, intentando recobrar el aliento.

Jo negó con la cabeza. Estaba cansada y desolada; tenía ganas de llorar. Se abrazó a Paz reprimiendo un sollozo.

—No –replicó con desánimo, señalando al punto de partida de los hombres-bestias–. Hemos perdido.

El cielo se cubría de un gris tormentoso al tiempo que se levantaba un viento que formaba remolinos. En el aire comenzaba a percibirse un penetrante olor a especias picantes. La mirada de sir Domerikos siguió la dirección de la de Jo y, cuando sus ojos se detuvieron, se tambaleó hacia atrás.

Unas figuras negras marchaban por la colina. Con forma humana, las criaturas avanzaban envueltas en un halo que resplandecía y parecía absorber la luz que los rodeaba. Las fuerzas de Penhaligon se asemejaban a un grupo de niños jugando a la guerra en comparación con la rígida formación y la disciplina de aquellas tropas al marchar.

Los abelaat se distribuían en regimientos parecidos a los de Penhaligon, aunque desfilaban más juntos y eran menos numerosos.

Portaban las mismas armas que los caballeros –lanzas, martillos, espadas…– pero éstas parecían extensiones de sus cuerpos. Las afiladas hojas brillaban envueltas por un halo negruzco.

—¿Son… ésas las criaturas de las que hablabais? –murmuró sir Domerikos.

Jo apretó su espada contra el pecho.

—Sí, ésos son los abelaat, que han llegado a Mystara.

Los abelaat mantenían su posición al otro lado del descampado.

Sus fuerzas levantaban un muro de oscuridad que provocaba un pavoroso silencio entre las aterradas filas de los humanos.

Sir Domerikos recuperó rápidamente la compostura.

—No son más que otro enemigo –le dijo a Jo con firmeza, con el rostro carente de expresión. La joven sintió admiración por el coraje y la templanza fútil que mostraba el caballero.

Los soldados que la rodeaban murmuraban dudosos. Alguno se atrevió a susurrar que abandonasen el campo y volviesen al Castillo de los Tres Soles, pero los soldados más veteranos los hicieron callar.

Aun así, el más mínimo rumor de malestar se propaga velozmente en un ejército. Al oír los rumores, sir Domerikos convocó al capitán del regimiento de lanceros y le ordenó que organizase a sus nombres para que se reagrupasen con el resto de los regimientos.

Jo irguió los hombros, poniéndose a su lado.

—Pero…, señor –le imploró el capitán, mirando a ambos lados para asegurarse de que los soldados no lo oían–, ¿quién sabe de lo que son capaces esas criaturas?

—¿Qué importancia tiene eso, capitán? –replicó sir Domerikos–. Cuando partimos sabíamos que tarde o temprano tendríamos que enfrentarnos a ellos.

—Pero se suponía que debíamos estar a la defensiva. Aquí estamos en campo abierto.

—Entonces aguardaremos aquí hasta que ataquen. Escoged dos hombres de cada regimiento para rastrear el terreno. Hay que asegurarse de que no nos rodean. Que me informen antes de una hora.

El capitán frunció los labios y se limpió el rostro con la mano.

Cuando iba a responder, apareció apresuradamente uno de sus sargentos.

—¿Qué sucede? –le espetó sir Domerikos.

La respuesta del sargento fue contundente.

—La mitad de nuestros efectivos están listos para el combate; los restantes están muertos o heridos.

—¿Y los arqueros?

—Gastaron la mayor parte de su munición en las primeras andanadas.

—¿Cuántos muertos y heridos hay en la infantería? –quiso saber Domerikos.

—Unos cuarenta muertos y sesenta heridos, señor.

Domerikos paseó la mirada entre sus dos subordinados y dijo:

—Haced formar a los heridos en la retaguardia.

El rostro del sargento se mostraba inexpresivo.

—Sí, señor –respondió. Sin más palabras, giró sobre los talones y avanzó hacia la retaguardia, gritando órdenes para que se reagrupasen.

Jo volvió la mirada hacia los abelaat, que se mantenían a la espera en la colina. El olor a picante que había notado se hacía ahora más evidente, y el viento continuaba cambiando constantemente de dirección. La cicatriz del mordisco de un abelaat que tenía en el hombro le dio punzadas de dolor por primera vez desde que le había cicatrizado.

Sin embargo, las criaturas de la colina no tenían nada que ver con la que Jo se había topado. Estos monstruos parecían estar hechos de magia negra en lugar de carne y hueso, y sus negros halos parecían absorber el aire que los rodeaba.

Jo se preguntó si los abelaat absorbían la magia del mundo incluso en aquella posición estática, provocando con su poder que el aire ondease y temblase como un espejismo en el desierto.

Domerikos ordenó que la caballería se agrupase en el flanco izquierdo con una nota que le entregó a un escudero sin aliento.

—¿También tenemos que enviar exploradores de los lanceros? –inquirió el capitán. Por el tono de voz, Jo advirtió que la idea de hablar con la caballería del Águila Negra no le hacía ninguna gracia.

Domerikos negó con la cabeza al tiempo que, alargando el brazo, señalaba en dirección al campo de batalla.

—No. Que los hombres retrocedan y que tengan el tiempo necesario para descansar. Aseguraos de que se retiran los cuerpos de los hombres-bestias o de lo contrario tendremos que luchar para mantener el equilibrio además de mantenernos con vida.

—Señor –dijo Jo, aproximándose–, ¿no deberíamos dar parte a la baronesa de que los abelaat han llegado hasta aquí?

—Excelente idea, escudero Menhir –aprobó el caballero. Señaló a la cima de la colina y le dijo–: Que envíen al comandante Chilatra. Sus heridas no le impedirán montar.

Mientras corría ladera arriba, Jo se cruzó con numerosos escuderos y heraldos que subían y bajaban. Se dio cuenta de que muchos la miraban con veneración; también vio que miraban a Paz con esperanza.

Los oficiales de la colina estaban hablando acaloradamente y, al acercarse, Jo pudo percibir el nombre de Domerikos. Cuando llegó se callaron y se pusieron a examinar el campo de batalla.

—Dispensad, caballeros –comenzó la joven, mirando a los ojos de cada uno de ellos–. He venido para informaros que el comandante Chilatra debe volver a Penhaligon para avisar que los abelaat han llegado a esta región.

Los oficiales la miraron con frialdad, pero Jo no estaba dispuesta a dejarse intimidar.

—Decidle a sir Domerikos que el comandante Chilatra ya ha decidido por su cuenta informar a la baronesa de… ciertos asuntos relacionados con este conflicto –declaró secamente el oficial Montesey.

—¿Puedo informar cuánto hace que partió?

Montesey le dio la espalda.

—No.

Los restantes oficiales también se volvieron. Jo sintió el frío de la colina en sus huesos. Encogiéndose de hombros, regresó hacia el lugar donde estaba sir Domerikos, y vio que las tropas ya habían formado. Los heridos ocupaban los puestos de retaguardia mientras que los que estaban razonablemente frescos se situaban en las primeras líneas. Los que tenían heridas de poca importancia hacían lo que podían por quitar de en medio los cadáveres de los hombres-bestias, una labor desagradable. Se olía con más intensidad el picante que procedía de los abelaat que el olor que desprendían los cadáveres.

Sir Domerikos, que hablaba con otro de los oficiales del regimiento, se volvió hacia Jo y le preguntó:

—¿Le disteis el mensaje a Chilatra?

—Me temo que probablemente se haya marchado hace algún tiempo –respondió Jo.

—Pronto se sabrá en el consejo de Penhaligon la «verdad» sobre mi imprudente abandono del campo de batalla –comentó el caballero.

Jo asintió, y entonces vio que la malla de la armadura de sir Domerikos tenía algunos agujeros. El escudo que aún agarraba tenía una correa suelta en la parte posterior. Sin consultarlo, le arrebató el escudo para intentar ajustar la correa en su engarce.

—No hay tiempo para eso, escudero –dijo Domerikos, quitándole el escudo–. Quiero que hagáis algo importante.

Jo estaba aturdida.

—¿Sí, señor?

—Caminad entre los soldados. No tenéis que decirles nada; solamente aseguraos de que vean esa espada –le dijo, señalando a Paz.

—Sí, señor –repuso en voz baja.

—¡Y rápido! ¡No nos queda mucho tiempo! ¡Ya vuelven los exploradores!

Jo se cuadró e hizo un gesto de asentimiento. El primero de los exploradores llegó corriendo hasta Domerikos y le informó que no había visto nada hacia el este. Jo se marchó antes de poder oír la respuesta del caballero.

Decidió no caminar entre los oficiales y las tropas de las primeras filas, pues sería más una distracción que una inspiración. Se dejó ver por los flancos de la retaguardia, caminando entre los heridos. Sus vendajes –hechos con jirones de ropas, estandartes y fardos– estaban empapados de sangre, lo que le trajo a la memoria el insoportable dolor que le habían producido las fauces del perro de la montaña.

Sintió compasión por los que habían resultado heridos por las garras y dientes de los hombres-bestias. Jo caminaba con la espada sobre su hombro, haciéndola sonar suavemente contra el acero de los elfos de su armadura. Los heridos alzaban la vista para contemplarla con un brillo de esperanza en los ojos: el mismo sentimiento que habían despertado Flinn y Vencedrag unos años atrás.

Jo llegó al final de las filas y se dispuso a regresar. Entonces el viento cambió violentamente de dirección. Asustada, volvió la cabeza hacia donde se alineaban los abelaat. Habían comenzado su avance silencioso. Los heraldos hicieron sonar sus cuernos para que los soldados dispusiesen sus armas y tomasen posiciones. Mientras Jo corría a través del campo, hacia donde había dejado a Domerikos, advirtió que las fuerzas abelaat formaban mejor que las de Penhaligon cuando estaban intactas.

Un heraldo hizo sonar otro cuerno, y los lanceros del Águila Negra cargaron ladera abajo al lado de los caballeros de Penhaligon. Los abelaat habían cruzado la mitad de la distancia que los separaba a una velocidad casi imposible, pero aún no se podía distinguir su aspecto. Jo redujo el paso para observar el choque de armas y escuchó otro cuerno, el que daba la señal de que avanzase el resto de la infantería.

Ahora Jo veía con claridad que las armas de los abelaat eran extensiones de sus cuerpos, hechas de su negra carne. Los halos oscuros que emitían las lanzas y espadas parecían sedientos de vida.

Jo, horrorizada, comprobó cómo detuvieron el avance de la caballería con una lluvia de flechas que penetraban las armaduras con una pasmosa facilidad. Antes de que los caballeros indemnes pudieran reaccionar, la segunda línea de los abelaat atacó con alabardas y lanzas cortas.

Los heraldos volvieron a hacer sonar sus cuernos y la infantería cargó, emitiendo gritos, justo después de que se retirasen los últimos efectivos de la caballería. Jo estaba asombrada ante la templanza de los soldados de Penhaligon, que continuaban el ataque después de comprobar lo que les había sucedido a sus tropas más resistentes.

Con un grito, expulsó toda su rabia y el aire que le quedaba uniendo su voz a la de ellos. Alcanzó rápidamente las filas frontales, luchando por no prestar atención al insoportable olor a picante y el frío de sus negros halos. Alzó a Paz con ambas manos para asestar un golpe que cortó en dos al primer abelaat. La criatura se desintegró en un hoyo de oscuridad en el suelo, mientras Jo giraba sobre la pierna derecha para recuperar el equilibrio.

La joven cortó la cabeza del siguiente abelaat y, en el fragor del combate, comprobó que aquellas criaturas se parecían bastante a la que la había mordido en el hombro; aunque éstas tenían el tamaño de un hombre normal. Impulsando a Paz con una sola mano, sesgó el mango de una lanza mágica, que se disolvió en el cuerpo de su portador. Olvidándose de todos sus sentimientos, excepto de la ira y el ansia de venganza, Jo embistió la garganta de uno de sus rivales. El olor a picante que se respiraba en el aire penetraba en sus pulmones, provocándole una insoportable sensación de ahogo, pero Paz no cesaba de propinar golpes mortales que dejaban sin vida a los abelaat. Ninguno de ellos lograba escapar con una simple herida: Jo llevaba la muerte en su espada.

Con ensordecedores gritos de rabia y miedo se internó en lo más profundo de las filas enemigas. No se percató del toque de retirada hasta estar completamente sola, blandiendo a Paz en el centro de las hordas abelaat, que sucumbían uno a uno ante el poder de Paz, sin poder hacer nada por evitarlo.

Jadeando, Jo detuvo su enloquecido ataque y advirtió que los abelaat que había matado formaban un círculo de un negro polvillo a su alrededor. Las tropas caídas de Penhaligon yacían en el suelo desangrándose. El sentimiento de rabia de Jo se mezclaba ahora con el de una pena inmensa por sus compañeros muertos. El regimiento del Castillo de los Tres Soles había sido prácticamente aniquilado en su totalidad.

Los abelaat supervivientes la rodearon formando un oscuro círculo. Respirando agitadamente, la joven se preguntó por qué no la atacaban. Era casi imposible distinguir la verdadera forma de los abelaat, oculta bajo el halo negro que los envolvía; sólo de vez en cuando Jo creía vislumbrar algún rostro… o algo que suponía un rostro. No hablaban entre ellos ni nacían gestos para comunicarse.

Los únicos que continuaban avanzando eran los de las primeras posiciones; los demás se inclinaban sobre los caballeros heridos. Jo se volvió para no ver cómo hincaban sus colmillos en los cuerpos caídos, como les había pasado a ella y a Dayin.

Paz seguía sin pesarle en las manos. Jo oyó el sonido de su propio llanto, aunque no sentía las lágrimas que fluían por su rostro.

Apretando con fuerza la empuñadura notó cómo se le abría la herida que le había provocado la cornamenta del ciervo. La sangre fluyó por su mano, y sintió que la vista se le nublaba poco a poco.

Se encontraba dentro de una columna de luz ante un hermoso joven de tez pálida que le recordaba a alguien. Estaba suspendido en el aire, durmiendo, con los brazos a los costados y las palmas de las manos hacia afuera; la pierna derecha estaba cruzada sobre la izquierda, doblada a la altura de la rodilla. No podía alcanzarlo para despertarlo.

Era increíblemente hermoso.

El chorro de luz, que se proyectaba hacia un lugar desconocido, perdido en la distancia, la inundaba como si estuviese en una catarata.

Sintió una poderosa presencia cerca de sí, la misma presencia que dirigía el chorro de luz, y que impedía al joven despertarse.

Jo quería sacarlo de su sueño. Recurriendo a toda su voluntad, avanzó lentamente, luchando contra el gran poder de la luz, contra la fuerza de aquella presencia.

De repente, dejó de sentir su cuerpo, y alzó una mano totalmente entumecida.

Los ojos del hombre se abrieron de repente, y Jo clavó la mirada en su profundidad pálida, tan brillante, fría y hermosa como la luz que los envolvía. En sus ojos sólo se percibía aquella luz, y la joven temió que estuviera muerto. Notaba el poder del muchacho y de la presencia que los inundaba con su luz.

El joven abrió la boca para hablar, pero la presencia se lo impedía. Asustada, Jo retiró la mano y se replegó en sí misma. Un nombre apareció en su memoria.

Dayin.

Recuperó la visión al oír un sonido entrecortado que venía de detrás. Apenas tuvo tiempo de rodar sobre sí misma para evitar que un abelaat se abalanzase sobre ella. El aire se volvía cada vez más frío al avanzar la criatura hacia ella; Jo contuvo la respiración y no se movió de donde estaba.

El abelaat giró la cabeza hacia ella. Sus ojos, que recordaban a los de un humano, pero de mayores dimensiones y sin pupilas, se clavaron en el lugar donde Jo aguardaba. La joven luchó contra su pánico, mientras la criatura continuaba con la mirada fija en su rostro, y se puso en tensión, dispuesta a atacar con Paz.

Olisqueando el aire, el abelaat retrocedió para reintegrarse en las filas que se reorganizaban. Los demás abelaat dejaron de succionar a los soldados y se sumaron a las filas. Jo se puso de pie, pero tuvo que apartarse del camino varias veces para evitar ser descubierta.

Apretó los dientes y esperó vigilante. La invadía el impulso de salir corriendo, pero se mantuvo inmóvil.

—Diulanna –murmuró, más para darse ánimos que como una oración–. Diulanna, os suplico que guiéis mis pasos.

Jo se dio cuenta de que no había dejado de apretar la empuñadura de Paz desde su visión de Dayin. No podía aflojar las manos, tal era la tensión de sus emociones. Las lágrimas le quemaban los ojos, y la visión de los abelaat la paralizaba.

—Ayudadme. Haré cualquier cosa que me encomendéis. –La necesidad de reconfortarse se iba tornando en un miedo irracional–. Os elegí a vos, oh Diulanna. Seré vuestro héroe.

—No necesito a los desahuciados, Johauna Menhir –le susurró una voz femenina al oído–. Los héroes eligen mi camino porque son verdaderos héroes.

—¿Qué debo hacer? –murmuró Jo, pestañeando con fuerza para librarse de las lágrimas. Sabía que hablaba con Diulanna, la Inmortal Diulanna, Patrona de la Voluntad. Y, sin embargo, no la temía.

—Te eligieron para defender este mundo. ¡Defiéndelo!

Jo miró a su alrededor y advirtió que se había quedado sola.

Respiró hondo, y se limpió el rostro y los ojos con una mano. Fijó su mirada en el suelo, reflexionando sobre el camino que había elegido y preguntándose si Flinn había hecho la misma elección. Ya no sentía la necesidad de rezar a Diulanna para expresar su agradecimiento; lo haría con sus acciones.

Retrocedió apresurada, siguiendo las huellas de la caballería que se había batido en retirada. En su mente sólo tenía un pensamiento: matar a Teryl Uro para acabar con aquella pesadilla.

Загрузка...