—¿Está muerta o dormida? –murmuró una voz masculina que se hallaba a unos metros dejo. A pesar de que acababa de recuperar el conocimiento, mantuvo los ojos cerrados y la respiración a un ritmo lento para que los que se encontraban cerca de ella no supieran que estaba escuchando lo que decían.
—Quitadle la espada –contestó otro hombre. Dedujo que el segundo hombre se hallaba a su derecha, a unos metros del primero.
Jo oyó el roce de unas botas en la hierba acompañado del ruido metálico de una armadura a su izquierda. Se dio cuenta, aterrada, de que la habían rodeado.
—Decidle que se levante.
Era una voz de mujer que le resultaba familiar. Tenía dificultades para mantener aquel ritmo respiratorio. Se oyó una tercera voz de hombre.
—¿Qué quieres decir?
—No está ni muerta ni dormida –respondió la mujer. Jo sintió cómo las botas se le aproximaban con un ligero temblor de tierra. El sonido de la armadura también le era familiar, parecido al que emitía la suya propia.
—Levántate, estúpida muchacha –dijo una cuarta voz, sin que pudiese identificarla como de hombre o de mujer. La voz era suave y clara y estaba fuera del alcance de su espada.
—Sí –añadió la mujer–, levántate para que…
Jo se aferró a la empuñadura y rodó sobre sí misma. Comprobó que estaba rodeada por cuatro hombres; la mujer estaba detrás de ella, fuera del alcance de su vista. Su movimiento la había llevado justo fuera del círculo, a la distancia precisa para colocar la punta de Paz en la garganta de uno de los hombres.
—¡Si alguien se mueve, éste muere! –siseó.
—Johauna Menhir, supongo –dijo la mujer, sin esperar respuesta.
Jo no apartó sus ojos del grupo. El nombre al que retenía era alto y delgado y llevaba ropas negras al estilo de Darokin, amplias y ligeras.
Su hermoso rostro lucía una barba y un bigote bien cuidados. Dos de los otros hombres parecían guardabosques, con pantalones verdes y marrones, y de sus capas colgaban sendas capuchas.
Jo vio que el tercer hombre era, con toda seguridad, un hechicero, el mismo que había mantenido el embrujo en la aldea. Sus vestidos eran de un entramado de púrpura y rojo, entrecosidos con un hilo dorado que centelleaba incluso con la grisácea luz del día. La túnica que lo cubría no dejaba ver el rostro ni las manos. Se mantenía totalmente inmóvil, al contrario que sus compañeros, que se balanceaban sobre los pies aferrando con fuerza sus armas.
—Escudero Menhir, tal vez si me miras podrás reconocerme –añadió la mujer.
Jo no se fiaba.
—Haré lo que me pedís cuando estos dos arrojen sus arcos al suelo –amenazó, gesticulando hacia los guardabosques–, y cuando el de los ropajes se dé la vuelta.
Jo vio cómo los guardabosques se miraban entre sí y luego se volvían hacia la mujer, que seguía detrás de ella. Supuso que ésta les habría hecho algún gesto afirmativo, porque en sus rostros se formó un gesto de enfado y resignación. Dejaron caer sus armas y se cruzaron de brazos.
El mago no se volvió.
—Tú también –dijo Jo.
—Por favor, haz lo que te dice –imploró la mujer. El mago se quedó quieto unos instantes; después asintió y se volvió–. Ahora cumple con lo prometido –le dijo a Jo.
Sin apartar la punta de Paz de la garganta de su cautivo, la joven lo obligó a volverse.
—¡No cojáis las armas! –amenazó–. ¡No consentiré que nadie detenga mi misión, y si me obligáis le cortaré el cuello a este nombre, sin contemplaciones!
Jo escrutó el rostro de la mujer sin poder reconocerla. Era una guerrera de los elfos de melena larga y dorada y ojos violeta. La muchacha retrocedió sorprendida, arrastrando consigo al prisionero.
Los elfos eran una raza de criaturas extraordinarias que no se solían ver fuera de los dominios de Alfheim.
La mujer abrió los brazos en un gesto amistoso. Su hermoso rostro reflejaba sinceridad.
—¿No me reconoces, Johauna? –inquirió.
—¿Reconocerte? ¿Dónde nos…?
Johauna la recordó de repente. Era la mujer que había visto en Bywater cuando conoció a Flinn y que había asistido a la ceremonia del nombramiento de escuderos en el Castillo de los Tres Soles.
—Eres tú –murmuró, dejando caer la punta de su espada. La mujer avanzó con una sonrisa en los labios, pero Jo, desconfiada, alzó de nuevo su arma.
—¿Qué haces aquí? ¿Por qué me habéis seguido?
El hombre de Darokin dio una violenta sacudida hacia atrás, y su cabeza golpeó la nariz de Jo. La joven se tambaleó, sintiendo cómo la sangre le inundaba el rostro. Dio unos pasos atrás y, haciendo describir un arco a Paz, golpeó al hombre en un costado de la cabeza con la parte plana de la espada. No había acabado de hacer preguntas, y no quería matar a nadie de aquel grupo hasta haber obtenido todas las respuestas.
En el rostro del hombre de negro se dibujó una expresión de sorpresa antes de desplomarse sobre la hierba. Jo sabía que los guardabosques intentarían recuperar de nuevo sus armas, así que avanzó y puso un pie en el pecho del hombre inconsciente.
—¿Por qué me seguís? –interrogó a la guerrera elfa, colocando de nuevo la punta de su espada en la garganta del hombre caído–. ¿Por qué? ¿Por qué?
De repente sintió náuseas. No se había sentido tan exhausta desde su incursión en las montañas de Picos Negros, cuando casi falleció víctima del frío y de la ferocidad del perro salvaje. Clavó la palma de la mano en la malla de la empuñadura para que el dolor la despejase un momento y le permitiera seguir de pie.
La guerrera elfa avanzó, tendiéndole los brazos en lo que parecía un gesto de ayuda, pero Jo no estaba dispuesta a dejar que la debilidad le impidiese defenderse. Se mordió el labio y tensó los músculos de los brazos.
—Matadla y acabemos de una vez –dijo el mago desde las profundidades de sus vestiduras. Jo tenía la impresión de que no era humano, aunque su acento no se parecía al de ninguna raza que ella conociera.
—¡No! Nuestra misión está clara, y necesitamos su ayuda –dijo la guerrera elfa sin volverse hacia el mago.
—Apenas puede mantenerse en pie –dijo uno de los guardabosques en un claro acento de Achelos. Su origen le indicó a Jo que el hombre sería diestro con la espada larga, el arco y tal vez la honda–. No tenemos tiempo para hacer que se recupere.
—Y yo os digo que todos sabéis cuáles serán las consecuencias de tal acción –replicó la guerrera elfa–. Si ella no vive, Mystara será destruido.
—No hay nada escrito en las piedras –respondió el mago.
—No, pero está escrito en las estrellas –contestó la elfa, y se volvió hacia la joven–. Johauna, en nombre de Diulanna, confía en nosotros.
Somos tus amigos.
—¿Diulanna? –murmuró Jo cansinamente–. Diulanna necesita héroes. Tenemos que volver y salvar la aldea. –Levantó la punta de su espada del cuello del hombre de Darokin y se tambaleó hacia atrás.
Uno de los guardabosques le hizo una seña de desaprobación.
—Apenas puedes mantenerte en pie, muchacha. Debes quedarte con nosotros.
—No tienes más remedio –añadió su compañero, sentándose en la hierba con las piernas cruzadas.
En el suelo, el hombre de negro gimió y se llevó una mano a la cabeza. Cuando se dio cuenta de su magulladura gimió con más fuerza.
—¡Ah! ¿Qué me has hecho…?
La guerrera elfa se arrodilló junto al hombre y le asió la cabeza entre las manos.
—No te muevas, Malken. Johauna va a ayudarnos.
—¡Ayudarnos! –murmuró Malken, apoyando los codos en el suelo para incorporarse–. ¡Mírala! ¡Apenas se tiene en pie!
—¡Mira quién fue a hablar! –rió uno de los guardabosques, al que se unió su compañero.
—¡No empecéis vosotros dos! –gruñó Malken, apuntándolos con un dedo.
—Puedo mantenerme en pie –dijo Jo, alzando a Paz con mano temblorosa–. Y me aseguraré de que vos no os levantéis, si no…
El olor a comida y vino despertó a Jo algún tiempo después. Los guardabosques habían puesto un puchero al fuego después de haber cazado una liebre. Se sentía como si se hubiese bebido los posos del peor vino de Specularum.
—¿Te encuentras mejor? –le preguntó uno de los guardabosques.
Jo asintió lentamente, recordando haberse bebido, de hecho, los posos del peor vino de Specularum en una ocasión.
—Te sentirás mejor al meterte algo en el estómago –dijo el hombre–. Por cierto, me llamo Bolten.
—Johauna.
—Lo sabemos. Tú eres una de las razones por las que estamos aquí.
Jo palpó el suelo a su alrededor. Paz no estaba.
Haciendo un enorme esfuerzo para moverse, consiguió ponerse en pie, vacilante. Gruñó enfadada.
—¿Dónde está mi espada? –dijo entre dientes. Aclarándose la garganta, repitió la pregunta–: ¿Dónde está mi espada?
Bolten hizo una seña, y Jo se giró. En el otro lado del campamento, el hechicero estaba sentado con Paz descansando en su regazo. Seguía sin mostrar el rostro ni las manos. La joven avanzó lentamente hacia él.
—Devuélveme a Paz –ordenó, extendiendo el brazo derecho.
—No he acabado con ella –siseó el hechicero desde el interior de sus vestiduras.
—¿Qué estás haciendo?
La capucha del vestido se alzó unos centímetros.
—Estudiándola.
Jo dio un paso adelante. Se había ganado a Paz volviendo a forjar su alma, y no consentiría que se la arrebatasen.
—No hay nada que estudiar. La espada es mía.
El mago permanecía sentado en silencio, y Jo se preguntó si preparaba alguno de sus trucos. Sabía que estaba demasiado cansada y debilitada como para iniciar un ataque efectivo, y tampoco podría esquivar un proyectil. No le importaba.
—Estás en lo cierto, Johauna Menhir –contestó el hechicero–. La espada es tuya.
Jo recuperó la espada e intentó vislumbrar las facciones del mago, pero éstas se mantenían ocultas tras las sombras de su capucha. Olía a los mismos aceites que había percibido en una caravana de los desérticos emiratos de Ylaruam que deambulaba por las calles de Specularum.
—Ya lo sabíamos –dijo la guerrera elfa a sus espaldas. Jo inhaló otra vez los aceitosos perfumes del mago para aclararse la cabeza y se volvió hacia la elfa, que seguía con la armadura puesta–. Sabemos que Paz fue forjada de tu alma.
—¿Cómo? –preguntó Jo, sin permitir que su voz trasluciera enfado o desconfianza.
La guerrera avanzó hacia ella y le tocó su larga cabellera.
—Te pareces mucho a Diulanna –susurró.
—Eso me han dicho –replicó, apartándose.
La guerrera elfa no dijo nada y, con una seña, la invitó a que se acercase al fuego junto a Bolten. El otro habitante del bosque había regresado y removía el puchero, del que se desprendía un agradable aroma a verdura y estofado.
Jo asintió y se alejó del extraño hechicero, quien continuó sentado fuera del campamento. Encontró un confortable espacio en la hierba y, sentándose sobre las piernas, dejó a Paz en el suelo al alcance de la mano.
—Éste es mi hermano, Firamen –indicó Bolten, señalando hacia su hermano. Firamen esbozó una educada sonrisa y continuó revolviendo el cocido.
—Yo soy Malken d’Auberon –anunció pomposamente el hombre de negro, que se acercaba al promontorio. Llevaba un trozo de madera con cientos de marcas de cuchillos en el centro. Hizo un amago de inclinación, pero se llevó la mano a la herida vendada de su cabeza–. Perdóname –añadió, disculpándose–. Parece que hoy no es mi día.
—Mi nombre es… Tesseria –se presentó la elfa. Jo dedujo ante el titubeo de sus palabras que aquél no era su verdadero nombre. La guerrera señaló hacia el inmóvil mago.
—Ése es Hastur –le dijo.
—Tenemos que comer a toda prisa –los apremió Bolten, aderezando la comida con un puñado de especias–. Ah, y gracias por rescatarnos.
Antes de que Jo pudiese responder, Malken miró en el interior del puchero, arqueando una de sus cejas.
—Esto no será ratart, ¿no? –preguntó con una mueca.
—En efecto.
—¡Qué asco!
—D’Auberon –repuso Firamen sin levantar la vista del estofado–, no sabrías que es asqueroso si saltara de aquí dentro y te mordiese.
—Todo lo contrario. Una vez, en una de mis aventuras en Ylaruam, comí algo asqueroso que me mordió. Mira –se levantó la camisa para mostrar su cadera–, te enseñaré la cicatriz.
—Haced el favor de dejar las disputas –los regañó Tesseria con severidad–. Tenemos un invitado.
Los tres hombres apretaron los labios avergonzados y se disculparon entre murmullos. Los guardabosques continuaron cocinando, y el de Darokin fue a sentarse junto a Jo. Sin volverse, la joven advirtió que tenía la mirada clavada en ella.
—Qué ojos verdes más hermosos –oyó que murmuraba.
—No tenemos mucho tiempo para hablar, Johauna –dijo con firmeza Tesseria.
—Al acabar esta comida debemos rescatar de las manos de los abelaat a la gente de la aldea –declaró Jo.
—¿Qué? –exclamó Malken.
Jo le respondió sin volverse:
—Esas criaturas se llaman abelaat.
—Creo que no estás en lo cierto, señorita –objetó Firamen–. Vimos un abelaat en una ocasión, y no se parecía a esas criaturas.
—Lo que visteis no era un auténtico abelaat –comenzó Jo, sin saber si era conveniente contar la historia–. Veréis, el abatón…
—¿El… qué? –preguntó Malken. Sonreía abstraído, mirándola con una expresión peculiar. Jo frunció el entrecejo.
—El abatón, la puerta que se ha abierto entre los dos mundos…
—No necesitan saber eso, Johauna Menhir –la interrumpió el hechicero–. Como querían vuestro señor Graybow y la baronesa de Penhaligon, se ha extendido la orden de la gran convocatoria de fuerzas, y muchos son los que intentan detener a los invasores.
—Somos uno de esos grupos –afirmó Tesseria, señalando al resto de sus compañeros–. Llevamos algún tiempo juntos.
—Y disponemos de una gran experiencia –agregó Bolten.
—Además de la magia –añadió Firamen.
Jo suspiró profundamente y se frotó la frente. Por un momento había pensado que aquel grupo sería capaz de combatir a los abelaat y rescatar a la gente de la ciudad. Había pensado que tal vez podrían acompañarla hasta el abatón. Pero confiaban en la magia, y eso sería demasiado peligroso cerca del abatón.
—Los abelaat se alimentan de la magia –murmuró–; de la magia y de la sangre.
—La magia es la sangre –interpuso Hastur con voz sorda–. Sé lo que os preocupa, Johauna Menhir. Y tengo los medios para hacerle frente.
—¿Cómo? –inquirió Jo, escéptica.
Tesseria alzó una mano, pidiendo silencio.
—El modo poco importa, Johauna.
—Entonces, ¿cuál es vuestro plan?
—Nuestro plan, Jo –dijo Malken, aproximándose–, consiste en esperar a que los… abelaat, como los llamas, dejen sin vigilancia la ciudad.
Jo dirigió una airada mirada al hombre de Darokin.
—¿Por qué motivo harían tal cosa?
—Porque les proporcionaremos otro objetivo –explicó Bolten, añadiendo una pizca de otra especia al estofado.
—Lo único que buscan es gente –afirmó Jo.
—Cierto –asintió Malken–. Su próximo objetivo es un pueblo cercano.
—¿Queréis usar otra aldea como cebo para salvar ésta? –exclamó Jo, levantándose. Tesseria la agarró por su tabardo y la forzó a sentarse.
—No temáis por la seguridad de la villa, Johauna –la tranquilizó–. Nos hemos asegurado de que sólo se quedarán los suficientes habitantes como para atraer a los abelaat.
—Y, además, les hemos proporcionado caballos a todos –añadió Firamen.
Asintiendo para sí, Jo analizó la viabilidad del plan. No parecía malo, pero no estaba totalmente convencida de que los abelaat dejarían sin defensa la ciudad.
—¿Y qué pensáis hacer con los abelaat que queden como guardianes? –inquirió.
—¡Es una suerte que estés con nosotros! –repuso Malken, dándole unas palmaditas en el brazo–. Tienes lo que necesitamos para…
—Hace un rato decías que apenas se sostenía en pie –murmuró Bolten.
Malken alzó su ceja en una mirada desdeñosa.
—Eso fue hace rato.
—¡Muy bien! ¡Lo entiendo! –gritó Jo, sin poder soportar por más tiempo las constantes guasas. Recordó a los soldados que habían sido asesinados luchando contra los abelaat en el campo de batalla, y pensó que tal vez un reducido grupo de élite tendría éxito donde ellos habían fracasado. Sin embargo, aquella perspectiva no la animaba–. Os creo –susurró, agarrándose la cabeza con ambas manos–. ¿Podemos comer de una vez por todas?
—Estamos situados hacia el norte. Ésta es nuestra posición –dijo Bolten, señalando en un mapa un punto cercano a una cordillera montañosa, no lejos de un enorme bosque. Indicó un castillo al sudoeste–. Esto es Penhaligon.
—Entonces esto debe de ser Armstead –dedujo Jo, examinando el desgastado mapa. El pergamino estaba roto por los bordes, aunque el resto estaba en buenas condiciones. Dadas las manchas de humedad y las condiciones lamentables en que se encontraba el mapa, era de suponer que había seguido a su propietario en sus numerosas aventuras.
Bolten asintió, rascándose la nariz. Un escalofrío le recorrió el cuerpo bajo su capa.
—En efecto. Y es donde se encuentra el «abetón» ese.
—Abatón –corrigió Jo–. Es el sitio hacia donde debo dirigirme después de rescatar a esta gente.
El guardabosques bajó la vista y guardó silencio unos momentos.
—¿Por qué no nos acompañas? –dijo al cabo–. Es decir, cuando hayas acabado tu misión. Siempre estamos a la caza de… talentos.
—No os serviría de mucho –respondió Jo, sintiéndose tan adulada que apenas pudo añadir–: Soy sólo una escudero, ni siquiera llego al rango de caballero.
Bolten se encogió de hombros.
—Tampoco yo lo soy, ni Firamen. Malken es un idiota…
—No lo critiques…
—… pero un idiota con talento –concluyó el guardabosques. Luego hizo un gesto hacia el mago–. Hastur es otra cosa, y, bueno, Tesseria… es Tesseria. –Bolten miró hacia atrás para asegurarse de que el resto de sus compañeros de campamento no oían lo que decía y agregó–: Estaría bien tener un compañero que dé conversación para variar.
Jo sonrió y se apartó de él. Había conocido a demasiados aventureros cuando vivía en Specularum, y, como la mayoría de sus habitantes, tenía el deseo de ser lo suficientemente valiente y atrevida para explorar los peligros del gran mundo. Pero por ahora tenía que completar su propia búsqueda.
—Lo lamento, Bolten. Tu oferta es tentadora, pero tengo una misión…
—Como ya sabemos –la interrumpió Tesseria, deslizando una mochila de seda de los elfos por debajo de su túnica–. Te dije que no la confundieses, Bolten.
El guardabosques dedicó a Tesseria una mirada de desdén.
—No dije que tuviese que ser ahora, ¿no es cierto? Además, ese… mago no siempre acierta al hacer predicciones –concluyó Bolten.
—Bolten, ¿no sabes que Hastur puede oír todo lo que dices? –dijo Tesseria secamente.
—¡Que me oiga! ¡Él dice lo que piensa, y yo haré…!
—Lo que él te diga –interrumpió Malken.
—¡Queréis dejar de discutir! –gritó Jo. Respirando agitada, miró fijamente a los ojos de cada miembro de la expedición. Bolten y Firamen apartaron la vista, arrepentidos; Malken sonrió avergonzado y Tesseria agachó la cabeza en gesto de respeto.
»¿Tenéis algo más que decir? –exigió Jo–. ¡Bien!
Tesseria suspiró intensamente y, alzando la cabeza, clavó sus hermosos ojos violetas en Jo. La joven sintió que su enfado se desvanecía, pero en los últimos meses había sido presa de tal torrente de sensaciones confusas y descorazonadoras que era imposible que todas se esfumasen por completo. Su mueca ceñuda se transformó en un gesto inexpresivo.
La guerrera elfa se volvió hacia sus compañeros.
—Vamos. Hablaremos por el camino –ordenó.
Cada miembro del grupo comenzó a cumplir su tarea. Los artilugios que transportaban estaban admirablemente ordenados en dos compactas mochilas que los guardabosques llevaban a la espalda. Aquel grupo era más eficiente que cualquier caballero o escudero que hubiese visto nunca.
—¿Listos? –preguntó Jo, volviéndose para encaminarse hacia la ciudad.
—¿Adónde vas, escudero? –preguntó Tesseria, haciéndole una seña para que se detuviese.
—Regreso a la aldea –contestó Jo, confusa.
Malken avanzó hacia ella, frotándose la nariz al tiempo que esbozaba una sonrisa.
—Tenemos… formas más rápidas de viajar –le susurró.
—¿De veras?
Hastur alzó los brazos por encima de la cabeza hasta que formaron una cruz. Seguidamente los dejó caer lentamente hasta tocarse los costados. Dio un paso adelante con la pierna derecha, después con la izquierda, para acabar agachando la cabeza al tiempo que juntaba las palmas.
—Hecho –comunicó el mago con voz tenue.
Jo se dio la vuelta.
En el aire flotaba un disco que adquiría la forma de una puerta en el cielo. Brillaba y latía como si se tratase del corazón de los vientos.
La entrada era de la misma altura que Jo, pero su ancho parecía variar, y los bordes se curvaban y aplanaban, cambiando de forma en una danza hipnótica desprovista de música.
—No tenemos mucho tiempo –dijo Hastur–. El efecto del abatón está empezando a hacer mella en mis poderes.
—¡Adelante! –ordenó Tesseria, señalando al disco.
Bolten y Firamen fueron los primeros en entrar. Jo observó cómo los absorbía aquel centelleante remolino de luces. Aunque no percibió signos de miedo en sus ojos, no confiaba en aquel artilugio con forma de puerta.
—¿Adónde nos lleva? –le preguntó Jo a Tesseria, que guiaba a Malken hacia el portal.
—Probablemente a algún lugar cercano a la avenida que descubriste en la ciudad –repuso el hombre de Darokin, deteniéndose ante Jo–. Podrás comprobar que para nuestro plan…
—¡Adentro, Malken! –lo interrumpió Tesseria, señalando hacia el portal.
Con un suspiro de resignación, el hombre de negro esbozó un amago de sonrisa hacia Jo y, agachando la cabeza, se adentró en el disco.
La guerrera elfa la obsequió con una cálida sonrisa.
—Ahora tú –la invitó.
—El portal no se mantendrá por mucho más tiempo –advirtió el hechicero desde el interior de sus vestiduras.
Jo se volvió hacia el mago. Los colores púrpura y rojo latían y se entremezclaban. Los hilos brillantes se habían vuelto gruesos como venas, aunque no llevaban sangre sino luz.
—No mires –dijo Tesseria, poniéndosele delante para impedirle la visión del mago–. Los ojos humanos no lo pueden ver.
—Entrad –insistió Hastur, con una voz aún más tenue y débil que antes. Pestañeando para borrar de su retina los resplandores que se le habían quedado impresos, Jo se giró y agachó la cabeza para introducirse en el portal como había hecho Malken. Aguantando la respiración como si entrase en un estanque de agua fría, abrazó a Paz contra su pecho.
La sorprendió una sensación de frío. Tenía en la boca un característico regustillo a miel, y a su nariz llegó un aroma como de naranjas de Ethengar Khanate, que había probado en Specularum. La total oscuridad del lugar la hizo pensar por un momento que tenía los ojos cerrados. Apretó con fuerza los párpados y, cuando los volvió a abrir, comprobó que permanecía en la más absoluta de las tinieblas.
Intentó avanzar, pero sus pies colgaban en la nada. De lo más profundo de su mente surgía una incipiente sensación de pánico al pensar que podía estar ahogándose bajo el agua, aunque no sentía presión en los costados. Abrió la boca con cautela para probar el aire.
Lo único que oía era un sonido que no era capaz de describir. Se dijo que sonaba como si alguien gritase muy lentamente al otro lado de un grueso muro. Intentó encontrar el origen de aquel sonido, pero la oscuridad le embotaba los sentidos.
El extraño sonido se hizo más intenso, más perceptible. De repente tuvo una sensación de movimiento. Llevándose las rodillas al pecho, intentó saltar en la oscuridad como solía hacer bajo el agua cuando nadaba en la bahía de Specularum.
Jo sintió el pánico repentino de haber sido traicionada y estar atrapada en una dimensión desconocida entre los mundos –como le había prevenido su padre que le pasaría si usaba la cola de perro con demasiada frecuencia–. Empuñó con rabia la vaina de Paz, buscando la empuñadura con los dedos y descargó una estocada hacia arriba sin saber qué podía golpear.
—¡Ensancha el portal! –Tesseria la señalaba directamente.
De repente Jo divisó un extraño lugar, un océano de olores y texturas, sin sonidos. Ahora se hallaba a un par de metros del disco del portal, la única fuente de luz en aquella oscuridad.
—La espada no permite que mi magia funcione –replicó el hechicero. A pesar de la recomendación hecha por la elfa, Jo observó al mago. Su capa púrpura y roja ya no latía: se había transformado en su propia piel. Las manos y cabeza del mago acababan en tres tentáculos, y sus ojos parecían haber sido esculpidos de la más fría piedra amarilla. Nunca había visto ni oído hablar de semejante criatura, y su horrible apariencia la confirmó en la idea de que había sido hecha prisionera entre los mundos. Con la furia que le proporcionaba la sensación de haber sido traicionada, lanzó una nueva estocada.
El hechicero abrió los brazos por encima de la cabeza y extendió sus extraños dedos. De improviso, Jo sintió náuseas y se vio expelida hacia el exterior del portal. Intentó vencer la resistencia de aquel empuje, pero no podía apoyarse en nada.
El portal se desvaneció, y la joven tuvo la sensación de avanzar una enorme distancia. Antes de poder reaccionar, se desplomó sobre el suelo.
—¿Qué ha sucedido? –preguntó Malken, atento, alargando una mano hacia Jo.
La muchacha alzó la vista hacia quienes la rodeaban; los hermanos la miraban preocupados, y Malken le dedicaba su mejor sonrisa –de idiota–. Respirando profundamente por la nariz para recuperar el aliento, aceptó finalmente la mano que se le tendía.
Volviéndose, vio a Tesseria salir del portal resplandeciente, seguida de cerca por el hechicero, que llevaba otra vez sus vestimentas originales.
—Lo sentimos de veras, Johauna –se disculpó la guerrera elfa–. No éramos plenamente conscientes de los verdaderos poderes de tu espada.
—¿Quieres decir que su espada desbarató incluso los… trucos del propio Hastur? –se asombró Malken–. ¡Qué fantástico!
Jo asintió con una mueca, apoyando a Paz sobre su hombro.
—¿Ya se han marchado los abelaat a la otra ciudad? –inquirió, sin hacer caso de la mirada de admiración que le dedicaba el hombre de Darokin.
—La otra aldea acaba de enviar un hombre para atraer a los abelaat –corroboró Bolten.
—Entonces, no hay tiempo que perder –declaró Jo–. Internémonos por la avenida y acabemos con los abelaat que quedan.
Tesseria desenvainó su espada, que lucía una fina ornamentación, y dijo:
—Los que no luchen que liberen a los prisioneros.
Jo asintió. Empuñando a Paz con ambas manos, descendió cuidadosamente la colina hacia la ciudad, siguiendo las huellas que, en su anterior incursión, había dejado sobre la tierra.