3

La luz de un sol poniente despertó a Jo, que dormitaba sobre un lecho de crujientes hojas secas que se esparcían por la yerba.

Parpadeó, irguiéndose lentamente, y dejó escapar por su boca una nube de blanco vapor que se perdió en el frío aire. La nieve, si alguna vez había existido, había desaparecido, y sus heridas estaban curadas. Sintió un bulto bajo el brazo.

Allí estaba Paz, a su lado, envuelta en un paño de hule, del que sobresalía la empuñadura que había pertenecido a Vencedrag.

Acercando la espada a su regazo, desenvolvió con cuidado el hule. Se preguntó si lo que sentía en aquel momento –aquella tensión, aquella esperanza inquieta– tenía algo en común con lo que Flinn había sentido cuando Braddoc le había devuelto a Vencedrag después de tantos años. Intentó ponerse en el lugar del guerrero en el momento en que liberó los cierres de aquel hermoso estuche de madera rematado en plata. Había visto en aquella mirada una expresión en la que se mezclaban la esperanza de que la espada le llevaría la salvación y el miedo de que estuviese totalmente carcomida por aquella mancha oscura.

Paz reposaba sobre sus piernas. Vio el reflejo de sus ojos en la plata, que era de la misma tonalidad que la armadura que la protegía bajo la túnica. Experimentó la misma sensación de esperanza y miedo que había visto en el rostro de Flinn. No tenía miedo al Quadrivial. Era algo más grande: era miedo por el mundo; miedo de no poseer la fuerza, la sabiduría y el valor que el mundo necesitaba. No era ni siquiera un caballero y ya tenía las responsabilidades de un héroe.

Pensó en su mayor enemigo. Teryl Uro era un temible mago que tenía en su poder un arma terrible: el abatón, la puerta para entrar en el mundo de los abelaat.

Deseó que Karleah estuviese presente para reconfortarla y guiarla con su sabiduría. La anciana era la única maga de importancia que había conocido, y Jo había confiado en que acabaría destruyendo a Uro. Palpó la hoja de Paz, fría por el viento. Los bordes estaban todavía sin afilar y el metal sin pulir, lo que ocultaba su verdadera pureza cromática. Jo recordó que Vulcano le había asegurado que la espada formaría un escudo de protección ante los efectos mortales del corazón del abatón, pero también le habían asegurado a Karleah que la última piedra de abelaat la protegería, a pesar de lo cual había muerto. Sintió un escalofrío provocado por el miedo y se preguntó cuál sería la manera de destruir el abatón.

Pero Vulcano, quien, ya no le cabía duda, era un Inmortal, había fraguado a Paz. Ella había estado en la Sala de los Héroes, se había paseado por la Galería de los Caídos, y había convencido al herrero para que usase el metal de Vencedrag en una nueva arma con que combatir al peor de los enemigos del mundo. Paz no podía fallarle.

«¿De verdad conoces el precio?», retumbó la voz en su mente.

Parpadeó para aclararse las ideas y estiró el cuello para aliviar la tensión que le atenazaba la espalda. La armadura y las vestimentas le proporcionaban protección contra el frío viento. Había conocido lo que era pasar un invierno a la intemperie, en especial cuando vivía en las calles de Specularum. En aquel tiempo había perdido la esperanza de abandonar las callejuelas y encontrar la felicidad y la estabilidad. Sin embargo, había llegado a disfrutar de ellas en una ocasión.

Recordó las palabras de un curandero que había conocido en Entrada, que le había dicho que la vida era una balanza entre la esperanza y la desesperación. Volvió a envolver a Paz en su hule protector y sintió el entumecimiento de los músculos de las piernas al levantarse.

Tenía que volver a Penhaligon y presentarse ante la baronesa.

Con su ayuda y la bendición de sus gentes, Paz entraría a tomar parte en la inminente guerra.

Los guardianes de la Galería y la Sala habían cumplido su palabra; a juzgar por los ríos y cordilleras, Jo se dio cuenta de que estaba a tan sólo treinta kilómetros de Penhaligon, en los límites de los bosques de Cilmari. El cielo estaba cubierto por los mismos nubarrones que cubrían Armstead, pero eso no le impidió adivinar dónde estaba el norte. Dejando los bosques, se adentró en las llanuras de Cilmari, con Paz bien sujeta entre los brazos.

A pesar de estar hecha con los mismos materiales que Vencedrag, la espada pesaba menos que cualquier otra del mismo tamaño que hubiese sostenido entre los brazos. Era más corta y delgada que la otra, adecuada a la estatura y fuerza de Jo. Se podía manejar con una o ambas manos; era lo que había oído llamar «espada mixta». Deseaba que Braddoc reapareciese para acabar de perfeccionar su entrenamiento, aunque tenía pocas esperanzas de volver a ver a su viejo amigo.

Las llanuras de Cilmari estaban salpicadas de ondulantes colinas.

Su preparación como escudero le había proporcionado una resistencia y agilidad que le permitía hacerles frente. Cuando vivía en Specularum era rápida de piernas, pero era una rapidez nacida del miedo, y siempre la dejaba sin aliento.

A pesar de todo, los primeros diez kilómetros fueron difíciles y se vio obligada a detenerse para tomar un pequeño descanso. Echó una ojeada a las colinas, que eran demasiado escarpadas para ser cultivadas y carecían de vegetación para servir de pasto, por lo que no esperaba divisar a nadie hasta acercarse a unos quince kilómetros de Penhaligon.

No obstante, divisó un pequeño contingente de caballeros que provenían de la dirección del castillo y avanzaban a gran velocidad, a juzgar por la polvareda que levantaban los cascos de sus caballos.

Reconoció el escudo heráldico de Penhaligon. Algunos escuderos y otras gentes corrían detrás, intentando mantener el ritmo de sus amos.

Jo apretó los labios pensativa. El único motivo que podía encontrar para explicar la velocidad de aquellos caballeros era la necesidad de interceptar a algún enemigo, pero no había número suficiente para constituir una tropa eficiente. Además, no llevaban arqueros, ni infantería, ni mucha caballería.

Los caballeros y sus seguidores pronto desaparecieron por detrás de la colina, dejando un rastro de polvo en el aire. Jo se preguntó si los abelaat habrían reunido fuerzas suficientes para comenzar a asolar Mystara. Sintiendo una energía renovada, corrió ladera abajo para alcanzar el castillo antes del anochecer.

Penhaligon estaba envuelto en llamas.

Jo echó a correr alarmada, pero enseguida descubrió que las llamas no estaban consumiendo el castillo sino que lo iluminaba. O los magos no habían sido capaces de encender las lámparas mágicas del castillo, o bien el incendio de Armstead se había extendido.

Acercándose más, Jo divisó otros grupos de caballeros que salían a toda prisa del castillo, aunque en esta ocasión parecían dirigirse hacia el norte, aparentemente hacia Armstead. Aligeró su paso con la esperanza de que la baronesa tuviese conocimiento del abatón y de los abelaat invasores.

Cuando estaba a poco más de un kilómetro del castillo, Jo se vio forzada, en varias ocasiones, a echarse a un lado para evitar a algún jinete que cabalgaba al galope. La preocupación se reflejaba en el rostro de todos los caballeros, e incluso los escuderos apretaban las mandíbulas con un gesto de gran concentración. Reconoció a varios de aquellos jinetes, y a punto estuvo de llamar a algunos que pasaban a su lado, pero creyó más prudente no detenerlos.

Escuchó el ruido de los preparativos para la guerra en el exterior del castillo. El bullicio de los caballos que se ensillaban y herraban, las armaduras que se montaban y las órdenes que se vociferaban le impidió escuchar que alguien la llamaba. Continuó su camino a través de la agitación de la entrada principal, sin soltar a Paz.

—Johauna Menhir –le gritó una voz de mujer al entrar en el patio interior.

Jo se volvió y dio un paso atrás; la baronesa Arteris Penhaligon en persona se dirigía a ella en medio de todo aquel jaleo preparatorio.

A su lado se encontraban algunos miembros del consejo.

—¡Ahora que por fin nos prestáis vuestra atención, escudero Menhir –le gritó la baronesa en un tono que a Jo le pareció especialmente amenazador–, exigimos saber cuál ha sido vuestro paradero en las últimas dos semanas!

—¿Mi… paradero? –murmuró. No acertaba a comprender el porqué de tanta preocupación; luego recordó que Vencedrag estaba considerada un patrimonio del reino.

—¿Algún problema al respecto, «escudero»? –le preguntó el consejero Melios, quien no había mostrado demasiadas simpatías hacia Flinn, y probablemente extendía aquel sentimiento hacia su persona.

Jo lo miró a los ojos y recordó las tiendas y la necrópolis. Sonrió al percibir el olor del hule que llevaba entre los brazos. Aquel hombre no era más que un noblecillo sin importancia. Ella había estado en la Sala de los Héroes y había conocido la melancolía de la Galería de los Caídos. Aquel hombre no tenía derecho ni autoridad suficiente para amenazarla.

Jo avanzó sosteniéndole la mirada. Melios, que medía unos cuantos centímetros menos que ella, tragó saliva y apretó la mandíbula en un desafiante intento de mantener su postura.

—No hay ningún problema, caballeros. Tengo muchas cosas que contaros.

Jo se pasó la mano por la frente para secarse el sudor. En la abovedada estancia del consejo, iluminada por docenas de antorchas, hacía un calor infernal, y el aire estaba cargado de cenizas y olor a aceite. Los tapices que adornaban la sala estaban recubiertos de hollín. En dos horas de interrogatorio ininterrumpido, Jo había fijado su mirada en cada miembro del consejo excepto en la baronesa, cuyo majestuoso rostro no quería desafiar. A pesar de que ya había contado varias veces la historia del abatón, presintió que tendría que hacerlo de nuevo.

Sir Graybow, que estaba sentado al lado de la baronesa Arteris, se acarició su ostentosa perilla. Había adelgazado durante su corta ausencia. Jo se preguntó si eso tendría relación con los problemas que atravesaban Penhaligon y el Castillo de los Tres Soles.

—Bien, escudero Menhir –comenzó sir Graybow frotándose los ojos con dedos sucios de tinta–, explicadnos otra vez dónde se encuentra ese abatón.

Jo no tenía necesidad de andarse con preámbulos a la hora de repetir de nuevo su historia, así que comenzó por el principio.

—El abatón se encuentra en estos momentos en la aldea de Armstead.

—La cual, según sospecháis, ha sido destruida por ese… artefacto –la interrumpió el consejero Melios.

—No es una sospecha, caballeros. La ciudad de Armstead ha sido arrasada con todos sus habitantes. El abatón absorbió sus almas para crear una puerta entre nuestro mundo y el de los abelaat.

—¿Y qué son esos abelaat, escudero Menhir? –volvió a insistir sir Graybow–. Algunos sabemos que os atacó una de estas criaturas, pero la mayoría no conoce su verdadero poder.

—Ni su origen –añadió la baronesa.

—Durante nuestro viaje para recuperar el abatón de las manos de los mensajeros de Penhaligon –comenzó Jo, cambiándose de postura en su silla–, nos encontramos a la mujer guardiana del sagrado conocimiento, que se transmite desde los orígenes de la humanidad…

—¿Creéis que esa «guardiana» Grainger, como la llamáis –quiso saber Melios–, estaría dispuesta a responder a algunas preguntas delante de este consejo, escudero Menhir?

—Dudo que siga viva, señor.

—¿Y por qué motivo lo creéis así?

—Porque Teryl Uro quería su muerte –replicó Jo.

—Y eso es debido a que ese mago, en su deseo de purificación, quiere destruir todo lo que no provenga de los abelaat. Su vida impura lo enfurece –dijo sir Graybow–. Esta guardiana es medio hermana de Teryl Uro.

Jo hizo un gesto afirmativo.

—No veo la necesidad de oír otra vez la historia del origen de los abelaat, escudero Menhir –se escuchó a la baronesa por encima del ruido que provenía del exterior. Apoyó las manos sobre la mesa de piedra alrededor de la cual se reunía el consejo–. ¿Decís que esos abelaat son unas criaturas mágicas que poseen unos cristales, hechos de su misma sangre, que se apoderan de la magia de este mundo?

—Sí.

—¿Y que Teryl Uro, hombre cuya madre se desposó con uno de esos abelaat, ha iniciado una campaña para reclamar la magia de Mystara y devolvérsela al mundo de los abelaat?

—Con lo que ocasionaría la muerte de todos los seres vivos. Así es.

El consejero Melios se levantó y señaló a Jo con un dedo acusador.

—¡Y pretendéis que creamos una historia tan disparatada de boca de un escudero!

Jo se levantó de un salto, con un campanilleo metálico de su cota de mallas.

—¡Yo era el escudero de Fain Flinn, Flinn el Poderoso, el más grande caballero que hayan conocido nunca estas tierras! ¡Fueron personas como vos las que dudaron de su integridad y mancillaron su honor con absurdas acusaciones traidoras!

—¡Escudero Menhir, sentaos inmediatamente! –ordenó sir Graybow, poniéndose de pie.

Jo quería obedecer a sir Graybow, el único del castillo que le había mostrado alguna simpatía, pero su furia era demasiado intensa y avanzó hacia Melios. El consejero se hundió en su silla, y su iracunda expresión se transformó en otra de odio. Un silencio repentino se apoderó de la estancia.

—Entiendo vuestra preocupación, escudero Menhir. Por favor, tomad asiento –dijo la baronesa con voz calma. Aquella amabilidad sorprendió a Jo, que se volvió a sentar.

La baronesa Arteris miró fijamente a cada miembro del consejo, uno por uno. La mitad de los miembros parecían no creer la historia.

Los restantes estaban indecisos entre la duda y la confianza.

Cuando la baronesa se iba a pronunciar, las puertas de la estancia se abrieron de golpe para dejar paso a un hombre cubierto de polvo y sudor. Cuando los guardias intentaron detenerlo, mostró unas alforjas que acarreaba en los hombros con el sello de Entrada.

—¡Mensaje, mi señora! –acertó a gritar antes de desplomarse extenuado. Con gran muestra de dignidad se puso en pie y, apoyándose en la mesa del consejo, sacó una nota de su bolsa.

La baronesa cogió la nota de su sucia mano y la abrió. La leyó rápidamente y acto seguido miró a Jo con dureza. La joven, todavía enfadada, le devolvió la mirada sin importarle las formas de cortesía de palacio.

—Miembros del consejo –comenzó la baronesa ceremoniosamente, apartando la mirada de Jo–. Tengo aquí un informe que afirma que unas extrañas criaturas se dirigen hacia las tierras al norte de las montañas de Picos Negros. Ya han destruido dos pueblos.

—¿Dónde están esos pueblos, señoría? –preguntó sir Graybow.

—Cerca de la ciudad de Armstead. –La baronesa, con un gesto a los guardias de la puerta para que se acercaran, ordenó–: Que envíen un mensajero a las Baronías de Kelvin y Specularum y a la Torre de la Carretera del Duque. Que les digan que convoco una gran concentración de ejércitos. Que se les envíe una copia de esta misiva.

Y asegúrense de que este hombre recibe comida y un lugar para descansar –añadió, señalando al mensajero.

Los guardias abandonaron la estancia con la carta, llevándose al mensajero.

—Debemos agradecer la ayuda del escudero por su comparecencia en la presente campaña contra los abelaat. Sugiero que nos volvamos a reunir después de tener un informe completo sobre nuestras…

—Mi señora –interrumpió Jo, poniéndose en pie–. Hay otro asunto de gran importancia. –La baronesa arqueó una ceja con escepticismo.

Jo continuó–. Me ha sido proporcionado el medio para sobrevivir al poder del abatón –explicó, a la vez que sacaba de debajo de la mesa la espada envuelta–. Me envían los que crearon a Vencedrag, quienes me instaron a que, cuando volviera a mi tierra, os presentase esta espada para que, al igual que vuestro padre bendijo a Vencedrag, tengáis la bondad de bendecir esta arma.

—¿Y qué ha sido de la afamada Vencedrag? –preguntó con voz hiriente, aunque débil, el consejero Melios, sin levantarse de la silla.

Jo apartó el hule y dejó al descubierto la empuñadura de Vencedrag.

Vencedrag fue destruida en la batalla final contra el dragón –contestó–. Un Inmortal la forjó de nuevo y la transformó en esta espada –añadió, dejando caer el resto del hule. Los miembros del consejo se levantaron de sus asientos para admirar el arma. Jo se sintió invadida de orgullo. Deseaba que Flinn, Braddoc y Karleah estuviesen allí en aquel instante–. Lo más importante es que se remate esta espada, de la misma manera que se hizo en tiempos de vuestro padre –concluyó Jo.

En vez de contestarle con el mordaz reproche que Jo esperaba, la baronesa Arteris se cruzó de brazos pensativa.

—Tenéis razón, escudero Menhir.

La dama se volvió hacia sir Graybow.

—¡Que llamen al maestro armero! ¡Que la gente se reúna en el patio! Hay que informarles del peligro e invocar su bendición para la espada –ordenó.

—¿Cómo se llama esta arma? –inquirió el consejero Melios con un hilo de voz.

Paz –repuso Jo.

Sin prestarle atención a los demás, se inclinó hacia Melios, quien se hundió aún más en su silla.

—Y, si hay algún resquicio de duda sobre mi capacidad de manejarla, permitidme que os diga que fui yo quien mató a Verdilith.

Загрузка...