El frugal sueño de Jo se vio turbado por un rumor de pasos en mitad de la noche. Sin hacer ruido, desenvainó a Paz de la cartuchera de cuero que se había confeccionado y se dirigió a la puerta de su cabaña, que había construido en las ruinas del Castillo de los Tres Soles.
Tres personas eran las causantes del ruido: dos hombres y una mujer. Jo se alegró de haber cerrado las cortinas de su pequeña casa; los intrusos no podían ver su interior.
—¡Hola! –llamó uno de los hombres.
Jo no contestó.
—¿Hay alguien ahí? –preguntó la mujer. La voz no parecía pertenecer a un bandido de la noche.
—No queremos haceros daño. Venimos de Bywater, Specularum y Entrada –dijo el otro hombre.
—¿Qué queréis? –exigió Jo.
—Sólo un lugar para descansar –le contestó la mujer–. Hemos hecho un largo viaje en busca del Castillo de los Tres Soles.
Jo abrió la puerta y obsevó a los tres viajeros. Eran jóvenes –más jóvenes que ella– y estaban cubiertos por una capa de polvo del camino. Las armas y armaduras que llevaban eran relativamente nuevas, aunque con algunas abolladuras. Al salir empuñando a Paz en posición defensiva, los tres retrocedieron, y uno de ellos echó mano a su espada envainada.
—Esto –dijo Jo de malas maneras– es el Castillo de los Tres Soles.
Los visitantes se miraron entre sí con cierta decepción en el rostro.
—Llevo aquí muchos meses, y vosotros sois los primeros que venís en busca del castillo –les informó Jo bajando la punta plateada de su espada.
La mujer asintió.
—No dudo que seamos los primeros en habernos lanzado a recorrer los caminos. Esas criaturas estaban por todas partes, sembrando la destrucción en las aldeas y ciudades.
—Podéis volver a casa –declaró Jo–. No queda nada del castillo, nada de la gloria, nada de la caballería.
—Pero vos lleváis la túnica de la Orden. ¿No sois un caballero? –le preguntó el primero de los hombres.
Jo bajó la mirada hacia su túnica; los tres soles dorados brillaban en el añil de su túnica. Recordó la vez que Flinn había usado una parte de aquella prenda como venda. Ella la había remendado luego casi hasta la perfección.
Examinando uno a uno los rostros de sus jóvenes visitantes, se sintió tal como suponía que se había sentido Flinn cuando ella se había presentado a la puerta de su hogar en el bosque. Había aprendido muchas cosas de él, pero la lección más importante era la necesidad de aprender del pasado y usar la lección con sabiduría.
—Pasad, por favor –los invitó Jo–. Podemos hablar de la caballería mientras comemos.