18

Jo permanecía sentada en medio de las fuerzas abelaat en el centro de la arrasada aldea. Sabía que el tiempo apremiaba y que a cada momento más y más de aquellas criaturas entraban en el mundo a través del abatón. Sabía también que su desesperación había llegado a un punto cercano a la indiferencia. Los monstruos se movían a su alrededor, olisqueando el aire, y algunos casi llegaban a tocarla.

Acurrucada en el suelo no se inmutaba y mantenía la punta de Paz por encima de su cabeza, como si se tratase de un estandarte de plata rojiza. Las lágrimas que fluían por sus mejillas dejaban manchas oscuras en su tabardo azulado y humedecían la tierra entre sus pies.

A pesar del peligro inminente, sólo podía pensar en Flinn. Evocaba aquellos lugares en los que habían estado juntos, donde había exhibido la fuerza que le había devuelto el apelativo de Flinn el Poderoso, en vez de los vejatorios insultos de Flinn el Caído o Flinn el Bobo.

Jo recordó las historias que ella solía contar sobre su poderío.

Alguien le había dicho que poseía una gran habilidad para contar historias, como las que relatan los mayores cuando reúnen a los niños en torno al fuego y los hacen partícipes de sus sueños mientras saborean el humo de una pipa.

Ahora sólo habría sido capaz de narrar sus pesadillas.

Los cadáveres se extendían como una alfombra de muerte por los campos que rodeaban la aldea. Había luchado contra los abelaat sesgando la vida de cientos de ellos. Había continuado su lucha a solas incluso después de haber perecido el último de los habitantes del pueblo. Había luchado hasta perder la última gota de su energía. A pesar de la frenética actividad mortal de su espada, no había podido salvar la vida de sus amigos.

No sabía por qué razón los abelaat la evitaban instintivamente.

Tesseria o Hastur podrían habérselo dicho, pero ahora estaban muertos. El cuerpo del hechicero estaba ahora sepultado en algún lugar entre los habitantes del lugar. Tesseria estaba tendida junto a ella. El hermoso rostro de la joven miraba en dirección al cielo tras haber sucumbido ante el ataque de un abelaat. Jo alzó la mirada y cerró los ojos para que las lágrimas resbalasen por su rostro.

El abatón la esperaba en el noroeste, pero su deber hacia Penhaligon era dirigirse hacia el sur.

Jo contempló indiferente cómo un abelaat se apartaba del resto para aproximársele, olisqueando el aire y mirando en todas direcciones con ojos de sospecha. El suelo tembló cuando la criatura se le acercó, pero ella no podía reaccionar. El halo de la criatura se movió, y la joven vio que la armadura que le cubría el pecho era muy parecida a la de las tropas de infantería que habían desfilado por las calles de Specularum en un desfile de fuerzas que el rey había ordenado para impresionar a unos dignatarios. El hacha, prolongación del brazo del abelaat, se agitó lentamente ante la muchacha. La criatura se detuvo y, torciendo el cuello, giró la cabeza hacia un costado. Jo alzó la mirada y distinguió los largos dientes del abelaat, que eran parecidos a los del que la había mordido en el hombro hacía dos inviernos.

El abelaat giró sobre sus talones y se dirigió hacia el resto de las filas. Jo advirtió que su mano derecha estaba caliente, y supuso que las piedras de abelaat de la empuñadura le habrían desgarrado la piel.

Bajando la mirada, comprobó que la sangre le fluía por donde le había cortado el puñal de Malken.

Las piedras habían recuperado el color rojo intenso original, habiendo perdido el tono negro que las cubría cuando absorbían la sangre de sus manos. Infectadas con el veneno de las malvadas criaturas, las piedras no hacían funcionar su magia sin cobrar un precio. Con un estremecimiento, Jo soltó la empuñadura de Paz y se abrazó a su hoja de plata rojiza. Él recuerdo del veneno que corría por sus venas la hizo llorar de nuevo.

Los abelaat que estaban más próximos se giraron hacia ella, alzando la cabeza; habían olido su sangre. Con el pulso acelerado por el miedo, Jo se puso en pie, y adoptó una posición de combate. Las criaturas parecían confundidas y ansiosas, como las bestias salvajes que merodean alrededor de una pieza recién cobrada.

Con la plateada hoja de su espada cortó con facilidad un trozo de su túnica añil, que agarró antes de que llegase al suelo. Depositando la hoja de la espada en el suelo con el mango apoyado en sus piernas, se vendó la herida para que parara de sangrar.

Los abelaat habían comenzado a moverse hacia ella. Una de las criaturas blandió su alabarda en el aire cerca de ella, y la forzó a retroceder. Los abelaat formaron un círculo a su alrededor, y Jo apuntó a Paz hacia arriba para que no los tocase hasta que estuviese lista para el ataque. Los halos negros creaban a su alrededor un muro de negrura, transformando las siluetas de las criaturas en una masa informe de oscuridad.

Jo empuñó a Paz con una sola mano y con los dientes abrió el nudo que había hecho en un extremo del paño que le servía de vendaje. La sangre comenzó a fluir otra vez. Apretó entonces el paño hasta formar una bola y lo lanzó lejos, por encima de su cabeza, esperando haber elegido la dirección adecuada para poder escapar.

Los abelaat giraron y, como si se tratase de un imán, se precipitaron sobre el paño. Jo apretó con firmeza la empuñadura de Paz dispuesta a defenderse, pero las criaturas pasaron a su lado haciendo caso omiso de ella.

Jo se volvió y corrió hacia el norte en dirección a los Picos Negros, con la espada enarbolada en la mano derecha por si necesitaba defenderse con rapidez. Atravesó las filas de los restantes abelaat, que, como soldados perfectos, obedecían al que había traído la desgracia al mundo.

Cuando hubo escapado del campamento de los abelaat, sólo tenía un pensamiento en la mente.

Matar a Teryl Uro.

La luz del abatón se filtraba a través de la cortina de nubes que oscurecían el cielo. Jo contempló a la devastada Armstead, que se levantaba tras la última colina que daba al valle. Recordó su primera reacción al encontrar los restos de aquella ciudad, con todos sus edificios derruidos y todas las almas de los habitantes absorbidas para alimentar el poder de la maléfica puerta. En aquella ocasión, su rabia y su abatimiento no habían sido menores que la devastación de la ciudad. El poderoso resplandor del abatón llenaba de luz los ojos de Jo, exagerando sus rasgos con las sombras que proyectaba.

De la misma manera que la habían rodeado a ella en el campo de batalla, los abelaat rodeaban la ciudad como una espesa sombra alrededor de la centelleante columna del abatón. Eran tan numerosos que Jo tuvo la sensación de que se trataba de un enorme trozo de cielo nocturno que se había desprendido. La luz del abatón bañaba a las criaturas con un resplandor nacarado que no disminuía la intensidad de sus negros halos. Estaban formados en filas perfectas que ninguna fuerza de Mystara podría llegar a detener.

Su viaje desde el sur no le había llevado mucho tiempo. Se sentía con más fuerzas y energías que nunca, a pesar de no haber comido en varios días. Al bajar la mirada, vio que el resplandor del abatón hacía resaltar las venas de sus antebrazos. Los huesos y tendones se le marcaban en las manos tal como ella había visto en las de Flinn cuando lo conoció en Bywater.

—¿Qué dirías ahora si me vieses, Flinn? –susurró para sí. Había vivido en soledad, abandonada por su familia a la suerte de las calles de Specularum, donde había conseguido sobrevivir gracias a su ingenio y tenacidad. Había buscado a Flinn el Poderoso, pero se había encontrado con Flinn el Caído. A través de él había conocido a otros como Karleah, Braddoc… y Dayin, de quien sabía por su visión que la estaba esperando, suspendido dentro del rayo de luz. Había entrado en la corte de Penhaligon y había estado rodeada de cientos de personas que se congregaron para bendecir su espada. Había luchado entre las filas de los soldados, sólo para ver cómo los asesinaban a todos.

Respiró profundamente al pensar cómo había pasado de la soledad a la compañía de todo el mundo; de marginada a ídolo. Ahora se encontraba sola de nuevo. Casi toda la gente que había tenido la fortuna de conocer había perecido. Apenada por sus pensamientos, sacudió la cabeza y bajó la mirada hacia la preciada espada, que había adquirido un tono rojizo, más intenso. Los cuatro símbolos rúnicos del Quadrivial y la inscripción final de Paz estaban oscurecidos, debilitados por el poder del abatón. Se preguntó cuándo había sido la última vez que había reflexionado sobre el Quadrivial, o sobre la caballería.

Sacudió de nuevo la cabeza. Sus piernas tenían más fuerza que nunca, y sabía que sus habilidades para la lucha se igualaban a las del mejor: había sido entrenada por dos expertos espadachines, además de las duras lecciones que había tenido que aprender por sí misma en el campo de batalla. Paz podía hacer estragos a través de las filas de los abelaat mientras ella se sostuviese en pie, y lo conseguiría hasta haber acabado con Teryl Uro.

Sin saber con qué se encontraría al atravesar la puerta del abatón, por un momento consideró la posibilidad de usar las piedras de abelaat de la empuñadura para examinar el paisaje del mundo de los abelaat. Se aferró a Paz con firmeza y comenzó a frotar con fuerza las piedras, pero de repente cambió de parecer. Los abelaat podían percibir el olor de su sangre en la distancia, de la misma manera que un perro salvaje puede detectar el miedo y la muerte, y sin duda la localizarían con facilidad, dado el gran número de criaturas que se apiñaban en el valle.

La región estaba en calma total. No había encontrado rastro de animales o pájaros en su viaje a Armstead, y hasta los insectos permanecían escondidos. Jo miró hacia la luz del abatón y recordó a Dayin en la catarata de luz. Decidió que había llegado el momento de actuar.

Revisó su armadura para asegurarse de que las correas no se hubiesen desabrochado sin que se hubiese dado cuenta, pero las hombreras estaban en su lugar así como los avambrazos y las grebas.

El único rasguño sufrido por su vestimenta era la desgarradura que había causado a su tabardo añil cuando había necesitado hacerse una venda. Incluso las prendas de algodón que llevaba debajo estaban en perfectas condiciones.

Los abelaat rodeaban el pilar de luz emulando la distribución de los pétalos de una flor, con huecos entre las formaciones. No vio fuerzas patrullando la zona como hacían en la otra aldea.

Alzó a Paz y comenzó a descender la montaña, siguiendo el mismo camino que había recorrido en su anterior visita a Armstead. Se concentró para encontrar la ruta perfecta que le permitiese llegar hasta el abatón a través de las filas enemigas. Deseó tener a sus amigos junto a ella para enfrentarse al enemigo y, por un momento, se imaginó que estaban cerca. Pero no era cierto, así que apresuró la marcha.

El viento hacía ondear su tabardo con tanta fuerza que le azotaba la piel, y dejaba marcas en sus piernas y brazos. La tela que le cubría las hombreras la golpeó en la nariz, pero Jo esbozó una mueca de protesta y no aminoró la marcha. Con los ojos fijos en su objetivo –el brillo nacarado del abatón– hizo caso omiso del roce de sus botas al caminar y del aullido del viento en sus oídos.

El hedor de los abelaat infectaba el aire, que cambiaba constantemente de dirección. Jo tuvo que tragar saliva para no vomitar, a pesar de tener su estómago vacío. El recuerdo de la comida hizo que volviese a tragar saliva para librarse del sabor amargo de la bilis y los ácidos de su estómago en la garganta. Sólo al acercarse a la derruida Armstead, el olor de las cenizas camufló el hedor a especias.

Jo se detuvo. Los abelaat que la rodeaban permanecían estáticos en su silencioso halo de negrura, como estatuas talladas en la más negra de las piedras. Había creído que comenzarían a olisquear el aire pero se quedaron impasibles, tal vez porque el corte en su mano izquierda había curado casi por completo.

Se mordió el labio para detener la risa que la acometía. No podía creer que la niña que una vez había sido abandonada en las calles de Specularum hubiese llegado hasta donde estaba ahora. Se preguntó si no habría sido todo un plan de los Inmortales. Todo lo que era y toda la gente que había conocido la habían llevado hasta aquel punto, como si hubiese sido planeado de antemano. La talla exacta de sus botas y lo bien que se ajustaba el acero elfo de su armadura eran prueba evidente de que lo habían preparado todo para ella.

El viento cambiante la zarandeaba por la espalda y por los lados mientras caminaba sigilosa entre las filas de las negras criaturas que permanecían inmóviles. A pesar del viento, que parecía empujarla hacia el abatón, mantuvo un paso constante. Comprobó que había caminado una distancia similar a la del patio del Castillo de los Tres Soles, pero la columna aún estaba distante.

Tuvo la sensación de que algo oscuro se movía dentro de la columna de luz. Contuvo la respiración, con la esperanza de ver a Dayin, pero el muchacho no apareció. Aunque estuviese allí, no tomaba voluntariamente parte en la conspiración de Teryl Uro. Había sido un amigo, y Jo confiaba en que el hermoso joven la recibiese como tal.

Al acercarse al pilar sintió más frío, y se preguntó si Karleah habría tenido la misma desagradable sensación cuando se había sentado enfrente del abatón con la última piedra de abelaat en su mano. El abatón también emitía calor, un ansia de poder del otro mundo. Jo se dijo que tal vez la anciana había rezado a algún dios en sus últimos momentos.

—Diulanna, Patrona de la Voluntad –comenzó lentamente, buscando las palabras adecuadas–, sólo os pido que me deis la fuerza y el valor necesarios. –Jo pensó en su plegaria y añadió–: Es todo lo que necesito.

Sin pensarlo más, se introdujo en el poder del abatón.

Se encontraba dentro de la columna de luz ante un hermoso joven de tez pálida que le recordaba a alguien. Estaba suspendido en el aire, durmiendo, con los brazos a los costados y las palmas de las manos hacia afuera; la pierna derecha estaba cruzada sobre la izquierda, doblada a la altura de la rodilla. No podía alcanzarlo para despertarlo.

Era increíblemente hermoso.

El chorro de luz, que se proyectaba hacia un lugar desconocido, perdido en la distancia, la inundaba como si estuviese en una catarata.

Sintió una poderosa presencia cerca de sí, la misma presencia que dirigía la catarata de luz, y que impedía al joven despertarse.

Jo quería despertarlo, sacarlo de su sueño. Recurriendo a toda su voluntad, avanzó lentamente, luchando contra el gran poder de la luz, contra la fuerza de aquella presencia.

De repente, dejó de sentir su cuerpo, y alzó una mano totalmente entumecida.

Los ojos del joven se abrieron de repente, y Jo clavó la mirada en su profundidad pálida, tan brillante, fría y hermosa como la luz que los envolvía. En sus ojos sólo se percibía aquella luz, y la joven temió que estuviera muerto. Notaba el poder del muchacho y de la presencia que los inundaba con su luz.

El joven abrió la boca para hablar, pero la presencia se lo impedía. Asustada, Jo retiró la mano y se replegó en sí misma. Un nombre apareció en su memoria.

—Dayin.

Aquella palabra era la llave que abría la puerta.

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