21

Teryl Uro no había mentido. El Castillo de los Tres Soles había sido destruido. Había desaparecido la gloria de la caballería.

Casi no quedaba nada en pie en el castillo y en los pueblos adyacentes. Jo avanzó por entre las ruinas. Las torres de la fortaleza se habían transformado en escombros, y los muros habían sido aplastados por las máquinas de asalto que se le habían aparecido en su visión. El rastrillo de la entrada principal estaba a varios metros de ésta, con sus barras de hierro dobladas y partidas. De las torres de entrada sólo quedaban algunas piedras. Al penetrar en el vestíbulo, Jo recordó la primera vez que había estado en el castillo.

Tenía la esperanza de que la gente hubiese escapado antes de que llegase el enemigo. Tal vez incluso algunos de sus amigos: Arteris; Colyn Madcomb, Graybow… Quizás Uro había mentido sobre aquello.

Jo intentó reprimir el sentimiento de cariño que afloraba hacia aquellas personas; el amor que le había profesado a Flinn, a Dayin.

Ahora estaba sola, como sabía que sucedería cuando acabase su viaje. La pérdida de Flinn por segunda vez era demasiado dolorosa para poder soportarla.

Mientras caminaba por aquel lugar devastado, Jo intentó encontrar los aposentos de sir Graybow, pero no había nada que pudiese identificar. Incluso el granito rosado del patio estaba hecho añicos.

Con un suspiro, se sentó en una roca y levantó a Paz a la altura de sus ojos. Su rostro se reflejaba distorsionado en la parte plana de la espada, excepto donde estaba la última inscripción rúnica. Se preguntó si aquello era un mensaje de los Inmortales, aunque ya no le importaba. La devastación que había sufrido su vida era demasiado grande para albergarla en su corazón. Sabía que necesitaría un gran esfuerzo de voluntad para volver a alcanzar la paz interior.

Lo primero que necesitaba era comida. Si tenía que emprender un viaje, o reconstruir lo derruido, o vivir, tenía que comer. Buscó con la mirada a su alrededor intentando localizar cualquier cosa, incluso un poco de agua. Escarbó entre los escombros y sacó un trozo de tela oscura.

Era la túnica de uno de los caballeros del Castillo de los Tres Soles. La luz del sol hacía resplandecer con sus rayos los finos bordados de la prenda.

Los ojos se le llenaron de lágrimas que resbalaban por su rostro y manchaban su tabardo. Comenzó a llorar por todo lo que había conocido y amado.

—Nunca lo entenderás, Braddoc Briarblood.

Braddoc frunció el entrecejo y se cruzó de brazos. Su espíritu permanecía en Armstead cerca de su cuerpo de piedra. No le gustaba que le dijesen que no entendía nada, especialmente ahora.

—Entonces, ¿qué significa todo esto? –quiso saber el enano–. Me imagino que lo tenías todo planeado desde el principio.

—No seas tonto. El mundo es un lugar más grande de lo que tú crees, y hay muchas cosas que se planean desde el principio. Sin embargo, ahora que eres uno de nosotros, supongo que no te importará saber que estabas en lo cierto. Siempre fuiste uno de los favoritos.

Braddoc dejó caer los brazos y suspiró en voz alta.

—¿Qué sucederá ahora? ¿Tengo que quedarme contigo para toda la eternidad?

—Para toda la eternidad, Vigilante, o hasta que vuelvas a nacer.

—¿Y Flinn? –se preguntó Braddoc en voz baja.

—También está atrapado para toda la eternidad.

—Vaya, fabuloso –murmuró a través de su barba–. Contigo por toda la eternidad, señor Kagyar, Kagyar el Artesano, Kagyar, Ojos de Relámpago…

—¡Basta! –lo amonestó el Inmortal.

Braddoc no se sentía intimidado ni obligado a obedecer a su señor, y lo miró con una sarcástica sonrisa.

—No intentes engañarme con tus trucos de Inmortal, señor Kagyar –le replicó Braddoc con sorna–. Ambos nos conocemos bien.

Braddoc paseó la mirada por su cuerpo de piedra, que se mantenía velando el abatón. Contempló el plano de los mortales, preguntándose si algún día regresaría.

Suspiró por última vez antes de emprender su viaje al mundo de los Inmortales acompañado de Kagyar.

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