Johauna caminaba al lado de sir Graybow por los pasillos del castillo. Respiraba agitadamente mientras percibía el olor del hule que la transportaba a la etérea forja donde había participado en el vaciado de la espada, reviviendo cada paso de su vida al mismo tiempo que forjaba su alma junto a la espada.
—Johauna… –le susurró sir Graybow, apoyando una mano en el hombro de la muchacha.
—Lo siento, estaba pensando.
Pasaron por un patio descubierto que los conducía a los aposentos de sir Graybow. A pesar de la sensación de calor grasiento que daba la iluminación de las antorchas de las paredes, el ambiente estaba frío.
Al torcer la esquina, sir Graybow le preguntó repentinamente:
—¿Qué fue exactamente lo que visteis en Armstead?
Jo parpadeó. A la mención de la ciudad la invadieron recuerdos espantosos. Lo había perdido todo en Armstead: sus amigos, su fuerza de voluntad, incluso la esperanza.
—Había… –Una lágrima se deslizó por su mejilla y dejó una mancha oscura al caer sobre el hule. Suspirando profundamente, borró con el brazo el rastro que había dejado en su rostro–. Había cientos de muertos. Les habían absorbido sus almas. Niños, mujeres y hombres se apilaban en las calles, con las carnes hechas cenizas. La ciudad estaba devastada por los diabólicos efectos del abatón.
Sir Graybow la guió a través de una entrada que conducía a un pequeño tramo de escalera. Jo apenas notó su gesto de preocupación mientras proseguía con el relato.
—Verdilith tomó la apariencia de Flinn y me convenció de que se había convertido en un Inmortal y… –La voz se le quebró, y las lágrimas comenzaron a brotar con profusión–… perdí la fe y dejé que el dragón golpeara a Vencedrag para partirla. Cuando me di cuenta de mi error, se la quité y lo atravesé con ella. Entonces la espada se rompió.
Deteniéndose, examinó la grisácea cara de sir Graybow.
—Rematé a Verdilith con las dos mitades de Vencedrag, acuchillándolo hasta que suplicó misericordia. –Apartó la mirada para evitar verse reflejada en los ojos de Graybow–. No me guié por la clemencia sino por la justicia.
Se apoyó en el frío y húmedo granito de la pared, lo que la reconfortó.
Sir Graybow le pasó un brazo por encima de los hombros.
—Si podéis continuar un poco más, os prepararé un té caliente.
Jo alzó la mirada hacia el rostro de Graybow. Su faz era amable, pero lucía las huellas del exceso de preocupación que la autoridad de su cargo requería.
Como alcaide del castillo de Penhaligon, tenía el deber de proteger el castillo.
—No os gusta intervenir en los asuntos estatales de Penhaligon, ¿verdad? –inquirió Jo con suavidad.
—¿Por qué me preguntáis eso? –replicó el anciano, con muestras evidentes de estupefacción.
Jo movió negativamente la cabeza y, esbozando una leve sonrisa, lo volvió a agarrar por el brazo.
—Últimamente, me he visto implicada en… asuntos que no entiendo, y que me recuerdan a aquellas… confabulaciones de los nobles contra Flinn. Los gobernantes tienen ambiciones que no siempre coinciden con las necesidades de la gente.
—¿De veras? –respondió sir Graybow, sonriendo maliciosamente–. Me impresionáis «escudero» Menhir. ¿Necesitáis, tal vez, algún tipo de consejo o ayuda en lo concerniente a esos asuntos?
—Tal vez, suponiendo que tengáis experiencia en estas materias.
—La palabra «experiencia» tiene connotaciones que se pueden interpretar según la situación. –Se detuvo y escrutó el abatido rostro de la joven–. Si quisierais contarme alguno de vuestros… problemas, intentaría ayudaros. Decidme lo que os preocupa.
Tras considerar el ofrecimiento, Jo hizo un gesto de conformidad.
Por un momento el pasillo por donde caminaban le recordó la Galería de los Caídos: oscuro, silencioso y tranquilo.
Antes de que pudiese comenzar a hablar, llegaron a la puerta del estudio. Sir Graybow sacó una gran llave de su cinturón, con la que abrió la puerta. Johauna se alegró de tener alguien con quien desahogar sus preocupaciones.
La habitación seguía siendo oscura y confortable, tal como la recordaba.
—¿Qué infusión os apetece?
Se encogió de hombros.
—¿Qué tenéis?
—Echemos un vistazo –contestó él y, avanzando hacia una de las vitrinas que había cerca de la chimenea, abrió el mueble.
»Tenemos una fina mezcla hecha en los bosques de Achelos, cerca de los Cinco Condados. Y un excepcional té de los emiratos de Ylaruam, muy recomendable para combatir el frío.
Asintió y se sentó a la mesa que había en medio de la habitación.
Sobre ella descansaba un libro, abierto por la portada, pero no acertó a descifrar su extraña escritura. Mantenía a Paz apretada contra su cuerpo, como si no quisiese quedar desprotegida ante el abatón.
—¿Os apetece una infusión del conde de Greymington?
Jo levantó la vista del libro y asintió.
—Me encantaría.
Sir Graybow cogió un tarro de la alacena y cerró la puerta. Puso la tetera al fuego y dejó el tarro al lado de dos tazas que aguardaban el líquido.
—Tardará algo –murmuró, sentándose frente a la muchacha.
—¿Os encontráis bien? –inquirió ella, preocupada.
—¿Por qué lo preguntáis?
—Parecéis mucho más… delgado.
Graybow sonrió y miró hacia el techo.
—Hay un momento en la vida de cada hombre en que debe empezar a cuidarse un poco más, es decir: más acción y menos inactividad.
—Y menos bizcochos con el té –lo interrumpió ella con una risita.
El anciano sonrió cariñosamente e, inclinándose, dijo con aire conspirador:
—Ya veo que conocéis mi secreto.
—¿Son agotadoras las labores en el castillo? –preguntó Jo con seriedad.
Sir Graybow apretó los labios y apartó la mirada.
—Ya veo que conocéis mi secreto; pero no estamos aquí para hablar de los problemas del alcaide, sino para ayudar a Johauna Menhir.
—¿No os referís a la escudero Menhir?
El anciano negó con la cabeza.
—No, me refiero a vos.
Jo asintió agradecida por la muestra de cariño de Graybow. No se sentía merecedora de afecto alguno, pues lo más parecido que había recibido en su vida había sido algunas miradas lascivas en Specularum. Separó el hule de la empuñadura de malla de acero de Paz, y pasó los dedos sobre las piedras de abelaat. Cambió de posición en la silla, intranquila ante el pensamiento del efecto que podía tener en su cuerpo el veneno de los abelaat.
—¿Qué sucede? –quiso saber sir Graybow.
—¿Os acordáis de que me atacó un abelaat cuando estaba con Flinn? –replicó Jo. Graybow asintió–. Es cierto, tengo su veneno en mi sangre, y Flinn extrajo estas tres piedras del lugar donde me mordió en el hombro.
Sir Graybow se levantó de su silla.
—¿De ahí provienen esas piedras? ¡Por todos los Inmortales, Jo!
¡No tenía ni idea! ¿Estáis enferma? ¿Llamo al curandero?
Jo sonrió y posó el brazo sobre el hombro de Graybow para volver a sentarlo en su silla.
—No, de veras, estoy bien. No creo que sea veneno.
—¿Una infección, tal vez? –sugirió Graybow.
—Karleah me dijo que la… infección me protegería de los abelaat, aunque no sé de qué manera. Creo que se refería a que sería difícil detectarme por medio de la brujería.
—¿Karleah murió intentando anular el efecto de la brujería? –inquirió sir Graybow.
—En efecto. Tenía una piedra del último auténtico abelaat de Mystara. Karleah pensaba que la piedra la protegería, pero algo no funcionó.
—¿Qué relación tiene eso con lo que ibais a decirme?
—Me dieron esta espada –comenzó, levantando a Paz–. Eran los mismos que forjaron a Vencedrag.
—Yo pensaba que había sido el maestro armero del castillo– interrumpió Graybow.
—Tal vez completó el trabajo… –repuso ella, esbozando una sonrisa cortés–. En esa historia hay más de lo que la gente cree.
Sir Graybow asintió.
—Entonces, ¿cuál es vuestro principal propósito? –la interrogó el anciano.
—Mi misión es matar a Teryl Uro y cerrar las puertas que comunican el mundo de los abelaat con Mystara. Todo es una cuestión de fe.
Sir Graybow parecía confundido.
—¿Todo el qué…? –preguntó.
Jo agitó a Paz y señaló su armadura de origen elfo.
—La espada, la armadura; lo que me ha pasado desde que salí de Armstead. He conocido gentes extrañas y fascinantes que tienen un poder y una sabiduría que yo nunca podré alcanzar. ¿Hasta qué punto me puedo fiar de mi percepción de estos acontecimientos, y cuánta credibilidad puedo conceder a todos aquellos que me introdujeron por este camino?
—¿Queréis saber si, por haberos sido concedida la espada, sois una pieza más de un juego? –inquirió sir Graybow, intentando poner un poco de lógica en su confusión.
Jo sonrió.
—Eso es exactamente lo que quiero saber.
Sir Graybow asintió y se dirigió hacia la tetera de cobre. Se puso un grueso guante, con el que retiró la tetera del fuego para llenar las tazas de agua caliente. Colocó otra vez la tetera al fuego y se volvió para preparar el té.
Jo observaba al anciano con expectación. Por fin se desembarazó de Paz apoyándola contra la pared, y se estiró de brazos.
Sir Graybow volvió con el té. Jo cogió su taza y la depositó sobre la mesa.
—Esa pregunta, Jo… –comenzó él, y se interrumpió para dar un sorbo–. Ésa es la pregunta que se hacen los caballeros desde el origen de los tiempos.
Jo iba a alzar su taza, pero cambió de opinión y volvió a agarrar a Paz.
—Supongo que lo averiguaré muy pronto –murmuró.
Desde lo alto de las escaleras del ancestral templo de Penhaligon, Jo contemplaba a los cientos de personas que procedían de los pueblos y ciudades del reino. Con rostros llenos de inquietud y pánico, se congregaban en el patio principal; los que no cabían allí dentro permanecían del otro lado de la verja del Castillo de los Tres Soles.
Murmuraban entre sí, sumidos en un mar de dudas. Los malos presagios de los nubarrones que desde hacía días ocultaban el sol, sumados a los rumores que circulaban sobre horribles monstruos que asolaban el reino, habían causado estragos en la moral de aquellas gentes.
La baronesa y sir Graybow escoltaban a Jo; el resto del consejo permanecía detrás de ellos, bajo la entrada del templo. Lucían sus mejores galas, excepto Jo, que continuaba ataviada con su túnica y armadura del otro mundo.
La baronesa Arteris dirigió la mirada hacia sir Graybow, quien asintió con solemnidad. Los ojos de la dama se posaron en el bulto de hule que Jo sostenía en los brazos. Era difícil escrutar su expresión.
Con una última mirada dirigida al consejo, la baronesa Arteris dio un paso al frente y alzó un brazo en dirección a la multitud.
—¡Ciudadanos de Penhaligon, solicito vuestra atención!
La voz se esparció, clara y poderosa, hasta los alrededores del castillo, y acalló por completo los rumores de las gentes. Jo no alcanzaba a percibir sonido alguno, excepto los latidos de su propio corazón.
—Se avecinan tiempos duros, como los que padeció mi padre en su mandato –comenzó la baronesa, con un profundo respiro después de cada pausa–. Algunos ya habéis oído hablar del mal que acecha las tierras más allá de las montañas de Picos Negros. Todo el mundo corre peligro, incluso los habitantes de las tierras de Karameikos. –Hizo una ligera pausa.
»Hubo una vez un héroe, a quien mi padre nombró caballero, que era capaz de doblegar el mal que nos acechaba, viniese éste de donde viniese. Aquel hombre era la personificación de los cuatro pilares del Quadrivial: honor, valor, fe y gloria. Fue un ejemplo para todos nosotros.
»Fain Flinn, Flinn el Poderoso, ha fallecido en el campo de batalla en encarnizada lucha contra el Dragón Verde, Verdilith. –Jo apretó las mandíbulas para resistir el lacerante dolor que le producía el recuerdo de la muerte de Flinn. Cuando se acallaron los rumores de incredulidad y sorpresa la baronesa continuó.
»Antes de completar su hazaña postrera encontró a uno entre nosotros a quien creyó digno de seguir sus pasos y aprender el arte de la caballería bajo su tutela. Esta alma distinguida se unió como escudero a la orden de Penhaligon.
El peso de las innumerables miradas que caían sobre Jo apenas le permitían sostenerse sobre sus piernas. Estaba segura de que todos conocían su relación con Flinn, y se preguntó si sentirían vergüenza por haber creído los embustes que sobre el héroe había hecho circular Verdilith. El recuerdo de su templanza le dio fuerzas para permanecer de pie.
Señalando a Jo, la baronesa proclamó:
—Esta escudero ha demostrado con sus hazañas que continúa el glorioso camino de Fain Flinn. Fue ella la que acabó con Verdilith en el nombre de Penhaligon.
Todo el mundo se alegró de la noticia de que el dragón que los había aterrorizado durante tanto tiempo había sido finalmente asesinado. Jo se sintió abrumada por tanta atención. Deseaba que Graybow y Braddoc estuviesen a su lado para ayudarla.
La baronesa Arteris bajó los brazos y abrió las manos en un gesto de súplica.
—¡Ciudadanos de Penhaligon, os informo que tenemos los medios para combatir a este y cualquier otro enemigo que invada nuestras tierras! Unidos somos fuertes y no hay nada que pueda dominarnos.
En este momento tenéis que rezar por los que lucharán en la batalla, no sólo por nuestros soldados sino también por nuestros aliados y los que vendrán para unirse a nosotros.
La baronesa inclinó la cabeza y entrelazó los dedos. Sir Graybow y el resto del consejo la imitaron. Jo, aún sobrecogida, contempló cómo todas las cabezas de la multitud se iban agachando. El poder de la unión y la fuerza de Penhaligon le inundó el corazón.
Al cabo de unos instantes, la baronesa Arteris alzó la cabeza.
—Orad, habitantes del reino –invocó en una voz que a Jo le pareció de la intensidad de un susurro–. Orad, otorgad vuestra confianza a los defensores y a sus armas.
Volviéndose, la baronesa desembarazó la espada que reposaba en brazos de Jo del hule que la envolvía. La joven, con ojos húmedos y embargada por la emoción, se contempló reflejada en la fina plata de la hoja.
La baronesa levantó un brazo de Jo.
—Como ya hicisteis antaño con la venerable Vencedrag, que llevaba el más grande de nuestros héroes, Flinn el Poderoso, os suplico que hagáis partícipe de vuestras plegarias a la que continúa avanzando por la senda de Fain Flinn. –La baronesa alzó la mano desocupada y exclamó–: ¡Os suplico que recéis por Paz!
Jo nunca había experimentado un silencio mayor que el que se produjo entonces. Permaneció de pie con la espada alzada, delante de los ciudadanos del reino, por fin segura de la decisión que la había conducido a ese instante. La gente continuó rezando en silencio.
Ahora comprendía qué era lo que Flinn había sentido al recibir a Vencedrag de las manos del barón: responsabilidad. Responsabilidad para con la gente y para consigo misma.
Descendió la escalera del templo contemplando la silenciosa multitud que se extendía ante ella. El único sonido que se oía era el roce de sus botas contra el duro pavimento, que despertaba un sonoro eco entre aquellos altos muros de piedra. Se movía guiada por la inspiración sin pensar en lo que hacía. Su único pensamiento giraba en torno a su nueva misión: iba a matar a Teryl Uro y a cerrar la puerta que comunicaba los mundos. Con Paz podría lograrlo.
Avanzó lentamente hacia el centro del patio, y las gentes alzaban la cabeza y observaban con admiración a Paz, la brillante espada de la esperanza. Al cabo de pocos momentos la muchedumbre la seguía en procesión, coreando un nombre. Jo, con los pensamientos concentrados en su misión, tardó en descubrir que se trataba del nombre de Paz.
Todo el patio gritaba el nombre de la espada, y los árboles se agitaban con el ensordecedor vocerío. Con andar decidido, Jo se dirigió a la fragua del castillo para que el maestro armero pudiese contemplar la ceremonia.
El maestro aguardaba en la puerta, y un familiar olor a hierro, calor y sudor llegó hasta Jo. El hombre, que era un anciano aunque robusto, tenía la cara tiznada por el hollín del horno. La joven pensó que tenía un aire parecido a Vulcano, aunque lo superaba en edad.
El maestro armero tomó la espada de manos de Jo y la empuñó con pericia. Con un gesto de asentimiento, regresó a la fragua e inspeccionó el filo de la hoja. Abrió entonces la puerta del horno, sumergió a Paz en el interior del fuego, y descolgó un martillo de un gancho cercano.
La espada resplandecía con un rojo incandescente cuando la depositó sobre el yunque. Levantó el pesado martillo muy por encima de su cabeza y la golpeó. El tañido del metal retumbó por todo el patio.
Todos permanecían en silencio, mientras Jo aguardaba, rodeada por un halo de chispas.
El hombre arrojó su martillo al suelo y le entregó a Jo la espada por la empuñadura. La plata de los elfos y el acero de los enanos se habían separado de la parte plana de la hoja para fundirse en el filo.
Los cuatro puntos del Quadrivial y el símbolo final de «paz» aún resplandecían por el calor de la fragua. Sólo había sido necesario un golpe para acabar la espada.
Jo se giró hacia la multitud y contempló sus rostros de expectación. Sin poder contener una sonrisa, alzó la espada en el aire.
Los vítores de los ciudadanos del reino aún resonaban en sus oídos cuando aquel día llegó a su fin.