15

Al llegar al borde de la avenida, el viento cambió de dirección y pudo percibir el hedor de las especias picantes de los abelaat.

Comprobó que las criaturas no estaban en su radio inmediato y se adentró por entre los edificios. El primer cruce de calles se encontraba a unos cinco metros. Tan sólo se mantenían en pie dos de los cuatro edificios de sus esquinas. Redujo el paso hasta detenerse y alzó la cabeza para escuchar con atención por encima del soplo del viento.

La cabeza de Malken se asomó del edificio que Jo tenía a su derecha. En un acto reflejo, la joven descargó un mandoble con su espada, que alcanzó a detener en el último momento.

—¿Estás loco? –le reprochó con voz silbante. El hombre de Darokin se llevó un dedo a la boca en un gesto de silencio y giró los ojos hacia un costado.

Jo mantuvo una relativa calma y prestó atención de nuevo. El viento volvió a cambiar, y ella advirtió la cercana presencia de varios abelaat.

—Hastur me asegura que podré matarlos con mis cuchillos –le susurró Malken al oído, acercando tanto sus labios que Jo echó la cabeza hacia atrás para evitar el roce–. Dice que hará algo para ayudarnos.

La joven le dirigió una confusa mirada.

—¿Como qué? –le preguntó.

Malken le contestó con un encogimiento de hombros.

De repente, el olor picante inundó los sentidos de Jo, lo que hizo que buscase un sitio donde esconderse. Malken la agarró de un brazo y la introdujo en su pequeña guarida, que era apenas del tamaño de un armario, abierto hacia el muro exterior del edificio.

No se veía nada desde donde estaban, pero el intenso olor y el viento cambiante eran signos inequívocos de que los abelaat se encontraban muy cerca.

El viento amainó. Jo intentó levantarse, pero Malken la obligó a agachar la cabeza por debajo del borde del muro. Enfadada, apartó la mano que la retenía y comenzó a incorporarse, pero Malken le puso una daga en el cuello.

Jo miró la daga y, apretando los puños, trató de serenarse. La ira había hecho desaparecer todo rastro de miedo de su corazón. Fuera cual fuese la razón por la que Malken la retenía, la ventaja estaba de su parte. No podía usar a Paz para defenderse en un espacio tan reducido. Estaba indefensa.

El viento cambió de nuevo, y las vigas del edificio comenzaron a tambalearse y crujir. Olvidando el puñal por un momento, Jo miró hacia lo alto, preguntándose si el edificio podría derrumbarse. Malken ponía toda su atención en los abelaat de la calle. En sus penetrantes ojos negros se reflejaba la concentración, mientras movía los labios en silencio contando el número de abelaat.

Jo olvidó su sentido de la disciplina y, apartándose la daga con un dedo, buscó un agujero por el que espiar lo que Malken estaba observando. Encontró una grieta entre dos tablas.

Había doce abelaat en el cruce, y sus negros halos se mezclaban en un remolino de oscuridad. Estaban en grupos de cuatro, mirando hacia el centro.

Oyó que algo goteaba cerca de su bota. Alarmada, comprobó que la daga de Malken le había producido un corte en el dedo al apartarla.

Como uno solo, los abelaat giraron la cabeza y comenzaron a olisquear el aire. A Jo se le heló el corazón, e intentó evitar la profusión de sangre chupando la herida. Malken no se movía; incluso la daga permanecía en el mismo punto donde la había empujado Jo.

Dos de los abelaat del grupo más cercano al edificio dejaron la formación. Se movían lentamente, pero no daban muestras de precaución; olisqueaban el aire como perros rabiosos tras la pista de una liebre. Jo apretó a Paz contra el pecho.

Se le nubló la vista.

Las enormes máquinas de asalto de los abelaat lanzaban piedras negras sobre los muros del castillo. Sir Graybow ordenaba a los zapadores que continuasen reparando los desperfectos mientras desenvainaba su espada, una hermosa reliquia de oro. Brillaba en el aire al agitarla sobre su cabeza para inspirar a los soldados del Castillo de Penhaligon a repeler a los invasores.

El apestoso olor del abelaat más cercano despertó a Jo de su visión. Apretó los dientes para contener su ansiedad, forzándose a mantener sus pensamientos en los prisioneros del corral.

Su dedo dejó de sangrar. Oyó que Malken emitía un suspiro por primera vez desde que se habían refugiado en aquel escondrijo, aunque no acertó a saber si estaba provocado por el miedo o por una sensación de alivio. Alzó su puño para que Jo lo viese, señaló hacia el suelo con dos dedos y, tras hacer un movimiento como si cortase algo, volvió a cerrar el puño. Jo no acertaba a comprender el mensaje. El hombre de Darokin repitió el gesto, y al acabar señaló hacia los dos abelaat que estaban más próximos.

Jo asintió cautelosa. Iba a atacar a los abelaat, pero sólo en caso de que se aproximaran lo suficiente como para poder hacerlo sin tener que salir de su escondrijo. Aferrando su espada con ambas manos, Jo apoyó la hoja sobre el hombro derecho y la empuñadura en la cadera.

Buscó un resquicio para maniobrar en caso de que fallase el plan de Malken.

Los abelaat se acercaron a la puerta que los ocultaba. Jo aguantaba la respiración sin poder ver nada más que los halos negros de las criaturas a través de las rendijas de la madera, y sin oír otra cosa que el silbido del viento y el latido de su propio corazón. Sentía la piel helada, aunque no era debido a un cambio de temperatura; era la misma sensación de vacío que había tenido entre los mundos cuando usaba su cola de perro.

Las criaturas continuaron rodeando el edificio, y al cabo todos los abelaat estaban en su formación original en el medio del cruce.

Malkten bajó el puño y, abriendo la mano, movió los labios en silencio.

—Espera –articuló.

Jo intentó aspirar hondo, pero no encontraba aire. Presa del pánico, trató de incorporarse, pero Malken le empujó la cabeza hacia abajo con una mano. Luego le inclinó la cabeza hacia atrás, y Jo sintió que otra vez le llegaba aire a los pulmones. Se esforzó por no jadear.

Cuando intentó aspirar de nuevo, no lo logró hasta que Malken le empujó la cabeza hacia adelante. Imaginó que aquel aire era fruto de un truco de Hastur. Mientras continuara moviendo la cabeza, encontraría aire.

El viento aminoró poco a poco hasta desaparecer. Al intentar tomar otra bocanada de aire, Jo tuvo la sensación de que se había congelado.

Malken le soltó la cabeza y sacó tres cuchillos más de su cinturón.

Sosteniéndolos con la mano izquierda, cogió uno con la derecha, lo hizo describir un giro en el aire para agarrarlo por la punta y, con un rápido movimiento de la muñeca, lo lanzó. Mientras Jo parpadeaba, el hombre arrojó otras dos dagas.

Cuatro abelaat entraron, rompiendo violentamente la pared. Jo fue despedida hacia el interior del edificio destruido. Se levantó del suelo polvoriento a tiempo para contrarrestar la carga de un abelaat. La alabarda de la criatura le desgarró la túnica azulada y, arrancándole la hombrera de protección, se clavó en la armadura de elfo. El halo de la criatura serpenteó a lo largo de la prolongación del brazo en forma de lanza y golpeó el cuerpo de Jo, y la parte que la oscuridad había tocado se heló.

La muchacha incrustó a Paz en el pecho de su oponente, y éste se redujo a polvo antes de que la guarnición de la espada tocase su halo. Paz siguió su trayectoria, pero el siguiente abelaat que se precipitó hacia ella desvió la espada con su alabarda y aprisionó la empuñadura de Paz contra su mango. Jo empujó hacia adelante para hacer retroceder a la criatura. Aprisionada por el arma del abelaat, notó que le faltaba el aire. Perdiendo el equilibrio, cayó hacia atrás sin soltar a Paz.

La punta de la alabarda cayó al suelo y levantó una nube de polvo y cenizas. Ante la imperiosa necesidad de buscar aire renovado para luchar, giró sobre sí misma en el preciso momento en que la criatura, utilizando el mango roto de su alabarda como una espada, descargaba un golpe. El arma se enganchó en el rojizo pelo de la muchacha y le arrancó unos cabellos. Jo se puso en pie y estaba a punto de arremeter salvajemente con su espada, cuando otro abelaat la golpeó en el estómago.

La punta de la alabarda no penetró en su armadura de elfo, pero el impacto la dejó aturdida y la espada se le cayó al suelo.

Una lluvia de cuchillos cayó sobre el abelaat. Dos se clavaron en sus ojos, y otros dos en el pecho; uno en la nariz y dos más en los hombros. Jo pestañeó para despejar la cabeza y buscó a Paz entre la negra ceniza.

El abelaat se transformó en polvo, y los cuchillos repiquetearon con un sonido metálico al caer sobre la armadura de Jo. Su mano palpó al fin la empuñadura de la espada y, apoyando el peso del cuerpo sobre los codos, se incorporó e intentó despejarse.

Sin haber recuperado del todo la visión, percibió una figura oscura delante de sí. Poniéndose en pie de un salto, clavó la punta de la espada en el vientre del abelaat y empujó con fuerza y rabia. Paz atravesó la armadura de la criatura y se clavó en su pecho. Al tocar el halo oscuro que le rodeaba el cuerpo, Jo sintió un agudo dolor frío. La criatura se desintegró ante ella, y el halo desapareció.

La joven se giró en busca de su compañero. Apoyado contra una columna carbonizada, Malken se agarraba un enorme corte en su costado. Jo corrió hacia él, sin dejar de inspeccionar la zona por si aparecían más abelaat, y, apoyando su espada en la columna, se puso de rodillas para examinar la herida del caballero.

—Ya puedes hablar –murmuró el hombre apretando los dientes, con un tono de voz que ya no expresaba adoración por la muchacha.

La herida era profunda, pero no mortal. Jo se palpó las vestiduras preguntándose si llevaba algo para cosérsela, pero todos sus artilugios estaban en la montura de las fuerzas de Penhaligon.

—¿Tienes algo que pueda usar para coser? –le preguntó, apartándole con suavidad la mano de encima de la herida–. Creo que puedo…

—¿Dónde diablos estabas? –siseó Malken–. ¡Se suponía que tú ibas a salvarnos! ¡Que ibas a salvar el mundo!

Jo se incorporó, presa de la confusión y el resentimiento.

—¿Qué quieres decir?

Los labios de Malken se curvaron hacia abajo dibujando una mueca de burla.

—Hastur dijo que tú y tu espada salvaríais el mundo…

—¿Qué pensabas que era? –replicó Jo manteniendo su voz baja–. Un héroe que aparecería de la nada y…

—¡Eso era exactamente lo que me esperaba, pero lo que me encontré es una niña con mucha suerte!

—Bueno… –comenzó Jo, que, entendiendo el punto de vista de Malken, no sabía qué decir–, nunca dije que fuese como Flinn el Poderoso –dijo, acercándose para examinarle de nuevo la herida–, pero tienes suerte de que esté aquí ahora.

—¿Y eso por qué?

—Porque tú nunca podrías hacer lo que yo voy a hacerte ahora –le contestó, haciendo un jirón con la impecable túnica negra del hombre–. ¿Tienes algún licor?

Cerrando los ojos, Malken asintió y buscó con la mano derecha en el interior de su túnica. Sacó un pequeño frasco de plata que Jo desenroscó; apartó la cara ante el fuerte olor a alcohol que desprendía. Vertió un poco sobre el paño y comenzó a limpiarle la herida. Sin abrir los ojos, Malken apretó los dientes para soportar el dolor.

—¿Dónde está el resto de los abelaat? –preguntó Jo, limpiando el borde de la herida.

—Hastur los… mató –masculló Malken entre dientes–; o los echó, o lo que fuera…

—¿Qué le hizo al aire?

—No le hizo nada al aire, sino al… ¿Cómo quieres que lo sepa?

Consiguió que pudiésemos matar a esas criaturas con armas mundanas –respondió el hombre de negro.

La respiración de Malken era rápida y agitada mientras Jo continuaba limpiando el corte con rapidez. No tenía práctica como cirujano pero había adquirido algunas nociones sobre cómo se curaban las heridas, viajando con un médico entre Specularum y otra ciudad que no podía recordar.

—Busca a Tesseria –pidió Malken.

Jo alzó la mirada para comprobar que el peligro no acechaba a su alrededor.

—¿Qué?

—Busca a Tesseria y envíamela. Ella puede… arreglarlo –le contestó Malken, tragando saliva con dificultad.

—Ya estoy aquí, Malken –dijo la guerrera elfa, cruzando el vano de la puerta. Llevaba un pequeño frasco de cristal lleno de un líquido que relucía con un brillo nacarado–. No nos queda mucho.

—La próxima vez vas tú delante –replicó el hombre de Darokin, apartando a Jo de un empujón y volviendo a poner la mano sobre su herida. La muchacha observó que estaba muy pálido por la pérdida de sangre, y se extrañó de que no hubiera perdido el conocimiento.

Tesseria le entregó el tarro a Malken, quien lo agarró con una mano temblorosa.

—Hemos acabado con el resto de los abelaat y liberado a los habitantes de la aldea –anunció Tesseria.

—¿Cuántos abelaat quedaban cuando aquellos doce merodeaban por aquí? –inquirió Jo.

Malken se llevó el frasco a la boca y bebió con avidez, conteniendo la respiración. La sangre dejó de brotar al instante y, al dar otro trago, la herida se cerró poco a poco ante los atónitos ojos dejo. Le devolvió el tarro a Tesseria después de sorber un poco más.

—No le des más vueltas, escudero –le espetó Malken–. No eras más que un cebo para despistar a la mayoría de los abelaat. Tal y como has adivinado.

—¡Malken! –lo amonestó la elfa.

—¿Qué? –gruñó el hombre, avanzando con dificultad hacia la mujer–. ¿Qué más da? Se suponía que era un gran héroe y no es más que una farsa.

—No seas grosero. Ya sabíamos…

—No me importa lo que ya sabíamos. –Con estas palabras y, sin aguardar una respuesta por parte de Jo, se agachó, recuperó sus cuchillos del suelo polvoriento y abandonó el edificio.

—Creo que es mejor que me vaya –murmuró Jo descorazonada.

Apoyando a Paz en su hombro, pensó en cuál sería la ruta más rápida para llegar a Armstead.

—No tienes que hacerlo, Johauna –trató de convencerla Tesseria.

Su hermoso rostro mostraba una expresión de franqueza que Jo nunca había visto–. Si te quedas con nosotros hasta que esa gente esté a salvo, te aseguro que te ayudaremos en lo posible.

Jo tenía sus dudas.

—No creo que Malken esté de acuerdo contigo.

—Malken no es quien manda en este grupo –declaró la elfa con contundencia, enarcando las cejas.

—No estoy tan segura de eso.

Tesseria asintió, frunciendo los labios.

—Muy bien –dijo, colocando el frasco de cristal bajo su armadura–, al menos despidámonos como amigos para poder…

—¡Tesseria! –gritó Bolten desde el corral.

La elfa salió del edificio seguida de Jo. Bolten aparecio por entre dos de los edificios que aún estaban en pie en la avenida. Estaba fuera de sí.

—¿Qué sucede, Bolten? –le preguntó Tesseria.

Jo sintió cómo cambiaba el viento y miró a su alrededor.

—Los exploradores dicen que vuelven los abelaat –respondió Bolten.

Jo agitaba su rojiza espada plateada para dirigir a la gente, que salía a trompicones del corral y escapaba hacia las colinas que se alzaban al norte y al oeste de la aldea.

El grupo de aventureros se esforzaba por dirigir a los habitantes, que huían en una desordenada masa humana, a fin de evitar que se apelotonasen y frenasen la marcha de los demás. Bolten y Firamen permanecían a ambos lados de las puertas del corral, que habían sido destrozadas por el ímpetu de los prisioneros.

A pesar de la desesperación de la gente, Jo pudo ver un atisbo de esperanza en sus ojos. No tenían la mirada perdida y las caras de resignación que había notado al verlos por primera vez desde la colina. La esperanza renacida les había devuelto la vitalidad y la fuerza necesarias para huir a toda prisa antes de que regresasen las fuerzas enemigas.

El tabardo de Jo se agitaba al viento, fuertemente ceñido a su cintura. La tela de color añil apenas había sufrido mancha o descosido alguno, a pesar de las múltiples aventuras en que se había visto envuelta. Frotó la tela entre los dedos y el tacto se le antojó extrañamente ordinario.

Un pequeño grupo se separó del resto y se encaminó hacia la llanura. Jo hizo una seña a Firamen y se lanzó en su persecución.

—¿Adónde os dirigís? –los increpó al alcanzarlos. Todos eran miembros de una misma familia. El mayor, un fornido hombre de pelo negro azabache y barba, les hizo señas para que siguieran cuando los demás se detuvieron dubitativos.

—Volvemos al viejo país –le dijo a Jo, girándose hacia ella.

Jo no reconoció el extraño acento del hombre.

—¿Dónde está eso? –le preguntó.

El hombre señaló vagamente en dirección sur.

—Tenemos allí a nuestra familia. Llevaos a los demás a donde queráis, pero nosotros nos vamos a casa.

Las palabras de aquel hombre la impresionaron. Él sabía que los abelaat regresarían por el sur. Sin embargo, tal vez estaba eligiendo el camino de retirada con más acierto que el que habían propuesto Tesseria y los otros.

—¿Deberíamos dirigirnos todos hacia allí? –inquirió la joven, con voz tranquila.

—Da igual –respondió el hombre y, sin agregar nada más, se volvió y caminó hacia donde lo esperaba su familia. La mujer llevaba un recién nacido en brazos. Se pusieron en marcha con la misma triste celeridad que habían mostrado sus padres cuando aquel barco partía en silencio para trasladarla a Specularum. Se preguntó si sus padres seguirían vivos y serían felices.

Firamen llegó corriendo a su lado y observó a la familia que se alejaba.

—¿Qué te dijo?

Jo se encogió de hombros.

—Nada. Nada importante.

El guardabosques se colgó su carcaj a la espalda y extrajo un mapa del interior de su túnica –el mismo que le había mostrado Bolten hacía unas horas–. El lugar donde ella se había encontrado con los aventureros estaba marcado con un círculo negro, del que salía una línea que atravesaba el mapa hasta la puerta de Hastur. Jo calculó que, según el mapa, estaban a tres días de Penhaligon a marchas forzadas, siempre y cuando no les fallasen las provisiones. Si se llevaban consigo a aquel grupo de desgraciados habitantes tardarían mucho más.

Jo le indicó en el mapa la ruta que debían seguir.

—Debemos llevarlos en esta dirección. Hay un riachuelo que les proporcionará agua fresca y un bosque cercano en el que algunos podrán cazar. –Jo dobló el mapa y se lo entregó a Firamen, quien, con un gesto negativo, le indicó que lo conservase. La joven se ajustó el pergamino al cinturón que mantenía el tabardo ceñido a su cuerpo.

»¿Dónde está Tesseria? –inquirió, retrocediendo para comprobar que la columna humana proseguía su marcha.

—Supongo que con Hastur –repuso el guardabosques–. Parece que se ha debilitado después de destruir a esos seres.

Firamen le dirigió una sonrisa acompañada de una mirada de adoración, parecida a la que había percibido en los ojos del escudero del Castillo de los Tres Soles. Antes de que pudiese decirle nada, el hombre se volvió y se alejó.

Jo alzó la mirada por encima de la multitud intentando localizar a la guerrera elfa. A pesar de ser más alta que la mayoría, no podía ver por encima de las cabezas de todo aquel gentío. Quería preguntarle dónde iban a albergar a tantísima gente. La Torre de la Carretera del Duque o el Castillo de los Tres Soles parecían la única alternativa.

Estaba segura de que sir Graybow les daría alojamiento y comida.

Al recordar al alcaide, Jo se preguntó si se encontraría mejor o seguiría perdiendo peso. Dirigiendo la mirada hacia Firamen, se dio cuenta de las ganas que tenía de que sus nuevos amigos conociesen a los que ya tenía, incluso a Braddoc. Sacudió la cabeza para alejar aquellos pensamientos y, poniéndose de puntillas, volvió a escudriñar por encima de la multitud.

—¿Adónde vamos? –le preguntó un niño a su padre. El hombre se volvió hacia ella y la interrogó con la mirada.

—A un lugar seguro –respondió Jo, internándose unos pasos entre la gente. Levantó a Paz por encima de su cabeza para no herir a nadie. Los ojos del muchacho se agrandaron desmesuradamente al contemplar la magnífica espada de plata rojiza.

—He oído hablar de esa espada –murmuró, alzándose para acariciar la hoja–. Se llama Paz.

Jo esbozó una tierna sonrisa y permitió que el niño examinase la espada de cerca. El muchacho alargó la mano a las inscripciones rúnicas grabadas en la parte plana de la espada, pero la apartó antes de tocarlas y esbozó una sonrisa.

—Gracias –le dijo a Jo, apresurándose para no perder el ritmo de los demás. El padre murmuró también su agradecimiento.

La joven mantuvo la sonrisa en los labios hasta perder de vista al niño. Cuando divisó a Tesseria, el gesto de seriedad y preocupación volvió a tensarle las facciones, y se dirigió hacia ella. La guerrera elfa estaba ocupada dirigiendo la marcha de las gentes a la vez que vigilaba las colinas por si aparecía el enemigo.

—Johauna –la llamó, y su voz clara se alzó por encima del sordo rumor de la multitud. Se arrodilló para ayudar a una niña que quería recoger una muñeca de trapo, y volvió a levantarse acto seguido–. ¿Qué sucede?

—Quería decirte lo… feliz que me siento de haberme encontrado con vosotros –respondió Jo, acercándose para que la escuchara con más facilidad.

La elfa le sonrió y apoyó las manos sobre los hombros de la muchacha.

—Diulanna te protege –afirmó. Señaló a espaldas de Jo y añadió–: Hastur quiere hablarte.

Las palabras de la elfa la confundieron, pero se dirigió hacia donde le había señalado. El mago se mantenía a cierta distancia de la multitud, las mangas de su túnica se enfundaban una dentro de la otra.

Jo se preguntaba qué tendría que decirle.

—Tesseria me dijo que deseabas hablar conmigo –dijo Jo. Intentó vislumbrar su rostro a través de sus vestiduras, pero no conseguía penetrar aquella inquietante oscuridad que lo aislaba.

—He tenido una visión de lo que va a suceder en unos pocos minutos, Johauna Menhir –replicó el mago–. Antes de que eso ocurra, hay cosas que me gustaría que supieses.

Jo se salió de la línea de gente, preguntándose si se lo podía permitir. Hastur interrumpió sus pensamientos para decir:

—Has visto mi verdadera forma a la luz del día, y sabes que no soy de vuestra raza ni de ninguna que hayas visto jamás. Como la mujer elfa dijo, hay muchos que acuden en auxilio del mundo. Mis gentes te lo agradecen.

Antes de que pudiese responder, el mago se le acercó; el aroma de sus aceites ocultó el olor picante de los abelaat que se acercaban.

—Todos moriremos. Pero tú serás la única superviviente.

Parpadeó confusa, con el corazón presa del terror y la rabia. Miró hacia la mujer elfa de mirada cálida.

—Tenemos que decírselo a Tesseria; tenemos que decírselo a los otros –protestó.

—Lo saben –susurró el mago.

Jo se volvió y corrió hacia Tesseria. El aire comenzó a formar remolinos, y se alzaron unos gritos de la multitud. La línea de las fuerzas abelaat se perfiló en el borde de la colina.

Las gentes de la aldea fueron presa del pánico y perdieron el control que mantenía la banda de aventureros. Jo intentó reagruparlos, alzando su espada al aire al tiempo que gritaba, pero su voz y el resplandor de su arma se perdieron entre los gritos incontrolados y el fragor de la huida de aquella multitud. Bolten y Firamen intentaban en vano detenerlos, pero los habitantes se desbordaron como las aguas de un río en dirección opuesta a la de los abelaat que se aproximaban.

Las despiadadas criaturas cruzaron la llanura y demolieron los pocos edificios que aún quedaban en pie con las espadas y lanzas que emergían de sus extremidades. Pronto se lanzaron en pos de la multitud dispersa.

Jo intentaba hacerse oír en medio de aquel griterío mientras se dirigía a la lucha blandiendo su centelleante espada y abriéndose paso con su mano libre entre la incontenible marea humana. Cuanto más aumentaba el griterío, más rápido avanzaban los abelaat. Los halos negros de las criaturas absorbían la luz y el calor del aire, y sus pies pisoteaban los cadáveres que comenzaban a motear el suelo.

Avanzando a duras penas, Jo se preguntaba cómo se las habían arreglado Hastur y Tesseria para convencer a aquella gente de que podrían sobrevivir. Un grupo de aterrorizados niños la arrolló y la hizo dar con los huesos en el suelo, y en ese preciso instante supo la respuesta a su pregunta. Incluso en aquellos pequeños y asustados rostros había una luz que no había visto hasta entonces: la luz que les faltaba cuando estaban encerrados aguardando ser asesinados.

La luz de la esperanza.

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