Graybow se asomó por la ventana de la sala de espera que la baronesa tenía en la torre alta del castillo. Llevaba puesta su armadura forrada en cuero sobre los ropajes que había zurcido al volver de las propiedades de Melios. Sabia descansaba en una vaina de oro apoyada contra la pared.
La gran convocatoria de fuerzas había sido secundada por todos los castillos, y los ejércitos estaban a una semana de distancia del Castillo de los Tres Soles. Algunas unidades mantenían sus posiciones fuera del propio castillo y se dispersaban a lo largo de la amplia carretera que conducía a sus puertas. Graybow había enviado a sus más apreciados caballeros al campo de batalla para que sirviesen de unión entre las tropas. Emitió un profundo suspiro de desesperación; la mayoría de los jefes tenían más interés en conseguir la gloria personal y los botines de guerra que en colaborar activamente con otras fuerzas.
La puerta que daba al pasillo se abrió para dejar paso al mago más anciano del castillo. Graybow lo inspeccionó con desdén y volvió su mirada hacia los movimientos de las tropas.
—¿De qué tenéis que informarme, Aranth? –inquirió el alcaide secamente.
—De nada, mi señor –respondió el mago. Sus largas vestiduras levantaban el polvo del suelo a cada paso que daba.
Graybow esperaba aquella respuesta. Desde que Teryl Uro había llegado al castillo, todos los magos se mostraban incompetentes o resultaban ser unos renegados. Ya se habían tomado las represalias oportunas con los renegados, y el alcaide tenía ahora que ocuparse de los demás.
—¿Hay alguna manera de propagar con mayor velocidad la voz de la convocatoria de armas? –le preguntó.
Aranth agachó la cabeza y se frotó las manos con nerviosismo.
—¿Cómo sugerís que lo hagamos, mi señor?
Graybow lanzó una maldición. Pensó que sería una buena idea pedirles a algunos de los terratenientes que se hiciesen cargo de sus hechiceros.
—De la forma que siempre nos hemos comunicado a largas distancias. Magia de comunicación. La magia viaja…
—Nada de eso funciona desde que se abrió el abatón, mi señor –lo interrumpió el mago y, como si se dirigiese a un niño olvidadizo, añadió–: Como podéis ver, el castillo sigue iluminado por las antorchas y nuestros…
—Aranth –lo cortó el alcaide–, si tuvierais una pizca de habilidad, os escucharía. –Graybow se asomó a la ventana e inspeccionó las tropas de Ludwig von Hendriks, el Águila Negra, formadas en el patio. Un mago vestido de negro apareció de repente entre sus filas, emitiendo relámpagos con un truco de magia–. Aranth, dejadme. Volved a vuestro estudio o a lo que estuvieseis haciendo. –Graybow no se dignó alzar la mirada.
—Mi señor, no acierto a comprender por qué…
—¡Fuera!
Aranth alzó los ojos y movió la cabeza en un gesto de reprobación. Se marchó sin volver a abrir la boca, lo cual Graybow le agradeció profundamente. Los hechiceros de la corte no podían ser simples magos; tenían que ser expertos tanto en su arte como en sus funciones cortesanas. Tenían el deber de entender el funcionamiento del castillo para asegurar su protección, al igual que el alcaide.
—¿Algún problema, alcaide? –inquirió la baronesa al entrar en la estancia.
Graybow se alisó su largo pelo gris.
—Llevo años esperando que la corte de Karameikos nos envíe un equipo de magos decente, mi señora. Parece que mi espera es en vano.
—No parece que haya mucho que hacer con la magia por ahora, alcaide –respondió la baronesa–. Vuestra espera ya no es necesaria.
—No, mi señora. Todavía parece que…
Graybow se volvió hacia la baronesa, y no pudo acabar su frase.
La dama se había engalanado con la túnica de familia que cubría una armadura de fina talla. El metal había sido teñido en un tono azulado que le recordó a un lago de los elfos que había visto en una ocasión.
Las placas estaban ribeteadas de plata y sujetas entre sí por unos cierres en forma de cabeza de león. Las hombreras se prolongaban hasta un palmo de la pieza del cuello, lo que aumentaba la sensación de firmeza que, ya de por sí, emanaba de la mujer. Para el alcaide fue como una visión, una inspiración.
—¿Qué sucede, alcaide?
Graybow parpadeó, turbado y a la vez enfadado consigo mismo por haberse vuelto.
—Disculpad mi torpeza, señoría. Nunca os había visto tan… radiante.
—Esperemos que los demás piensen lo mismo –contestó la baronesa–. Pero os agradezco el cumplido, alcaide.
—Nunca había tenido la ocasión de ver esa armadura. ¿Fue obra del maestro armero de vuestro padre? –preguntó Graybow.
La baronesa revisó las hebillas que unían las hombreras con el cuello de su armadura.
—No sé quién forjó esta armadura. Ni siquiera sé si tiene alguna protección mágica –repuso.
—Siempre podéis requerir que vuestros hechiceros invoquen algún conjuro.
—Yo, como vos, prefiero apelar a la sabiduría de los magos de cualquier otro castillo –replicó la baronesa, acariciando la laca que cubría el antebrazo izquierdo de su armadura. Movió la cabeza en un gesto de irritación y se sentó en un amplio diván enfrente de Graybow–. No acierto a comprender por qué Stefan Karameikos nos manda lo peor de sus escuelas de magia. Tenemos suerte de no confiar a esos inútiles nada más que una pequeña parte de los detalles del castillo. Menos mal que podemos pasar sin la iluminación encantada.
Graybow sacó su diario del bolsillo y, abriéndolo en una de las primeras páginas, comenzó a hojearlo, preso de una cierta agitación.
—Hay un encantamiento especial del que no podemos prescindir, baronesa –dijo.
La baronesa frunció los labios y observó por la ventana a las tropas que se organizaban. Graybow esperaba la reacción de la mujer, cuyo rostro se iba cubriendo gradualmente de una expresión de desencanto.
—Ya sabéis, Graybow, que no siento veneración por la brujería –acabó por comentar–. Creo que ha causado en este mundo más daño que provecho.
—Especialmente en estos momentos, mi señora.
La baronesa suspiró ruidosamente y dirigió la mirada hacia los pulcros estantes donde se alineaban sus libros, cuidadosamente ordenados.
—Aceptaría de buen grado cualquier otra forma de repeler esta agresión.
—«Que en tiempos de necesidad se invoque a los Tres Soles para que protejan a Penhaligon y a sus gentes» –citó Graybow con solemnidad, leyendo de su diario–. «Que la dinastía de Penhaligon pueda usar este bien con prevención y sabiduría. A ti, hija mía, te concedo este poder, deseando que nunca tengáis que hacer uso de él.» –Graybow cerró su diario y añadió–: ¿Recordáis estas palabras de vuestro padre, pronunciadas para vos en su lecho de muerte?.
—Sí…, tienen el tono de mi padre –confirmó la baronesa. Se puso en pie y, dirigiéndose a la ventana, coronada por un arco, se apoyó contra el mármol blanco–. Deberíais confiar en que con esa cantidad de tropas seremos capaces de repeler a los invasores.
—Si lo creyese, mi señora, ya lo habría dicho –repuso Graybow.
Apreció un cambio en la expresión de la baronesa, que pasó de su habitual hieratismo a un evidente estado reflexivo–. Si habéis detectado algún error u omisión en mis conclusiones, os estaría agradecido de que me hicieseis los honores de compartirlos conmigo.
La baronesa lo examinó con el rabillo del ojo, y le dedicó un esbozo de sonrisa.
—No hay necesidad de exagerar las formalidades, Lile. Sois mi alcaide y amigo, y, como siempre, vuestras conclusiones son las más acertadas.
Graybow no recordaba ninguna muestra de amistad explícita por parte de la dama, lo que le hizo sentir una extraña incomodidad mezclada con una sensación de orgullo. También aquel cumplido lo devolvía a la gravedad de la situación, como cuando los compañeros se separan por última vez.
—No creo que el propio Stefan Karameikos haga acto de presencia en esta batalla –dijo la baronesa, apartándose de la ventana para mirarlo a los ojos–. Tengo entendido que los nobles de Specularum están preocupados por sus posesiones y exigen que la guardia real se quede para protegerlos.
—No necesitamos a la guardia real, mi señora –contestó el alcaide mirando por la ventana–. Necesitamos un ejército con una sólida caballería y una infantería pesada. La guardia está preparada solamente para actividades menos… fatigosas.
La baronesa rió ante la broma de Graybow y comentó:
—Veo que esos viajes a la capital os han resultado muy enriquecedores. Tendré que decirle a lady Astwood que sea menos rigurosa con los gastos del estado.
Graybow asintió en señal de complicidad y se dirigió a un enorme baúl de madera que dos sirvientes habían acarreado antes de la llegada de la baronesa. Con un gruñido levantó la tapadera con ambas manos y extrajo su espléndida cota de mallas; la prenda comenzaba a oxidarse por la falta de uso, pero no por ello había perdido nada de su excelente calidad.
—Podéis estar segura, mi señora –dijo, colocándose la pesada prenda por la cabeza–, de que el anuncio de la gran convocatoria de fuerzas ya ha llegado hasta el último rincón del reino; incluso deben de tener noticia de ello en los Cinco Condados. –Una vez enfundado en la cota, se enderezó y comprobó que no hubiera ninguna malla rota–. Aunque no creo que podamos esperar refuerzos de aquel lugar.
—¿Cuánto tardarán los abelaat en llegar? –quiso saber la baronesa, acercándosele. Graybow soltó una pieza de su malla que se había quedado enganchada en uno de los remaches de cuero.
—Según nuestros exploradores, sus ejércitos llegarán dentro de una hora o dos al Castillo de los Tres Soles.
—Entonces no hay tiempo que perder –repuso la baronesa, ayudándolo a sacar del baúl las otras piezas de la armadura de Graybow–. ¿De cuántas unidades disponemos hasta el momento?
—De dos divisiones de caballería de Specularum, que constan de ocho unidades de caballería, cuatro de infantería y cuatro de arqueros –contestó Graybow, abrochándose las hebillas de la cintura.
La baronesa le alcanzó las hombreras.
—¿Qué hay de las divisiones regulares? –le preguntó.
—Ya están desplegadas en el campo –respondió Graybow–. La subida al castillo es muy escarpada, y el impacto de la caballería pesada será mucho mayor si se lanzan ladera abajo.
—¿Y el primo del rey?
—Von Hendriks ha aportado una fuerza simbólica –dijo el alcaide con una mueca. Se colocó una greba sobre la pierna derecha e introdujo la correa en la hebilla que la sujetaba a la cintura de la armadura–: Orcos con ballestas. Pero, para mitigar nuestras sospechas sobre sus intenciones, acompaña a los lanceros del Águila Negra. Están formados fuera de los muros, pero no cuento con ellos para que entren en combate.
Con la ayuda de la baronesa, Graybow acabó de ponerse el resto de la armadura. Revisó las cinchas y hebillas, asegurándose de que estaban bien fijas. La baronesa hizo lo propio con la suya.
—Me alegro de que me aconsejaseis aprender a combatir –le dijo.
—Fue la petición de vuestro padre lo que motivó mi insistencia.
—Mi padre era un hombre extraordinario. ¿No creéis? –inquirió la baronesa con un aire de gravedad–. Apenas llegué a conocerlo.
Graybow se había preguntado en muchas ocasiones cuál era la naturaleza de la relación del barón de Penhaligon con su hija, y aquellas palabras le hacían comprender un poco más sobre aquella familia. Tenía la esperanza de que algún día la baronesa tomase a alguien por esposo; puesto que, de momento, no había heredero al trono. Se ciñó a Sabia a la cintura, pensando cabizbajo que tal vez no habría necesidad de un heredero.
—No me gustan los preparativos de última hora, pero verdaderamente no nos queda elección –declaró la baronesa, dirigiéndose a la puerta. Llevaba una lanza y un escudo lacados del mismo color que el resto de la armadura, y de su cinturón colgaba un sable–. Si no nos queda más que una hora, mejor que la usemos en nuestro favor.
La baronesa le hizo un gesto para que le acompañase fuera de la habitación. Graybow lanzó una última mirada por la ventana y revisó la sobria formación de sus tropas. Si ésta hubiese sido otra guerra, nunca habría dudado del resultado de la batalla.
La ferviente actividad que se desarrollaba dentro de los muros del castillo era asombrosa. En tan sólo unos minutos, los puestos ambulantes de comida habían desaparecido, dejando su lugar a los herreros y armeros disponibles. Los capitanes y sargentos que había puesto al mando para mantener la disciplina, así como los transportistas que se encargaban de las provisiones, desarrollaban su labor con admirable destreza.
—Parecéis muy satisfecho, alcaide –comentó la baronesa, que se encontraba en la entrada a la estancia principal.
—Son los mejores hombres que un jefe pueda desear. En pocas horas se batirán en combate sin hacer preguntas ni poner objeciones –respondió Graybow. Había estado en muchas situaciones en las que las tropas se negaban a luchar por no haber contado con suficiente tiempo para prepararse. La nobleza era famosa por tal comportamiento–. Están listos para el combate.
—Decidme qué veis –le ordenó la baronesa–. No quiero tomarme a la ligera mi aparición en público, y no me mostraré ante ellos hasta que sea realmente necesario.
Graybow asintió, comprendiendo. La baronesa sólo hacía acto de presencia algunas veces al mes, y su aparición prematura en la ventana pondría nerviosos a sus hombres.
—Los soldados están formados en columnas que cubren por completo el patio. He ordenado a la milicia de Penhaligon que defienda los muros y almenas. Están preparados para la lucha.
—¿Tan sólo hay un destacamento de apoyo a ambos lados y por la retaguardia del castillo? –le preguntó la baronesa, permaneciendo pacientemente de pie.
—Mis averiguaciones en el castillo de Melios mostraron que sólo avanzan hacia adelante…
—Como las olas del mar –lo interrumpió la dama.
—Sí, de la misma manera que una ola. Sabemos que usan algún tipo de artilugio de asalto, así que los zapadores están listos para cubrir los posibles boquetes que se produzcan. Han trabajado desde mi vuelta para asegurarse de que el material es suficiente.
—¿Dónde habéis situado nuestras máquinas de defensa?
El alcaide vaciló antes de responder. Al volver de las tierras de Melios, había revisado las pocas catapultas y onagros de que disponía el arsenal del castillo. No se encontraban en buen estado y se había visto obligado a ordenar que los reparasen a toda prisa. No habían podido concluir con su labor.
—Me temo que los únicos artilugios de guerra de que disponemos son los que han traído las tropas vecinas. Nuestras balistas se encuentran situadas en las pasarelas que recorren las murallas.
La baronesa le dirigió una mirada de escepticismo.
—¿De cuántas balistas disponemos?
—De cuatro…, cinco, pero una no es muy de fiar –le respondió Graybow–. Los comandantes del resto de las fuerzas insisten en mantener su maquinaria de guerra con ellos. Quieren usarla como punto de concentración. –Antes de que la baronesa hiciese algún comentario se apresuró a añadir–: Les dije que el castillo era el único punto de concentración, pero no quisieron atender a razones.
—Podría ordenárselo.
Graybow negó con la cabeza.
—No será necesario. Si las tropas necesitan retroceder hasta las posiciones de sus máquinas de guerra, irán demasiado rápido para detenerse. –Se escuchó un sonido de botas por el pasillo–. Es el comandante Chilatra. Tengo que hablar con él.
Graybow abandonó el vestíbulo y se apresuró a interceptar al comandante, quien se volvió con una mirada de enfado. Chilatra se detuvo y se apresuró a enrollar un pergamino, que ocultó en una bolsa de viaje que llevaba a un costado.
—Comandante –comenzó el alcaide con una rápida mirada hacia la puerta–, ¿tenéis noticias de los otros…, Domerikos o Joline?
—No, alcaide. Ninguna noticia –respondió con brevedad, examinando las tropas en formación–. Nadie ha sobrevivido.
—¿Qué hay de la escudero Menhir?
El comandante Chilatra clavó los ojos en Graybow. La intensidad de su mirada desconcertó al alcaide.
—No sé dónde puede encontrarse. Ahora debo partir…
—Una cosa más, comandante –lo detuvo Graybow, agarrándolo por un brazo antes de que se marchara. El alcaide lo atrajo hacia sí y le susurró–: Sé de vuestra disputa con Domerikos. Si descubro que tenéis algo que ver con su muerte, haré que se os juzgue y se os cuelgue.
El rostro de Chilatra se torció de la rabia. Se desprendió de un tirón de la mano de Graybow y se marchó precipitadamente sin decir palabra. El alcaide observó que volvía a sacar el pergamino de su bolsa, y se dijo que debía conseguir aquel rollo a toda costa.
Oyó el sonido de un cuerno en la distancia. Suponía que provenía de un lugar de las tierras de cultivo que se hallaban a pocos kilómetros de distancia. El sonido se repitió, y toda la actividad del castillo se paralizó por un momento. Todos habían reconocido la señal de alerta que anunciaba la aproximación de las fuerzas enemigas.
A la tercera nota, todos cuantos deambulaban por el castillo, por el patio o los que permanecían cerca de los muros fueron presa de un frenético apresuramiento. Los heraldos que estaban en lo alto de las murallas hicieron sonar sus cuernos para contestar a la señal. La melodía que entonaron puso los pelos de punta a Graybow. Llevaba todo el día esperando oír aquella llamada a las armas, pero aún no se sentía preparado, y dudaba que los demás sintiesen lo contrario.
Se oyó un grito de entre las tropas que se destacaban alejadas de los muros del castillo; provenía del escuadrón de élite de caballería que había proporcionado Darokin. De la misma zona surgió otro grito, y el alcaide contempló cómo dos columnas de polvo se elevaban en la distancia. Hizo rechinar los dientes; habían comenzado los duelos de honor entre las unidades de élite.
Graybow, enfadado, se volvió para dirigirse nuevamente a la estancia de la torre, pero se detuvo al ver a la baronesa de pie en la entrada. Resplandecía en su armadura, y su presencia llamaba la atención de todos los que atravesaban el vestíbulo.
—Ha llegado la hora, sir Graybow –le informó la baronesa. El alcaide asintió solemnemente sin responder.
La baronesa metió una mano en el interior de su túnica y sacó una llave dorada que colgaba de una correa que llevaba al cuello. El relieve de tres soles dorados destacaba en la superficie.
Las trompetas volvieron a sonar en la distancia, pero Graybow mantuvo la atención en la baronesa.
Avanzaron juntos hasta la ventana más grande de la torre. Arteris apoyó su lanza contra la pared y le tendió a Graybow su yelmo azulado. Luego se volvió hacia el frente del castillo y alzó la llave por encima de su cabeza. Con las manos, dibujó lentamente en el aire la silueta de una puerta. El alcaide observó fascinado las líneas doradas dibujadas en el aire por la llave, que se solidificaban poco a poco para dar forma a una puerta.
El portón era más alto que la baronesa y estaba parcialmente cubierto por una luz dorada que surgía de la llave. A través de su transparencia se apreciaba el patio del castillo en la distancia. Desde su posición, Graybow vio cómo la puerta coincidía perfectamente con la entrada principal. La baronesa dio un paso atrás al tiempo que, al otro lado de las murallas, las trompetas rompían a tocar en un estrépito ensordecedor. El viento comenzó a soplar, y levantaba un polvillo que repiqueteaba en las ventanas del castillo. Un olor a especias llegó a la nariz de Graybow.
La baronesa insertó su llave en el negro agujero de la cerradura de la puerta, y empujó con todas sus fuerzas. Un sonido chirriante de metal inundó el castillo, con la misma intensidad donde se encontraba Graybow que en el rincón más alejado del patio.
Sobre las montañas del este, el cielo grisáceo se despejó parcialmente.
La baronesa empleaba todas sus fuerzas para intentar hacer girar la llave con ambas manos, pero era en vano. Graybow dejó su yelmo en el suelo y unió sus fuerzas a las de la dama, lo que le provocó un pinchazo de dolor en su herida de la espalda. Sus dientes rechinaron por el esfuerzo.
En el exterior, la luz del sol hizo acto de presencia, inundando el castillo con una lluvia dorada.
El chirrido del metal aumentó en intensidad mientras Graybow y la baronesa seguían girando la llave en la puerta etérea.
—¿Por cuánto tiempo tenemos que girarla? –preguntó el alcaide entre jadeos.
La baronesa no pudo separar los dientes que se juntaban por el esfuerzo.
—Hasta que gire completamente –siseó.
Un pesado proyectil se estrelló contra los muros del castillo, e hizo crujir la estructura de la torre. Se formó una nubécula de polvo y se desprendieron una multitud de piedrecillas. Los ahogados gritos de los hombres del terraplén se convirtieron en aullidos al estrellarse otro proyectil de asalto.
Cuando giraron la llave hasta la mitad de su trayecto, el sol apareció entre los nubarrones, por detrás de los picos de las Hermanas Craven. Las cimas gemelas dividieron la esfera solar en tres cuñas que bañaron el castillo con su calor.
Las piedras del castillo brillaron con un poderoso resplandor blanquecino, y unas vetas doradas crecieron desde el suelo como una hiedra, y cubrieron los muros para reforzarlos. Tres rayos de luz horizontal bailaban alrededor de las torres del castillo, iluminando la cara sudorosa de Graybow, quien bregaba para completar la rotación de la llave.
Con un esfuerzo final, Graybow y la baronesa forzaron la llave hasta su tope, y salieron despedidos hacia atrás. El alcaide no podía dar crédito a sus ojos cuando la puerta se abrió en el aire y reveló una enorme bóveda que albergaba tres soles.
Las esferas salieron de la bóveda a toda velocidad, dieron una vuelta alrededor del castillo y se dirigieron hacia donde se libraba la batalla. Graybow y la baronesa se pusieron en pie. La dama agarró su arma y se colocó el yelmo. El alcaide desenfundó a Sabia, la espada dorada, haciendo centellear la luz del sol que acababa de renacer.
—¡Luchad, soldados de Penhaligon! –gritó, precipitándose fuera de la torre–. ¡Luchad, puesto que sois la última esperanza del mundo!