—No sé tú, viejo amigo, pero yo ya no puedo con mis piernas.
En realidad las piernas de Braddoc no estaban cansadas, sino que se veía obligado a forzarlas para mantener el ritmo de su compañero, quien ya había coronado la cresta de la última colina, tras la cual se extendía un frondoso bosque de abetos y pinos. El cielo estaba teñido de nubarrones grisáceos, y el aire era frío. Braddoc había intentado varias veces hacer reaccionar al hombre que lo aguardaba en la cima de la colina, pero sin conseguirlo.
El enano observó cómo Flinn inspeccionaba las tierras de los alrededores, y su silueta le trajo el recuerdo de Jo. Se preguntó si la joven se encontraría bien.
—¿Cómo se llama esta región? –inquirió Flinn, extendiendo el brazo. El viento hacía ondear la túnica y los pantalones que él mismo había hecho aparecer con sus poderes mágicos.
Braddoc pensó en no decírselo para estimular su memoria, pero cambió de parecer; a Flinn se le había concedido una vida nueva, pero desprovista de los viejos recuerdos.
—Éste es el Bosque Encumbrado –repuso Braddoc, acercándosele–. Tú vivías aquí.
Flinn seguía escrutando el horizonte. Braddoc se preguntó qué pasaría por su mente. Mientras esperaba una respuesta, murmuró para sí:
—Supongo que los Inmortales no necesitan un pasado.
Flinn volvió la cabeza con un movimiento casi mecánico y bajó la mirada hacia el enano, quien se removió incómodo ante aquella inspección.
—¿Por qué sabes que soy inmortal? –preguntó, entonando sus palabras con calma y exactitud.
—No juegues conmigo, Fain Flinn. Puede que seas un Inmortal, pero yo he vivido cien veces más que tú –afirmó Braddoc tajantemente.
Flinn se volvió y extendió una mano. Sintiendo un súbito temor, el enano aferró su hacha y retrocedió.
Flinn avanzó medio paso y le tocó la frente. Por un momento, la expresión de su rostro desapareció por completo; con la misma rapidez se volvió a iluminar.
—Verdaderamente has vivido más de cien vidas.
Braddoc se encogió de hombros.
—Ya te lo he dicho. No le mentiría a un amigo.
Flinn asintió.
—Supongo que yo tampoco.
—Claro que no. Nunca lo hiciste –dijo el enano; lo señaló enfáticamente y añadió–: Te ayudaré a recobrar la memoria para que puedas llevar a cabo lo que has venido a hacer.
—Debo cerrar la puerta que divide los mundos –declaró Flinn, volviéndose para seguir contemplando el paisaje.
—¿Por qué no nos vamos ahora antes de que…?
—No tengo el poder para cumplir esa misión –lo interrumpió Flinn con un gesto amenazador de su mano–. Tengo que visitar algunos lugares para adquirir ese poder.
Braddoc lanzó un suspiro.
—El primer lugar que debes visitar es Rupestre, mi hogar ancestral.
Flinn se giró para contemplar al enano con ojos repentinamente encendidos por la pasión; Braddoc no pudo evitar retroceder, sobrecogido por la demostración de poder de su amigo.
—Dime cómo es que sabes tanto sobre mi misión, Braddoc Briarblood –le ordenó–. Cuéntame por qué has vivido tanto tiempo.
Braddoc siempre había mantenido el secreto de su pasado, incluso ante Flinn. No había podido hablarle a Johauna de sus orígenes y dudaba que incluso Karleah, su amiga fallecida, hubiese adivinado aquello que lo hacía tan especial entre los enanos. Con un suspiro que delataba la sensación de estar tratando con un niño caprichoso, Braddoc se sentó con las piernas cruzadas e indicó a Flinn que hiciese lo mismo.
El hombre, confuso, miró a su alrededor, como si buscase una silla. Braddoc se preguntó si su amigo iría a hacer aparecer un diván de la nada, como había hecho con sus ropas. Pero Flinn lentamente se sentó sobre sus piernas.
Braddoc extrajo una larga pipa de su jubón de cuero y la llenó con el tabaco que guardaba en la cartuchera que colgaba de su cinturón; la encendió con una yesca y dio unas bocanadas de humo, sin saber por dónde empezar.
—Antes de que te hable de mí, te explicaré cómo llegaste hasta aquí –comenzó con lentitud–. Sabes cuál es tu meta, pero tengo la sensación de que desconoces lo demás.
La expresión de Flinn no se inmutó al asentir.
Braddoc esbozó una sonrisa.
—En este mundo se te conocía con el nombre de Fain Flinn, Flinn el Poderoso. Llevabas una espada llamada Vencedrag y eras un gran héroe. –El enano se detuvo a la espera de alguna reacción por parte de Flinn, pero éste se mantuvo impávido–. A Vencedrag –continuó– se le encomendó que destruyese al Dragón Verde, Verdilith. Por culpa de este Verdilith perdiste el nombre y tu fe.
—Parece que era débil –comentó Flinn.
—No, débil no –afirmó Braddoc, ligeramente irritado. Después de una pausa añadió–: Querías creer que habías perdido la fe porque la mujer a quien amabas había perdido su confianza en ti. Fue envenenada con mentiras y murió en manos de los traidores.
Braddoc chupó de su pipa y dejó escapar una bocanada de humo azulado. El relajante aroma lo tranquilizó y le permitió continuar.
—Te enfrentaste una vez a Verdilith, pero no lo derrotaste. Tu destino hizo que volvierais a combatir, y fue entonces cuando te venció.
El enano absorbió otra bocanada de su pipa de barro, y, a través de la densa cortina de humo, contempló al Inmortal, sentado sobre la fría hierba. Sonrió para sí ante lo absurdo de aquel encuentro y prosiguió con su relato:
—Verdilith no estaba satisfecho con tu muerte. Deseaba destruir a Vencedrag y para conseguirlo adquirió tu apariencia.
—Eso fue lo que me permitió transformarme en una criatura de carne y hueso de este mundo –contestó Flinn absorto–. «En el Reino de los Muertos se encuentra la perfección», me dijeron. «Todas las cosas de este mundo tienen conexión con las cosas perfectas.»
Flinn se detuvo un momento, y luego prosiguió:
—Allí no poseía un cuerpo…
—Pero en este mundo tu forma encontró la perfección gracias a Verdilith –concluyó Braddoc–. Para convencer a Jo de que habías vuelto al mundo convertido en Inmortal, el dragón utilizó hasta el último recurso de su magia, y se transformó en un modelo de tu alma en carne y hueso.
El enano lo escrutó buscando indicios de alguna reacción, pero Flinn guardó silencio, con la mirada perdida en la distancia. Braddoc deseó tener la habilidad de leer en la mente de un Inmortal.
—Tienes razón, Braddoc Briarblood –dijo Flinn al cabo, con un gesto de asentimiento–. He venido del Reino de los Muertos bajo la apariencia de un mortal.
—Con la ayuda de Diulanna y…
—Guiado por Thor y por Odín, el Padre Universal. Ellos me encomendaron esta misión. Pero ahora, por favor, hablame de ti y explícame cómo es que sabes tantas cosas.
Braddoc pestañeó sorprendido y mordió con fuerza la boquilla de la pipa para contener una carcajada. Un Inmortal le había pedido a él, Braddoc Briarblood, si «por favor» podía hablar. Pensó que, después de todo, aún tenía la esperanza de redescubrir a su amigo.
—No sé por dónde empezar, pero lo intentaré –repuso, envuelto en una nube de humo. Contempló el cielo gris, preguntándose si Teryl Uro habría devuelto a Dayin al mundo. Se encogió de hombros y se volvió hacia Flinn, que aguardaba pacientemente.
»Los enanos tienen dos historias. La más conocida se llama la Gracia de Kagyar. Cuenta que hubo un tiempo en que Rupestre estaba sepultada bajo una espesa capa de hielo, poblada de criaturas que se adaptaron al medio. Kagyar, el Artesano, hizo desaparecer el manto de hielo y alteró la tierra según su voluntad.
—Kagyar es un Eterno de la Esfera de la Materia –dijo Flinn–. Le interesan el arte y los artesanos.
—Y se dice que los enanos son creación suya –añadió Braddoc–. Su primera obra la esculpió de la roca viviente de Rupestre, empleando su magia y su consumada artesanía. Esta criatura recibió el nombre de Nacido de la Roca o Denwarf en la lengua del país de los enanos, y fue el primer rey de todos los enanos.
Braddoc se revolvió para estar más cómodo.
—Kagyar inculcó a los enanos la necesidad de extraer la belleza, tallando las cosas que proceden de la naturaleza: granito, oro y piedras preciosas. Les otorgó la habilidad de vivir bajo tierra, con la misma facilidad con que lo hacían sobre ella.
Braddoc escarbó en la bolsa del cinturón para llenar su pipa una vez más. El embriagador aroma de la resina que dejaba la ceniza grisácea era lo que más le gustaba. Con los dedos prensó el tabaco mientras vigilaba a Flinn por el rabillo del ojo, en espera de alguna reacción a su historia. El hombre continuaba inmutable en su roca, y el enano se dio cuenta de que esa pasividad estaba empezando a causarle una insoportable irritación. Encendiendo su yesca, se reprochó para sus adentros su falta de paciencia.
—En los tiempos que siguieron –continuó, devolviendo la caja a su bolsillo–, los enanos aumentaron en número, exploraron las montañas, perfeccionaron sus habilidades, y, con el paso del tiempo, se toparon con otras razas.
—Como los elfos o los humanos –lo interrumpió Flinn.
—Y los ogros –añadió Braddoc, asintiendo–. Hubo guerras y grandes logros, y hermosas leyendas. –El enano se detuvo un momento para dejar que la resina se mezclase con el aroma de su pipa recién encendida. Se inclinó con un aire de conspiración, gesto que en el pasado había usado con frecuencia cuando hablaba con Flinn, y susurró–: Pero ésta no es la verdadera historia, ¿verdad?
Flinn permaneció inmóvil, sin apartar su mirada del único ojo de Braddoc. El hombre parpadeó intentando recordar e, inclinándose a su vez, preguntó con un suave tono de voz:
—¿Cuál es la verdadera historia?
—¿Qué es lo que ya sabes?
—Hay lagunas en mi memoria –contestó Flinn, apoyando la barbilla en una mano; su aspecto era casi cómico–. Sé cuál es mi nombre, mi misión y lo que hay que hacer para cerrar la puerta…
—Y sabes otras cosas además –lo interrumpió Braddoc, apuntándole con la boquilla de la pipa–. Sabes, por ejemplo, que eres Inmortal.
Flinn dejó caer la mano y se encogió de hombros.
—Eso está claro –replicó–. Diulanna, Thor y Odín, el Padre Universal me enviaron para llevar a cabo mi misión. Aparte de eso no creo que sepa muchas más cosas que cuando era un simple hombre.
—Sin embargo, no te acuerdas de nada de cuando eras hombre –señaló Braddoc.
Flinn hizo una mueca que podía ser tanto de ironía como de indiferencia.
Braddoc volvió a colocarse la pipa en la boca y dijo:
—¿Por qué no continuamos con nuestro viaje? Me gustaría llegar a nuestro destino antes de que el sol… –Se interrumpió de repente–. Quiero decir, antes de que se haga de noche.
El enano se levantó de un salto con un gruñido y avanzó hacia Flinn; al llegar a su lado, alargó la mano para ayudarlo a levantarse.
Flinn se quedó mirando la mano sin inmutarse.
—¿Piensas en mi mano? –preguntó Braddoc.
Flinn negó con la cabeza.
—No, estaba pensando qué hacer.
Braddoc se encogió de hombros escépticamente. Flinn era el único Inmortal que había conocido, y, por el momento, no le impresionaba lo más mínimo. Estiró el brazo y, aferrándole una mano, tiró con fuerza.
Braddoc salió disparado por encima de Flinn. El enano soltó su pipa en el aire para que no se rompiese en su caída. Afortunadamente el suelo de la colina era razonablemente blando y amortiguó su caída, a varios metros de distancia.
—¡Por Denwarf, Fain Flinn! ¿Por qué tuviste que hacer eso? –vociferó el enano incorporándose y dirigiéndose a Flinn, quien permanecía sentado inmóvil, dándole la espalda. Braddoc alzó la mano para cubrirse el ojo ciego mientras añadía–: Me dan ganas de…
—¿Ganas de qué? –preguntó Flinn. Braddoc daba vueltas a su alrededor sin dejar de cubrirse el ojo. La voz de Flinn denotaba una extraña frialdad–. No conozco muchas cosas de este mundo, pero conozco el poder de esa lente, Braddoc Briarblood. Es un artilugio de los Inmortales. ¿Qué pretendías hacer?
Braddoc respiró profundamente, intentando calmarse. Apretando los dientes dejó caer la mano que cubría el ojo.
—Sólo intentaba ayudarte a que te levantases –siseó, apretando y relajando los puños.
—Creo que cuando éramos amigos tenías siempre mal genio –comentó Flinn.
—Cuando éramos amigos ambos solíamos tener mal genio –replicó Braddoc entre jadeos. Se examinó emitiendo un gruñido; sus inmaculados ropajes estaban ahora cubiertos de suciedad que comenzó a sacudirse con las manos.
—¿Qué pretendías hacer con esa lente? –inquirió Flinn con firmeza.
—Yo… perdí el control. Lo siento –murmuró Braddoc–. Ocurre en pocas ocasiones…
Flinn intentó esbozar una sonrisa, pero su mueca se transformó en algo inescrutable. Se señaló a sí mismo con la mano y dijo:
—¿Cómo yo me sé muy bien…?
Braddoc se rió.
—¿Es una pregunta o un comentario?
—Ambas cosas.
Braddoc se rió con más intensidad, y se encaminó hacia la ladera de la montaña que descendía hacia el bosque; con un ademán, le indicó a Flinn que lo acompañase.
Flinn recogió su pipa del suelo.
—Esto es tuyo –le dijo.
Hacía más frío en el bosque que en la colina, lo que obligó a Braddoc a abrocharse los botones de su chaqueta. El aroma de la resina que se desprendía de su pipa empezaba a proporcionarle una agradable sensación de bienestar.
Contempló fascinado cómo Flinn acariciaba cada arbusto que veía, intentando recordar, intentando comprender. El enano procuraba distinguir en el rostro y la mirada de Flinn alguna expresión familiar, pero el hombre parecía demasiado ensimismado en su nuevo cuerpo, de proporciones casi perfectas, para poner de manifiesto cualquier muestra de sus sentimientos.
—Éste era el bosque en el que vivías –le dijo Braddoc, describiendo un semicírculo con su pipa–. ¿Te resulta familiar?
El enano miró por encima de su hombro y se quedó con la boca abierta, sorprendido. Flinn estaba de pie sobre el tronco de un viejo árbol, rodeado de un montón de todo tipo de animalillos del bosque.
Todos permanecían inmóviles mirándolo con aire de súplica.
—¿Qué…? –comenzó Braddoc, sin saber qué decir–. ¿Qué haces?
—Tienen miedo y acuden a mí –respondió Flinn sin apartar la vista de los animales–. Dicen que hay algo que envenena el mundo.
—¿Qué les contastes?
—Que yo los protegeré.
Flinn se bajó del tronco y acarició con ternura la cabeza de un ciervo dándole palmaditas entre las orejas. El animal agachó la cabeza mientras Flinn se volvía hacia Braddoc y le indicaba que lo acompañase, con un gesto que el enano ya había visto en su amigo.
—Continúa con tu historia –lo instó en un tono de voz despreocupado.
El enano se volvió para observar a los animalillos, que se dispersaban con toda naturalidad. Se hizo el firme propósito de no volver a asombrarse cuando Flinn realizase algo sorprendente. Dio una fuerte chupada a su pipa, echó el humo lentamente por la nariz para aliviar el intenso frío, y continuó con su relato.
—Había una tierra llamada el Páramo Negro, una tierra de grandes inventos y magia poderosa. Pero la estupidez de sus habitantes provocó un cataclismo que cambió la faz de la tierra para siempre.
—Y el veneno se esparció por el mundo –acotó Flinn.
—Sí, y soplaron vientos extraños que devastaban todo lo que tocaban –prosiguió Braddoc, intuyendo que la mente de Flinn albergaba una gran cantidad de conocimientos que sólo estaban esperando para aflorar–. Entonces Kagyar, el Artesano, les proporcionó a los enanos la mayor parte de la cultura que tenemos hoy en día.
Braddoc miró al cielo y comprobó que el sol, oculto tras una cortina de nubarrones grises, no tardaría en ponerse. Quería llegar a su destino antes del anochecer. Apurando el paso, continuó con su relato.
—Kagyar se aseguró de que los enanos nunca se olvidasen de cómo vivir bajo tierra para que, en caso de que se produjera otra catástrofe, supieran cómo sobrevivir.
—Sé algo sobre los Inmortales. Kagyar también les concedió a los enanos algo que los hacía inmunes a aquellos vientos –añadió Flinn–. ¿Qué era esa cosa?
—No tiene nombre, es un antídoto contra esos venenos…
—Y es, además, un antídoto contra la magia –lo interrumpió Flinn.
Braddoc asintió.
—Kagyar también creó a Denwarf, una criatura que no era un enano sino un ser de piedra. Denwarf fue creado después de que los enanos se instalasen en Rupestre, cosa que desconoce la mayor parte del mundo. Kagyar adiestró a Denwarf para que hiciera florecer la civilización de los enanos. Al completar esta encomienda, Denwarf desapareció entre las profundidades de Rupestre.
Flinn se detuvo y se giró para mirar a su acompañante, quien dejó escapar un gruñido al intuir cuál sería la próxima pregunta. Antes de que Flinn abriese la boca, alzó una mano y dijo:
—La resistencia de un enano a esos extraños vientos aumenta a medida que su experiencia y conocimiento del mundo se hacen mayores, de forma que su apego a la tierra también se hace más fuerte.
Flinn lo examinó de arriba abajo con una mirada penetrante.
Braddoc supo que no podría ocultarle nada, y se removió inquieto.
—¿Cuál es el problema? –inquirió Flinn.
—Nunca había contado esta historia con anterioridad.
—¿Quieres dejarlo?
Braddoc arqueó sus cejas.
—¿Me lo permitirías?
Flinn no dijo nada por un momento, y al cabo asintió con lentitud.
—Sí. Sería… justo.
El enano sonrió complacido.
—Éste es el Flinn que yo recuerdo –comentó. Dando otra chupada a su pipa, Braddoc prosiguió, dejando escapar el humo con cada palabra que pronunciaba–. La mayoría de los enanos viven al menos doscientos años, algunos incluso más. Y otros…, bueno, otros se dan cuenta de que después de quinientos años todavía están en plena forma.
—¿Me estás diciendo que tienes más de quinientos años?
—No, te estoy contando que tengo más de quinientos años –le espetó–. Ha habido otros de más edad.
—¿Y eso es debido a tu conexión con el mundo?
—Exacto. Nosotros…, es decir, yo también me convertí en un guardián del conocimiento de los enanos. Puedo… comunicarme con nuestros antepasados y pedirles que me aconsejen de qué forma debo guiar a mi gente de Rupestre. Ellos me dijeron que debía ayudarte con tu misión.
—¿Cuándo te hablaron de mí?
Braddoc se volvió, sintiéndose repentinamente avergonzado, cosa que nunca le había pasado en toda su larga vida.
—No puedo mentirte a ti, Flinn. Me lo dijeron mucho antes de que perdieras tu título y a tu amada. La noche en que te conocí sabía que estarías en aquella posada buscando pelea. Te ayudé porque tenía que hacerlo, ¡pero nunca me arrepentí de ello! –añadió Braddoc.
Flinn observó al enano en silencio. Las comisuras de sus labios se arquearon para formar algo parecido a una sonrisa.
—No importa, Braddoc –le dijo, posando una mano en el hombro de su compañero–. Yo… lo comprendo.
Braddoc alzó la cabeza y le devolvió la sonrisa.
—Gracias –susurró.
El enano se tranquilizó y apretó con fuerza la boquilla de la pipa entre los dientes.
—Este ojo –continuó, tras suspirar largamente–, como ya sabes, no es real. Es un regalo de Kagyar, uno de sus artilugios.
En el rostro de Flinn se dibujó una expresión de sorpresa.
—Ignoraba de dónde lo habías sacado. ¿Iniciaste alguna vez el camino a la inmortalidad?
—Una vez, pero no por mucho tiempo –contestó Braddoc, enfilando la dirección en que debían avanzar–. Decidí que mi deber era servir a mi gente, no a Kagyar.
—Debió de ser difícil la elección.
—Sin duda –repuso Braddoc con solemnidad.
Divisaron un descampado en el bosque. Braddoc contempló a Flinn para ver si identificaba la zona. El hombre parecía absorto en sus cavilaciones.
—Aquí era donde vivías –le dijo al salir del bosque–. Aquí te instalaste, después de perder tu título de caballero.
Flinn paseó la mirada por todo el claro.
—Parece que una casa ardió completamente. ¿Era la mía?
El enano asintió.
—La construiste con tus propias manos.
—Dices que perdí mi título de caballería por traición. ¿Quiere eso decir que la gente me evitaba? –inquirió Flinn.
Braddoc creyó percibir una ligera sensación de tristeza o incluso dolor en la voz de Flinn.
—¿Recuerdas algo más sobre este lugar, o alguna otra cosa?
Flinn saltó por encima de un tronco quemado.
—¿Por qué crees que es tan importante que recupere la memoria de mortal? –lo interrogó de repente.
La onda de poder que emitió el carismático Inmortal hizo trastabillar a Braddoc. Al recuperar el equilibrio, el enano tragó saliva.
—No puedes obligarme a contestar a esa pregunta y no voy a hacerlo –respondió cruzándose de brazos para repeler un posible ataque de Flinn, asustado ante la posibilidad de tener que usar todo el poder de su lente.
Flinn retrocedió y juntó las manos tras de sí.
—Lo siento –se disculpó con expresión abatida–. Oí que Odín, el Padre Universal, decía que a veces ser Inmortal era demasiado fácil.
—No tengo la menor duda sobre eso –murmuró Braddoc–. Sin embargo, dudo que la mayoría de los Inmortales se hubiesen molestado en disculparse ante un mortal, ni siquiera con uno como yo.
Ni el propio Kagyar se disculpó ante mí cuando… Bueno, eso no importa –se apresuró a añadir el enano.
Braddoc extrajo su pipa del bolsillo y la encendió con la yesca.
Cuando consiguió un resplandor incandescente, continuó:
—Te voy a decir algo sobre lo que acabas de hacer. Cuando digo que la mayoría de los Inmortales no ofrecerían sus disculpas, no se trata de una trivialidad. El que lo hayas hecho ya te diferencia de ellos.
—Necesito saber más sobre el mundo de los mortales que sobre el de los Inmortales –replicó Flinn–. Me ayudaría en la batalla que se avecina.
—Puesto que no me obligaste a decirte por qué quiero que recuperes tu pasado, te lo diré: mis antepasados me advirtieron que si tú no pudieses recordar nada de tu pasado podrías utilizar tus poderes para… fines no deseados –declaró Braddoc, dejando escapar una bocanada de humo antes de proseguir en un tono más grave–. Se me ordenó que te acompañase en tu misión.
—¿Para controlar mis actos? –preguntó Flinn en voz baja.
Braddoc asintió.
—También se me ordenó que te destruyese en caso de que actuases en contra de la salvación de Mystara.
Flinn giró sobre los talones y avanzó entre las ruinas de su antigua casa de mortal. Su rostro no traslucía expresión alguna.
—No recuerdo nada de esto –comentó, volviéndose hacia el enano–. Tampoco te recuerdo a ti, ni mi honor, ni a mi amada. Nada de eso me importa. Mi misión es cerrar la puerta que comunica los dos mundos, nada más. Tendrás que tomar tus propias conclusiones sobre las consecuencias de mis actos, pero te permito que me acompañes en mis viajes.
Braddoc se inclinó solemnemente. No le habría sido fácil permanecer con Flinn si éste no lo hubiese deseado.
Flinn deambuló por el prado, tropezando con alguna tabla que debía de haber pertenecido a algún mueble.
—Debo viajar a las tierras de las antiguas razas de Mystara y descubrir sus… secretos –dijo de pronto–. Cada raza posee un término que designa su propio secreto. Creo que los enanos llaman al suyo denwail.
—Denwail representa todo aquello que dota a los enanos de su gran habilidad sobre las cosas mecánicas y las materias del mundo –replicó Braddoc, aunque aquella palabra era tan antigua que apenas recordaba su significado–. Es lo que da a los enanos el poder de crear hermosas joyas y piezas de orfebrería. Creo que vosotros lo llamáis «inspiración».
—Eso es lo que debo encontrar: la inspiración de cada raza –le confirmó Flinn cruzándose ostentosamente de brazos–. Cuando me haga con todo eso se me indicará el siguiente paso que deberé seguir.
—¿Cuándo comienzas la búsqueda?
—¡Ahora mismo!
Flinn cambió de postura y agitó su mano derecha, a la vez que avanzaba hacia Braddoc. El enano retrocedió, y entonces advirtió que estaba en un lugar distinto… Un lugar oscuro bajo tierra. Los poderes protectores de su lente lo ayudaron a recuperarse con celeridad. Se estremeció al recordar lo que le había sucedido en otras ocasiones en que había usado los poderes del ocular.
—Estamos en Rupestre –señaló Flinn–. Enséñame el camino a Denwarf.