El rastro de las tropas que habían sobrevivido se perdía hacia el norte, entre las colinas. Jo dudaba que los abelaat se molestasen en enviar una partida para perseguir a los soldados. Las únicas bajas que habían sufrido las criaturas eran las producidas por Paz; ninguna espada o lanza de Penhaligon ni del Águila Negra había derribado a un abelaat.
Las pocas fuerzas que le quedaban amenazaban con abandonarla a cada paso que daba, pero continuaba su avance aspirando hondo por la nariz y expulsando el aire por la boca, como le habían enseñado cuando hacía de mensajero entre Specularum y Entrada. Ello le permitía avanzar más rápido que si jadeaba como un animal.
Se preguntaba cuántos habrían sobrevivido al combate. Recordó las palabras de precaución de Graybow sobre los hombres de la baronía del Águila Negra, y deseó que los posibles supervivientes no le ocasionasen problemas.
Al coronar la cima de otra colina, agachándose para evitar ser vista por ojos enemigos, Jo pensó en regresar a Penhaligon para narrar la historia de la masacre. Estaba segura de que a la baronesa le habría gustado escuchar una versión más fidedigna que los embustes de Chilatra. Jo, consternada, frunció los labios, recordando que la confianza en su veracidad se basaba en su relación con Flinn, y en el hecho de haberse convertido en el símbolo de la esperanza.
Se sentía frustrada por no haber podido salvar de la muerte a los soldados. Intuía que todos ellos habían depositado sus esperanzas en su guía e inspiración para que las fuerzas y el valor no los abandonasen al enfrentarse al enemigo. Se preguntó si encontraría finalmente su lugar en la Sala de los Héroes o si por el contrario acabaría en la Galería de los Caídos.
Jo se detuvo en lo alto de una colina y estiró hacia atrás la espalda para librarse de los calambres y dolores que la atenazaban. El cielo seguía impregnado de tonalidades grisáceas, y el no poder ver el sol estaba empezando a mermar su ánimo. Dirigió la mirada hacia lo que creía que era el noroeste, intentando divisar la columna de luz blanca que desprendía el abatón.
Repentinamente recordó la visión de Dayin. El muchacho se había transformado en un joven tan hermoso que su recuerdo hizo que le latiese el corazón. Acercó la espada, y sintió la frialdad de la plata rojiza contra su mejilla. Pensó que la piel del muchacho estaría igual de fría al tacto. La atracción que había sentido hacia él era de índole física, aunque también la había seducido su poder y la aureola que lo envolvía.
Cuando Jo había conocido a Dayin, el muchacho le había dado muestras de adoración, pero ella lo había considerado un simple enamoramiento de adolescente. Se preguntó si mantendría aquellos sentimientos de adoración, y si serían peligrosos para el abatón.
También habría deseado saber si la presencia que guiaba aquella luz era la de Teryl Uro. Las conclusiones tenían sentido: el mago había creado el abatón y había situado a Dayin, su hijo, en el pilar de luz.
En su visión, los ojos de Dayin no tenían pupilas y eran como focos de luz tan blanca y brillante como el pilar del abatón. La sensación del chorro de luz hizo que su cuerpo se tambalease por un momento, pero enseguida recuperó el equilibrio. Sabía que existía una conexión entre el poder del abatón y la nueva forma de Dayin, pero no lo podía explicar con palabras, cosa que la ponía furiosa.
La poderosa presencia intentaba mantener los ojos del muchacho cerrados, tal vez para evitar que la viese. Quizá Dayin tenía que concentrarse para mantener el poder del abatón.
El aire era cada vez más frío. Con un estremecimiento, Jo reunió fuerzas para reanudar la caminata. Las huellas de los caballos se perdían por detrás de otra colina sin que pudiese calcular hasta dónde, puesto que el ondulado terreno le impedía la visión. Se agachó para examinar las marcas y calculó que habría al menos diez caballeros en fuga. Tocó el suelo y, como le había enseñado el mensajero de Specularum, recogió un pequeño terrón de tierra que deshizo entre los dedos. La tierra estaba sólida y fría; los caballos habían pasado hacía, al menos, dos horas.
Jo sabía que no era una experta rastreadora. Si los caballeros habían pasado hacía algunas horas, debía de haber perdido la noción del tiempo durante la batalla. Furiosa, se sacudió la tierra que le quedaba en las manos; se frotó la cara y arregló los cabellos con los dedos.
Decidió apurar la marcha, esperando así aliviar la sensación de miedo que la sobrecogía. Comenzó a correr lentamente agarrando a Paz por la empuñadura y por el centro de la hoja para mantener el equilibrio. La plata rojiza había adquirido un tono más oscuro. La sangre de su mano se había secado, y deseó saber cuánta vida le había absorbido la espada.
Pero no se nutría de su vida al igual que los abelaat; saber que la hoja de la espada se alimentaba con su contacto le producía una extraña sensación de bienestar. No dudaba que la espada sagrada tenía vida propia, de la misma manera que Vencedrag. Jo alzó la espada y fijó una mirada interrogante en la última de las inscripciones rúnicas grabada en el canto de la espada, el símbolo de la paz.
Mezclaba varios elementos de los restantes símbolos rúnicos del Quadrivial en una curiosa combinación que daba lugar a un símbolo final. Nunca había visto nada tan hermoso.
Jo mantuvo su marcha tanto tiempo como le fue posible, arrastrando los pies a lo largo de muchos kilómetros de inacabables colinas. Los pájaros no cantaban y tampoco se percibían los aullidos de los animales, el zumbido de los insectos o el susurro de los arbustos. El suelo era cada vez más blando, lo que le hizo sospechar que entraba en una región pantanosa. El aire frío y limpio se volvía más y más cargado y húmedo. Se vio obligada a aminorar la marcha cuando el terreno se hizo tan blando que las botas se hundían en el suelo con cada paso.
Jo continuó vagando por aquel terreno húmedo hasta que las huellas finalmente se perdieron en una ciénaga poco profunda.
Confundida, estudió el rastro, sin comprender por qué los caballeros habían decidido adentrarse en un terreno tan inhóspito. Intentó divisar algo en el pantano, pero la niebla que se formaba a ras del agua le impedía la visión.
Jo se cambió la espada a la mano derecha, y, volviéndose por última vez para asegurarse de que no la seguía ningún abelaat, olfateó el aire en busca de algún rastro del olor picante que desprendían las criaturas. Con un suspiro de resignación hundió un pie en las aguas del pantano que estaban tan frías como se había imaginado.
En el pantano sólo se oía el chapoteo de sus botas en el agua.
Llevaba a Paz ante sí, cogida con ambas manos, pues había oído rumores de la existencia de extrañas criaturas que habitaban los pantanos: insectos gigantes, hombres-lagartos e incluso muertos vivientes. Un momento después de pensar en ello se rió de sus propios temores; no había en toda Mystara una criatura más horrible que los abelaat.
A su memoria acudieron imágenes de la vez que, huyendo de los guardias de Specularum, se había internado en uno de los pantanos cercanos, de aguas tan frías como las que sentía ahora. Había contraído una enfermedad que se contagiaba en aguas salobres y de la que había tardado semanas en recuperarse. Esperaba no caer enferma ahora.
Sin poder encontrar señales de los caballos, Jo intentó mantener el paso en línea recta con las huellas y en dirección opuesta al campo de batalla. La niebla y los gases de la zona oscurecían el pantano, y la joven arrugaba la nariz a cada momento, al atravesar una zona especialmente pestilente. Los músculos comenzaban a dolerle por el paso lento y pesado. Sabía que si intentaba correr en el agua se cansaría aún más. Además, había tropezado con árboles hundidos y troncos que se pudrían en el lecho del pantano; si hubiese ido corriendo se podría haber roto una pierna, o algo peor.
Jo agudizó el oído en busca de algún indicio de vida. Se detuvo y se quedó totalmente inmóvil, con la espada enarbolada.
—¡Hola! –gritó. Tomando aire repitió el chillido–: ¡Hola!
Aguardó una respuesta, pero ni siquiera se percibía el sonido del viento. Volvió a gritar, golpeando el agua del pantano con su espada, sin que el agua y el barro que levantó dejasen mancha alguna en su armadura ni en el tabardo.
—¿Dónde estáis? –acertó a mascullar entre jadeos, extenuada de cansancio–. ¡Sir Domerikos! ¿Dónde estáis?
Jo examinó el pantano a su alrededor; se sentía como si hubiese entrado en otro mundo. Una desagradable niebla se levantó ante su rostro, lo que le provocó un sonoro estornudo. Se rió y volvió a estornudar; su risa se transformó en una estruendosa carcajada.
—¿Qué os hace tanta gracia?
Salpicando gran cantidad de agua al volverse sobresaltada, alzó la espada con ambas manos y la dirigió hacia la garganta de su interlocutor.
Sir Domerikos no se movió. Con los brazos extendidos en posición defensiva miraba fijamente la afilada punta de la rojiza espada plateada, torciendo la cabeza a un lado. Jo se dio cuenta de que lo había asustado.
Con una sonrisa, bajó la guardia, y se frotó la nariz con el dorso de la mano.
—Lo lamento muchísimo, sir Domerikos –se disculpó, avergonzada–. Empezaba a pensar que era la única superviviente.
Domerikos desvió la mirada en un gesto en que Jo adivinó rabia y vergüenza.
—Hay algunos más hacia aquella dirección –replicó, señalando hacia las profundidades del pantano.
—¿Quiénes?
—Cinco de nuestros caballeros de Penhaligon, el comandante Lyrates, el sargento Yeats…, sir Barethmor y algunos de los lanceros del Águila Negra –contestó, volviéndose hacia la muchacha.
—¿Estáis herido? –preguntó ella educadamente, avanzando hacia el caballero en busca de cortes y restos de sangre en su armadura.
Sir Domerikos alzó una mano para que se detuviera.
—Estoy bien –dijo, pasándose una mano por la cara y los cabellos–. Si no llega a ser por vuestros gritos, puede que no nos hubiésemos vuelto a ver.
—No sé cuánto tiempo llevo caminando por estas aguas.
El caballero se encogió de hombros y le hizo una seña para que lo acompañase hacia el resto de los hombres.
—¿Cómo sabíais en qué dirección ir…, señor? –inquirió Jo, reparando a tiempo su momentáneo olvido del respeto debido al rango del caballero.
Domerikos no le respondió. Caminaba apretando los dientes, con la mirada perdida en la niebla, desolado por la ruinosa batalla.
—¿Cómo supisteis qué camino seguir? –volvió a preguntar Jo alzando el tono de voz.
—¿Cómo? –exclamó el caballero parpadeando–. Tengo un excelente sentido de la orientación. Y Barethmor me dio esto.
Alargando una mano, Domerikos le mostró una diminuta burbuja de cristal en cuyo interior flotaba una flecha.
—¿Qué es eso que hay en su interior? –quiso saber la muchacha, entornando los ojos para enfocar mejor.
—Una aguja que, al parecer, señala hacia el norte.
—¿Al parecer?
Sir Domerikos se encogió de hombros.
—Es un aparato mágico y, como tal, desconozco su funcionamiento. Sólo sé que la aguja señala hacia el norte y que hay otra flecha en su interior que señala hacia otro cacharro de éstos. No os preocupéis por mi seguridad, escudero Menhir –dijo tajante–. Estoy seguro de que sir Barethmor me dio este artilugio con otras… intenciones que la de encontraros.
—¿Otras intenciones? –replicó Jo–. ¿Qué queréis decir, señor?
El caballero parecía confuso.
—Me refiero a que es la oportunidad perfecta para que Barethmor se tome su venganza. El intento de vuestro asesinato, la carta de la baronía del Águila Negra y la aparición de sir Barethmor no son meras coincidencias.
Sir Domerikos alzó la esfera de cristal hasta la altura de los ojos y fijó la mirada en el interior. Hizo un gesto en la dirección del campamento.
—Vayamos hacia allí –indicó–, pero tengamos muy presente lo que os acabo de decir.
Jo asintió y apoyó a Paz sobre su hombro derecho. El aire helado hizo que la niebla se dispersase en parte. Poco a poco fueron apareciendo los restos de un bosque milenario, que sobresalían amenazadores de las estancadas aguas del pantano.
Sir Domerikos señaló hacia el bosque muerto, de donde provenía el ligero resplandor de un fuego. Los cinco caballeros de Penhaligon estaban sentados frente a los tres de la baronía del Águila Negra y todos rodeaban un pequeño cilindro incandescente del que surgía un fuego diminuto. Los caballos descansaban atados a un árbol seco.
Los caballeros de Penhaligon estaban cansados y harapientos.
Su atuendo había sido hecho trizas, dejando entrever unas corazas abolladas y llenas de agujeros. De los cinco sólo tres conservaban sus espadas, una de ellas rota. Los hombres de la baronía del Águila Negra, en cambio, se hallaban bien equipados, con sus negras armaduras intactas, como si no hubieran entrado en combate. Todos llevaban armas relucientes: una lanza, una maza y una espada.
—¿Dónde está sir Barethmor? –les preguntó sir Domerikos a los que formaban el corro, al entrar con Jo en el descampado.
—Estoy aquí –gruñó un vozarrón que Jo reconoció como del comandante de los lanceros. Su negra armadura surgió de entre las tinieblas como un espectro. Llevaba el yelmo en la mano izquierda, y sus largos cabellos caían sobre su cota de mallas–. Veo que habéis encontrado a nuestro pequeño héroe.
Jo no pudo contener un gesto de crispación ante el sarcasmo de aquel hombre, pero no dejó que la abandonase la compostura.
—Bien –le preguntó a Jo–, ¿dónde os habíais metido?
—He estado luchando contra los abelaat –contestó secamente la joven, sin moverse del lado de Domerikos.
—¡Admirable! ¿Y por qué no acabaron con vos como lo hicieron con el resto?
Jo se mantuvo en silencio, agarrando la empuñadura de Paz. Sir Barethmor avanzó hacia ella, dejando caer el casco sobre el tronco de un árbol podrido. Sus oscuros ojos centelleaban con el reflejo del fuego mágico.
—¿Qué respondéis, muchacha? –la urgió.
Sir Domerikos se puso delante de Jo.
—Mantened la distancia, Barethmor –ordenó.
El comandante de los lanceros frunció los labios y alzó la vista hasta que se encontró con la del caballero. Jo contempló cómo ambos libraban una silenciosa batalla. La preocupación que sentía aumentaba a cada momento que pasaba. Barethmor acabó asintiendo y retrocedió hacia sus caballeros.
—Me alegro de que ambos hayáis llegado –declaró.
—¿Y eso por qué? –inquirió Domerikos, acomodándose entre sus nombres. Jo percibió que el peligro iba en aumento y se adelantó para unirse al grupo de Penhaligon.
Barethmor paseó la mirada por el pantano que los rodeaba.
—Una vez me ultrajasteis con una afrenta que no he podido olvidar –dijo al cabo.
—Vuestra esposa tampoco ha podido olvidar las palizas que le propinabais día y noche –contestó Domerikos con vehemencia.
Pasando por alto el comentario del caballero, el comandante de los lanceros se dirigió hacia Jo.
—Y en cuanto a ti, estúpida escudero, que te crees un héroe por llevar una espada mágica, te diré una cosa: yo también tengo un montón de espadas mágicas, pero mi señor quiere ésa, y la tendrá.
Jo lo entendió todo de repente: Ludwig von Hendriks, el barón de la orden del Águila Negra, quería apoderarse de Paz para usarla contra el rey de Karameikos. El consejero Melios había sido el «peón».
Los caballeros de Penhaligon desenfundaron sus armas y Jo empuñó a Paz. Los lanceros del Águila Negra hicieron lo propio con las suyas, pero la joven se percató de que no parecían particularmente intranquilos.
—Es una suerte que tuviese esa esfera rastreadora para daros –dijo Barethmor fríamente, señalando hacia los caballeros de Penhaligon.
El fuego del cilindro explotó, y una enorme llamarada engulló a los caballeros. Jo oyó los gemidos de dolor por encima del rugido del fuego y saltó hacia Domerikos. Las llamas cambiaron de dirección, y el aire se volvió irrespirable por el calor.
Sir Domerikos dio la espalda a Jo y empezó a correr. La joven vio horrorizada que la piel del hombre se había carbonizado y se le desprendía en escamas. La armadura le había achicharrado el cuerpo, y sus humeantes trozos cayeron al agua.
El fuego rugía alrededor dejo, pero la joven adoptó una postura de combate y blandió a Paz. La espada formaba un escudo de protección contra el cilindro mágico.
Apoyándose firmemente en la pierna derecha, Jo alzó su brillante espada y descargó un mandoble que sesgó la cabeza del primer lancero y, con la fuerza de repulsión del golpe, atravesó la hombrera y la gorguera de la armadura del segundo.
El tercer caballero blandió su maza y alcanzó a golpearla en un hombro. La chapa de su armadura no se abolló, pero el impacto la hizo caer de rodillas. El resplandor del fuego que la envolvía le impedía ver con claridad.
La maza cayó sobre su espalda, y ella se desplomó sobre el fango, con la visión nublada. Agitó la cabeza para despejarse y, rodando sobre sí misma, alzó la espada para defenderse.
El lancero estaba delante de ella, con la maza levantada por encima de la cabeza. Por un momento pensó que no tenía tiempo de esquivarlo, pero, antes de que el hombre acertase a dejar caer la maza para propinarle el siguiente golpe, el cilindro volvió a escupir una lengua de fuego que alcanzó al lancero en la espalda. Jo se puso en pie, y se echó hacia atrás al ver que el cuerpo del lancero se reducía a cenizas.
—¡Maldita seas, muchacha! –le dijo sir Barethmor desde atrás.
Jo hizo describir a Paz un amplio arco, y aprovechó su impulso para girarse. Barethmor se sacudió, sorprendido, y su cabeza rodó al suelo.
El fuego que surgía del cilindro se extinguió repentinamente, dejando a Jo rodeada de un profundo silencio. Relajó los hombros, presa del agotamiento y la angustia. Durante unos minutos contempló los restos de los cuerpos que la rodeaban. Por fin, se decidió a palpar entre las posesiones de Barethmor, buscando la otra bola de cristal.
Había desaparecido.
Dejó aquel lugar sin volver la vista atrás.