Johauna caminaba por el pasillo de los héroes –así había denominado a aquel extraño lugar infinito en el que su única compañía eran las estatuas–. No sabía cuánto tiempo llevaba deambulando por aquellos corredores, pero el cansancio comenzaba a apoderarse de ella. Si hubiese podido encontrar la salida en aquel entramado de columnas ya se habría marchado.
Las estancias eran espaciosas y de altos techos, tan anchas como cinco caballos alineados y tan altas como la torre de un castillo.
La escala total del edificio se le antojaba irreal; cuatro paredes no podían albergar un espacio tan inmenso.
El eco de sus pisadas resonaba de tal modo en la necrópolis que, de haber habido alguien más aparte de las estatuas, ya la habría delatado. El pasillo por el que avanzaba, tan escasamente iluminado como el resto del edificio, se alargaba hasta más allá de donde alcanzaba la vista. Al mirar hacia atrás, tuvo la sensación de hallarse en un lugar equidistante entre su punto de partida y lo que todavía le faltaba por caminar. Desvió la mirada para mitigar el mareo que sintió de golpe.
Sus ojos descansaron en una de las incontables estatuas de mármol blanco albergadas en nichos que alternaban entre las columnas. Representaban hombres y mujeres armados, y estaban iluminados de manera semejante a la mesa de juego del anciano de la tienda. Aquélla era la estatua de un hombre que blandía su hacha sobre un oponente invisible, y, al igual que las demás, estaba primorosamente trabajada.
Jo se había detenido ante varias de las esculturas para apreciar la extrema habilidad del artista, preguntándose en qué particular batalla se habría utilizado aquel escudo o aquella lanza. A pesar de su exhaustiva contemplación, Jo no reconoció a ninguno de los personajes. Había cientos de hombres y mujeres de las más variadas apariencias; algunos vestían armaduras que no se habían visto en siglos en el reino de Mystara. De hecho, había muchas estatuas que representaban seres no humanos o semihumanos, como elfos o enanos. Jo se fijó en una que semejaba un humano, pero de cuyas extremidades surgían unos complejos artilugios mecánicos. Algunas sugerían la forma de un insecto y otras era imposible saber qué representaban.
A pesar de su variedad étnica, todas las estatuas poseían algún tipo de arma o artilugio bélico que lucían en un pedestal, clavado en un trozo de madera u ostentosamente sostenido en el aire. Las armas más comunes, como espadas o arcos, eran fáciles de identificar, pero también había algunos artefactos asombrosamente extraños. Algunas estatuas de hombres y mujeres sostenían abacos de aritmética, plumas de escribir, herramientas de cirugía, instrumentos musicales y otros objetos que Jo no había visto en su vida.
Sin duda, aquella necrópolis era un monumento a los héroes de las leyendas, de todas las razas y regiones, que mostraban un rasgo en común: la nobleza de su expresión. Todo esto, junto al tamaño de las puertas y la imposible relación entre aquel interior infinito con el exterior limitado, era indicio de que aquel edificio había sido erigido por manos de Inmortales. En algún momento de su historia, aquellos héroes habían sido portadores de los poderes de los Inmortales.
—Inmortales, por supuesto –se oyó una risotada.
Jo giró sobre los talones y quiso echar mano de su espada, pero al momento recordó que estaba desarmada.
Ante ella había un hombretón enorme, cuya cota de malla apenas alcanzaba a contener los músculos de su pecho y brazos. Llevaba un amplio cinturón de metal ceñido alrededor de la cintura y unos guanteletes metálicos, probablemente confeccionados por el mismo herrero. En la mano derecha sostenía una maza gigante, y su pelo y barba tenían una tonalidad más rojiza que la propia vestimenta de Jo.
—Permíteme que me presente –dijo con un vozarrón que retumbó a lo largo del pasillo–. Mi nombre es Donar.
—Johauna Menhir –replicó Jo sin saber si inclinarse en señal de cortesía o permanecer erguida. Optó por lo segundo.
El hombretón dejó escapar una estruendosa carcajada ante la respuesta de la joven.
—Bienvenida a la Sala de los Héroes. ¿Qué te parece nuestra exhibición?
O bien ella había adivinado el nombre o bien él había leído sus pensamientos. Jo dirigió una nerviosa mirada hacia la estatua con el hacha. No se parecía al hombre que tenía ante sí. Volviéndose le dijo:
—Son magníficas.
—¿Verdad que sí? –exclamó Donar, rodeando a Jo para aproximarse a la estatua del guerrero con el hacha. Señaló hacia el arma.
—Éste es Vardmer, un hombre de una personalidad y fuerza singular. Cayó en la batalla de Rospielheim, alcanzado por una flecha envenenada de su amada –explicó.
—Me temo que no he oído hablar de él.
—Ni tendrías por qué.
Donar se cambió la maza a su mano izquierda y alargó la derecha hacia Jo. Ésta la tomó con precaución, preguntándose si el contacto con un Inmortal –suponiendo que aquel hombre fuese, en efecto, un Inmortal– podría perjudicarla. Su mano parecía diminuta al lado de la de Donar.
Caminaron juntos por el corredor con el mismo rumbo que llevaba Jo. Al contrario que el anciano de aspecto apesadumbrado de la tienda, Donar parecía alegre y vivaz; de vez en cuando miraba hacia algún nicho y esbozaba una sonrisa como si recordase viejos tiempos.
—Perdonadme, Donar –se disculpó Jo, separando su mano a la vez que se detenía–, hay alguna pregunta que debo haceros.
Donar pareció contrariado por la interrupción del paseo y en especial porque Jo le hubiese soltado la mano.
—De acuerdo –musitó–. Pregunta.
—¿Fuisteis vos quien me salvó de la muerte?
Una expresión de sorpresa se dibujó en el rostro del gigantón, a la cual siguió una tremenda carcajada que hizo sacudir de dolor los oídos de Jo.
—¡Claro que no! –vociferó.
—Entonces, ¿quién fue?
Donar se limpió una lágrima que la risa le había hecho brotar de los ojos, mientras dominaba poco a poco sus risotadas.
—¡Decídmelo! ¡Por favor! Me gustaría agradecérselo antes de marcharme.
Controlando finalmente su risa, Donar alargó de nuevo su mano hacia ella.
—Vamos a su encuentro.
Hizo un ademán hacia adelante, señalando una hilera de puertas de tamaño normal que no estaban allí momentos antes.
Una de las puertas se entreabrió como por voluntad propia, y la figura de un hombre de mediana edad se recortó en el vano. Al igual que un monje, tenía la cabeza rapada en la coronilla, pero el pelo largo por los lados y por detrás. Sus ropajes eran de un gris oscuro, y llevaba una larga cinta enroscada al cuello, cuyos extremos le pendían hasta las rodillas. Se mantuvo a poca distancia de Jo, la cual intentó adivinar qué había más allá, sin conseguirlo porque la puerta se mantenía a medio abrir. Sólo se veía su figura recortada contra la oscuridad.
—Por aquí, por favor –la instó con suavidad. Jo se volvió hacia Donar, que fruncía los labios en señal de preocupación.
—¿Pasa algo? –inquirió, preguntándose qué podía preocupar a semejante hombretón.
Donar sacudió negativamente la cabeza y se volvió hacia ella a la vez que forzaba una sonrisa.
—Nada en absoluto –respondió–. Vete con ese hombre –añadió.
—¿No venís vos?
—No, me temo que tengo otras tareas que cumplir. –El gigantón se detuvo y la contempló con unos ojos que, sin duda, habían presenciado muchas batallas–. Te sienta muy bien esa armadura.
Adiós, Johauna Menhir, y… buena suerte.
Sin más palabras, Donar se volvió y se alejó por el corredor. Unos momentos después, su silueta había sido engullida por la oscuridad.
—Por favor –insistió el hombre de la puerta–, por aquí.
Por un instante Jo se preguntó por qué Donar había considerado oportuno desearle suerte, pero se dejó conducir a través del corredor.
El hombre, que caminaba por delante, llevaba la cabeza respetuosamente inclinada y las manos cruzadas. Sólo se percibía el roce de sus botas contra el suelo.
La estancia era similar a la que Jo ya había visto, pero estaba envuelta por un aire de tristeza, y se respiraba una extraña melancolía.
Las estatuas mostraban héroes caídos en batallas u otras conflagraciones. Las armas y herramientas que llevaban estaban rotas o aplastadas, o incluso quemadas, como si se hubiese producido una explosión en su interior. Las espadas aparecían partidas en dos y los mangos de las hachas, astillados. Un arpa tenía rotas varias cuerdas y había un marco roto.
—¿Qué es este lugar? –preguntó con una voz que retumbaba en la estancia, forzando la expresión para no parecer irreverente.
El monje no respondió al principio, pero transcurrido algún tiempo lanzó un profundo suspiro y contestó:
—Es la Galería de los Caídos.
La palabra «caídos» trajo a la memoria de Jo la escena de la primera vez que había visto a Flinn, rodeado de chiquillos que le gritaban «¡Flinn el Caído! ¡Flinn el Bobo!»
Se preguntó si podría encontrarlo en la Sala de los Héroes, como la llamaba Donar, o en aquel lugar. Intentando usar un tono de voz más suave inquirió:
—¿Dónde está la estatua de Fain Flinn?
El monje, sin volverse, se detuvo y agachó la cabeza en un gesto que a Jo le pareció el preludio del llanto. El intenso silencio aumentó su malestar mientras esperaba una respuesta. No creía que Flinn fuese un fracasado, aunque tampoco pensaba que aquel lugar albergase a los fracasados, sino a aquellos héroes que habían sucumbido antes de alcanzar la gloria anhelada. Flinn había alcanzado la gloria, pero sólo después de la muerte.
—Lo lamento, Johauna Menhir –susurró el monje–. No conozco ese nombre.
—¿Qué quiere eso decir? –exclamó, desazonada por no haber visto la estatua de Flinn ni en la estancia ni en el corredor. No podía creer que Flinn no hubiese sido inmortalizado entre los grandes héroes del mundo, caídos o no.
—Quiere decir que no conozco ese nombre –respondió el hombre con tristeza al tiempo que alzaba la cabeza para proseguir caminando con un paso más lento.
Jo apretó los puños sin decir nada más. Al parecer, aquel hombre era sólo un guardián o un servidor, al contrario que Donar o el señor del juego que eran, sin duda, maestros. Al igual que otros vigilantes que había conocido en su vida, tanto los de las bibliotecas de Specularum como los que se dedicaban a limpiar de lapas los cascos de los barcos en los puertos, aquel hombre sabría muy poco, excepto en lo concerniente a sus obligaciones.
Después de pasar por delante de varios cientos de estatuas, Jo se sorprendió cuando el monje se detuvo ante lo que parecía una más de ellas. Su acompañante la invitó a ir por delante con un solemne ademán. Jo rodeó al hombre para examinar la estatua. De pronto las piernas le flaquearon, y a punto estuvo de desmoronarse.
Las dos mitades de Vencedrag, que refractaban el frío haz de luz que las iluminaba, flotaban en el aire.
—¿Qué significa esto? –gritó, sintiendo una repentina debilidad.
—Es el monumento a Vencedrag, rota en combate contra el enemigo para cuya destrucción fue creada –repuso el monje con voz pausada y reverente.
—¿Qué pretendéis hacer con ella?
—Mantenerla eternamente aquí, entre las otras armas de la Galería de los Caídos.
Jo se quedó mirando a Vencedrag, la espada que encarnaba el recuerdo de su amado, y la misma que había utilizado para hacer un fuego que la protegiera de un vulgar perro de la montaña. Recordó el dolor en su mano al cortarse agarrando el filo de la parte rota de la espada, aunque ahora sólo percibía la aspereza de sus cicatrices. Se dio cuenta de que desde que se había unido a Flinn sólo había sentido dolor, tanto en su carne como en su corazón.
El recuerdo de su amado le produjo tal debilidad que casi le provocó un desvanecimiento. Cerró los ojos para recuperarse, a sabiendas de que nada le devolvería a su amor, del mundo de los muertos; ni siquiera las piedras de abelaat podrían proporcionarle el ansiado reencuentro.
El monje se le acercó.
—Te ofrecemos la oportunidad de ser la guardiana de Vencedrag por toda la eternidad –susurró–. Te puedes quedar junto a ella para siempre, y recordar su grandeza.
Jo observó a Vencedrag; la plata de los elfos del filo de la espada se asentaba sobre el acero de los enanos. Flinn estaba muerto, pero su vida podía continuar. Jo sonrió con severidad para sus adentros.
Sabía que la vida no sería fácil y la búsqueda aún sería más agotadora a partir de ese momento. Pero estaba dispuesta a luchar, como habría hecho Flinn, y sabía por dónde empezar.
Volviéndose hacia el monje, le espetó:
—Rechazo vuestra oferta, señor. No me ocuparé de la custodia del recuerdo de los muertos para el resto de la eternidad.
El monje mostró una expresión de abatimiento.
—Si es ése tu deseo eres libre de pasearte por la Galería de los Caídos por todo el tiempo que quieras.
—¿Y después?
—Te devolveremos al mundo, como deseas.
Jo retrocedió y entonces descubrió una procesión de monjes que parecían haber surgido de la nada y que, al igual que su guía, tenían un aspecto triste y apesadumbrado.
—¿Fuisteis vosotros los que me salvasteis? –quiso saber la muchacha.
El monje asintió lentamente, y se alejó poco a poco del monumento a Vencedrag, seguido por los demás. Al contemplar la hoja, Jo se acordó de la armadura de elfo que la protegía bajo la túnica y la camisa de brocado.
—¡Esperad…!
De mala gana, los monjes se volvieron hacia ella.
—¿Por qué retenéis a Vencedrag en la Galería de los Caídos cuando todavía puede cumplir su cometido?
El monje se mostró sorprendido.
—Ya ha cumplido su cometido. El monstruo ha muerto –contestó.
Jo, exaltada, dio un paso adelante.
—No lo entendéis; su cometido es estar entera para ser una arma de héroes.
El monje la miró fijamente a los ojos, y la joven tembló ante la apatía y melancolía de su mirada.
—¿Qué estás sugiriendo? –inquirió.
—¡Volved a forjar la hoja! –contestó ella señalando a Vencedrag–. ¡Todavía tiene una misión que cumplir!
Los monjes se miraron entre sí sin alzar la cabeza. A Jo se le aceleró el corazón en espera de la respuesta, pues ignoraba si los monjes tendrían capacidad de forjar de nuevo la espada o autoridad para retirarla de su pedestal.
Finalmente el monje sacudió la cabeza.
—No sabes el precio que hay que pagar por ello.
Sin más palabras continuaron su marcha y desaparecieron en las sombras del corredor.
—¡Pagaré lo que sea! ¡Podríamos usar su metal para volver a forjarla! –gritó, poseída por la frustración–. ¡El mundo está en peligro y necesita otra espada de un héroe!
Sola en el corredor, se volvió hacia Vencedrag e intentó arrancarla de su pedestal, pero su mano no pudo traspasar el chorro de luz, que tenía la fuerza de una poderosa catarata. Retiró la mano y se pasó los dedos por el cabello.
—¿Por qué quieres que destruyamos la hoja para forjar otra? –le preguntó una voz que venía de atrás.
Jo se volvió. Ante sí había otro hombre vestido con el mismo atuendo que los monjes, pero con ropajes de piel oscura llenos de manchas. Llevaba unas enormes tenazas de hierro y un martillo muy desgastado; era de estatura considerable y dejaba entrever una poderosa musculatura. Lo acompañaban varios hombres y mujeres vestidos de la misma guisa.
—Los abelaat intentan destruir Mystara. Necesito algo con que detenerlos –repuso con suavidad.
—Las armas necesitan héroes. ¿Quién llevará esta arma? ¿Tú?
—Sí. Yo llevé a Vencedrag después de la muerte de Flinn. Fui yo quien finalmente mató a Verdilith, y, puesto que no conozco a otro héroe capaz de detener a los abelaat, yo me encargaré de ello.
El hombretón cruzó sus enormes brazos y aspiró con contundencia mientras con una mano se frotaba una mancha del rostro.
—¿Sabes de verdad el precio?
Sin previo aviso el hombre alargó el brazo y, agarrándola por el cuello de la camisa, la hizo avanzar. De repente desapareció el corredor y se encontró ante el agobiante calor de una fragua. Tenía dificultades para respirar debido al olor a carbón y a coque. Entornó los ojos para acostumbrar la vista al brillante resplandor del acero fundido. Al cabo de un rato, el perfil de una larga hoja apareció ante sus ojos; una hoja más corta y delgada que la de Vencedrag aunque igual de forma. Había dos crisoles repletos de metal fundido que borboteaba. «Acero de los enanos y plata de los elfos», dedujo. El hombretón, manchado de negro por el hollín, se ocupaba de los crisoles. Bajo sus pobladas cejas tiznadas por el humo, los ojos despedían un brillo rojizo.
—Ésta va a ser la hoja, Johauna Menhir –gritó el gigantón desde el otro lado de la fragua. Las chispas que llenaban el aire la hicieron pestañear. El hombre levantó una mano cerrada y, al abrirla, mostró las tres piedras de abelaat–. Estas piedras se incrustarán en la empuñadura, que ha quedado intacta.
El hombre se estiró para mostrarle la empuñadura de la gran espada, a la que sólo le faltaba la hoja; acto seguido la colocó al final del molde y pasó la mano por la empuñadura. Jo se sorprendió al comprobar que ahora las piedras estaban incrustadas en el mango, cubierto por una fina malla de acero. Parecía el trabajo de un artesano profesional.
—¿Quién sois? –preguntó con todas sus fuerzas.
—Soy el que inspira a los que fabrican las armas. En algunos sitios se me conoce con el nombre de Vulcano –respondió el hombre–. Cuando acabemos con el vaciado, me presentaré ante el maestro armero de tu castillo para indicarle cómo debe completar el trabajo que hemos empezado. Pero antes debes participar en la forja de tu espada.
—¿Qué debo hacer?
Vulcano señaló el horno, que resplandecía con el centelleante brillo de su fuego.
—¡Entra!
—¿Qué…? –exclamó horrorizada–. ¡No puedo entrar ahí! ¡Me…!
—¡Entra! –le ordenó de nuevo.
Percibió el poderoso tono de voz de aquel hombre y la furia en sus ojos. No podía negarse a obedecerlo.
Se dirigió hacia el horno y se acercó hasta que el calor le quemó la piel.
—Entra –le ordenó por tercera vez.
Jo cerró los ojos y avanzó; percibía el fragor del fuego y el aullido del acero que se fundía en el corazón de la hoguera. Advirtió que aquel sonido la reconfortaba y se preguntó cuánto viviría para escucharlo. No pensaba en el calor.
Cuando abrió los ojos, estaba viva dentro del horno. Los chorros del metal fundido, que inundaban de un brillo anaranjado una estancia tan espaciosa como la sala del Castillo de los Tres Soles, fluían a su alrededor, como océanos de acero y plata que la conducían hacia un altar.
Siguió avanzando, y una extraña sensación la invadió; no era una sensación física sino impresiones del mundo de los recuerdos. El pasado hizo acto de presencia en su memoria. Recordó el momento en que sus padres la habían embarcado para que la vendieran en los talleres. Al dar otro paso, recordó cómo la habían expulsado del orfelinato.
Cada paso adelante le traía un nuevo recuerdo. Algunos eran dolorosos, lo que le daba una sensación de inseguridad para seguir avanzando. Otros eran agradables, y Jo no estaba segura de querer retroceder. Todas eran imágenes vividas y claras que reforzaban su espíritu y le templaban el ánimo. Los recuerdos eran tan reales como las experiencias que evocaban. Tenía la sensación de que podía detenerse en cualquier momento, quedarse en un lugar y vivir para siempre de la misma vivencia, pero no se rindió en su avance. Cuando estaba a pocos pasos del altar, la invadió el recuerdo de Flinn, que la tentó a detenerse y vivir con él para siempre. Con lágrimas en los ojos continuó, sabiendo que su destino la esperaba en otra parte.
El molde de la nueva hoja permanecía en el altar, lleno del metal de los crisoles. La empuñadura con las piedras de abelaat engarzadas, que centelleaban con el reflejo del fuego de la estancia, estaba acoplada a la nueva hoja.
En el calor del horno retumbó la voz de Vulcano, más alta que el ruido de la propia fragua.
—Cuando llegues a tu tierra, preséntate con esta espada ante la baronesa Arteris, y dile que debe bendecirla de la misma manera que su padre lo hizo con Vencedrag. El maestro herrero sabrá cómo completar la forja.
Jo asintió en señal de entendimiento.
—Esta espada te protegerá sólo a ti, Johauna Menhir, para que no perezcas al cruzar la puerta que separa los dos mundos. ¿Por qué nombre se la conocerá?
Jo asintió de nuevo, comprendiendo el verdadero significado de aquella pregunta. Sólo había una palabra en su mente que simbolizaba aquello que representaba el último objeto del deseo de un caballero. Al mirar hacia abajo, vio cómo los signos del Quadrivial adquirían forma en la hoja a medida que ésta se enfriaba. Por encima de los cuatro símbolos rúnicos apareció un quinto, que combinaba elementos de los demás pero mostrando su singular individualidad.
Conocía su nombre.
—Paz.