Flinn permanecía sentado en una piedra en medio del bosque, con la barbilla apoyada en el puño derecho. Braddoc se encontraba a poca distancia, esperando impaciente a que su amigo dijese algo.
Ambos llevaban un buen rato en el bosque, y el enano comenzaba a sentirse incómodo debido al silencio y, especialmente, la falta de acción.
El cuerpo del Inmortal brillaba ahora con más vitalidad que cuando había surgido de los fuegos de Armstead. La piel de Flinn había adquirido la tonalidad de una puesta de sol que a Braddoc le traía buenos recuerdos. La vida del bosque de los elfos corría por sus venas en destellos de plata, y su abundante cabellera estaba alborotada. Las sombras del lugar caían sobre el rostro del Inmortal, lo que no le impedía a Braddoc percibir el fuego de la forja de los enanos que ardía en los ojos de su amigo.
Al mirar a su alrededor, Braddoc se dio cuenta de que ya no estaban en el bosque de los elfos. Los árboles parecían más acogedores, y no se elevaban tan ostentosamente ni con la solemnidad del otro bosque. El olor a tierra que flotaba en el aire confortaba al enano. El cielo seguía cubierto de un gris plomizo, pero el techo de hojas del bosque no impedía totalmente la visión de las nubes como ocurría en Alfheim. Braddoc se dispuso a fumarse una pipa, pero, de repente, cambió de opinión y la volvió a colocar en su bolsillo.
—Fuma si quieres –dijo Flinn–. Es lo que se espera de ti.
Sorprendido por el singular comentario de su amigo, Braddoc se volvió para mirarlo.
—¿Estás seguro?
Flinn clavó en los ojos del enano una mirada que hizo retroceder a éste un paso.
—Esa pregunta es estúpida –respondió.
Braddoc soltó una corta risotada al recordar con quién estaba tratando. El comportamiento y los modales de Flinn eran ahora más naturales que antes. Sin embargo, en este nuevo lugar, Flinn no se había dirigido hacia el centro del poder –una fuente que encarnaba la esencia de sus habitantes–. Se había sentado, y Braddoc aguardaba.
Mientras sacaba la pipa y se disponía a fumar, Braddoc observó a su amigo, que, con aire abatido, tenía la mirada perdida en el bosque; pensó en lo triste que debía de ser estar enamorado sin poder recordar la persona a quien se ama. Sacudiendo la cabeza borró de su mente aquel pensamiento tan horrible.
—¿En qué piensas, Braddoc? –le preguntó Flinn sombríamente.
El enano se sobresaltó, sacado de su ensoñación.
—¿Qué?
—¿Qué tienes en la cabeza?
Sin responder, Braddoc metió la mano en su bolsa y sacó un puñado de tabaco, del cual extrajo una ramita de dimensiones demasiado grandes como para introducirla en la boca de su pipa.
Pensativo, prensó las aceitosas hierbas, las encendió con su yesca, y dejó que el humo le llenase la boca para hacerlo surgir súbitamente por la nariz.
Flinn giró la cabeza hacia el enano sin cambiar de postura.
—¿Y bien?
—¿No lo has adivinado? –inquirió Braddoc con tacto, mientras el humo le envolvía el rostro con serpenteantes nubes. Tal vez aquel juego consiguiese aplacar el sombrío humor de su amigo.
Flinn entornó los ojos, y Braddoc tuvo la sensación de que el fuego de la inspiración acrecentaba su fuerza.
—Tan sólo te preguntaba por educación –le contestó secamente.
—Gracias, Flinn –replicó Braddoc dando otra larga chupada a su pipa. Se dijo que debía recordar que, no sólo el Inmortal se había dirigido a él con un «por favor», sino que además lo trataba con exquisita corrección; aquel pensamiento se le antojó terriblemente divertido.
»¿Por qué no lo intentas? –lo retó, sosteniendo su pipa de cerámica en la mano izquierda.
—No sé si me apetece adquirir ese hábito –replicó Flinn, retomando su postura anterior. Aquella respuesta provocó la risa de Braddoc. Se rió con tanta fuerza que le dolió el estómago y se vio obligado a dejar la pipa en un tronco de árbol para no romperla.
—¿Qué te resulta tan gracioso? –preguntó Flinn, irguiéndose.
—Tú. –Lo señaló con el dedo y se limpió las lágrimas de los ojos antes de añadir–: ¡No sabes si te apetece adquirir ese hábito! ¿Qué Inmortal diría una cosa semejante?
Flinn se puso en pie y avanzó hacia el enano, apuntándolo con su dedo acusador.
Braddoc hizo caso omiso de su gesto.
—He vivido unos quinientos años y nunca he oído nada más ridículo. ¡Vaya tontería!
Durante unos momentos, Flinn se mantuvo delante de Braddoc, señalándolo y sin decir nada. Lentamente dejó caer el brazo y se cubrió la boca con la mano.
—Así que es una cosa extraña…
—¿Extraño? ¡Extraño!
El enano ya no podía mantenerse en pie. Cayó sobre sus rodillas y rió desaforadamente, agarrándose el estómago con ambas manos sin encontrar aire suficiente para respirar. Pensó en la austeridad de su misión, en el hecho de que el mundo estuviese en peligro de perder hasta el último signo de vida por culpa de unas horribles criaturas y su perverso maestro, Teryl Uro. Entonces se dio cuenta de que, en medio de aquella pesadilla, se estaba riendo como no recordaba haberlo hecho nunca, y esto hizo que se riese aún con más ganas.
Las risas de Flinn comenzaron a filtrarse a través de sus dedos, que rápidamente apartó para dejar escapar una sonora carcajada. La profusión y viveza de la risa del Inmortal, a quien era la primera vez que oía reír desde que había renacido en el mundo de Mystara, desconcertó a su amigo. La risa parecía provenir de lo más profundo de su corazón y Braddoc sintió que, a su lado, su monumental risa resultaba insignificante.
La situación hizo que Braddoc recordase los tiempos en que habían viajado juntos como mercenarios. En una ocasión, Flinn le había contado un chiste especialmente divertido que los había hecho estallar de risa, lo cual los había unido más en su amistad. Atesoró aquel grato recuerdo, y volvió a reír.
—¿Por qué estamos perdiendo el tiempo en este lugar? –le preguntó el enano, ahogando su risa mientras apisonaba el tabaco de la pipa con su curtido dedo–. Hay un mundo al que salvar.
La risa de Flinn se aplacó, pero la sonrisa no se borró de su rostro. Se sentó en una roca.
—Estamos en la tierra de los halflings, haciendo lo que teníamos que hacer: recordar los viejos tiempos.
Braddoc asintió para sí, entendiendo por qué se sentía mucho más cómodo en aquel bosque que en el de los elfos. Los halflings eran parecidos a los enanos, pero tenían un gran sentido del humor.
—¿Qué recuerdas de los viejos tiempos? –inquirió.
La expresión risueña desapareció finalmente del rostro de Flinn, dejando paso a una mirada sombría. Braddoc tomó asiento en el tronco y aguardó pacientemente la respuesta mientras escarbaba otra vez en su bolsa de tabaco. Se sentía tan avergonzado ante su amigo que se concentró en la tarea de preparar su pipa para evitar la mirada de Flinn.
—Yo…, yo…
Braddoc alzó la mirada y se quedó totalmente desconcertado por la reacción del Inmortal. Flinn se agarraba la cabeza con ambas manos, y las lágrimas le corrían por las mejillas.
—¡Flinn! –exclamó, poniéndose en pie de un salto, preocupado.
—Hablame de mí, Braddoc –pidió su amigo entre sollozos–. Tengo sentimientos, pero aún no he recuperado la memoria. No puedo soportar este dolor.
Braddoc se acercó a su amigo con torpeza para intentar consolarlo, sin saber muy bien cómo hacerlo. El enano extendió una mano, pero Flinn se la apartó moviendo su cabeza y murmurando palabras de agradecimiento. Un esbozo de sonrisa se dibujó en la cara de Braddoc al tiempo que una sensación de incomodidad le invadía el cuerpo. Había visto a Flinn en todo tipo de situaciones –rabioso de furia y loco de contento–, pero sólo lo había visto llorar en una ocasión con anterioridad: cuando había sido rehabilitado como caballero.
—No sé qué decir, Flinn –dijo Braddoc con franqueza–. No sé contar historias… Podría hacer que el relato más sobrecogedor resultase aburridísimo. Supongo que lo más interesante que te puedo contar son las leyendas que sobre ti corren de boca en boca.
—Cuéntame alguna de esas leyendas. No importa que no tengas facilidad para hacerlo; lo importante es que se cuente la historia.
Braddoc investigó con la mirada por las profundidades del bosque y se preguntó qué cuento podría imbuir a Flinn con la esencia de aquel lugar. El enano miró a su amigo, censurándose una repentina ocurrencia. La tarea más difícil que Flinn aún tenía que soportar era oír el relato de la vida que le habían robado.
Lo primero que se le vino a la cabeza fue hablarle de Johauna.
Esperaba que la muchacha sobreviviese entre las triquiñuelas y maquinaciones de algunos miembros de la corte de Penhaligon.
Braddoc estaba seguro de que Graybow haría lo posible para protegerla de los peligros, aunque ni siquiera el buen alcaide era consciente de todas las tramas que se urdían en el castillo a espaldas suyas. Se dio cuenta, de repente, que no sería una buena idea hablarle a Flinn de la mujer que había amado como mortal. El dolor de la pérdida se incrementaría si recordara su rostro. A pesar de todo, si repetía las palabras que Jo había usado para describir sus últimos momentos de vida, quizá pudiera hacerla llegar a su memoria de una forma menos dolorosa.
—Te hablaré del momento más importante de tu vida –comenzó Braddoc, recogiendo su pipa y dándole fuertes chupadas para que la cazoleta se mantuviese caliente mientras hablaba–. Te contaré cómo otra persona describió el último día de tu vida.
»Veamos… Nosotros…, quiero decir, tú estabas en el campo de batalla cerca de… un… Creo que no he empezado muy bien –murmuró Braddoc, confuso.
—No importa –lo animó Flinn–. Continúa, por favor.
—Muy bien. En esta vida se te conocía como Fain Flinn, Flinn el Poderoso, y tenías una espada llamada Vencedrag. Vencedrag era una fabulosa arma consagrada por el señor del Castillo de los Tres Soles para que matase al Dragón Verde, Verdilith. El Dragón Verde, tu peor enemigo, ya se había enfrentado a ti en otras ocasiones, pero Karleah Kunzay, otra de tus… de nuestros amigos, te reveló una profecía que decía que morirías en tu siguiente enfrentamiento contra el malvado dragón.
—Parece que estaba en lo cierto –comentó Flinn en voz baja.
Braddoc asintió, alegrándose de que lo interrumpiese, porque sabía que vacilaba mucho al hablar.
—Karleah carecía de la fama de otros magos que conozco, pero tenía mucha habilidad. Nunca se equivocaba con sus visiones.
—¿Erais amigos? –quiso saber Flinn, limpiándose las lágrimas de los ojos.
—¿Amigos? Sí, supongo que algo por el estilo. Me pregunto si aquel vejestorio llegó a adivinar alguna vez quién era yo en realidad, y si este ojo no era realmente un ojo –le respondió Braddoc, encogiéndose de hombros–. Teníamos nuestras pequeñas trifulcas; pero, si llegó a saber todo eso, nunca lo mencionó, lo cual sería una prueba de amistad.
Flinn asintió y cambió de postura. Apoyó la barbilla en las rodillas y se abrazó las piernas.
—No recuerdo su nombre –dijo.
—La destruyeron al intentar comprobar el verdadero funcionamiento del abatón. Pero ésa es otra historia. Esta historia comienza cuando iniciaste la caza final de Verdilith en el claro en que os habíais enfrentado la primera vez. Habíamos dejado el Castillo de los Tres Soles justo después de que te volvieran a admitir en la orden, tú, yo, Karleah y dos más. –Mencionó a los otros con rapidez con la esperanza de que Flinn no preguntase a quién se refería. Dejó escapar una enorme bocanada de humo de alivio al comprobar que así era–. Abandonaste el campamento a primera hora de la mañana sin despertar a nadie. Tengo la sospecha de que Karleah sabía que te ibas a marchar, pero probablemente también sabría que sería inútil detenerte. Yo sospechaba que te marcharías, pero no creí que fueras a hacerlo sin mí.
—Lo siento.
—¿Cómo? –preguntó Braddoc, inseguro de haber oído bien.
—Dije que lo lamento, que no tenía intención de hacerte daño.
—Oh, no tiene importancia –musitó el enano, mirando hacia el suelo. Lamentaba haber hecho sufrir a su amigo y consideró el hecho de dejar la historia, pero Flinn quería que se la contase, y los espíritus de sus antepasados le habían aconsejado que hiciese llegar a la mente de su amigo tantos recuerdos como le fuese posible, lo cual no era un consuelo para Braddoc.
Prosiguió con la historia intentando adornarla con un cierto tono de ligereza, pero las palabras sonaron poco sinceras.
—Al fin y al cabo tú eras Flinn el Poderoso. ¿Qué te importaba a ti, al héroe de tu tierra, la profecía de una vieja? Montando a Ariac, tu grifo, te dirigiste al claro donde os habíais enfrentado con anterioridad.
Según el que me contó esta historia, le asestaste a Verdilith un golpe mortal con Vencedrag que le cortó una de sus alas. Imposibilitado de volar, huyó presa del pánico. Pero Verdilith te había desgarrado con sus fauces antes de huir, y, al seguir el rastro que dejaba el dragón, te desangraste hasta perder la vida.
Braddoc continuaba con la mirada fija en la tierra, incapaz de contemplar el rostro de su amigo. Advirtió que, por primera vez, pensaba en Flinn el Inmortal como el amigo que lo había acompañado en vida. Le resultaba tan doloroso recordar la muerte de su compañero como lo había sido la visión de su cuerpo desgarrado. Recuperó la compostura y prosiguió:
—Falleciste aquel día, y quemamos tu cuerpo cuatro días más tarde en una ceremonia digna de un caballero… o, mejor, de el caballero de Penhaligon.
La luz era cada vez más escasa, y Braddoc escudriñó entre las hojas de los árboles para poder ver el cielo. Los rayos de sol que había creído percibir no eran más que una ilusión; las espesas nubes todavía cubrían el cielo.
La cazoleta de su pipa se había enfriado, pero no le quedaban ganas de volver a encenderla. Se encogió de hombros, descorazonado. La historia que acababa de contar le traía a la memoria una serie de cosas que por su edad quería dejar morir en simple leyenda. Había vivido demasiado para permitir que la muerte de sus amigos lo afectase tan profundamente.
—¿Qué te parece la historia? –le preguntó el enano, alzando por fin la cabeza.
Los brazos de Flinn seguían aprisionando sus rodillas, pero las lágrimas habían dejado de fluir. No contestó.
Braddoc apretó la mandíbula con la determinación de consolar a su amigo, aunque intentase desembarazarse de él. Al acercarse vio que Flinn estaba tan conmocionado que apenas respiraba; incluso había cesado el resplandor plateado de sus venas y el brillo dorado de su piel.
—Flinn… –murmuró Braddoc, acercando su callosa mano–. ¿Puedo hacer algo por…?
Braddoc retiró la mano y saltó hacia atrás. El cuerpo de Flinn estaba helado y su piel dura como la piedra sobre la que estaba sentado. Intentando tranquilizarse, volvió a tocar el hombro de Flinn.
Realmente se había transformado en piedra. Era una estatua sentada en el jardín de los halflings.
Sin saber qué hacer, Braddoc se dejó caer al suelo y apoyó la cabeza en las manos. Ignoraba si la transformación de Flinn era debido al denwail de los halflings, o era el final de la prueba.
Escuchó los apacibles sonidos del bosque, y descubrió que los recuerdos del pasado podían quemar más que el fuego de los enanos y ser más fríos que cualquier torrente de mercurio de los elfos. Se preguntó si debía levantarse y desaparecer de aquel lugar. Oyó el susurro de un riachuelo cercano y de las hojas agitadas por el viento.
No le gustaba admitirlo, pero se dio cuenta de que aquellos sonidos que simbolizaban los sutiles placeres del momento lo reconfortaban; en su memoria, siempre podría regresar a aquel lugar.
De repente le llegó un sonido diferente desde algún lugar del corazón del bosque. Dirigió la mirada hacia donde creía haber escuchado pasos que hacían crujir las ramitas y hojas secas del bosque. Finalmente sus ojos detectaron un movimiento en la oscuridad.
De la propia esencia de las profundidades del bosque surgió Flinn en persona, y se fue volviendo más corpóreo a medida que se aproximaba al claro. Braddoc se giró y comprobó aturdido que la estatua de Flinn continuaba en el mismo sitio.
Flinn alzó los brazos en un gesto de saludo al salir de la oscuridad del bosque. Su figura era más impresionante y sobrecogedora que antes.
—Esto es lo que ha sucedido aquí –dijo, y su voz resonó clara y fuerte en el silencio del bosque. Se acercó a su propia estatua y añadió–: Me he convertido en una leyenda, y éste es mi monumento.
Braddoc, por un momento, no supo cómo reaccionar. Tenía ganas de dar un salto y abrazarse a su amigo al tiempo que, sin salirse de su asombro, no dejaba de contemplar al hombre que se había levantado de entre los muertos para salvar el mundo.
—La inspiración de los halflings es la de los cuentos, amores y viajes relatados por los amigos para que se mantengan vivos de boca en boca –dijo Flinn–. Los placeres del momento y todos los momentos que vuelven con tales placeres.
Braddoc se pasó ambas manos por sus largos cabellos trenzados, y guardó silencio por un momento. Luego se llevó las manos a la cabeza y dejó que el llanto se apoderase de él por primera vez en más de cuatrocientos años.