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Johauna se despertó sobresaltada, sintiendo los agitados latidos de su corazón. Acercó hacia sí las dos mitades de Vencedrag y se aferró a la sensación de protección que la espada le proporcionaba, pero el helado metal le quemaba la piel. Cuando se dio cuenta de que, a pesar del frío, el dolor y la urgencia de su misión, se había quedado dormida, el pánico se apoderó de ella. Ni siquiera se acordaba de haberse detenido a descansar y ya la cubría una fina capa de nieve.

El viento de las montañas de Picos Negros silbaba sin piedad a su alrededor, y sintió el deseo de ser transportada a un sitio cálido y seguro. Se había refugiado bajo un saliente de pizarra negra, y había apretujado los brazos contra el pecho de forma protectora con tanta fuerza que los hombros se le habían hinchado por la tensión. Advirtió que había intentado encender una hoguera, aunque no podía imaginarse de dónde había sacado las ramitas y pequeños trozos de madera que ahora estaban cubiertos por una insignificante capa de nieve. Recordaba haber usado a Vencedrag para hacer chispas.

Jo movió el brazo para sacudirse la nieve con un gesto que le hizo sentir aún más frío. Cerró los ojos para tratar de recordar cómo había llegado a las montañas de Picos Negros sin protección alguna. El frío y la nieve le obnubilaban los pensamientos, pero se hizo el firme propósito de no dormirse para poder sobrevivir. Algunos recuerdos dispersos de Armstead, como la oscuridad que inundaba su cielo, acudieron a su memoria. Soñolientas imágenes del abatón, del nombre de Teryl Uro, así como de la muerte de Verdilith, el Dragón Verde, desfilaron por su mente. El nombre de Fain Flinn también acudió a su memoria, pero había dos cosas que parecían tener más relevancia incluso que la muerte de su amado Flinn: la oscuridad que provocaba el abatón y la necesidad de matar a Teryl Uro.

—¡Muy bien escudero! –se dijo en un susurro, intentando mantener los ojos abiertos a pesar de la escarcha que los cubría–. ¡Hay que moverse…! Después de descansar un ratito…

Se despertó en un mundo distinto. Un extraño calor fluía por sus piernas, lo que la indujo a pensar que había perdido la sensibilidad debido al intenso frío; aunque eso no explicaba el olorcillo a comida que se podía percibir ni el hecho de que Vencedrag no estuviese en su regazo.

Al incorporarse súbitamente, sus ojos se inundaron de una oscuridad salpicada de diminutas estrellas; en sus oídos se agolpaba el sonido del océano. Se palpó la cara con las manos vendadas, y descubrió numerosas llagas que escocían bajo los efectos de un ungüento, aplicado para curar la piel que se le había dañado en la montaña. Al poner las manos sobre sus piernas se dio cuenta de que no llevaba ropa. Tantas sensaciones peculiares acabaron de convencerla para que se volviera a tumbar.

El olor a comida la devolvió al mundo de los sentidos. Advirtió que se encontraba en una tienda cubierta por una robusta loneta marrón que se sostenía con un solo poste central; numerosas estacas que se hundían en un suelo arenoso tensaban la cubierta. La comida rebosaba en platos y fuentes de tosco barro decorados con finísimo oro, distribuidos a lo largo de una mesa cercana. Se habría zampado cualquiera de aquellos manjares.

Él colchón sobre el que estaba tumbada era amplio y cómodo, del tipo de los que siempre había soñado tener desde que la habían hecho escudero. La cama era de barras de latón moldeadas con formas atractivas, y coronadas en las cuatro esquinas por unas voluminosas esferas del mismo material. La colcha que cubría su agotado cuerpo estaba confeccionada por un innumerable mosaico de telas entrecosidas; las había nuevas y viejas, delicadas y ásperas. Al tocar uno de los remiendos de color vino tinto y recordar haber visto un tejido idéntico en una tienda de Specularum, se le dibujó una sonrisa en el rostro, lo que le provocó el doloroso estiramiento de una de las postillas.

Entrecerrando los ojos, Jo se contempló en una de las brillantes esferas de latón que tenía cerca. Su imagen distorsionada mostraba cortes y magulladuras, y los labios aparecían cubiertos de sangre.

Ante la idea de poder manchar la colcha, la apartó de una patada mientras buscaba por la cama algo con que limpiarse la sangre.

Encontró un trozo de tela blanca salpicado de manchas marrones. Se frotó los dedos, y luego se aplicó el paño al labio cortado y presionó hasta cortar la hemorragia.

Por alguna extraña razón, notaba que su pierna izquierda estaba en mejores condiciones que el resto de su cuerpo. Los vendajes eran recientes y, al igual que el paño que aún sujetaba, estaban cubiertos de manchas marrones. Jo encontró un pequeño frasco que contenía un ungüento de olor dulce –era lo que, sin duda, le habían aplicado sobre las heridas–, y sacando una pequeña cantidad se untó el corte del labio, con lo que el olor desapareció instantáneamente.

Cuando se sintió mejor, comenzó a preguntarse quién la habría recogido y por qué. Buscando sus ropas, además de algunas respuestas, se dirigió hacia un baúl de madera que estaba en el suelo y lo abrió. Sus ojos se agrandaron de asombro al descubrir un caótico montón de vestimentas de lo más diverso y lujoso. Al igual que la variedad de remiendos de la colcha de la cama, algunas de aquellas ropas habrían podido pertenecer a miembros de la realeza, mientras que otras tenían el aspecto de proceder de campesinos. Jo hundió el brazo hasta lo más profundo del baúl y extrajo un camisón de un azul brillante, adornado con un lazo blanco y bordado con delicadas perlas.

La prenda era de una suavidad tal que se le escapaba de entre las manos. Cuando se acarició con él la mejilla, sintió un frescor similar al que le proporcionaba un pañuelo de seda que había encontrado en Eirmont una noche de otoño a la luz de la luna. A pesar de la belleza de la prenda, no era vestimenta apropiada para un escudero.

Jo continuó rebuscando entre las ropas, y las fue amontonando con delicadeza en el suelo. Comenzó a impacientarse al ver que la pila aumentaba sin que encontrase nada adecuado para ponerse.

Descubrió finas camisas de seda con chalecos y pantalones a juego, bordados con símbolos heráldicos –de halcones y escudos– que desconocía. Había telas de saco que le hacían sentir un picorcillo en los brazos al tocarlas. También halló unos grandes rollos de cintas de cuero de colores negro y rojo, e imaginó que si se enrollaban en el cuerpo podían servir de vendas.

Finalmente sacó una cota de mallas de junturas tan finas que, dedujo, debía de haber sido labrada por un herrero elfo poseedor de la magia más refinada. Al levantarla, la cadena emitió un tintineo similar al de pequeñas campanas, y pudo ver su propia imagen reflejada cien veces en la malla. Sonrió con satisfacción mientras se echaba la cota al hombro y reanudaba su concienzudo registro del baúl.

La defraudó el no poder encontrar las partes restantes del atuendo elfo; sin embargo, sí halló grebas, hombreras y brazales metálicos, teñidos de un color rojizo que armonizaban perfectamente entre sí. No acertaba a adivinar de qué clase de metal estaban forjados, pero al probar su resistencia comprobó que no era capaz de doblarlos. Tal vez proviniesen del mundo de los elfos.

Descubrió también un par de botas en el fondo del baúl que se le ajustaban mejor que cualquier otro par que se hubiese probado nunca, incluso que las que tanto trabajo le había costado hacerse cuando era aprendiz. Le extrañó que tanto las botas como la armadura se ajustasen tan bien a su medida. Tenía la sensación de que sus salvadores habían llenado el baúl con cosas especialmente seleccionadas para ella.

Por último extrajo unos pantalones y una camisa a juego.

Contemplando aquellos ropajes con detenimiento, advirtió que coincidían en color y forma con los que llevaban los caballeros del reino de Penhaligon, a excepción de que la túnica carecía de la imagen de los tres soles dorados. El brillo de los brocados de aquellas ropas trajo a la memoria de Jo el celo con que Flinn guardaba sus atavíos. Flinn los había rasgado para vendarla cuando estaba herida.

Sonrió al recordar con qué cuidado ella había logrado remendar la preciada prenda hasta dejarla casi como nueva.

De repente, los vendajes de sus manos delataron la ausencia de Vencedrag. Aturdida, se olvidó del baúl y se sentó en la cama. Aquella espada había sido lo único que mantenía vivo en su memoria la imagen de Flinn, pero sus sentimientos se habían resquebrajado cuando se partió en dos. Dependía tanto de Flinn, en cuerpo y alma, que deseaba con ahínco que se cumpliesen las canciones de los bardos que anunciaban que algún día volvería, aunque sabía que era en vano.

Con gran resolución se despojó de las vendas, comprobó que apenas quedaba algo de sangre coagulada y postillas en las cicatrices, y se enfundó aquella indumentaria.

Se contempló en el reflejo de una de las esferas de latón. Todo se acoplaba a la perfección.

El olor de comida era demasiado intenso para resistirse. Se abalanzó sobre la mesa sin decidirse a qué hincarle el diente. Escogió uno de sus platos favoritos: pato en salsa de naranja. Cogiendo del plato un trozo, que aún estaba caliente, comenzó a devorarlo. Nunca había probado nada tan delicioso, ni siquiera cuando se dedicaba a robar manjares de las más refinadas mesas de Specularum. Mezclaba la fruta fresca con carne curada que había en una bandeja de latón, y todo lo regaba con abundante agua fresca que sorbía de una copa de barro. Comía y bebía y sólo paraba para respirar, con la certeza de no haberse sentido, en toda su vida, tan a gusto y segura.

Mientras comía otro trozo de pato, algo entre las prendas del baúl le llamó la atención. Acabó la comida y se dirigió a la pila de ropa.

Había un vestido muy sencillo, un tabardo confeccionado con una tela similar a la del brocado de su traje, pero de distinto color. Se pasó la túnica por encima de la armadura y se la ató con firmeza a la altura de su delgada cadera con el cinturón que tenía incorporado. El vestido cubría las hombreras e incluso llegaba a disimular las grebas de la armadura.

Deseaba encontrar las dos mitades de Vencedrag, pero no se molestó en registrar la habitación porque estaba segura de que se la habían llevado. Si al menos tuviese un arma con que protegerse…, aunque sólo fuese una daga. Echando un último y rápido vistazo a su alrededor, Jo se decidió a acudir al encuentro de sus salvadores. Con un profundo y prolongado suspiro, se dio la vuelta, y se abrió paso a través del faldón que comunicaba la tienda con el mundo exterior.

Jo se sentía desfallecida. Estaba demasiado cansada para importarle que el frío se apoderase poco a poco de su vida. El viento aullaba en sus oídos como una horda de perros salvajes, y notaba que el acero de Vencedrag le helaba las manos. Quería encender otra hoguera, pero vio que la madera que había recogido estaba bajo dos cuartas de nieve.

Con la poca fuerza de voluntad que le quedaba se levantó, utilizando el pomo de la enorme espada rota como muleta. Al moverse notó una terrible y agónica punzada de dolor en la pierna. Enseguida, se dio cuenta de la causa del dolor: algo le había mordido, y la carne del muslo estaba al descubierto. Observó cómo la sangre fresca producía un vaporcillo al gotear sobre un rojizo montoncito de nieve.

Pronto regresaría el animal que la había mordido.

Al levantarse se sacudió el hielo que se le había adherido a las extremidades y a la cara. Lo único que sentía era el punzante dolor que le provocaba el gélido viento. El esfuerzo que tuvo que hacer para erguirse la había dejado exhausta y sin fuerzas para abandonar las terribles laderas de la montaña que alimentaba a aquella bestia.

Apoyada en una roca de obsidiana, se esforzó en abrir y cerrar los ojos para que no se le desgarrasen por la congelación. Un rastro de huellas ensangrentadas le indicaba el camino de vuelta a la derruida Armstead. Pudo comprobar que la bestia estaba sola.

Jo se dijo que tal vez debería encaminarse al saliente de la montaña para tener más posibilidades. Con un violento movimiento del brazo, clavó una de las mitades de Vencedrag en la superficie helada de la montaña, y se incrustó la empuñadura de la espada en la carne de su mano. El agudo dolor la despejó ligeramente, aunque no sabía si prefería permanecer en aquel evasivo estado de indiferencia.

Intentando olvidarse del frío, el viento y el dolor, se agarró la pierna herida y, arrastrándola por la ladera, avanzó sobre las duras rocas de obsidiana de la montaña. El hielo que se le formaba en la cara le arañaba las mejillas y le resbalaba hacia el cuello, congelándole la piel. No paraba de tiritar. Volvió a clavarse en la mano la empuñadura de Vencedrag, y su agónico grito de dolor se esparció en el viento.

Se vio forzada a detenerse, pues la sangre que brotaba de la mano fluía por su costado en dirección a la pierna malherida.

Apoyando la cara en la cornisa de negra obsidiana respiró entrecortadamente con dificultad y tragó más polvillo helado que aire, lo que le provocó de nuevo una sensación de desvanecimiento.

Dejándose caer en el frío suelo, de repente percibió un aullido que transportaba el viento incesante. Intentó levantarse, pero no lograba sostenerse en pie.

La bestia de la montaña había vuelto. Era un perro salvaje, un carroñero que buscaba una presa fácil. El animal husmeó la sangre y clavó sus ojos en los de Jo. Ésta apenas podía moverse ante la acechante presencia de la bestia, que mostraba los colmillos mientras describía círculos a su alrededor.

Acto seguido, Jo se despertó ante la visión del perro dando lengüetadas a su pierna ensangrentada. Se había quedado inconsciente, y el perro la había dado por muerta. Atizó al animal con las dos mitades de Vencedrag, sin importarle el daño que podía hacerse a sí misma.

La parte de la espada que tenía el pomo se incrustó en la pata trasera derecha del animal, y la otra mitad de la hoja golpeó el pomo con tal fuerza que saltaron chispas. Con un aullido de dolor, el perro se precipitó rabioso sobre Jo, quien intentó en vano quitárselo de encima; el animal era demasiado voluminoso para sus menguadas fuerzas. Las fauces se cerraron sobre su cara y le desgarraron la mandíbula.

Jo emitió un grito de dolor y clavó sus propios dientes en el hocico del perro; mordió con la furia del miedo y de la rabia. Golpeó a la bestia con las dos mitades de Vencedrag y se defendió a base de mordiscos y gritos, sin que la abandonase aquella inevitable sensación de desfallecimiento.

Lo que encontró fuera de la tienda la dejó boquiabierta. Aquel lugar no tenía nada que ver con Mystara. Estaba plagado de tiendas.

Las había a cientos o incluso a miles; parecían no acabarse nunca y estaban separadas entre sí por caminos sembrados de hierba y senderos de arena. Daba la impresión de que la distribución había sido estudiada con detenimiento; tal vez se ordenaban con un criterio de iluminación o de color, pues, en la distancia, el enorme campamento se asemejaba a un campo de flores.

Jo giró sobre sí misma para tener una visión completa de las tiendas y se dirigió hacia un ancho camino de piedrecitas. Para no desorientarse decidió arbitrariamente que aquello sería el este.

Todas las tiendas estaban confeccionadas con el mismo tipo de lona que se usaba para las velas de los barcos, teñida de diversos colores e irregulares estampados. Frunció la nariz al percibir una tenue y peculiar fragancia, dulce y amarga al mismo tiempo, que provenía de los tintes de las telas. Aquel perfume se mezciaba con el aceitoso olor del suelo de las tiendas, dándole la sensación de pasear a través de un arco iris de aromas, cuyos arcos se separaban a intervalos regulares y se engalanaban con caprichosos tonos cromáticos. Al darse cuenta de que estaba completamente boquiabierta, cerró la boca con brusquedad.

Cada tienda lucía un símbolo sobre su entrada. Estos emblemas tenían la misma variedad de formas y diseño que los colores de las tiendas. La primera tienda por la que pasó mostraba un dibujo de dos cubos recubiertos de cubos más pequeños de infinidad de colores. La siguiente tenía la misma imagen pero los cubos más pequeños no tenían la profusión de colores de la anterior. Al llegar a la décima tienda, los cubos se habían transformado en dados que, a medida que seguía avanzando, parecían rodar, mostrando las diferentes combinaciones de sus puntos negros. De repente los dados se empequeñecieron y se multiplicaron, formando caprichosas figuras, triángulos y círculos irregulares.

Al llegar al final de la hilera, Jo observó que en el área adyacente las tiendas ya no eran multicolores sino totalmente blancas, y se extendían hasta el horizonte. Las placas de estas tiendas no lucían símbolo alguno, por lo que dedujo que debían de estar vacías. Se giró para contemplar el camino por el que había llegado hasta allí. Lo que le había parecido una senda totalmente recta, ahora mostraba tortuosas curvas que le impedían la visión. Se sentía como dentro de un gran laberinto, como el que rodeaba el castillo del duque Stefan, donde en una ocasión había podido despistar a un furioso panadero que la perseguía por haberle robado un poco de pan. Pero este lugar era infinitamente más grande que un simple laberinto de setos.

La última tienda decorada tenía un estampado de cuadros blancos y negros. La placa de la entrada en que se inscribía el emblema representaba el tablero de algún juego de mesa con la misma distribución de cuadros en blanco y negro. Jo recordaba haber visto a uno de sus antiguos maestros del gremio de encuadernadores de libros enzarzado en un juego con un tablero similar. Las piezas eran finas tallas de marfil que representaban formas de héroes y ejércitos. Se quedó contemplando el símbolo sin que el nombre del juego le viniese a la memoria.

Dejó a un lado la cuestión del nombre, y pensó en lo curioso que era aquel lugar interminable. Tal vez encontraría las respuestas que buscaba en el interior de aquella tienda.

Sin darle más vueltas, Jo separó el faldón de lona de la entrada y se introdujo en su interior. Esperaba encontrar una tienda parecida a la que había dejado, con una cama, una mesa y quizás hasta más comida… La sorprendió una total oscuridad y una asombrosa quietud.

La lona no desprendía ningún olor aceitoso, pero se percibía un ligero perfume a tabaco de pipa. Intentó retroceder, pero no hallaba el faldón de la salida debido a la oscuridad.

—Adelante –oyó que le decía una voz.

Jo tuvo un sobresalto, y sintió que el corazón se le aceleraba.

Paseó la mirada por la habitación, pero la oscuridad era impenetrable.

—Por favor, toma asiento –añadió la voz, que, lejos de ser alarmante, sonaba tranquilizadora.

Jo miró a su alrededor, sorprendida de que la voz pareciera venir de todas partes de la estancia al mismo tiempo.

Se encendió una luz blanca que surgía del techo e iluminaba una mesa con dos sillas elaboradas con un tipo de madera difícil de identificar. El sobrenatural tono del inesperado haz de luz la hizo desear estar en posesión de un arma, aunque sólo fuesen las dos mitades de Vencedrag. Desafortunadamente, el rayo de luz no mostraba la presencia de su interlocutor.

—¿Quién sois? –inquirió con cautela.

—Toma asiento –repitió la voz amablemente.

Sin encontrar nada que objetar, desarmada como estaba, accedió a la invitación y se sentó en la silla más cercana, con un suspiro de resignación.

De la oscuridad surgió un hombre con barba canosa y poco pelo en la cabeza. Sus ropajes, que eran del mismo tono negro del exterior de la tienda, sólo dejaban entrever su rostro y manos. Bajo el brazo derecho acarreaba una pequeña caja lisa, y de entre los dientes sobresalía la boquilla de una larga pipa.

Depositando cuidadosamente la caja sobre la mesa, el hombre se sentó, arrimó la silla y, sin mirar a Jo, liberó los dos cierres dorados de la cajita y la abrió con gran habilidad. De su interior surgió un tablero similar al que había en la placa exterior de la tienda.

—¿Deseas algo para beber? –le ofreció distraídamente.

Sin más preámbulos, alargó el brazo hacia la oscuridad; cuando éste volvió a hacerse visible, tenía la mano repleta de unas pequeñas piezas de metal pintadas de color oscuro, con diversas formas de cortesanos y soldados. Comenzó a distribuir las piezas por su lado del tablero. Acto seguido, volvió a alargar el brazo para asir una pequeña copa dorada llena de vino, cuyo aroma se esparció por la tienda. Se la ofreció sin mediar palabra.

—Gracias –consiguió murmurar Jo aceptando la copa, que estaba labrada con innumerables figuras geométricas.

El tablero se abarrotó de piezas por ambos lados con gran rapidez. Las de Jo eran de un plateado rojizo parecido al de su armadura.

—Éste es el juego de los Magos y Guerreros –dijo el anciano, mirándola por fin a los ojos–. ¿Conoces las reglas?

Aturdida en parte por lo que estaba sucediendo y en parte por el sedante efecto del vino, Jo no acertó a responder.

—¿Conoces las reglas? –repitió el anciano con impaciencia.

—No.

El hombre frunció los labios a la vez que arqueaba una ceja.

—No importa. Tú mueves.

Jo buscó la posible relación de sus piezas con las que había visto a su maestro del gremio en Specularum. A las más numerosas y de menor valor se las llamaba peones. Las demás, alfiles, caballos y torres, permanecían detrás de la hilera de peones. «La única manera de usar estas piezas más poderosas es quitando a los peones de en medio», recordó. Jo avanzó el peón que protegía a la torre, para dejarle paso.

El anciano movió negativamente la cabeza y puso el peón en su sitio inicial.

—Lo siento. Pero así lo pierdes –dijo, envuelto en el humo de su pipa.

Se recostó en la silla, aparentemente esperando a que Jo comenzase de nuevo.

En vez de mover una de las piezas de la esquina, Jo avanzó dos casillas con un peón central, como había visto hacer a su maestro.

—No –repitió el anciano, haciendo retroceder la pieza.

Jo examinó la fila de piezas más grandes. Todas parecían tener el mismo aire de solidez y poderío. Colocó la mano sobre una pieza que representaba un caballero y examinó la reacción de su oponente, pero el rostro de éste, velado por una fina capa de humo, se mostraba impasible. Avanzó la pieza por encima de su hilera de peones como había visto hacer en alguna ocasión.

El anciano se inclinó hacia adelante y torció la cabeza hacia un lado. Jo se preguntó si finalmente habría hecho un movimiento correcto.

—Lo lamento. –El hombre volvió a poner el caballo en su sitio.

Jo lo intentó con una torre.

—No.

Un alfil.

—No.

La reina.

Aunque este último movimiento sorprendió al anciano, éste no dejó de colocar la pieza en su lugar de origen.

—¿Qué queréis de mí? –inquirió la joven, irritada–. ¿Cómo esperáis que aprenda a jugar si no me enseñáis?

El anciano volvió a reclinarse sobre el respaldo de su silla.

—Ésa es una pregunta que todos debemos hacernos, Johauna Menhir.

«Si este hombre con su magia puede adivinar mi nombre –pensó Jo– tal vez sepa dónde está Vencedrag.»

—¿Sabéis…?

—Sí y no –la interrumpió el hombre, recogiendo el juego.

En un abrir y cerrar de ojos desaparecieron las piezas y el tablero, lo que los dejó frente a frente en la mesa.

—Te pareces tanto a Diulanna… –dijo el anciano.

Jo arqueó las cejas en un gesto de escepticismo.

—¿Estáis jugando conmigo, señor?

—Por supuesto que sí, damisela. Llegará el momento en el que tendrás que decidirte por uno de nosotros. El resto de los compañeros esperan que los elijas a ellos.

—No os entiendo. Pero, si vos fuisteis uno de los que me salvó, permitidme expresaros mi más sincero agradecimiento y…

El hombre hizo callar a Jo alzando la mano.

—De entre todas las opciones que tenías, guiada por el corazón, la mente o la voluntad, has elegido ésta. Eso te ayudará a tomar una decisión.

—¿Decisión para qué? –preguntó Jo, alzándose levemente sobre la silla–. ¿Qué tengo que elegir?

La joven se puso en pie.

De repente estaba fuera, ante un enorme edificio rectangular de mármol rosa. La oscuridad de la tienda había dado paso a un cielo estrellado, bajo el cual se extendía un ilimitado campo de tiendas y un enorme edificio.

La construcción se extendía a lo ancho unos cien metros, lo que hacía muy difícil obtener una perspectiva de su total magnitud. Las prolongadas paredes lisas estaban adornadas con elegantes grabados irregulares que ascendían emulando el efecto de la hiedra. Al mirar hacia arriba, Jo distinguió dos torreones almenados del mismo color rosa que el resto del edificio, que se alzaban hacia el cielo en ambos extremos de la gigantesca estructura.

Por el aspecto del edificio, Jo dedujo que se trataba de una necrópolis, un monumento a los muertos. Había visto una similar en Specularum, aunque de dimensiones muy inferiores. La entrada, coronada por un arco, era más alta que cualquier árbol que pudiese recordar. Las puertas de la entrada eran lisas y con la forma propia de las de los templos, anchas en la parte baja, pero estrechándose esbeltamente hacia la parte superior.

«Haría falta la fuerza de un titán –pensó Jo– para poder abrir estas puertas.»

Se acercó al pórtico y comprobó que las vetas de la madera de roble estaban habilidosamente talladas con innumerables figuras.

Reconoció la reproducción de una batalla entre los ejércitos de Traladara y Thyatian, tallada en una superficie no superior a la de la palma de una mano. La escena era de una perfección tal que se podía distinguir regimiento por regimiento.

Había cientos de imágenes de distintos tipos; algunas representaban enormes ejércitos conquistando reinos; otras, individuos que realizaban las hazañas más diversas. Jo descubrió la imagen de un héroe que fallecía ante su espada, y daba origen a un nuevo reino con su muerte. Vio también la imagen de un caballero montado en un corcel, matando a un dragón con su lanza. Jo buscaba la imagen de Flinn, enfrentándose al dragón en campo abierto, pero se detuvo de repente: aquello pertenecía al pasado, y Flinn ya había sido vengado.

Se apartó de la puerta frotándose los fatigados ojos.

«Llevaría una vida entera descifrar una pequeña parte de esta puerta», pensó.

Rechinando los dientes apoyó el hombro contra la puerta y empujó, esperando encontrar una gran resistencia. La puerta se abrió silenciosamente con tanta facilidad, que el impulso la hizo precipitarse sobre el frío suelo de mármol negro. El interior parecía de dimensiones incluso más grandes que el descomunal aspecto exterior de la necrópolis.

Jo paseó la mirada a lo largo de unas sólidas columnas de piedra caliza y hacia una rotonda que había a continuación. Numerosas columnatas con estatuas que representaban guerreros se curvaban en círculos infinitos. Su mirada subió por las paredes de color rosado hacia una bóveda cuyo techo se perdía en la oscuridad.

Ahora deseaba no haberse levantado de la cama.

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