6

—Explicadnos de nuevo el porqué de tanta prisa en llegar a Armstead –le preguntó Melios.

El consejero de Penhaligon se había reunido en la sala de juntas, varios días después de la bendición de Paz. Jo permanecía sentada en el centro de la enorme mesa semicircular. Sus dedos acariciaban las piedras de abelaat de la empuñadura de su espada.

—La puerta que conduce al mundo de los abelaat está abierta, lo que les da la posibilidad de cruzar a nuestro mundo –repitió acaloradamente–. Cuanto antes los ataquemos, menos tropas tendrán para combatirnos.

—¿Afirmáis que tenemos que instalar una guarnición permanente cerca de la aldea de Armstead para atacar a esas… cosas, a medida que salgan por esa… puerta? –inquirió lady Astwood.

Jo le dirigió una mirada de furia a la aristócrata, pero, en vez de responderle de forma agresiva, como hubiese querido, se limitó a contestar:

—A no ser que tengáis otro plan, no veo otra alternativa.

Sir Graybow se puso en pie y comenzó a deambular por detrás de la silla de la baronesa Arteris, quien se volvió para interrogarlo con la mirada. Sir Graybow se detuvo varias veces como si tuviese la intención de decir algo, pero se limitó a agitar levemente la cabeza y guardar silencio. A Jo le daba la sensación de que hablaba para sí mismo.

—Sir Graybow… –lo llamó la baronesa.

—¿Sí? –repuso el anciano en voz baja. Dándose cuenta de la situación, se volvió hacia la baronesa–. Dispensadme, señoría, estaba divagando.

—¿Os importaría compartir vuestras divagaciones?

Graybow no dijo nada por un momento, como si estuviese sopesando sus decisiones. Con un gesto de desaprobación hacia sí mismo, respondió:

—Según lo que nos cuenta la escudero Menhir, no podemos solventar este asunto por cuenta propia.

—¿Por qué tenemos que confiar en lo que la escudero nos cuenta? –cuestionó el consejero Melios–. Tan sólo tenemos su palabra y un apresurado mensaje de una insignificante delegación de Entrada, lo cual no son suficientes pruebas para creer que esos abelaat nos hayan invadido, o que ese abatón esté realmente haciendo el daño que ella afirma.

El resto de los miembros del consejo se volvieron hacia Melios. Si Jo no hubiera estado segura de que lo que pretendía el consejero era desacreditarla por la única razón de haber sido escudero de Flinn, habría entendido su punto de vista.

—Creo que el consejero Melios ha puesto el dedo en la llaga –dijo lady Astwood–. Lo siento, jovencita –agregó, volviéndose hacia Jo–, pero lo que afirmáis me parece casi demasiado fantástico para ser cierto.

Jo empuñó a Paz y se irguió, con la espada apuntada hacia abajo.

Le devolvió a la mujer su acusadora mirada y exclamó:

—¿Casi demasiado fantástico? He visto con mis propios ojos los efectos del abatón. Vuestras linternas siguen sin funcionar y los hechiceros permanecen acobardados en sus aposentos. ¿Por qué continuamos esta discusión?

La baronesa Arteris se levantó y dirigió una mirada a cada miembro de la mesa.

—Esto ha ido demasiado lejos. Es obvio que muchos de vosotros estáis en desacuerdo con la visión de la escudero Menhir debido a sus afiliaciones pasadas. Si es así, sugiero que abandonéis la mesa en estos momentos o me veré obligada a desposeeros de vuestros títulos…

—¡Cómo os atrevéis! –espetó Melios–. ¡Cómo osáis amenazar a mi familia, que ha sido leal a Penhaligon y fiel a la noble casa de Karameikos desde los albores del reino! ¡No tenéis el derecho ni la autoridad para llevar a cabo vuestra amenaza!

—No os acusé directamente, consejero –le respondió la baronesa con frialdad–. Vos mismo os habéis delatado como el principal antagonista. Si insistís en daros por aludido, ya conocéis vuestras opciones. –La baronesa hizo un gesto hacia Jo y continuó–: Son tiempos difíciles, creo en la palabra de la escudero Menhir y creo en el juramento de Fain Flinn. La palabra de un caballero es su honor, y el honor de la escudero Menhir se aproxima más al de un caballero que el vuestro.

Melios propinó un violento puñetazo a la mesa y profirió una maldición. Jo retrocedió, acariciando la empuñadura de su espada ante el temor de que el hombre intentase atacar saltando por encima de la mesa. Melios se volvió lentamente hacia la baronesa, quien permanecía en aparente calma fuera de su alcance.

—Si tenéis algo que decir, consejero, os sugiero que habléis antes de que os expulse de esta sala –advirtió sir Graybow en tono amenazador. Indicó a los guardias con un gesto que se acercasen.

—No tenéis derecho –murmuró Melios, con voz lenta y mesurada–. No tenéis…

—Todo lo contrario, consejero –le interrumpió la baronesa–. Tengo todo el derecho. Ya he ordenado una gran congregación de fuerzas.

Tengo autoridad para dar y desestimar órdenes; para confiscar propiedades; para levar ejércitos. Si decido utilizar vuestras propiedades como cuartel general, podéis estar seguro de que mis órdenes se acatarán mañana por la mañana. –Melios se aferró a su silla al oír las palabras de la baronesa. Temblaba de tal modo que Jo pensó que la sangre se le iba a derramar por la nariz y la boca.

Los guardias lo rodearon e intentaron agarrarlo cada uno por un brazo. El consejero se giró y golpeó a uno de ellos con tal violencia que le rompió la nariz; un chorro de sangre bañó el rostro del hombre.

—¡Quitadme las manos de encima! –aulló con los ojos saliéndosele de las órbitas. Melios apartó su silla de una patada y, haciendo caso omiso de todos los presentes, incluidos los guardias rodeó la mesa–. ¡Haré llegar este asunto al rey en persona! –gritó al alcanzar la puerta–. ¡En persona!

El hombre desapareció sin mediar otra palabra, dejando tras de sí un profundo silencio. El segundo guardia ayudaba a su compañero a caminar hacia la puerta, presionándole un pañuelo contra la nariz para contener la hemorragia.

—¿Creéis realmente que acudirá al rey? –inquirió lady Astwood con calma.

—Importa poco –respondió sir Graybow volviendo a su asiento, al igual que la baronesa–. La convocatoria de fuerzas dejará en descrédito cualquier historia que quiera inventar. Después de todo, nuestros mensajeros llevan tres días de delantera y, como parece que la magia no funciona, o lo hace de modo irregular, no podrá mandar un mensaje por esos medios.

—¡Y por ello debemos actuar con rapidez! –imploró Jo, adelantándose para dirigirse a la baronesa–. Ya tenéis informes que hablan de abelaat que atacan pueblos y aprisionan a la gente. A vuestra gente. Si…

—Escudero Menhir –la interrumpió la baronesa Arteris–, no pretendáis chantajearme con argumentos sobre mi gente. Es por ellos que he decidido reunir un ejército para defender las ciudades que todavía no están sitiadas, en lugar de atacar Armstead directamente.

—¿Qué…? ¡Pero si ya sabéis que los abelaat están entrando! ¡Si no los detenemos en la puerta conquistarán el ducado!

—Por ese preciso motivo debemos actuar a la defensiva –replicó fríamente la baronesa al acalorado comentario de Jo–. Nos habéis dicho que el abatón destruye a cualquiera que se le acerque, excepto a vos porque lleváis a Paz. También nos habéis dicho que los abelaat son poderosas criaturas de habilidades desconocidas. Nuestras tropas tienen más oportunidades luchando a la defensiva en un terreno familiar que enfrentándose en campo abierto a un enemigo cuya fuerza no podemos calcular.

—¿Qué proponéis que hagamos para combatirlos, si pueden acabar con la magia? –inquirió lady Astwood, apoyando las manos sobre la mesa.

Jo estaba indignada ante tanta pasividad.

—Lo más importante es matar a Teryl Uro y destruir el abatón. No podemos perder el tiempo con magos –declaró–. Si me lo permitís, señoría, me gustaría partir a cumplir la misión que se me encomendó cuando me concedieron la espada…

—Escudero Menhir –repuso la baronesa con firmeza–, puede que hayáis sido el escudero de Fain Flinn, pero no sois más que eso: un escudero. No tenéis derecho a abandonar esta mesa sin nuestro permiso. Acompañaréis a uno de nuestros caballeros al campo de batalla y empuñaréis a Paz contra el enemigo hasta que éste sea derrotado.

Jo se puso roja.

—¡Me dieron esta espada para matar a Teryl Uro! –protestó.

La baronesa se puso en pie enfadada.

—¡Sois un escudero de la corte de Penhaligon y actuaréis de acuerdo con sus normas! ¡Os dimos libertad para decir y hacer lo que quisierais porque os habéis convertido en algo parecido a un símbolo de esperanza para las gentes, pero eso no os da derecho a exigir nada de este consejo. Si deseáis seguir siendo escudero, haréis lo que se os ordene.

Jo rechinó los dientes y apretó la empuñadura de Paz con tanta rabia que notó cómo las piedras de abelaat se le incrustaban en la carne. Con un profundo suspiro se alejó de la baronesa para ocupar su asiento de mala gana.

—Muy bien –dijo la baronesa, volviendo también a su asiento y paseando la mirada por entre los silenciosos miembros del consejo–. Sir Graybow y yo hemos pensado en un plan para organizar el ejército.

Cada uno de vosotros tendrá que aproximarse para recibir sus órdenes.

Jo, cegada por la rabia, observó cómo los nobles se levantaban para coger un pergamino de sir Graybow. El desfile de aquellos nerviosos personajes con sus pergaminos sólo reforzó la convicción de Jo de que aquel plan era inútil. Perdió la noción del tiempo, así como todo lo que se decía, pensando en las temibles consecuencias de permitir que Teryl Uro siguiese con vida.

Paz describió un violento arco en el aire y golpeó un poste de madera para prácticas. La parte superior cayó al suelo, y Jo recuperó rápidamente el equilibrio.

Relajó la postura y se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano. Pese al intenso frío, la ligera túnica que llevaba estaba empapada de sudor. Cuantas más vueltas le daba a la reunión del consejo, más se enfurecía, y más vivido se volvía el recuerdo de Armstead devastada.

Por el suelo se esparcían los trozos de madera oscura del poste de prácticas. Los pocos salientes que aún sobresalían del madero, la mayoría amputados por la espada, estaban llenos de marcas. Algunas de las estocadas que había propinado en la madera habían sesgado de cuajo trozos enteros. Comprobando la hoja de la espada, vio que el borde plateado no había sufrido marca alguna y seguía tan afilado como al principio.

Aún no sabía a qué caballero tendría que acompañar. Suponía que seguía siendo el escudero de sir Graybow, pero él probablemente estaría tan ocupado con las labores de defensa del castillo que no comparecería en el campo de batalla. Además, como escudero no se le permitiría combatir.

La rojiza plata de la espada reflejó su rostro. Realmente se parecía a la Inmortal Diulanna, como le había dicho Donar en la Sala de los Héroes. Nunca había considerado en profundidad el culto a esos dioses, pero ahora se preguntó si no habría llegado el momento de elegir uno a quien venerar. Decidió que creía más en la perseverancia y la fuerza de voluntad que constituían la esfera de Diulanna, que en el fiero aspecto guerrero de Thor.

La idea de adorar un poder sobrenatural era algo nuevo para ella, pues cuando vivía en las calles de Specularum no había invocado otra fuerza que no fuese la propia. Muchos se empeñaban, en su desesperación, en implorar a los Inmortales, sin obtener manifestación alguna de su existencia.

Jo emitió un sonoro suspiro. Su armadura élfica descansaba en el suelo cubierta de astillas y trocitos de madera. No le gustaba quitársela, pero tampoco quería abollarla antes de la batalla.

—¿Qué es esto? –preguntó una voz ronca a sus espaldas.

Jo se volvió y se encontró frente a un hombre ataviado con una armadura, y armado con escudo y espada. Era más bajo y grueso que ella, y llevaba el bigote y la barba cuidadosamente trenzados. Tenía la sensación de haber visto a aquel hombre durante sus sesiones de entrenamiento con Braddoc.

—¿A qué os referís? –replicó rudamente.

El hombre señaló el madero de pruebas.

—¿Para qué luchar contra un madero habiendo tanta carne humana por estos alrededores dispuesta a entrenarse con una hermosa jovencita?

Ante el grosero comentario, Jo frunció el entrecejo y, sin decir palabra, se volvió para recoger su túnica y su armadura. El hombre le dio unos golpecitos en el hombro con el canto de su espada.

—¿Por qué no intentas luchar con algo que devuelva los golpes? –la retó.

Jo giró sobre los talones y, haciendo describir un arco a Paz, apartó la espada del hombre.

—¿Quién sois y qué queréis? –lo interrogó, retrocediendo un paso y bajando la guardia–. Es la primera vez que os veo.

—Me envían para ayudar a los escuderos como tú mientras sus amos están en el campo de batalla –contestó el extraño.

Jo imitó la postura del hombre y aferró a Paz con ambas manos.

Su entrenamiento con Vencedrag le había enseñado las ventajas de empuñar el arma con ambas manos, entre las cuales se contaba la capacidad de deshacerse rápidamente de oponentes que llevaban escudo, gracias a la mayor fuerza.

—¿Y de dónde provenís, sir…?

—Brewster. Oficial Brewster. Vengo de los condados del consejero Melios.

Dicho esto, Brewster embistió la guardia de Jo y la golpeó en la barbilla con su empuñadura. Jo se tambaleó y se dio en la cabeza con el poste del monigote de prácticas. Antes de que pudiese recuperarse, el hombre le propinó un duro golpe con su escudo que la dejó casi sin sentido. Cayó al suelo, con la vista nublada.

Por encima del rugido de sus oídos, acertó a percibir que el hombre le decía:

—Nunca sobrevivirás a una batalla contra un auténtico caballero, y mucho menos contra alguno de sus monstruos imaginarios.

Brewster retrocedió para apartarse del alcance de su espada. Jo consiguió aclarar su visión y se levantó con gran esfuerzo, poniéndose primero de rodillas para sostenerse posteriormente en sus pies. La habían humillado y quería la sangre del hombre. Todavía podía sostener a Paz en sus manos.

—Si te vas a enfrentar a un enemigo armado, no le des la ocasión de que se te anticipe –le dijo el oficial en un tono de aparente decepción. Brewster atacó de nuevo, y Jo dirigió la espada hacia el estómago de su oponente, pero éste apartó la espada antes de que impactase en su armadura y le propinó con la rodilla un tremendo golpe en el diafragma que la derribó sin aliento sobre la hierba.

—¿Sabes? –comentó el hombre–, es una de esas cosas que suelen pasar. Haces que la gente se enfade y tomen represalias.

Sin esperar a que se recuperase, la golpeó en la cabeza con la parte plana de su espada al tiempo que le ponía un pie sobre la espalda.

—Me dijeron que no te matase, escudero Menhir; que sólo te diese una buena lección. –El hombre se arrodilló e, inclinándose sobre el rostro de Jo, cubierto de sangre, le susurró al oído–: Pero hay alguien al que le gustaría verte muerta, y tal vez lo complazca.

La vista de Jo volvió a nublarse y, por un momento, la joven no supo qué tenía delante. Dobló las piernas y las impulsó en una patada que impactó en el pecho del oficial y lo lanzó hacia atrás antes de que pudiese reaccionar. El hombre se recuperó rápidamente, pero Jo tuvo unos preciosos segundos para refugiarse detrás del poste de prácticas, con el tiempo necesario para despejarse y ponerse en guardia.

La espada de Brewster se dirigió hacia su garganta. Jo esquivó el golpe con un ligero balanceo de cabeza, y escuchó el silbido de la hoja al pasar junto a su oreja. El hombre intentó asestarle un golpe en la pierna pero falló. Aferrando a Paz con fuerza, Jo le hizo describir un arco impulsándola con la izquierda y manteniendo el equilibrio con la derecha. En el momento de máximo impulso, soltó la mano izquierda para tener más alcance alrededor del poste. Su oponente se agachó para esquivar la brillante espada, que se incrustó con profundidad en la dura madera.

El sudor resbalaba por los brazos de la muchacha, que aferró con fuerza la pesada empuñadura y dio un salto hacia atrás. La afilada hoja le sirvió de palanca para romper la parte superior de la madera a la altura de la cabeza.

La mirada encendida del hombre le dio a entender que seguramente no tendría otra oportunidad para recobrar el aliento.

Con un aullido, Jo blandió su espada. El oficial amortiguó el golpe con el escudo, sin poder evitar que la punta de la espada atravesara éste y lo partiera en dos. El hombre retrocedió tambaleante, sujetando el trozo de escudo restante. Ahora su rostro reflejaba miedo y duda.

Jo asió la empuñadura con ambas manos, la atrajo hacia su flanco derecho e, impulsando los brazos hacia adelante, arremetió. La afilada punta de la espada atravesó el costado del oponente.

De pronto Jo se sintió inundada de fuego y dolor. Le parecía estar atrapada en un infierno, y lo único que veía era el filo de Paz que cortaba la carne del oficial. El hombre se derrumbó lentamente sobre sus rodillas. La sangre fluía.

De repente tuvo una visión.

Estaba en una enorme gruta, y ante ella había una esfera de poder en la que se libraba una gran batalla. Algo sucumbía pero renacía al mismo tiempo dentro de la bola de fuego. Se sentía asustada y a la vez extrañamente confortada.

De los labios del oficial surgió un último suspiro. Jo extrajo la espada del cuerpo del hombre, que se desplomó sobre la hierba. La cabeza le daba vueltas sin qué pudiese explicarse la razón de la visión de la caverna. La experiencia le recordaba su propio deambular de la mano de Vulcano para forjar su alma, sólo que esta vez ella no era la que entraba en la fragua, sino que se mantenía como espectador.

Significase lo que significase, estaba segura de que aquella aparición tenía algo que ver con Teryl Uro y el abatón.

Con las pocas fuerzas que le quedaban, apoyó la espalda contra el muro del castillo y se dejó resbalar hasta sentarse, sin soltar a Paz.

Respiró hondamente; el sudor continuaba brotando de su piel. Había acabado con un asesino y tenía la sospecha de que podía haber más al acecho.

Al pensar en su primer enemigo muerto, sintió náuseas y algo que le quemaba la mano. Abriendo la palma descubrió que la empuñadura de Vencedrag se había vuelto de color plateado y las tres piedras de abelaat eran de un negro intenso.

—Dijo que alguien deseaba mi muerte.

Graybow examinaba el cadáver de Brewster. La sangre del oficial se extendía en una mancha que el frío viento había secado con inusitada rapidez. El alcaide registró las ropas del hombre.

—Sin duda Melios es el responsable –afirmó.

Jo se encogió de hombros, apartándose el pelo que le caía sobre los ojos.

—Pero el hecho de sentir irritación hacia mi persona no parece una motivación suficiente para cometer un asesinato. ¿No creéis?

Aunque él afirmó que venía del condado de Melios.

—Os sorprendería saber las fechorías que se pueden llegar a cometer, justificándolas con la nimiedad más absoluta –murmuró sir Graybow–. El simple hecho de ser el molesto escudero de Flinn podría ser suficiente motivo.

La expresión de Graybow se volvió súbitamente severa al palpar bajo la túnica del oficial. Extrayendo un puñal de su cinturón, el alcaide rasgó las vestiduras del cadáver y dejó al descubierto un bolsillo secreto del que surgió un pergamino con un sello de lacre, que ya había sido abierto.

Jo no reconoció el sello. Representaba un águila de dos cabezas que se miraban entre sí; no era el símbolo del consejero Melios, cuyo emblema era algo parecido a una salamandra.

Graybow leyó la carta por encima y se la tendió a Jo. La muchacha nunca había visto una escritura tan extraña. Parecía una combinación de varias lenguas.

—¿Qué es? –preguntó, frunciendo el entrecejo.

—Está escrita en el argot de los ladrones –respondió sir Graybow–. Dice: «El peón envía un saludo a la nueva espada».

Jo negó con la cabeza, aturdida.

—No entiendo.

Graybow miró a su alrededor, y Jo comprendió que debían actuar con cautela. El anciano, haciendo un gesto para que unos soldados se acercaran a vigilar el cuerpo, apartó a Jo a un lugar cercano.

—Vos sois la nueva espada, Jo –le dijo señalando a Paz, a la que aún empuñaba–. Y ese hombre de ahí era «el saludo». Sólo hace falta saber quién es el «peón».

Jo cogió la carta de manos de Graybow y analizó la escritura.

Después de unos instantes se la devolvió.

—¿De dónde proviene? –le preguntó.

Graybow volvió a mirar a su alrededor y acercó la boca a la oreja de Jo.

—Eso es lo que me confunde. Viene de la baronía del Águila Negra.

—No sé nada de ese lugar.

—Bueno, pronto tendréis oportunidad de conocerlo personalmente –le contestó, señalando hacia un grupo de soldados en la entrada principal–. Ése es su contingente.

Jo se volvió para contemplar el primer regimiento de tropas que tenían asignado contrarrestar el avance de los abelaat. Se trataba de un destacamento de caballería equipado con lanzas y escudos, y espadas como arma secundaria. Jo se maravilló ante la visión de aquellos hombres. El color negro de sus uniformes y de sus briosos corceles, que relinchaban por el frío, incrementaba el aspecto fiero y amenazador de los caballeros. Sin embargo, el número de jinetes era incomprensiblemente pequeño.

—¡Sólo hay sesenta! ¿De qué nos sirve eso…?

A pesar de que estaban a unos cien metros de distancia de la verja, Graybow la asió con fuerza y la apartó a un lado.

—¡No os pongáis en evidencia de esa manera! ¡Os podrían oír fácilmente!

—Sesenta hombres contra las fuerzas de los abelaat no es suficiente –replicó Jo–. ¡Un abelaat casi mata a Flinn! La única ventaja de nuestros hombres es el conocimiento del terreno.

Graybow le soltó el brazo y echó una ojeada sobre el hombro a las tropas que llegaban.

—El señor de la baronía del Águila Negra quiere el control de Karameikos –explicó–. No enviará el grueso de sus efectivos por si le surge una oportunidad de hacerse con el trono.

Jo se cruzó de brazos, pensativa.

—Si pretende el trono, mejor haría en enviarnos más tropas.

Sir Graybow alzó la nota hasta la altura de sus ojos. La imagen del lacre coincidía con la de los estandartes de los caballeros.

—Os aseguro que las fuerzas de Ludwig von Hendriks, aunque menores que las de Stefan Karameikos, son mucho más numerosas que éstas –dijo el alcaide, doblando la carta y guardándosela en el bolsillo.

Ambos observaron las fuerzas que entraban: un regimiento comandado por dos capitanes, cuatro sargentos y un capitán general.

La mitad de las fuerzas sólo portaban lanzas y escudos. El resto iba armado con ballestas, y la mayoría de ellos llevaban paveses colgando de la espalda.

Los escuderos del castillo acudieron a recibir a los caballeros.

—Dejad a Paz conmigo e id a ayudar a los demás –le indicó el alcaide, extendiendo los brazos para coger la espada.

—No –respondió Jo.

Graybow la miró interrogante.

—Lo siento –se disculpó la joven–. No puedo abandonar mi espada.

Graybow hizo un gesto de desaprobación, pero al cabo asintió.

—De acuerdo, pero escondedla bajo vuestra túnica. –Y, agarrando a Jo por el brazo, la acompañó hasta su armadura, que aún yacía junto al cuerpo del asesino.

Los soldados, entre torpes sonrisas dedicadas a Jo, les abrieron paso. La joven recordó con cariño haber esbozado una sonrisa parecida cuando vio a Flinn por primera vez.

Con rapidez se ajustó la armadura y se enfundó el tabardo; se ciñó la espada a la cintura y tras cubrirla con el tabardo, corrió a reunirse con el resto de los escuderos. Los hombres de la baronía no eran tan imperturbables como había pensado en un principio. No bien entraron en el castillo y recibieron la atención de los escuderos, comenzaron a armar alboroto y hacer burlas.

—¡Fijaos en eso! –dijo uno desde lo alto de su caballo al pasar Jo por delante–. ¡Se cree que es capaz de llevar la espada de un hombre!

Sus compañeros se rieron, y uno de ellos añadió:

—Con ese aspecto, yo le dejo que coja la mía cuando quiera.

Jo le lanzó una mirada de furia.

—¡Yo me andaría con cuidado! –aconsejó el primer caballero a su compañero–. ¡Tal vez intente derribarte!

—Cuando quiera, cuando quiera –contestó el otro entre risas.

Jo apretó los dientes y siguió andando. El resto de los escuderos se habían ocupado de la mayoría de los caballos, y los caballeros aflojaban los cierres de sus armaduras. Se ofreció a ayudar a uno de los nobles que no podía abrir el enganche de su hombrera, pero el hombre la despidió con un gesto de impaciencia.

—¡Apártate de mí, muchacha! –le ordenó–. Yo ya estaba en los campos de batalla cuando tú aún usabas pañales.

—Tal vez, pero… –Se contuvo para no provocar una reacción aún más hostil. El caballero se quitó el casco, y dejó al descubierto unas facciones duras y una espesa barba negra. Sus ojos eran del mismo negro intenso.

—Pero ¿qué? –preguntó, deteniendo su actividad.

Arrepentida de habérsele acercado, Jo obsequió al caballero con una ligera sonrisa y respondió:

—Nada, señor. No soy más que una escudero.

El caballero se quedó contemplándola mientras Jo se le aproximó y le desabrochó el cierre con una sola mano, manteniendo la otra en la espalda para sujetar la espada.

—¿Conque sólo una escudero, eh? Pues parece que hay más de lo que pretendes enseñar –profirió con un gruñido.

Jo retrocedió cuando el hombre le dio una palmada en la hombrera de la armadura.

—Creo que no sé a que os referís, señor –murmuró, usando un tono de humildad que esperaba la salvase.

El caballero gruñó de nuevo.

—Eres una embustera, chica. ¿Dónde está tu caballero?

—¿Mi caballero? –tartamudeó, súbitamente recelosa. Podía ser que aquellos hombres fuesen tan traidores como su barón. Podían incluso haber escoltado al asesino. Se preguntó si no estarían también buscando a Paz.

—¡Eres una muchacha estúpida y una peor escudero! –dijo el caballero, sacándose la hombrera de la armadura–. Ahora dime:

¿dónde está el hombre llamado Domerikos?

—Sir Domerikos no ha vuelto de sus propiedades, pero se espera su regreso pronto –informó Jo, satisfecha con el cambio de conversación. Domerikos era uno de los que había visto salir apresuradamente del castillo.

El caballero la dejó sin una palabra de agradecimiento, y ella fingió ocuparse del hermoso corcel de guerra para intentar escuchar lo que les decía a sus compañeros. Quería descubrir qué interés podía tener en uno de los caballeros de Penhaligon.

El caballero cruzó unas pocas palabras con sus compañeros, mientras señalaba hacia el castillo. Los otros asintieron, acariciando las empuñaduras de sus espadas. A Jo se le ocurrió que podía intentar conducir el caballo y acercarse hasta su posición, pero vio que el resto de los escuderos los conducían a los establos. Con un suspiro de resignación, se alejó con el caballo.

Al mirar hacia el área de prácticas, vio que sir Graybow daba instrucciones a los tres soldados que vigilaban el cuerpo del asesino, y ansió enterarse de lo que él había descubierto. Al entrar a formar parte del grupo que llevaba a los demás animales al establo, llamó la atención de uno de los otros escuderos.

—¿Podrías llevar este caballo contigo al establo? –comenzó; hizo una pausa mientras trataba de encontrar una excusa de por qué se saltaba sus responsabilidades–. Tengo que…

El joven parpadeó de sorpresa como si le hubieran dado una bofetada.

—Por supuesto. Lo que necesitéis –contestó, agarrando las riendas y alzando la mirada al cielo gris–. Estaba allí en la noche de la bendición. Significó… mucho para mí. Gracias.

Jo pensó que iba a besarla, pero el muchacho se giró con timidez y se alejó con los caballos. Por un momento la joven se quedó sorprendida, sin saber cómo reaccionar; luego sacudió la cabeza y se dirigió de nuevo al campo.

Ya habían puesto el cadáver del asesino en una caja de madera que se usaba para las armas. Sir Graybow hizo un gesto a los soldados para que se la llevaran.

—¿Encontrasteis algo más? –preguntó Jo, tratando de recobrar el aliento.

—Nada de importancia –respondió el alcaide–. ¿Qué descubristeis vos?

Jo se encogió de hombros.

—Nada, excepto que son muy desagradables.

—Por decirlo de alguna forma.

Sir Graybow se sentó en un banco próximo y extrajo la carta del asesino de su túnica. Examinó el sello con detenimiento.

—¿Decían o querían algo en especial?

—El hombre al que intenté ayudar quería saber si uno de los caballeros de Penhaligon estaba en el castillo.

—¿Quién?

—Domerikos.

El alcaide frunció el entrecejo y devolvió la carta a su sitio.

—No recuerdo que haya habido ningún enfrentamiento entre Domerikos y nadie de la baronía del Águila Negra. Tened mucho cuidado cuando estéis cerca de ellos, Jo.

Jo asintió.

—Ya lo he tenido.

—Debéis tener mucho cuidado. ¡Nunca bajéis la guardia, ni por un instante! –Indicando con un gesto hacia las tropas de la baronía, añadió–: Todos esos hombres son sanguinarios, aterrorizan los parajes por donde pasan. Tienen constantes trifulcas en los Cinco Condados y asaltan todo tipo de lugares. Pueden tener disputas personales que pretendan vengar.

El alcaide se puso de pie y entrelazó las manos a su espalda, sin mirar a Jo.

—Iréis al campo de batalla con un contingente de caballeros de Penhaligon. Sir Domerikos será vuestro caballero.

Jo alzó una mirada de rabia al cielo gris. En lo más profundo de su mente había pensado que, cuanto más demoraran en asignarla a alguien, más posibilidades tenía de marcharse por su cuenta. Iba a replicar algo cuando el anciano se volvió de repente y la miró fijamente.

—Todos vais a acompañar al regimiento de la baronía del Águila Negra.

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