Braddoc y Flinn avanzaban por un corredor sin más iluminación que el brillo fosforescente de sus paredes. El enano estaba acostumbrado a la tenue luz que proporcionaban los hongos cultivados por los obreros de la ciudad subterránea. La fragancia de agua y piedra que se desprendía de la cueva llenó a Braddoc de reminiscencias y añoranzas. Le habría gustado detenerse en alguna de las casas que poseía en la ciudad, pero la búsqueda de Flinn era acuciante.
Los corredores por donde circulaban se conocían como los Túneles del Más Allá, pasadizos secretos de la ciudad donde no habitaba ninguna raza civilizada. Braddoc sabía que Denwarf se había aventurado por aquellos túneles en las legendarias generaciones de sus antepasados. El enano nunca había tenido la ocasión de hablar con el espíritu del maestro de los enanos.
—¿Cómo sabías que había que venir aquí? –preguntó, y las paredes cubiertas de musgo absorbieron el eco de su voz.
—Puedo sentir el origen del poder, pero no sé exactamente dónde se halla –respondió Flinn, encogiéndose de hombros–. Éste es el lugar más cercano que encontré –añadió.
—Muy bien. Tan sólo hay que caminar un poco más –dijo el enano.
Las cavernas se iban tornando cada vez más oscuras y, aunque Braddoc podía ver en la oscuridad, ignoraba si Flinn tenía la misma capacidad.
—¿Puedes ver? –inquirió el enano.
—No estoy seguro –contestó Flinn–. Creo que te veo a ti, no… no lo sé.
Braddoc asintió para sí. Suponía que la habilidad del Inmortal para ver en la oscuridad tardaría en manifestarse. Dando un profundo suspiro, Braddoc echó mano de su ojo izquierdo. Se adentró en las profundidades de su mente hasta tener una visión del brillante orbe que lo había acompañado durante tantos años. Mentalmente caminó alrededor del orbe, unido al éter por fibras de luz, y buscó el camino hacia el propio Kagyar a través de los diferentes planos.
Al enano no le gustaba tener que usar la lente, pero la facultad de crear luz no mermaba sus poderes, como sucedía al darle otros usos.
Con suavidad alargó ambas manos y condujo la luz de su espíritu hacia el mundo de los sentidos.
El ojo de cristal emitía un brillo blanco, puro como el sol, que iluminaba todo a su alrededor, proyectando enormes y grotescas sombras de aspecto sobrenatural en los muros de la caverna.
—¡Es asombroso! –exclamó Flinn sorprendido–. Puedo sentir el poder que mana a través de ti.
En vez de contestarle, Braddoc juntó las manos, cerró su ojo bueno y se dejó caer de rodillas, con lo que la luz del ocular se paseó por toda la caverna. Apretó los dientes para no maldecir.
—Oh gran señor Kagyar, Kagyar el Artesano, Kagyar Ojos de Relámpago; yo, Braddoc Briarblood, tu humilde servidor, te doy las gracias por bendecirnos con tu luz. Que brille por siempre, para guiarnos en nuestro camino a través de la oscuridad –dijo Braddoc sin entusiasmo. Se detuvo y relajó la mandíbula. Antes de continuar tenía que pagar su odiada deuda a Kagyar.
Flinn miró hacia el techo y alzó una mano como intentando agarrar algo.
El enano seguía emitiendo murmullos para sí, en nombre del patrón Inmortal que había creado la lente. Sus palabras eran pausadas y llenas de respeto y agradecimiento, pero sabía que, en algún lugar, Kagyar se estaba riendo de él porque había osado rechazar el camino de la inmortalidad. La humillación era su penitencia, como siempre había sido.
La mano de Flinn agarró uno de los hilos de luz que conectaban a Kagyar con el ocular.
Antes de que Braddoc pudiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, se desplomó en el suelo con un quejido, presa de un dolor insoportable. Cuanto más fuerte tiraba Flinn del hilo, mayor era la agonía. A pesar de ello, Braddoc no le dio a Kagyar la satisfacción de detener sus oraciones. La hebra desapareció, y con ella el dolor que le martilleaba la cabeza. Se puso en pie y se cubrió la frente con ambas manos como si hubiese recibido un garrotazo.
—¿Qué era eso? –preguntó Flinn con la mirada aún fija en su mano.
—La… –Braddoc tuvo que detenerse para enjugarse la nariz, y vio que tenía sangre en la mano. Apretó los dientes para desembarazarse de las últimas punzadas de dolor y extrajo un pañuelo de su jubón de cuero para limpiarse las manos. Tras unos instantes en silencio, contestó–: La voluntad de Kagyar conectada al ocular. No vuelvas a hacerlo.
—Lo siento de veras –se disculpó Flinn, dejando caer la mano–. ¿Puedo hacer algo por ti?
Braddoc dejó escapar una carcajada de la que se arrepintió enseguida, cuando una neblina roja le cubrió los ojos.
—Dale una patada a Kagyar de mi parte.
—¿No te llevas bien con tu maestro?
—Ex maestro –corrigió Braddoc, aspirando profundamente por la nariz–. Encontré este artilugio en mi búsqueda del conocimiento absoluto, la búsqueda de la inmortalidad en la Esfera de la Materia.
Cada vez que uso el ocular debo postrarme ante Kagyar y agradecerle su maravilloso regalo. –El enano emitió un gruñido–. ¡Maravilloso regalo! ¡Prefiriría recuperar mi ojo!
Flinn se cruzó de brazos, como disponiéndose a iniciar una conversación.
Braddoc alzó una mano, que proyectó una sombra gigantesca sobre el muro y sobre los angulosos rasgos de Flinn.
—Antes de que empieces a hacerme un montón de preguntas que no me apetece contestar, creo que deberíamos ponernos en marcha.
Realmente no hay tiempo que perder –dijo.
Flinn asintió y dejó caer los brazos.
—Gracias por hacer este… sacrificio por mí, Braddoc. No puedo comprenderte, pero estoy empezando a apreciarte.
Braddoc se giró y reanudó la marcha por el túnel que ahora iluminaba. Sonrió con satisfacción al comprobar que Flinn estaba más vivo de lo que había llegado a pensar.
Caminaron durante horas por sinuosos pasadizos sólo conocidos por Braddoc y los espíritus de sus antepasados. De vez en cuando se encontraban con los restos mortales de partidas de enanos expedicionarios, esqueletos convertidos en polvo. Las cavernas que había bajo Rupestre eran la guarida de horribles criaturas, no todas ellas mortales.
Braddoc notó que empezaba a escasear el aire. En la ciudad que tenían sobre sus cabezas, unos ventiladores de complejo diseño conducían aire a través de unos conductos hábilmente distribuidos, lo cual era suficiente para Lower Dengar y muchos de los túneles y pasadizos adyacentes. Pero, donde se encontraban en aquellos momentos, no había posibilidad de que el aire circulase.
—Puede que haya vivido mucho, Flinn, pero todavía soy mortal, y pronto tendré problemas para respirar –comentó Braddoc sin volverse.
A sus espaldas sopló una ráfaga de viento que le arrojó los cabellos sobre la cara y estuvo a punto de soltar la barba trenzada de su sujeción en el cinturón. Dirigió el haz de luz de su ocular hacia atrás, esperando encontrar alguna extraña criatura a la que tendría que enfrentarse, pero sólo vio a Flinn.
—¿Te sientes mejor, ahora? –inquirió éste, deteniéndose.
Braddoc asintió.
—Mucho mejor. No quería tener que usar la lente por algo tan tonto como respirar.
—Entiendo –dijo Flinn, poniéndose otra vez en camino.
Los dos compañeros continuaron su marcha, y a los pocos minutos llegaron a una cueva tan extensa que la luz del ocular se perdía en la oscuridad. El lugar tenía forma de pecera invertida, con suelo plano y unas paredes curvadas que desaparecían en la insondable oscuridad. Los muros estaban cubiertos por unas afloraciones rocosas que habrían sido estalagmitas si no hubieran estado apuntadas hacia el centro del suelo; incluso las más cercanas a la entrada apuntaban hacia adentro. Daba la sensación de que un equipo de artesanos enanos habían pulido la piedra, tanto la del suelo como la de las paredes. Braddoc movió la cabeza en un gesto de admiración.
—¿Nunca habías estado aquí? –preguntó Flinn, que avanzaba detrás del enano.
Braddoc hizo un gesto de negación.
—No. Sólo sabía de su existencia a través de mis antepasados.
El enano examinó la caverna intentando hacer llegar la luz del ocular a todos los recovecos, sin percibir indicios de nidos o guaridas.
—¿No lo sientes? –inquirió Flinn, alzando los puños hasta el pecho y tensando los músculos con una fuerza increíble–. ¿No lo sientes, Braddoc? El poder, la edad, la maravillosa maestría…
—Lo lamento, Flinn, no siento nada de eso.
Sin previo aviso, Flinn avanzó hacia el bosque de afloraciones.
Braddoc contempló cómo el Inmortal caminaba lentamente por la lisa superficie del centro de la caverna. Braddoc no estaba seguro de si debía seguirlo, de si aquél era un camino por donde pudiesen circular los mortales. En lugar de ir tras él, se mantuvo vigilante; había innumerables razas de las cavernas que no tenían respeto por un lugar que era obviamente sagrado.
Flinn había avanzado unos doscientos metros desde la entrada, cuando súbitamente se detuvo. Braddoc se dio cuenta de que su amigo había adoptado una postura defensiva, como si se preparase para el combate. De hecho, reconoció esa postura porque era la propia de Flinn en el mundo de los mortales. Lo había visto adoptar esa posición en la trifulca contra los mercenarios de Braddoc. Ante aquel recuerdo, sus labios esbozaron una ligera sonrisa.
Flinn se mantenía inmóvil en la misma posición, y Braddoc se preguntó si no se habría quedado congelado por el efecto de algún maleficio.
—¿Qué sucede, Flinn? –gritó, y el eco de su voz se perdió entre las puntiagudas agujas de las rocas.
Flinn no se inmutó ni contestó. Braddoc frunció el entrecejo, preocupado. Convencido de que algo iba mal, notó cómo se le aceleraba el pulso. A medida que consideraba las opciones que tenía, aumentaba su frustración.
—¡Maldito seas, Kagyar! –siseó casi para sus adentros. Se arrodilló, cruzó las manos en gesto de súplica y agachó la cabeza.
»Oh, gran señor Kagyar, Kagyar el Artesano, Kagyar Ojos de Relámpago; yo, Braddoc Briarblood, tu humilde servidor, imploro tu bendición. Muéstrame la causa por la que mi amigo está atrapado. –Braddoc se detuvo y cerró con fuerza su ojo bueno al tiempo que cubría el ocular con la mano izquierda.
El enano retiró la mano de la lente con la esperanza de que ésta le revelase qué era lo que había atrapado a Flinn en aquel lugar. No alcanzaba a imaginarse qué habría podido dañar a un Inmortal; a no ser, por supuesto, otro Inmortal.
El ojo no revelaba nada nuevo y Flinn seguía paralizado. Cuando, en otras ocasiones, había solicitado que se revelara algún maleficio, la persona objeto del encantamiento había resplandecido como un fuego fatuo, pero alrededor del cuerpo de Flinn no se divisaba ningún halo.
—¿Por qué no has hecho caso de mi petición, Kagyar? –maldijo Braddoc–. ¿Por qué haces caso omiso de mis súplicas ahora que hay tanto en juego?
Braddoc se giró para golpear la pared con su mano desocupada, maldiciendo de nuevo a su antiguo patrón. Hizo, para sus adentros, el voto de que algún día se arrancaría el ocular y lo haría pedazos para desbaratar el poder del Inmortal. Sólo le quedaba una solución: cogió una profunda bocanada de aire y dirigió sus pasos al campo de afloraciones.
Tenía dificultades para moverse a través de las rocas y, al contrario que su amigo, los pies se le quedaban atrapados en los pequeños salientes en forma de dedo. Miró hacia atrás después de haber avanzado veinte pasos. Tenía la sensación de haber recorrido miles de kilómetros, tal era el cansancio que se había apoderado de sus extremidades impidiéndole avanzar. La entrada ya no se distinguía, oculta tras una neblina gris que había llenado el aire detrás de él, pero no el espacio que aún tenía por delante ni la zona circular del centro de la caverna. Comprendió que Flinn debía de haber quedado atrapado en la misma trampa encantada.
Braddoc alzó la pierna derecha y la colocó delante de sí. El esfuerzo casi consumió por completo las últimas fuerzas que aún le restaban. Levantó el pie izquierdo con la sensación de que se iba a derrumbar debido a la fatiga. Flinn estaba todavía a muchos metros de distancia. Fue entonces cuando se dio cuenta de que era el poder que Flinn había sentido emanar de la caverna –la propia vida de ésta– lo que los tenía atrapados, y no el encantamiento de algún brujo.
Con un último esfuerzo alzó la mano izquierda hasta el ocular y rezó para alcanzar su objetivo. Las palabras brotaban lentamente de su boca, mientras el espíritu se iba desprendiendo de su cuerpo. Unos momentos más tarde, se vio a sí mismo desde lo que le pareció una gran distancia.
El poder anulador que había invocado para contraatacar la fuerza de aquel lugar volvió negro el ocular. La luz que emitía el artilugio teñía de naranja el espeso aire, que luego se tornó rojo y marrón. Flinn giró entonces la cabeza, y su compañero comprobó con gran alivio que lo había liberado del maleficio.
El enano emitió un aullido, y el dolor lo liberó por un instante de la presa de la caverna. Un potente chasquido resonó en el aire de la cámara, y Braddoc advirtió con horror que la carne de sus pies se convertía poco a poco en granito. La agonía que sentía nubló la vista de su ojo bueno, lo que reducía el poder de su ocular.
—¡Ayúdame! –le gritó a Flinn, al mismo tiempo que se oía otro chasquido y el granito se apoderaba de otra porción de su pierna.
»¡Sácame de aquí! ¡Llévame de vuelta a la entrada!
Flinn retrocedió, alejándose del enano, pero finalmente dio la vuelta para avanzar por el suelo liso de la caverna. Se detuvo en el medio y volvió a girarse. Parecía confuso.
—¡Sálvame, Flinn! ¡No puedo resistir…!
De las rodillas para abajo, Braddoc no sentía sus propias piernas, por las que, palmo a palmo, avanzaba el efecto del maleficio. Lo único que podía detener aquella metamorfosis era que dejase de usar la lente, pero, si lo hacía, Flinn quedaría atrapado por segunda vez.
—¿Qué te ocurre, Flinn?
Flinn no hacía caso de las llamadas del enano. Extendió los brazos hacia los costados y estiró el cuello. Del suelo de la caverna ascendió un grueso cilindro de hierro, soldado y rodeado de cerrojos.
Las rejillas que coronaban el casco permitían ver las llamas de una gran forja interior.
Braddoc tenía las piernas completamente paralizadas, y apenas podía mantener el conocimiento. Vio con sorpresa cómo Flinn se agachaba para golpear la parte alta de la fragua, y rompía la cubierta de piedra. El Inmortal introdujo una mano y aferró una argolla metálica.
Con un esfuerzo que puso en tensión su perfecta musculatura, y un estridente chirrido de las oxidadas bisagras, abrió una trampilla y saltó dentro de la fragua sin dudarlo un instante.
Las rejillas y compuertas del horno explotaron hacia afuera, y las llamas invadieron todo el cilindro. En el interior de este infierno se consumía el cuerpo de Flinn.
Braddoc intentó dirigir la mirada hacia sus pies, pero ya no podía doblar la cintura. No le quedaba aire para aliviar su sufrimiento, pero el gran poder del ocular no le permitiría morir hasta que toda la carne se consumiese.
La fragua explotó de nuevo y expulsó una gran bola de fuego hacia el centro de la caverna. Braddoc intentó protegerse la cara pero no podía mover los brazos. Las llamas le chamuscaron el pelo y le provocaron quemaduras en la piel.
Flinn salió de las llamas y quedó suspendido en el aire. Su cuerpo estaba intacto y sus ropajes ondeaban al viento caliente. Braddoc sintió vibrar su alma ante la visión de Flinn. Nunca había visto nada tan aterrador e impresionante. Detrás de él, las llamas se extinguían, sin dejar más que un rastro de cenizas y una fragua apagada.
Flinn caminó hacia Braddoc por el aire, rodeado de una aureola de centellas. Estiró el brazo derecho y cubrió el ocular para tapar su luz marrón. Era demasiado tarde. La piedra se había apoderado de la última parte de la cabeza del enano.
Braddoc se alegró de poder morir al fin.