13

Jo estaba hambrienta. No había probado bocado en los últimos dos días. La ansiedad y rabia que le había provocado la traición de los lanceros la había dejado sin apetito, pero ahora se moría de hambre.

Apoyando a Paz en su hombro izquierdo, se frotó los ojos con la mano derecha. Las heridas se le habían transformado en postillas a gran velocidad. Al presionarlas con los dedos, se dio cuenta de que le dolían como si de cortes normales se tratase. Había pensado que, puesto que parecían estar bajo la influencia de una magia especial, no le molestarían tanto.

El cielo continuaba cubierto, sin permitir el paso de la luz del sol.

Jo estaba en la cima de un cerro que no se diferenciaba mucho de todos los que la rodeaban. Había perdido el sentido de la orientación ya que no podía percibir la luz del sol poniente al oeste ni la del sol naciente al este. No tenía el imán y la cuerda que guardaba con la carga del caballo, desaparecido en el campo de batalla. Por un momento, pensó que podría usar las piedras de abelaat para orientarse, pero descartó esa posibilidad.

Intentaba localizar en la distancia el chorro de luz que desprendía el abatón, pero en su agotamiento sólo veía valles y colinas. Intentó recordar las lecciones de geografía que había aprendido de la mano de un cartógrafo de Specularum. Hacia el norte había una cordillera de montañas. Se dio cuenta con frustración de que podía hallarse en cualquier punto al sur de las montañas de Picos Negros.

«¿Qué es lo que harías tú en mi lugar, Flinn?», se preguntó, recordando los momentos compartidos con él y el modo en que siempre emprendía acciones decisivas.

Jo se volvió y forzó la vista hasta que le dolieron los ojos, intentando localizar algún bosque o arboleda. Sólo veía algunos grupos de árboles aislados. Según el geógrafo, las arboledas se encontraban al este de los bosques de Radlebb. Jo se sintió de repente esperanzada al divisar algo que se parecía a las montañas de Picos Negros. Tenía la sensación de que se encontraba al sudeste de Armstead o, lo que era lo mismo, del abatón, del que dependía la salvación de Mystara. Penhaligon se encontraba a sus espaldas.

—¿Qué preferís, Johauna Menhir –se dijo, apoyando la espada sobre un hombro–, ser héroe o caballero?

En su memoria se dibujaron las imágenes de la Sala de los Héroes, así como de la cámara del consejo de Penhaligon y de la rehabilitación de Flinn. Se recordó que aún no se había ganado la gloria, tal como Flinn, sino que todo se lo habían proporcionado.

También sabía que había sido elegida por fuerzas sobrenaturales que aún no acertaba a comprender. Tras unos momentos de meditación, Jo lanzó un suspiro y dio la espalda a las montañas. Su mayor ambición era la de convertirse en caballero, y esta ambición era lo que la había traído a aquel lugar en aquel momento. Las fuerzas que habían forjado de nuevo a Vencedrag y a su alma también dirigían sus pasos. Decidió que el título de caballero y el reconocimiento como héroe no eran simples títulos que ella se limitaría a aceptar. Tendría que luchar para merecerlos.

Se detuvo para olisquear el aire. El olor familiar a especias picantes apareció de repente en la brisa de la colina. Se puso rígida con un gesto de rabia y agudizó el oído para percibir algún ruido proveniente de los abelaat. Sólo pudo oír el ruido del viento, y no pudo averiguar de dónde procedía aquel olor.

Sin embargo, momentos después, mientras permanecía agachada en la cima de una colina, a sus oídos llegaron unos sonidos inesperados. Voces humanas que, llevadas por el viento, subían y bajaban en intensidad. El sentimiento de soledad de Jo se hizo más intenso que el que había experimentado en los pantanos.

Empuñó a Paz con ambas manos y, manteniéndose firme contra el costado derecho, corrió colina abajo. Se detuvo al darse cuenta de que los chillidos provenían de su izquierda. Con gesto de determinación, corrió en aquella dirección hasta llegar a la cima de otra colina. Las voces se escuchaban cada vez con más intensidad.

Jo se precipitó colina abajo sintiendo cómo le faltaba el aire para abastecer de oxígeno su apurado corazón. A juzgar por los gritos, había gente que estaba en apuros, y su deber era protegerlos de los abelaat. Al recordar lo que le había dicho la guardiana Grainger sobre los hábitos alimenticios de los abelaat, sintió que el hombro le latía al ritmo del corazón.

Tras escalar tres colinas más, trepó hasta la cima de la última pendiente, detrás de la cual se extendía una llanura. Los ojos se le llenaron de espanto al comprobar de dónde procedían aquellos gritos que el caótico viento transportaba en todas direcciones. Los habitantes de la aldea estaban apiñados en un corral, muchos de ellos de pie e inmóviles, con los rostros cubiertos de hollín. El llanto de terror de los pequeños no recibía el consuelo de sus padres, quienes estaban demasiado conmocionados para consolarlos.

Una aldea devastada de la misma forma que Armstead se extendía hasta la mitad de la llanura. Las fuerzas del mal habían convertido todos los hogares y edificios en cenizas y carbones negros.

La pena y la indignación hicieron hervir la sangre de Jo.

Los abelaat se mantenían en formaciones silenciosas, rodeando la ciudad. Sus negruzcos halos seguían absorbiendo la macilenta luz que se filtraba por entre las nubes, y su olor a picante era cada vez más intenso. Había más abelaat allí que en la batalla en que habían arrasado a las fuerzas de Penhaligon; el otro regimiento era, probablemente, tan sólo una avanzadilla.

Los abelaat se desplazaban en formaciones de a cuatro. Cinco de estos grupos se encargaban de la vigilancia del corral. Jo vio cómo se llevaban a algunas de aquellas gentes a la ciudad. Forzó la vista para adivinar qué era lo que hacían con ellos, pero los restos de un edificio se los ocultaban.

Un aullido que provenía de las ruinas de la aldea la impulsó colina abajo.

Al llegar a la mitad de la colina se detuvo. Los abelaat habían unido varias unidades pequeñas formando otra más numerosa que avanzaba hacia ella. Al detenerse completamente, los abelaat la imitaron. La unidad parecía perder su organización, como si estuviesen aturdidos. Entonces recordó las dificultades que tenían para localizarla en el campo de batalla. Se mantuvo inmóvil unos instantes ante el azote del viento.

Volvió a subir la colina lentamente, con los músculos del cuello tensos por la furia. No sabía si sería capaz de aguantar la fuerza de una unidad completa a pesar de tener a Paz y contar con el encubrimiento que le proporcionaba la sangre de abelaat que corría por sus venas. Al alejarse ella hacia la colina, la formación deshizo sus filas.

Jo rodeó la aldea, buscando la manera de entrar, o tal vez alguna debilidad de las líneas abelaat. El terreno estaba salpicado de colinas cubiertas de arbustos, y le llevó varios minutos llegar al otro lado del poblado. Allí se encontró con una larga avenida cuyos edificios se mantenían en pie, aunque con daños de consideración.

Decidió internarse en el pueblo por aquella avenida, con la esperanza de poder esconderse entre los edificios. Se deslizó con cautela por la ladera de la colina, atenta a los delatores cambios de dirección del viento.

Al alcanzar el pueblo se dirigió hacia la calle escogida. Le llegaron más chillidos de las gentes, y tuvo que nacer esfuerzos por contener la rabia que se iba apoderando de ella.

Las cenizas del viento le llenaron los pulmones, y tosió con suavidad tapándose la boca con la mano izquierda, mientras mantenía a Paz a punto en su derecha. Todavía no había podido determinar si los abelaat tenían sentido del oído o se guiaban por el olfato, pero no quería arriesgarse a que la descubriesen. Las lágrimas le anegaban los ojos, más copiosas aún que en Armstead, y abrían surcos en la ceniza de sus mejillas. Aquel olor apenas la dejaba respirar.

Un abelaat husmeaba el aire cerca de ella, y el viento le llevó su hedor. Se quedó inmóvil y azuzó el oído. Aparentemente, había un pequeño regimiento de abelaat al otro lado del edificio derruido en el que se encontraba. Jo advirtió que el viento hacía ondear su tabardo y su pelirroja melena y, sin atreverse a girar, comprendió que no había sido muy inteligente por su parte la decisión de entrar en la ciudad.

Los edificios de la avenida, aunque le impedían ver el corral, la escondían de los abelaat. Los ruidos que éstos emitían al olisquear se hicieron más perceptibles; las criaturas rodeaban el edificio. Jo retrocedió muy despacio, escuchando el tintineo de la malla de elfo y los latidos de su propio corazón.

La avenida se inundó de sombras vivientes. Sus oscuros halos impedían distinguir sus rasgos, pero Jo imaginó que podía ver sus enormes ojos y los venenosos colmillos de su boca. Terribles espadas surgían como prolongación de sus brazos. El miedo le hizo perder la noción del tiempo y continuó con su retirada, mientras las criaturas avanzaban.

Su espalda chocó contra una pared, lo que le hizo darse cuenta de que no había tomado la precaución de retroceder por el centro de la avenida. Los abelaat estaban confusos con su presencia y no podían localizarla, pero sabían con certeza que había un intruso. Jo apretó los dientes para no gritar ante el fatídico avance de las criaturas, que la rodeaban contra el muro.

—No te muevas –le susurró una voz masculina desde detrás.

Jo desvió la mirada de los abelaat y escudriñó en el interior del edificio. Distinguió una habitación en una de cuyas esquinas se amontonaban las tablas del techo. Al principio no vio nada más en la habitación, pero tras un momento notó como se agitaba el aire en su interior, como si un fuego hiciese ondear el ambiente. Mirando hacia los abelaat, Jo cruzó el umbral con cautela.

Pisó algo blando y oyó a alguien maldecir. El aire brilló intensamente y se le apareció la imagen de un hombre de negro, que un instante después se desvaneció. Jo retrocedió de un salto, sorprendida.

El aire volvió a temblar y en lugar de las tablas amontonadas vio un grupo de personas que se apiñaban alrededor de un extraño personaje vestido de violeta. Estaban curando heridos.

—¡Lo has estropeado! –exclamó el hombre vestido de oscuro, con una voz atenazada por el pánico. El encantamiento que los ocultaba reapareció tras pronunciar su última palabra.

Los abelaat echaron la pared abajo y redujeron a polvo y astillas la poca madera que quedaba en el edificio. Paz describió un círculo y cortó en dos al primer abelaat, y un momento después paró con su empuñadura la espada de una segunda criatura. Jo se agachó y rodó hacia la calle para conseguir más espacio en el que defenderse y mantener en secreto la presencia de aquel grupo. Ya tendría tiempo de preguntarles qué hacían en la ciudad.

Los abelaat se volvieron, blandiendo sus armas, y avanzaron hacia ella con paso firme y decidido, pero tenían dificultades para saber su posición debido a su sangre infectada. La furia de Jo hacía temblar las manos que sujetaban con firmeza la espada de plata rojiza. Comenzó a retroceder, atenta a la aparición de más criaturas.

Su pie izquierdo se encontró con un trozo de madera que la hizo tropezar. Al caer, los abelaat se precipitaron sobre ella y la embistieron con las espadas de sus brazos. Jo a duras penas consiguió detenerlas con Paz, pero la fuerza de las criaturas era tan asombrosa que empujó a Paz contra su pecho. Las criaturas volvieron a levantar sus armas para asestar un nuevo golpe.

En su desesperación, Jo logró incorporarse hasta quedar sentada e hizo describir un círculo a su espada. Como si de aire se tratase, Paz cortó en dos a las criaturas, que se disolvieron en un polvillo negro sobre el oscuro suelo.

El opresivo olor a pánico y muerte le llenó los ojos de lágrimas.

Notaba cómo la debilitaba el hedor de aquellas criaturas, y sintió un vacío en el alma. Se secó los ojos con el dorso de la mano y se propuso dejar de llorar, aunque en vano. Al mirar atrás, hacia el edificio, advirtió que el grupo mantenía el encantamiento que los hacía pasar inadvertidos. Jo les hizo señas para que la acompañasen a salir de la ciudad, si bien, dado el estado físico y anímico de aquellas personas, suponía que preferirían quedarse ocultos bajo su hechizo.

Tambaleándose, se levantó casi sin fuerzas ya para sujetar la empuñadura de su espada. La punta de Paz fue dejando un diminuto rastro en la ceniza mezclada con tierra mientras se alejaba de aquel lugar.

Al llegar al otro lado de las colinas, su total extenuación física le hizo perder el conocimiento.

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