10

Graybow estaba en la cima de una montaña, contemplando la llanura devastada. El frío le traspasaba la piel, y el aceitoso aire se le adhería a los miembros y lo desposeía lentamente del poco calor que aún le quedaba en el cuerpo. Ni su pesada capa de montar, gastada tras innumerables leguas de viaje, ni sus mejores botas ni los ropajes más gruesos podían aliviar el frío que lo sobrecogía.

El cielo estaba casi en penumbra y las nubes todavía ocultaban la luz del sol. Graybow intentaba sin éxito divisar entre las nubes la estrella Polar.

El suelo bajo sus pies parecía de piedra pómez, como si se hubiese vuelto estéril. La roca, aunque sólida en apariencia, se deshacía con facilidad, dejando a la vista un sedimento amarillento cubierto de una gravilla verdosa. Un olor extraño surgía del polvo; como una mezcla entre una carnicería y una herrería: sangre, hierro y sudor, y tal vez… dolor. Los olores lo transportaron a su juventud, cuando se entrenaba para ser un caballero en Darokin, su tierra. Pero aquellos olores no le traían recuerdos de tiempos buenos, sino de adversidades y de infelicidad.

Graybow recordó uno de sus poemas favoritos de Marmerand.

Describía las montañas como algo «puro e inmaculado, que se elevaba por encima de las disputas, escaleras al cielo y a las estrellas. Allí acuden los hombres y las mujeres para conversar con los Inmortales, allí aprenden cosas sobre ellos mismos y los inunda la sabiduría». Aplastando desdeñosamente una roca con el pie, Graybow alzó la vista al oscuro cielo y comprendió que la región de Mystara se había podrido con el mal; nada podía purgar aquella tierra. Aquello era lo único que se podía aprender en aquel lugar.

A pesar de la escasa luz, Graybow pudo percibir la silueta del castillo en la distancia. Las oscuras piedras con vetas plateadas de los muros del castillo se habían extraído del interior de la tierra hacía mucho tiempo. Sin duda, la devastación que lo asolaba era peor que la que él percibía a su alrededor.

Volviéndose, paseó la mirada por su séquito. Había llevado consigo a cuatro de sus caballeros favoritos, los cuales permanecían admirablemente impávidos ante el frío. Graybow se preguntó si la edad lo estaría debilitando.

Sir Nigelle, el más joven, señaló hacia el castillo.

—Sólo se ve desolación, señor –declaró con voz fuerte. Graybow había llevado a Nigelle por su extraordinaria vista. Si el caballero no veía nada era porque no quedaba nada que ver.

Graybow asintió y volvió la mirada hacia el castillo. Cada una de las torres tenía una caseta de guardia con un rastrillo, pero sólo el de la torre del frente estaba levantado. A lo largo del muro que rodeaba los patios interiores, se alineaban las aspilleras. Todas las entradas estaban protegidas por matacanes desde donde se podía arrojar aceite hirviendo sobre cualquiera que intentara alzar uno de los pesados rastrillos de hierro. Nada de eso había podido detener a los abelaat.

Graybow sacó un diario y una pluma de debajo de su capa de montar y comenzó a escribir:

El consejero Melios y su familia deben de haber muerto. No queda vida en este lugar abandonado. Los abelaat lo han destruido todo. Los monstruos han llegado ya a nuestras puertas, y todavía no sabemos nada de sus tácticas, poderes o debilidades. Antes del ocaso del día quiero poner fin a esta ignorancia.

El estómago se le retorció de la rabia, y sintió el gusto de la bilis en la boca. A pesar de sus diferencias, le desagradaba haber condenado a Melios a un final como éste. Aunque hubiese estado implicado en el intento de asesinato de Jo, aquel hombre seguía siendo un noble de Penhaligon, y las tropas de la baronía deberían haber estado allí para prevenir aquel desastre.

Graybow pestañeó para librarse del picor que le quemaba los ojos, producido por las sustancias que invadían el aire. Pensó en coger una muestra de tierra y llevársela consigo al Castillo de los Tres Soles para que los incompetentes magos viesen el daño que hacían los abelaat, y pudiesen pensar en algún plan de defensa. Pero sintió repulsión ante la idea de tocar aquella tierra verde y amarillenta. Las lágrimas resbalaban por su mejilla y se hundían en aquel suelo sin vida.

—Agua –se dijo a sí mismo al darse cuenta de la profundidad de los agujeros que habían producido sus lágrimas. Garabateó una nota en el margen de su cuaderno. Si el agua, o tal vez el agua salada, afectaba de tal manera la tierra devastada, tal vez afectase de igual modo a los abelaat. Decidió que duplicaría en las murallas los recipientes con líquidos hirviendo y les añadiría sal. Tan sólo era una corazonada, un presentimiento; tal vez inútil, pero aquello era lo único que le quedaba ante un enemigo tan poderoso.

Devolvió su cuaderno a su sitio bajo su cinturón, dejando escapar el calor que le proporcionaba la capa.

El alcaide apretó el puño alrededor del mango de su espada, una reliquia dorada llamada Sabia. La espada tenía el poder de inspirar a los hombres en el combate cuando la llevaba un hombre de carácter.

Con un suspiro, Graybow pensó en lo mucho que aquel aire helado lo afectaba a su edad. En los días venideros, Sabia debería transmitir toda su inspiración a través de su persona; de otro modo, Penhaligon dejaría de existir.

Graybow escrutó la tierra que divisaban y echó un último vistazo a los agujeros perforados en el suelo por sus lágrimas. A pesar de la repulsión que le provocaba aquella sustancia, tomó una muestra y la depositó en una bolsa de cuero, que cerró con un cordón y ató luego al cinturón. Al avanzar hacia el borde del precipicio, sintió cómo las rocas cedían bajo sus pies y retrocedió tambaleante para no caer al vacío.

—¿Estáis bien, mi señor? –le preguntó Oertrópolis, el caballero de más edad.

Graybow lo tranquilizó con un gesto y avanzó con más cautela hacia el borde. Se asomó sobre éste para verificar que la pendiente era lo bastante suave como para descender por ella. No veía rastros de animales o huellas de máquinas de asedio ni los había visto en el camino desde el castillo. Los trucos que habían empleado los abelaat para destruir las tierras de Melios eran un misterio tan insondable como el mismo origen y naturaleza de las criaturas.

Se volvió hacia los caballeros.

—Voy al castillo. Esperadme aquí.

—Lo siento, señor. No podemos dejaros hacer eso –replicó uno de los caballeros. Su hermano gemelo lo secundó:

—Estamos aquí para protegeros. No sabemos el peligro…

—Os doy las gracias, Byron y Lyraan –interrumpió, dirigiéndoles una mirada escéptica–. Estoy seguro de que vuestra familia estaría muy orgullosa de vosotros pero creo que, como ha hecho notar Nigelle, no hay peligro alguno.

Los gemelos se miraron y se cruzaron de brazos, con un gesto de determinación en el rostro. Graybow sabía que se tendría que pelear si discutía con los dos nobles, primos directos de la familia Hyraksos de Karameikos.

—La baronesa quiere un informe lo antes posible –adujo Byron.

—El viaje ya se ha prolongado por dos días –añadió Lyraan–. Deberíamos darnos prisa.

—De acuerdo –suspiró Graybow, indicando con un gesto que lo acompañasen; no tenía ganas ni fuerzas para discutir. Ambos caballeros se miraron sonriendo y montaron en sus caballos.

»Llevad los caballos a pie –añadió el alcaide–. El terreno de la ladera es demasiado blando. Quiero que los demás se queden para vigilar. Dejaré mi caballo aquí; no quiero que me moleste y dos caballos nos causarían problemas.

—¿Recibiremos fuerzas de apoyo, señor? –inquirió Nigelle, quitándose el casco, coronado con una pluma blanca que ondeaba al viento.

Graybow arqueó una ceja, señalando hacia el castillo en la ladera.

—¿Queréis decir en este asunto, o de otros reinos?

—De otros reinos, señor.

Había otros reinos que se extendían más allá de las tierras de Melios y que podían acudir a la convocatoria de fuerzas, pero Graybow dudaba que el mensaje hubiese llegado a tiempo.

—Hay demasiados problemas entre los nobles de esta región, sir Nigelle. No perdáis el tiempo divisando el horizonte en espera de que acudan en nuestra ayuda.

El joven caballero asintió, y se volvió para colocar su casco en el arzón de su silla de montar. El caballo intentó retroceder, pero Nigelle dio un fuerte tirón a las riendas, manteniéndolo firme en su sitio. Palpó en el interior de la alforja y extrajo una zanahoria, pero el animal estaba demasiado asustado por el olor del suelo para comer.

—Si divisáis algo, gritad. Con este silencio podremos oíros aun desde el castillo –dijo Graybow y, sin esperar respuesta de Nigelle u Oertrópolis, comenzó a descender por el precipicio. Sus pies resbalaban y alzaban una sucia nube de polvo; se cubrió con una mano la boca y la nariz para protegerse del hedor y se dejó resbalar con rapidez, ladera abajo, con la pierna derecha doblada y adelantada para no perder el equilibrio. Habría preferido que uno de los caballeros hubiese atado una cuerda a uno de los caballos, pero no creía que los animales se mantuviesen firmes.

Tras unos instantes, sir Graybow había alcanzado con elegancia el final de la ladera y se volvió para comprobar que los dos caballeros lo seguían con sus monturas. El caballo de sir Byron tropezó y casi se cae, pero recuperó el equilibrio a tiempo.

Graybow comprobó que la ladera era mucho más larga y escarpada de lo que se había figurado, y vio que había abierto un enorme surco en la tierra con su bajada. Allí abajo el suelo estaba un poco más firme que en lo alto de la montaña, pero las piedrecillas verdosas lo cubrían todo y el olor a sangre y sudor era incluso más intenso que arriba. Había tenido la esperanza de que la diferencia de altura mitigase en parte el aceitoso frío, pero éste seguía mordiéndole la carne. Una vez que se le unieron los demás, Graybow avanzó por los campos desolados en dirección a la oscura fortaleza. Marchaban en silencio, con los sentidos atentos a percibir cualquier señal de vida procedente del castillo. Hubo un momento en que tuvieron la sensación de oír el golpe de un martillo sobre un yunque, un sonido que a Graybow le recordó al campo de entrenamiento de Darokin.

Pero el viento arrebató el sonido y les dejó un desagradable aullido que les agarrotó los músculos.

Graybow continuaba la marcha a pie, y los gemelos lo seguían cubriendo su retaguardia a corta distancia. El alcaide sabía que se mantendrían separados a dos pasos por detrás y a un paso de sus flancos, como mandaban los cánones de la caballería. Aquellas reglas tácitas, aunque molestas en ocasiones, le proporcionaban una confortable sensación de protección mientras cruzaban la desolada llanura.

Graybow observó las huellas que sus pies dejaban en la tierra.

Recordaba que, en un viaje anterior, las tierra del estado de Melios le habían parecido de las más fértiles de todo Penhaligon. Ya no lo eran… Se estremeció y se alegró de que sus pesadas botas le mantuviesen los pies aislados de aquel terreno envenenado.

Los caballos relincharon con fuerza, lo que hizo que Graybow se detuviese. Temiendo que los gemelos tuviesen demasiados problemas con sus monturas, pensó en mandarles retroceder, pero ellos le sonrieron para asegurarle que estaban bien. Graybow asintió y miró hacia lo alto de la colina, donde los otros dos caballeros aguardaban.

Permanecían en el mismo sitio.

Al acercarse al castillo, Graybow se fijó en los sistemas de defensa. Había secciones de la torre que habían sido añadidas a lo largo de los años, como si se les hubiese encargado a los zapadores hacer arreglos improvisados a los muros originales. Al menos una torre había sido totalmente reconstruida, usando, para ello, poco más que tierra para recubrir una grieta en la pared.

Los muros del castillo eran de un negro tal que Graybow tenía dificultades para decir dónde comenzaba una piedra y dónde acababa la anterior. Las vetas de plata que recorrían las piedras formaban extraños dibujos sobre toda la estructura. Los altos muros estaban guardados por cinco pequeños torreones, situados a intervalos regulares a lo largo de la veteada superficie. Las tres torres del patio interior se alzaban protegidas en el interior de los muros.

El alcaide se cruzó de brazos, pensativo. El castillo del consejero había sido construido originalmente con la misma piedra que el Castillo de los Tres Soles.

—¿Por qué está tan negro? –le preguntó Lyraan a su hermano.

—¡Silencio!

Graybow se giró hacia los gemelos.

—Parece que los abelaat son más inescrutables de lo que describía la escudero Menhir –dijo–. No es esto lo que pasó en Armstead.

—Parece como si hubiesen absorbido la vida del lugar para dejar que se pudriese –observó sir Byron.

Graybow reflexionó en sus palabras.

—¿Y creéis que los abelaat han absorbido también la «vida» de los muros del castillo? –inquirió.

Los ojos de Byron se agrandaron de turbación, y el caballero agachó humildemente la cabeza.

—Lo siento, señor. Creo que lo que he dicho…

—Ha sido muy acertado, sir Byron –interrumpió Graybow–. No me cabe la menor duda de que estáis en lo cierto.

El rostro del caballero seguía pálido, pero sus ojos reflejaban cierto alivio.

Graybow se volvió hacia el castillo, y caminó hacia el rastrillo levantado de la caseta de la entrada. Examinó con detenimiento el techo de la estructura y descubrió el agujero de defensa de la puerta, que sin duda había resultado ineficaz en el asalto.

El camino que entraba en el castillo desde la caseta de la entrada se unía con los de las otras puertas en otro que llevaba a la torre central. El patio interior del castillo, dominado por las tres torres, estaba oscuro y vacío. Habían usado tierra recién excavada para rellenar una brecha en uno de los muros de una torre. Era todo lo que quedaba del fértil suelo sin devastar.

Graybow avanzó por el camino de entrada con un sonoro repiqueteo de sus botas contra el suelo. Feliz de haber dejado aquella tierra podrida para caminar sobre una superficie más sólida, les hizo una leve seña a los gemelos para que lo siguiesen.

Los caballos relincharon con fuerza y piafaron llenos de terror.

Graybow oyó el golpe de sus cascos sobre el pavimento, y mecánicamente se agachó a un costado, una reacción que había aprendido en los primeros años de su entrenamiento. Se volvió hacia los gemelos, y vio que éstos apenas podían contener a sus caballos para que no se soltasen. Las bestias tenían los ojos desorbitados por el miedo, y se negaban a entrar en la fortaleza.

—No podemos arriesgarnos a dejarlos atados –les dijo el alcaide–. Retroceded algunos pasos. Volveré en unos instantes.

—Señor… –comenzó Lyraan.

—Haced lo que os digo. No hay peligro en este lugar.

Los caballeros bajaron la cabeza en señal de asentimiento y se retiraron con sus monturas. Graybow se quedó inmóvil unos instantes pensando en lo que había dicho sir Byron sobre la vida que faltaba en aquel lugar. Al entrar de nuevo en el patio, aquel pensamiento le pareció aún más aterrador porque no se veía un alma en su interior.

Graybow avanzó con precaución hacia la torre principal, con la mano apoyada en la empuñadura de Sabia. No quería desenfundar su arma hasta que no fuese estrictamente necesario, y, en especial, no quería enseñar un arma mágica sin haber un motivo evidente. La gran puerta de la torre estaba entreabierta, como si hubiesen intentado forzarla desde el interior para poder salir.

Deslizándose dentro con sigilo, agudizó el oído para intentar percibir algún movimiento de supervivientes o de alguna piedra o madera que hubiese quedado suelta. La entrada estaba a oscuras, y la única luz era la que penetraba por las diminutas ventanas. Los pisos superiores se habían derrumbado, y no quedaba en pie ni una escalera.

El frío hacía que la torre fuese aún más inhóspita. Graybow se levantó el cuello de la capa y se apoyó en el marco de la puerta. Los abelaat habían arrasado la fortaleza de Melios sin dejar trazos de sus métodos de ataque. El alcaide forzó la mirada en la tenue oscuridad de la estancia pero no descubrió huella ni arma alguna, y ni siquiera una flecha rota.

Con un sonoro suspiro, se agachó para sentarse en el suelo de baldosas rotas. Había tenido la esperanza de encontrar evidencias de algún punto débil de los abelaat, pero hasta el momento lo único que tenía era una simple conjetura sobre la sal y el agua, sobre las lágrimas. Pasándose las manos por sus grisáceos cabellos, deseó que la convocatoria de fuerzas y los magos defensores del Castillo de los Tres Soles tuviesen la fuerza suficiente para repeler a los agresores.

—¡Señor!

Poniéndose de pie se giró. Sir Lyraan le hacía señas desde los restos de la puerta del castillo, señalando hacia el muro almenado del castillo. Su hermano se mantenía a cierta distancia con los caballos.

—¿Qué sucede? –inquirió el alcaide, caminando hacia el caballero.

—¡Creo que hemos encontrado algo!

—Me alegrará comprobarlo –murmuró sir Graybow cruzando el patio. Volvió a examinar los restos del castillo en busca de una pista que revelase algún secreto sobre el ejército abelaat. Tenía la desagradable sensación de que había algo sobre la guerra que no podía recordar, alguna de sus primeras lecciones que había olvidado hacía mucho tiempo.

En la parte exterior del castillo, Lyraan tenía la mirada fija en algún punto elevado del muro. Graybow sintió alivio al comprobar que los azules ojos del joven caballero también estaban llenos de lágrimas, lo que lo hizo sentir un poco más joven.

—¿Qué veis? –le preguntó el alcaide, alzando su mirada hacia donde se encontraba fija la del caballero.

Lyraan señaló hacia un punto el lo alto del muro.

—¡Allí! ¿No las veis?

—¿Ver qué?

El caballero agitó el dedo.

—¡Allí! ¡Esas marcas! Las que parecen hechas por una escalera de asalto.

Graybow dudaba que aquellas criaturas usasen algo tan mundano como una escalera de asalto para escalar un muro. Con un suspiro mostró su decepción y se cruzó de brazos. Cuando se disponía a expresar su opinión, lo volvió a invadir aquella molesta sensación de no poder recordar. Miró hacia arriba.

Las piedras, de un extraño color negro, mostraban dos muescas como provocadas por una escalera. Graybow pestañeó para quitarse de los ojos las lágrimas producidas por el intenso frío y aquel hedor insoportable. Examinando de nuevo el punto, negó con la cabeza.

—No puedo entender de qué se trata –dijo, entornando los ojos.

—Tal vez yo esté en lo cierto –manifestó Lyraan.

Graybow se encogió de hombros y avanzó hacia el muro. Golpeó las piedras del muro con los nudillos evitando las extrañas vetas plateadas. La piedra estaba fría y dura, y a pesar de su apariencia, se trataba sólo de piedra. Si el muro hubiese sido de algún otro material o hubiese crujido con sus golpes, tal vez habría podido encontrar otra pista que lo ayudase a defender el castillo en la inminente batalla.

Respiró profundamente a la vez que cerraba los ojos. El olor que se desprendía del suelo era intenso y continuaba trayéndole recuerdos de herrerías y mataderos de ganado. No había rastro de plantas ni tierra, ni cualquier otro olor que fuese normal en un castillo. Movió la cabeza, confundido, y sacó de nuevo su cuaderno de notas. Una de las primeras reglas de la investigación era la de anotar puntualmente todos los datos para luego extraer conclusiones. Comenzó a escribir.

—¿Qué opináis, señor? –quiso saber Lyraan.

—No sé qué pensar –replicó Graybow al acabar su anotación y guardar el cuaderno–. ¿Habéis encontrado otra marca similar?

El caballero negó con la cabeza.

—No, señor. Miraba al cielo casualmente cuando descubrí éstas.

—¿Llamamos a sir Oertrópolis y a sir Nigelle para que nos den su opinión? –sugirió Byron, que sujetaba con fuerza las riendas de los caballos.

Los otros dos caballeros continuaban su obediente vigilancia en lo alto de la montaña.

—Creo que sería mejor que se mantuviesen en sus puestos –repuso sir Graybow tras meditar por un momento–. Necesitamos que nos alerten en caso de que divisen algún ejército que se aproxime.

Además, cambiar de planes es siempre poco recomendable.

Sir Lyraan asintió y volvió junto a su hermano para agarrar las riendas de su montura. Graybow los oyó intercambiar impresiones sin llegar a comprender lo que decían, debido al relinchar de Tos caballos.

Alzando de nuevo la mirada hacia el muro, le costó localizar otra vez las marcas a causa de la escasez de luz. No acertaba a comprender el origen de aquellas marcas, pero el hecho de su presencia y su situación era suficiente para atraer su interés.

—Voy a subir a lo alto del muro –dijo sin volverse–. Tal vez pueda encontrar más pistas allá arriba.

Sir Byron le entregó las riendas a su hermano gemelo y soltó su maza de guerra de la silla.

—Permitidme que os acompañe, señor –pidió–. Tal vez los dos juntos podamos…

Sir Graybow alzó una mano para acallar al caballero y sonrió para sus adentros.

—No necesitáis convencerme de la ventaja de contar con dos pares de ojos –replicó, pensando que había ocasiones en que los de noble linaje actuaban como chiquillos nerviosos.

Al entrar de nuevo en el patio, sir Graybow examinó el mecanismo del rastrillo levadizo. No había luz suficiente para apreciar los detalles, pero suponía que las cuerdas que se ataban a los tornos de elevación estaban tan podridas como las de las catapultas. Se dijo que más tarde habría que investigar si el rastrillo había sido bajado y luego forzado hacia arriba y atascado, como solía suceder durante los asedios.

Sir Byron tosió, tapándose la boca con su guantelete y se cambió de mano la maza. El anciano se detuvo y, sin volverse, le prestó atención al joven caballero, quien se detuvo a su vez. El tintineo metálico de su cota de malla le indicó a sir Graybow que el caballero se balanceaba inquieto sobre los pies.

El alcaide estiró el cuello como si examinara las dependencias del castillo, lo que le dio tiempo para pensar. Comprendió que el caballero estaba nervioso y hacía lo que podía por disimular su miedo. La desolación, la oscuridad y el olor de aquel lugar debían de hacer mella en su temple. Tenían una misión, pero muy poco con que distraer sus mentes.

—Sir Byron, decidle a sir Lyraan que ate los caballos a cualquier cosa y que nos acompañe –indicó sir Graybow sin moverse–. Decidle también que traiga el libro y el estandarte.

El alcaide esperó a que regresaran sus dos acompañantes. No perdieron el tiempo; ataron a los animales a unos postes que había en el exterior del castillo, a pesar de las protestas de los caballos, y se unieron raudos a su comandante. Lyraan llevaba una pequeña lanza.

—Dispuestos, señor –dijo Byron–. He traído también cuerdas y estacas.

—Bien –aprobó sir Graybow. Ahora se daba cuenta de que era importante estimular la confianza de sus hombres, tanto para la misión que estaban llevando a cabo como para la batalla que pronto tendrían que librar. Si estaban demasiado impresionados por el aspecto desolado del castillo no reaccionarían con ímpetu ante la visión de las fuerzas abelaat. Él mismo no estaba seguro de cuál sería su reacción cuando divisara a las extrañas criaturas. El alcaide se aferró con fuerza a la empuñadura de Sabia e intentó disipar sus dudas, imaginándose algunas de las batallas que había vivido. Nadie, ni siquiera la baronesa, sabía nada del tiempo que había pasado en los pantanos de Karameikos luchando contra los muertos vivientes. No había visto un enemigo más espantoso que aquél; pero ahora no estaba seguro de que no existiese.

Graybow avanzó por el patio seguido de los dos caballeros, buscando el camino hacia las almenas. Las escaleras de mano que solían estar situadas cerca de los muros habían desaparecido, y las permanentes estaban destruidas o se habían derrumbado.

—Parece que tenemos problemas –comentó.

Sir Lyraan señaló hacia la torre que había sido reparada.

—¿Por qué no escalamos por el terraplén de tierra de ese lado de la torre? Da la sensación de que podríamos alcanzar el muro de un salto desde allí arriba.

—Excelente idea –respondió el alcaide, dirigiéndose a la torre.

Inspeccionó el terreno en busca de pistas que se le hubiesen escapado en su anterior incursión en el patio, pero no halló nada nuevo. Los caballeros hacían lo propio, aunque los nervios los traicionaban demasiado como para permitirles concentrarse.

La pendiente de tierra llevaba hasta la mitad de la torre, a una altura de unos quince metros, estimó el anciano. No tenía la menor idea de dónde habrían sacado los defensores del castillo tanta tierra para recubrir semejante brecha; no había rastros de excavaciones en ninguna parte del castillo. Los atacantes solían usar terraplenes de tierra para escalar los muros, pero aquella táctica la empleaban las civilizaciones menos avanzadas, que habitaban más al norte de Penhaligon. Graybow dudaba que los abelaat hubieran utilizado aquel medio para entrar en la torre; más bien sospechaba que algún proyectil de asalto de las criaturas debía de haber abierto un boquete, y que los hombres de Melios se habían visto obligados a recubrirlo de tierra. Si éste era el caso, los abelaat habían disparado el proyectil mucho antes de que comenzara el asalto, puesto que los defensores habían contado con el tiempo necesario para construir el terraplén.

—Sugiero que me permitáis investigar primero –dijo sir Byron y, dejando caer al suelo la bolsa de estacas, sopesó el martillo en ambas manos y comenzó a subir la pendiente.

—No se os ha dado la orden de proceder –declaró secamente el alcaide. No estaba enfadado con el joven, pero temía que el miedo hubiese despertado en él un exceso de entusiasmo–. Por ahora el control y la disciplina son más importantes que escalar esa rampa. No debemos perder el control.

El caballero descendió del terraplén y se acercó a sir Graybow dispuesto a recibir una regañina. El alcaide suspiró y esbozó una sonrisa, pensando que muchos caballeros se aprestaban en exceso a aceptar un castigo por las más insignificantes infracciones.

—Tengo curiosidad por saber cómo habrán construido esta rampa.

Pero tengo aún más curiosidad por saber de dónde procede toda esta tierra.

Rodeó al inmóvil caballero para acercarse al terraplén y clavó una rodilla en el suelo. Al inspeccionar la tierra, descubrió algo que lo sobresaltó.

—¿Veis esta tierra? –preguntó, agarrando un puñado–. Con calma, echadle un vistazo.

Sir Byron abandonó su postura firme, aliviado, y se volvió para inspeccionar la tierra recogida por sir Graybow. El alcaide le hizo señas al otro caballero para que la examinase a su vez.

—Esta tierra es distinta de esta otra –añadió Graybow, señalando hacia la tierra devastada–. Está fresca…, viva.

Lyraan sacudió la cabeza y se irguió.

—¿Qué queréis decir?

Graybow recordó la descripción que había hecho Jo de los abelaat. Había dicho que las criaturas habían vuelto a Mystara para recuperar la magia que habían perdido, incluyendo la magia que había dentro de cada ser vivo.

—Parece –dijo, extrayendo lentamente una conclusión– que vuestras observaciones eran acertadas. No absorben sólo la vida de la gente que defiende el castillo, sino también de la propia piedra y tierra de que está construido. A pesar de ello tenemos un montón de tierra que ha escapado a esos efectos devastadores…

—Ó tal vez hayan amontonado toda esa tierra después de que los abelaat dejaran sin vida la tierra –observó sir Lyraan y se apresuró a añadir–: señor.

Graybow se puso en pie.

—Ésa parece una conclusión más razonable. Apostaría a que esta tierra se extrajo de debajo del suelo del castillo o de la torre destruida.

—Así que tenemos dos posibles conclusiones: si la tierra se extrajo de dentro de la torre, los muros de la torre fueron capaces de detener el poder de los abelaat para devastar la tierra. Si, por el contrario, la tierra proviene de debajo del suelo, la superficie del suelo detiene hasta cierto punto los efectos destructivos –observó Byron.

Lyraan tomó el relevo de las conclusiones.

—Así que, si queremos proteger a algunas personas, como la baronesa, del poder devastador de los abelaat, debemos albergarlos en recintos de anchos muros o bajo tierra.

Graybow volvió a asentir, ahora tomando notas en su cuaderno.

Una vez que concluyó, estudió detenidamente el borde del agujero que supuestamente debía cubrir aquel terraplén. No había restos de quemaduras ni un corte limpio en la roca, como era de esperar cuando la hechicería tomaba parte en un combate.

—Esos abelaat son desconcertantes. Son criaturas mágicas, y sin embargo da la sensación de que usan armas de los mortales. –Dejando caer la tierra al suelo, añadió esta nueva información en su diario. Ahora estaba seguro de que los hallazgos de aquella expedición salvarían las vidas de al menos una legión de hombres.

»¡Vamos! –dijo, devolviendo el diario a su sitio–. No hay tiempo que perder.

El alcaide comenzó a trepar por el montículo, haciendo señas a los otros para que lo siguiesen. Byron cogió su fardo y se lo echó sobre los hombros sin soltar su maza. Lyraan ajustó los extremos de la cuerda a la mochila y avanzó por la pendiente, usando la lanza como bastón.

La tierra del terraplén estaba bien prensada, aunque Graybow no pudo detectar marcas o huellas que delatasen el empleo de troncos u otros métodos para alisar la superficie. Si sus suposiciones eran ciertas, debían de haber vaciado de tierra el suelo de la torre, y usado como soportes las piedras y tablas. Ante la cantidad de tierra empleada para un montículo tan voluminoso, era de suponer que habían vaciado el suelo hasta los propios cimientos de la torre. El miedo de los habitantes debía de haber sido extremo para darles fuerzas para cavar, amontonar y prensar toda aquella tierra para tapar la brecha, a la vez que escalaban hasta aquella altura.

Sin duda los habitantes del castillo querían a toda costa mantener alejadas de aquella torre a las criaturas. Estaba seguro de que los zapadores del castillo podrían haber empleado su tiempo en algo más valioso que la reparación de una torre que daba al patio. La construcción debía de haber albergado algo o alguien muy valioso.

El alcaide se detuvo y se volvió. Una brecha que daba al interior del patio indicaba que el proyectil se había lanzado desde la parte delantera del castillo. Al mirar hacia la parte opuesta a la brecha, Graybow vio que justo enfrente se encontraba la puerta frontal.

—¿Qué habéis descubierto, señor? –preguntó Lyraan, que se hallaba unos pasos por detrás.

Graybow contempló el resto de la fortificación.

—Nada –respondió–, por ahora.

Graybow llegó a la cima del terraplén casi sin respiración. Los caballeros avanzaron para ayudarlo, pero los hizo retroceder con un gesto de impaciencia. No iba a dar signos de debilidad, aunque se preguntó si alguna vez había sido capaz de escalar una ladera ataviado con una completa armadura y con una mochila a la espalda… incluso cuando tenía la edad de Byron y Lyraan.

Miró por una ranura que había entre el montículo y la brecha sin descubrir nada, debido a la débil luz del interior. La rampa cubría la mayor parte de la brecha, lo que forzó a Graybow a agacharse para atravesar la abertura. Tenía la esperanza de que la luz se filtrase a través de las ventanas superiores de la torre, pero les habían puesto unos tablones para resguardarlas sabiamente del ataque; las ventanas de las torres eran el blanco favorito de las flechas encendidas de los arqueros enemigos.

—Me figuro que no tenemos antorchas –comentó el alcaide.

—Lo lamento, señor –dijo Byron desde el exterior de la torre-

¿Queréis mi abrigo de cuero? Podríamos envolverlo en mi maza y encenderlo. He traído mi yesca.

—No será necesario –respondió Graybow, deslizándose otra vez por la grieta hacia afuera–. No sabemos cómo está la estructura del terraplén e internarnos en la oscuridad sería innecesariamente peligroso. Sigamos hacia el muro.

El muro se hallaba a unos tres metros de distancia del montículo y a unos ocho por debajo de éste. Graybow examinó la distancia con escepticismo, decidiendo que era hora de admitir que ya no era un robusto jovenzuelo. Afortunadamente sus dos acompañantes sí lo eran.

—¿Podéis llegar hasta allí de un salto? –le preguntó a sir Byron.

El caballero examinó su indumentaria dando unos golpecitos a su armadura. Tras reflexionar un momento, contestó:

—Llevo mucho relleno, además de la malla y el peto. No creo que pudiese alcanzar la velocidad suficiente. Preguntadle a Lyraan. Él es el saltarín de la familia.

El otro caballero le dirigió una airada mirada que Graybow no entendió, pero supuso que tenía algo que ver con la reputación del joven por sus amoríos frustrados. Lyraan dejó caer su mochila, y, clavando la lanza en el suelo, sacó la cuerda y le hizo un lazo. Sin apartar los ojos de su hermano, hizo girar el lazo por encima de su cabeza y lo lanzó. La cuerda quedó sujeta en una almena, y el caballero la tensó.

—Tú eres el escalador –le dijo en voz baja a su hermano y, volviéndose, sujetó con fuerza la cuerda.

Graybow, que miraba ingenuamente a los gemelos, decidió no intervenir; cualesquiera que fuesen sus disputas y su reputación, al menos les mantendrían la mente alejada de la aprensión del momento.

El alcaide aferró la cuerda a varios pasos de Lyraan.

Byron ajustó con torpeza su maza en el cinturón y, agarrando la cuerda con ambas manos, se asomó al borde del terraplén y se dejó resbalar hasta quedar colgando en el vacío. Graybow inspiró profundamente ante el peso del caballero, al sentir que una vieja herida en su espalda protestaba con un pinchazo de dolor. Se alegró de que Lyraan tuviese la fuerza suficiente para sostener la mayor parte del peso.

El joven caballero descendía lentamente desplazando las manos por la cuerda. El movimiento lo hacía balancearse, y Graybow se vio obligado a retroceder y a afianzar los talones en el suelo para no perder el equilibrio. Oyó cómo Lyraan gruñía con el esfuerzo e hizo lo propio.

Un trozo de roca se desprendió de la pared en la que estaba atado el lazo. Byron se paró a medio camino y esperó a que se detuviese el movimiento de la cuerda. Cuando dejó de balancearse, reanudó el descenso más despacio. Para Graybow, el ruido de la roca al desprenderse había sido más ominoso que el de un trueno.

Byron intentaba alcanzar la muralla, pero aún estaba muy lejos para poder encaramarse. La respiración de Graybow se había vuelto agitada y entrecortada, y el sudor comenzó a resbalarle por las cejas.

Recordó, divertido, el comentario quejóle había hecho sobre el exceso de pasteles en su dieta.

Tras desplazarse un poco más, el caballero alcanzó el borde de la muralla y, aflojando la cuerda, se aferró al borde e impulsó las piernas para encaramarse definitivamente. Sin decir nada, se desató la cuerda y la afianzó en otra piedra.

—Ahora podéis acercaros, señor –gritó, sosteniendo la cuerda.

Graybow soltó la cuerda y movió los dedos para recuperar la sensibilidad. Se maldijo por tener un cuerpo tan descuidado, y un ligero malestar se apoderó de él al compararse con sus dos acompañantes, que, sin duda, lo superaban en fuerza y habilidad para el combate. Pese a ello le profesaban una gran lealtad.

—¿Algún problema, señor? –le preguntó Lyraan desde atrás, manteniendo tensa la cuerda.

—No, ninguno –contestó el alcaide. Avanzó hacia el borde del terraplén y, asiendo la cuerda de la misma manera que Byron, tomó aire para armarse de valor y saltó al vacío.

El calambre en su espalda se transformó en una sacudida de dolor que le recorrió la espina dorsal, pero Graybow no quiso regresar.

La herida que le había producido una traidora lanza de elfo nunca había llegado a curarse por completo, y rogó por que la cicatriz no se abriera.

Byron se mantenía firmemente aferrado a la cuerda. Graybow oyó otra vez un crujido que provenía de la pared y se preguntó si se trataba de un defecto de construcción o, por el contrario, un debilitamiento a consecuencia de los efectos del ataque abelaat. Miró hacia el suelo y aceleró su marcha sin deseos de averiguar el verdadero motivo.

Graybow alcanzó el borde, y Byron lo ayudó a encaramarse tirando de él. El alcaide se lo agradeció con un gesto, pues no le alcanzaba el aliento para articular palabra. Se alejó unos pasos apretando los dientes para aliviar el dolor que le mortificaba la espalda.

—¿Queréis que me quede aquí, señor? –le gritó Lyraan desde el montículo.

Graybow asintió sin conseguir pronunciar palabra. Tras varias bocanadas acertó a decir entre jadeos:

—Sí…, necesitaremos… vuestra ayuda para volver.

Lyraan hizo una seña de asentimiento y cogió su lanza. Graybow le devolvió el saludo y se dirigió a la puerta principal seguido de Byron.

El caballero caminaba con precaución a lo largo del parapeto.

Quería asegurarse de que no se había debilitado la dureza de alguna piedra que lo hiciese dar con sus huesos en el suelo. No veía rastro de armas destruidas, ni siquiera una fisura producida por una piedra de honda que les proporcionase alguna pista, sin duda valiosísima. Él y Byron se detenían cada pocos pasos y buscaban en el muro alguna señal del ataque, pero no encontraron absolutamente nada.

En la puerta principal, Graybow se volvió y apuntó en su cuaderno los daños que había sufrido el castillo. La nueva perspectiva no aportaba nada nuevo a su visión de los desperfectos. Lanzó un suspiro decepcionado.

—Creo que hemos encontrado las marcas que buscábamos –afirmó Byron asomándose por la muralla de protección. Sir Graybow se le aproximó y se asomó a su vez. El caballero le señaló lo que, tal como había dicho Lyraan, eran las marcas de una escalera de asalto.

—¿Veis alguna más?

—No… ¡Sí, señor! ¡Hay muchas más a lo largo de la pared!

Graybow también percibió las marcas.

—Parece que lo que ha ayudado a los abelaat a avanzar, sea lo que sea, no es infalible –comentó.

Observando el suelo, Graybow se dio cuenta de algo que había escapado a su atención en la subida: unas marcas profundas en la superficie. Era obvio que algunas eran obra de los proyectiles de asalto, enormes rocas o bolas de hierro, y otras las interpretó como huellas de ruedas. Los surcos provenían de la misma dirección.

El alcaide se volvió de nuevo para repasar los daños del castillo.

Había llegado a la conclusión de que la piedra de asalto que había demolido la torre había sido disparada desde el frente del castillo. Las marcas que habían dejado las escaleras se detectaban solamente en la puerta central; en las otras paredes no habían encontrado nada, por lo que suponía que no había más. El único rastrillo que estaba levantado era el de la puerta principal. Sacando su cuaderno, anotó otra idea y esbozó una leve sonrisa.

—¿Qué sucede, mi señor? ¿Habéis encontrado algo?

—No, sir Byron. Yo no he encontrado nada –replicó el alcaide, volviéndose a colocar la libreta en el cinturón–. Habéis sido vos.

—¿Cómo decís, señor?

—Vos y vuestro hermano descubristeis las marcas de la entrada principal –dijo Graybow–. Parece ser que los abelaat tienen una táctica de ataque muy simple: atacan de frente.

—¿Por eso no están levantados los otros rastrillos? –inquirió el caballero.

—Eso supongo –respondió el alcaide–. Es también la razón por la cual las marcas de las escaleras se encuentran en la parte central y no en las laterales.

Sir Byron volvió la mirada hacia el castillo y frunció los labios, pensativo.

—¿Qué ganamos con saberlo, señor? –inquirió, confuso.

—Tal vez nuestras propias vidas.

Загрузка...