Jo marchaba detrás de sir Domerikos, conduciendo un caballo cargado con su equipaje. Había inspeccionado cada pieza de su armadura, y sólo había hallado dos junturas de malla defectuosas.
Cuando se lo hizo saber, el caballero las reparó personalmente, aduciendo no querer perder tiempo con el armero.
Sir Domerikos era el comandante en jefe de las fuerzas que abandonaron el castillo. El contingente se dirigía a Entrada, lo cual alegraba a Jo. Mirando hacia atrás, divisó otra unidad que iba al noroeste, hacia la fortaleza de la Carretera del Duque. Las fuerzas que se dirigían a Frontera habían partido el día anterior.
El suelo estaba duro y frío, lo que hacía más incómoda la marcha a los caballos contra la inclemencia del viento. Jo tiraba constantemente de las riendas para forzar a la bestia a que continuase avanzando, y, a pesar de su notable fortaleza, el hombro le empezaba a doler. El caballo volvió a detenerse, lo que la obligó a hacer lo propio. Con rabia se apartó el pelo de la cara y, mirándolo fijamente a los ojos, se preguntó si era consciente del trabajo que le estaba dando. Mirando hacia atrás, comprobó que estaba perdiendo rápidamente terreno con respecto a su caballero.
—¡Vamos! –murmuró, al tiempo que tiraba de las riendas con ambas manos. Tenía mucha experiencia con toda clase de animales, pero aquél se lo estaba poniendo realmente difícil. El animal movió arriba y abajo la cabeza y con un relincho retrocedió un paso. Tiró con todas sus fuerzas para poner en marcha al animal, procurando, en lo posible, no dañarlo.
—¿Tenéis problemas, escudero? –oyó que le decía una voz desde atrás.
Jo se volvió enfadada, esperando encontrarse a un soldado del Águila Negra. En lugar de eso, se topó de bruces con el yelmo de sir Domerikos, que la contemplaba desde lo alto de su corcel gris.
—No, señor –dijo esbozando una ingenua sonrisa.
—Entonces ¿qué es lo que ocurre?
—No hay ningún problema, señor –mintió de nuevo–. El caballo debe de estar cansado.
El caballero estiró un brazo.
—Dadme esa rienda –ordenó.
Con un breve suspiro, Jo hizo lo que se le dijo. Domerikos enrolló la correa en el borrén de su propia silla e hizo que su montura volviera grupas. El caballo de carga inició su marcha a regañadientes.
—No lo entiendo –suspiró Jo mientras la adelantaban otros caballeros y escuderos.
—Escudero Menhir –la llamó el caballero desde el interior de su yelmo–, si no os importa…
Jo se volvió hacia él, enfadada consigo misma por no prestar atención a su labor. Acudió corriendo para situarse junto al caballo, que parecía seguir haciendo caso omiso de ella.
El caballero la miró, y ella supuso que la veía como una idiota. Ni por un momento podía quitarse de la cabeza la necesidad de emprender su búsqueda, y ello le impedía concentrarse en el trabajo.
Trató de imaginarse qué podía haberle sucedido a Dayin y sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo, lo que provocó un ligero tintineo de sus mallas. Ambos habían sido víctimas del venenoso mordisco de un abelaat, y ese terror compartido los unía de algún modo.
—Escudero Menhir –repitió sir Domerikos. Jo, al ver interrumpidos sus melancólicos pensamientos, dirigió una mirada fulminante al caballero. Domerikos se quitó el casco alado y sacudió su larga y negra melena. En su afilado rostro destacaban dos pómulos prominentes. Los ojos eran de un color oscuro, y lucía un bigote cuidadosamente recortado que confería un aire agradable a sus severas facciones.
—¿Sí…, señor? –preguntó con corrección, mirándolo a los ojos.
—Sir Graybow me contó muchas cosas sobre vuestras últimas… experiencias –dijo el caballero–, pero aún me queda algo de curiosidad.
¿De dónde sacasteis esa fina armadura y el tabardo?
Jo torció la cara para evitar no decir algo precipitado. El tono de voz no era adulador ni arrogante, pero aquellos modales aristocráticos la irritaban. Recordó los tiempos difíciles que había soportado en las calles de Specularum, en las que había tenido que limpiar botas, carruajes e incluso chimeneas para no morir de hambre. Sir Domerikos era del tipo de gente que le solía tirar algunas monedas, aunque había demostrado el suficiente respeto como para no llamarla «chica».
—¿Qué fue lo que os contó de mí? –le preguntó con astucia, desviando su mirada.
—Poca cosa, excepto que gozasteis de una compañía muy destacable.
—Esa compañía tan destacable no hizo de mí una escudero.
—Lamento profundamente haberos ofendido –se disculpó el noble educadamente–; no era ésa mi intención.
Jo escrutó el rostro del aristócrata y comprendió que no pretendía burlarse de ella; simplemente trataba de ser amable y abierto. Se sintió culpable por haberlo prejuzgado sólo por su estirpe.
—No tenéis que disculparos ante mí, señor. No soy más que una escudero –respondió.
—Eso me ha dicho sir Barethmor, de los lanceros del Águila Negra.
—¿Habéis hablado con él?
Domerikos sonrió y volvió su mirada hacia el contingente de los caballeros de coraza negra. Sir Barethmor era el capitán general de los lanceros.
—Ya hemos hablado en otra ocasión –afirmó.
—Me preguntó por vos –dijo Jo, preocupada–. Creo que quiere… traeros problemas.
Domerikos asintió.
—Sin duda, en una ocasión tuvimos una disputa por cierta dama que… en fin, no creo que os interese.
Había despertado el interés de Jo, y, cuanto más tiempo lo mantuviese hablando sobre sí mismo, más tardaría en verse obligada a dar algunas respuestas.
—Por favor, contádmelo –pidió.
Domerikos estiró el cuello, y se pasó por el cabello una mano enfundada en el guantelete. El aliento blanquecino que se formaba mientras hablaba se disolvía en el frío aire.
—Los detalles no tienen importancia, pero en una ocasión le arrebaté a Barethmor lo que más lo obsesionaba.
—¿Qué era?
El caballero se volvió hacia Jo, sorprendido.
—Su mujer, por supuesto. –La agudeza del comentario la hizo reír.
Sir Domerikos rió también y añadió–: A mis oídos había llegado que el muy animal la maltrataba, y, al partir del Castillo de los Tres Soles para retarlo a muerte, me la encontré cabalgando hacia mí con un plan de fuga.
—Pues Flinn nunca me contó una historia parecida –dijo Jo entre risas. Lamentó el comentario, pero se figuró que todo el mundo había oído que era la escudero de Flinn el Poderoso.
—¿De veras? –exclamó sir Domerikos, sorprendido nuevamente–. ¿Qué tipo de historias os contaba?
Jo apretó los labios con desgana.
—Yo… –comenzó, intentando ser lo más educada posible–. Él contaba historias que eran… esclarecedoras.
—De las que muestran una visión más realista de la caballería; no como la gente cree que es –observó, asintiendo.
—Exacto –contestó Jo, satisfecha de que el caballero fuese tan astuto.
—Creo tener una noción del tipo de hombre que era Flinn. Siempre me he hecho preguntas sobre él, y vuestra compañía es mi mejor oportunidad de llevar a cabo mi investigación.
—¿Vuestra qué…?
Sir Domerikos se inclinó sobre su silla y susurró:
—¿No os lo contó sir Graybow? Voy a escribir un libro sobre Flinn el Poderoso. Intencionadamente, pospuse mi estudio del hombre hasta que llegase a conoceros.
Jo arqueó las cejas, deteniéndose. El caballero detuvo su caballo y se volvió para mirarla. La muchacha tenía la furtiva sospecha de que iba a oír algo que no le gustaría.
—La expresión de vuestro rostro me dice que ya lo habéis adivinado, escudero Menhir –dijo Domerikos–. Como sabía de vuestra relación con Flinn, solicité que se me otorgasen vuestros servicios como escudero.
—¿Qué? –gritó, indignada–. Estoy aquí como vuestra escudero porque solicitasteis mis servicios. ¿Qué hay de mi misión? ¿Qué pasa con…?
—Yo de vos no hablaría tan alto, escudero Menhir. Hay algunos por aquí a los que les interesaría saber sobre vos tantas cosas como a mí.
Jo se volvió y comprobó que un grupo de lanceros del Águila Negra la contemplaban señalándola y haciendo gestos entre sí, Barethmor entre ellos.
Sir Domerikos hizo girar su caballo; Jo lo imitó y desenfundó la espada de la vaina que había pertenecido a Vencedrag. Apenas notaba el peso de la hoja. Las diminutas marcas dejadas en sus palmas por las piedras de abelaat habían casi desaparecido.
—Hermosa espada, escudero –comentó Domerikos, alargando el brazo–. ¿Puedo verla?
—No, señor; no puedo dejar a Paz en las manos de otra persona –replicó con firmeza.
—Podría ordenaros que me entregaseis esa arma, escudero Menhir.
—Sí, señor; podríais. Podríais ordenarme que luche a muerte en el campo de batalla; y aunque me costase la vida cumpliría vuestras órdenes de la mejor manera posible. Pero no os entregaré mi espada.
El caballero asintió sin mirarla.
—¿Es la espada que fue bendecida por la gente de Penhaligon? –inquirió.
—En efecto.
—¿Es ésa la empuñadura de Vencedrag?
—Sí.
Sir Domerikos, se inclinó sobre su silla para contemplar más de cerca a Paz, y luego guardó silencio por unos momentos, con expresión pensativa.
—Fascinante –dijo–. Confío en que algún día, escudero Menhir, me contaréis vuestra historia.
Los dos continuaron en silencio. Jo pensó que, de no haber sido el escudero de Flinn, habría aprendido gustosa bajo las órdenes de sir Domerikos.
Con Paz descansando sobre su hombro, Jo observó la marcha de las fuerzas. Había tres regimientos de la baronía del Águila Negra, uno de los cuales era de caballería. Penhaligon había añadido tres más de caballería además de dos de ballesteros y dos de infantería. El arma principal de la infantería eran las lanzas, y todos portaban un escudo decorado con el heraldo de sus respectivos señores.
Jo se imaginó al mando de un destacamento semejante, pero supo al instante que ello no le haría ni pizca de gracia. La vida en las calles de Specularum implicaba valérselas por sí mismo; las muestras de amabilidad eran escasas y, a menudo, engañosas. Jo había aprendido, por lo tanto, a no confiar en nadie más que en sí misma.
Era consciente del valor y la variedad de recursos que se necesitan para dirigir las fuerzas en el campo de batalla, pero desconocía Tos principios morales y la habilidad de cultivar los corazones de los hombres. Alzó la vista hacia sir Domerikos, con su respeto por él incrementado.
Penhaligon estaba rodeado de colinas y suaves pendientes. El contingente se dirigía hacia el norte, a través de onduladas elevaciones, hasta que alcanzaron algunos bosques dispersos sin nombre. Al pasar al lado de uno de ellos, uno de los lanceros del Águila Negra lanzó un grito, señalando hacia un árbol. Jo se volvió sorprendida y descubrió un enorme venado que pastaba en el límite del bosque.
El lancero bajó la visera de su yelmo y apartó de un empellón a uno de sus compañeros al tiempo que espoleaba su montura. El caballo profirió un fuerte relincho e inició el galope. El compañero se recuperó enseguida y lanzó el caballo al galope, intentando dar caza al otro. El resto de los lanceros se rieron abucheándolos, sin que Jo entendiera lo que decían.
Sir Domerikos alzó la cabeza para ver qué sucedía. Hizo girar a su montura para dirigirla hacia el bosque, a la vez que soltaba la pestaña que sujetaba su sable a la silla. Jo advirtió que, no bien el caballero se ponía en movimiento, sir Barethmor también hacía girar a su caballo y soltaba su maza de guerra del estribo.
—Curiosa arma para cazar venados –comentó Jo, haciendo un ademán hacia el capitán de los lanceros.
Domerikos contempló a los lanceros del Águila Negra, y dejó escapar una risita, tras lo cual volvió a su posición entre los demás caballeros.
—Ciertamente –le dijo a Jo sin mirarla.
—¿Qué vais a hacer?
—Dirigir a la tropa y mantenerme fuera de su camino, asegurándome de que se mantenga a una buena distancia de mí… y de vos –añadió.
—¿Qué queréis decir? –se extrañó Jo.
—Sir Graybow me informó acerca del… instructor que se os envió desde el condado del consejero Melios. –El caballero continuaba con la mirada perdida en la distancia–. ¿No sois acaso la nueva espada?
Jo cambió su agarre de la empuñadura de la espada, pues las piedras de abelaat le rozaban las muescas que le habían quedado marcadas en las palmas al defenderse del asesino.
—No dejéis que se os acerque ese hombre, escudero –murmuró sir Domerikos–. Ha intentado arrastrarme a peleas en numerosas ocasiones, pero nunca lo ha conseguido.
Jo agarró a Paz con una sola mano y, alzándola por encima de su cabeza, la impulsó hacia adelante. El ejercicio le calentaba los entumecidos músculos.
—Yo creía que teníais intención de retarlo cuando le arrebatasteis a su esposa –comentó.
—Aquello era diferente, y me alegro de no haberlo hecho.
—¿Por qué?
Domerikos aseguró la correa de su espada.
—Porque posteriormente me enteré de que ese hombre utiliza toda una serie de triquiñuelas mágicas.
Jo sintió un escalofrío y dejó de blandir su espada. La mayor parte de los trucos de magia con que se había topado eran malignos, con la excepción de los encantamientos de teletransporte de Karleah y la cola de perro que le había regalado su padre. Asustada, recordó el poder maligno de Teryl Uro y se preguntó cómo haría para sortear sus defensas mágicas.
Del bosque surgió un grito que los hizo girar en aquella dirección.
Uno de los lanceros tenía problemas o estaba loco de alegría. Muchos de los escuderos dejaron a sus caballeros para acudir corriendo hacia el lugar.
—¿Por qué no vais con ellos, escudero? –sugirió el caballero con una leve inclinación de cabeza.
—¿Qué están haciendo? –preguntó confundida.
—Cazando un venado, por supuesto.
Jo frunció los labios mientras observaba cómo los escuderos se internaban en la oscuridad del bosque empuñando sus espadas y pequeñas lanzas. Jo no se sentía como uno de ellos y eso le provocaba cierta incomodidad. Negando con la cabeza, decidió quedarse.
—¿Por qué no vais, escudero? Os proporcionaría una cierta distracción de vuestras obligaciones.
—No me parece una buena idea, señor, pero os lo agradezco. No creo tener muy buena reputación entre el resto de los escuderos, debido a mis antecedentes.
Sir Domerikos pareció sorprenderse.
—Todo lo contrario, escudero. Sois la figura más admirada del castillo.
—Ése es mi problema, señor. En pocos días he pasado de ser repudiada a ser adorada.
—De acuerdo, pues. Si tal es vuestra decisión, entonces os ordeno que os unáis a los otros escuderos, busquéis al ciervo y le arranquéis las astas para proporcionarnos fama y honor.
Jo miró fijamente al caballero, quien la obsequió con una amplia sonrisa. La joven no pudo evitar devolverle la sonrisa, pero ésta se truncó cuando sus ojos se encontraron con la figura de sir Barethmor.
—Si sir Graybow os ha sugerido que sir Barethmor desea mi espada –dijo Jo, alzando enfáticamente su plateada arma–, entonces probablemente no debería abandonar vuestra protección.
—Si sir Barethmor desea vuestra espada, tendrá que luchar conmigo para conseguirla –declaró sir Domerikos con contundencia.
Jo inclinó la cabeza, adulada.
—Y, ahora que ya hemos intercambiado suficientes cumplidos, será mejor que os mováis –añadió sir Domerikos con la misma sonrisa–. Quiero que cacéis el venado, pero sobre todo quiero que lo hagáis antes que esos lanceros mentecatos.
Con una risa involuntaria, Jo se alejó de la columna, vigilando a Barethmor; el rostro del hombre se escondía bajo un yelmo, pero no parecía mostrar el más mínimo interés hacia su persona.
Sin pensarlo más, asió a Paz con ambas manos y corrió al encuentro de los escuderos, acompañada por el tintineo de su malla de elfo. Le sentó bien estirar las piernas y correr en lugar de mantener la pesada marcha de la columna.
El bosque era mucho más frío de lo que había previsto, pero no dejó que eso aminorase su marcha. Divisando varios senderos que seguir, Jo eligió el que mostraba mayores indicios de rastros de animales. En Specularum había pocas oportunidades de cazar, a no ser las ratas de los muelles o las comidas sin vigilar de los mercaderes obesos. Todo lo que sabía lo había aprendido durante su corta estancia con Flinn y en algunas incursiones extraoficiales en los cotos privados de Karameikos.
Corrió entre los árboles sin divisar pájaros ni ardillas ni animal alguno. Tampoco se oía el canto de los pájaros ni el zumbido de los insectos. Se internó más profundamente en el bosque sin poder hallar rastros ni huellas. Al cabo de un rato se detuvo a descansar y alzó la mirada hacia las hojas de los árboles que la cubrían. El cielo gris no dejaba pasar los rayos del sol, lo que le trajo a la memoria la presencia del abatón, absorbiendo la vida de los seres del mundo. Aferró a Paz con las dos manos, ansiosa por comenzar su búsqueda.
De repente oyó el relincho de un caballo y divisó al ciervo. Era más grande de lo que había imaginado, tan alto como ella y tenía la piel de un marrón claro, parecido a un campo de trigo. Observó cómo la bestia sorteaba un par de árboles y luego se volvía hacia el jinete de negro. El caballero fue cogido por sorpresa, y su caballo se encabritó y reculó torpemente. Él ciervo agachó la cabeza para mostrar su cornamenta.
—¡Está poseído! –gritó el lancero, luchando por controlar a su montura. Su enorme caballo continuaba retrocediendo y piafando con ojos de pavor.
Jo se precipitó hacia adelante, con la espada pegada al costado derecho y apuntada hacia abajo, cuidando de mantenerse a una distancia prudente del caballo enloquecido. Cuando se hallaba a diez pasos del ciervo, éste se volvió para hacerle frente y bajó la cabeza.
Jo se abalanzó sobre él sin proferir grito alguno, para así poder alzarse a solas con el trofeo. La bestia embistió, peo se detuvo de improviso, lo que hizo fallar el golpe de Jo. Paz golpeó de plano contra la cornamenta, y su mano derecha resbaló y se hirió contra las astas.
Jo retrocedió y, poniéndose en guardia, blandió la espada.
De pronto la visión se le nubló, y advirtió que no podía moverse.
Luchó por mantenerse en pie aunque sus piernas amenazaban con doblarse. El ciervo bramó con fuerza, pateó el suelo y retrocedió. Jo lo miró a los ojos, pero su visión se enturbiaba cada vez más. Movió las manos en la empuñadura de Paz, y vio que la sangre de sus heridas resbalaba por las piedras de abelaat.
Estaba en medio de un bosque y paseaba su mirada por un círculo de animales. Suplicaban ayuda al salvador que había vuelto del mundo de los muertos para salvar a los vivos.
De repente se vio sobresaltada por el aullido de los escuderos y se tambaleó, dejando caer a Paz. Presa del pánico, rastreo el suelo en busca de la espada, y se dio cuenta de que el caballero y el ciervo habían desaparecido. Diez escuderos pasaron corriendo por delante de ella, gritando y disfrutando con la cacería. Jo se puso en pie, tambaleante, y se apoyó contra un árbol. Los animales del bosque habían pedido ayuda, y ella había entendido todas las voces, desde la del conejo hasta la del ratón; desde la de los pájaros hasta la de los ciervos. Alzó el brazo, y vio cómo fluía la sangre y dejaba un reguero de gotas en el suelo del bosque.
Súbitamente se dio cuenta de qué era lo que había provocado esta nueva visión, así como la de la fragua en las profundidades del mundo. Tenía estas percepciones –tal vez de hechos pasados, presentes o futuros– cada vez que las piedras de abelaat creadas con su sangre entraban en contacto con la sangre de cualquier ser vivo; tanto la suya como la de otros.
«Pero ¿qué hechos son éstos?», se preguntó con frustración.
Intentó que su sangre no manchase la empuñadura o la hoja de Paz, pero descubrió que el rojizo metal la absorbía antes de que llegase a gotear. La sangre había oscurecido ligeramente la espada, proporcionándole un resplandor saludable. En la empuñadura, las tres piedras de abelaat emitían un brillo oscuro, como ya había ocurrido en el Castillo de los Tres Soles.
La potente llamada de los cuernos, proveniente de las tropas que aguardaban fuera del bosque, sobresaltó a Jo. Advirtió que se había quedado sola y que los demás escuderos volvían con sus caballeros.
Aferrando a Paz con ambas manos, salió corriendo del bosque.
Los lanceros y el regimiento de sir Domerikos se encontraban a ambos lados del descampado. Los guerreros estaban alineados en lo alto de una colina desde donde se dominaba una vasta llanura que terminaba en otra serie de colinas. Algunos mensajeros y escuderos se desplazaban de una unidad a otra, deteniéndose de vez en cuando para conversar con los capitanes y sargentos de infantería.
—¡Escudero Menhir! –la llamó una voz desde atrás de las líneas.
Jo vio a un joven que le hacía señas desde las líneas del Águila Negra para que se acercase. Aspiró hondo para calmarse y avanzó hacia él, vigilando con cautela a los hombres de la baronía. En pocos minutos se encontraba tras su formación.
—Sir Domerikos quiere veros inmediatamente –le comunicó el joven.
—¿Dónde está? –inquirió Jo, disgustada por haber tardado tanto en abandonar el bosque.
El soldado señaló hacia una ligera elevación desde la que se divisaba toda la guarnición. Sir Domerikos y los restantes mandos aguardaban, con sus estandartes al viento.
Jo escuchó un toque de armas. La carrera desde el bosque a la cima de la pendiente había menguado sus fuerzas, y ahora respiraba trabajosamente mientras se esforzaba por sobreponerse a la fatiga.
Los instantes que tardó en llegar a la cima se le hicieron interminables.
—Lo lamento, sir Domerikos –dijo jadeante, abrazando a Paz para que no se le resbalase de entre las manos–. No me di…
—Ya hablaremos de ello más tarde, escudero –le espetó el caballero sin dirigirle la mirada, fijos los ojos en un punto lejano frente a la infantería y la caballería. Jo agudizó la vista para percibir el peligro.
El color plomizo del cielo volvía casi invisible la línea del horizonte, pero, al cabo de un instante, Jo divisó una hilera desigual de hombres que se dispersaban para protegerse. A medida que se acercaban, se dio cuenta de que algunos avanzaban a cuatro patas. Al momento siguiente, Jo los perdió de vista, ocultos detrás de una colina.
Sir Domerikos le hizo una seña al heraldo para que hiciese una última llamada al combate. Después de la última nota, los lanceros bajaron sus armas para formar una barrera mortal, y los ballesteros se resguardaron tras sus altos escudos.
El aullido que brotó de la colina hizo que Jo retrocediese, asustada, y fuera a chocar contra el caballo atado de sir Domerikos.
Las criaturas avanzaban ahora en dos pies, pero sus cabezas eran de animales salvajes, y gruñían y escupían a medida que se aproximaban. Jo aferró su espada y recuperó al punto la compostura.
—¿Qué son? –musitó para sí.
—Hombres-bestias –respondió sir Domerikos con sequedad–. No hacen prisioneros.