Braddoc estaba sentado en un rocoso despeñadero contemplando el abismo que se extendía hasta donde le alcanzaba la vista. El cielo encapotado, que parecía oscurecerse a cada momento que pasaba, seguía cortando el paso a la luz del sol. Desde aquella posición elevada habían divisado ejércitos que, provistos de distintos estandartes, se ponían en marcha, aldeanos que huían desesperados, corceles de mensajeros cabalgando raudos al galope. A pesar de aquel espectáculo, aguardaban la siguiente fuente de inspiración.
Flinn, quien llevaba un buen rato cruzado de brazos sin decir palabra, daba la espalda a su amigo. Aunque había perdido el sentido del paso del tiempo desde que había dejado las cuevas de Rupestre, el enano se estaba empezando a preocupar de que fuese demasiado tarde para llevar a cabo su misión.
—Flinn –lo llamó.
—¿Sí?
Braddoc no dijo nada por un momento, pensando en cómo formular su pregunta. Se decidió por decirle lo primero que le vino a la cabeza.
—¿Cuánto tenemos que esperar?
Flinn miró a su compañero por encima del hombro.
—¿Cómo?
—Creo que ya llevamos aquí algún tiempo –dijo Braddoc, poniéndose en pie y sacudiéndose las ramas que se le habían adherido a sus pantalones marrones. Le crujieron las rodillas y deseó no empezar a tener problemas, después de más de quinientos años de una salud de hierro–. ¿A qué estamos esperando?
—Eres demasiado impaciente, Braddoc –le contestó Flinn secamente, aunque con un cierto tono de sorna–. Soy yo el que tiene una misión que cumplir –le recordó, volviéndose hacia el enano.
Su amigo poseía ahora todas las cualidades del Flinn que había conocido –todas y ninguna–. Era joven, vital, poderoso, terrible… casi sagrado. Su cuerpo era de carne y hueso, pero estaba dotado de una fuerza sobrenatural. El fuego de sus ojos ardía con más intensidad que cualquier mirada que hubiese apreciado en rey o artista alguno.
—¡Y tú tienes suerte de que yo no tenga que hacer nada para llevar a cabo mi misión! –gritó el enano, señalándolo con un dedo acusador, presa de un irracional ataque de ira.
—¿Qué sucede Braddoc? ¿Por qué te comportas así?
—¡Porque…, porque no hay nada que pueda hacer para ayudarte!
Sólo me mantengo detrás de ti, siguiéndote de cerca como un perrito faldero tras su amo. –El enano daba vueltas, haciendo rechinar con rabia los dientes.
—No eres un perro, Braddoc –repuso Flinn, acercándosele. El enano se detuvo al instante–. Deberías avergonzarte por pensar eso.
Braddoc alzó la vista hacia su amigo, y encendió los restos de resina que quedaban en su pipa. Hacía tiempo que se le había acabado el tabaco de su jubón, pero no quería pedirle a Flinn que consiguiese más.
—Muy bien –murmuró entre una nube de humo–. Puede que tengas razón, pero eso no contesta a mis preguntas.
—Supongo que no –reconoció Flinn, volviéndose hacia el precipicio.
Braddoc esperó alguna respuesta de su amigo. Habían viajado juntos por tierras misteriosas, algunas de las cuales Braddoc ya conocía; de otras tan sólo había oído historias; y otras creía que estaban fuera de los confines de la cordura. Mystara tenía muchas razas diferentes con sus propias fuentes de inspiración, y Flinn había perdido la vida en cada una de ellas para absorber su energía, y cada vez había renacido con más poder. Sólo le quedaba una raza.
En lugar de insistir con sus preguntas, Braddoc volvió a sentarse en la roca para saborear los restos de resina de su pipa, absorbiendo con fuerza a través de la boquilla. Tenía la desagradable sensación de que no volvería a fumar en pipa.
—Te diré por qué no nos vamos –le dijo Flinn, finalmente. Se volvió para sentarse en el suelo sobre sus piernas cruzadas. Descansó la barbilla sobre las manos y escrutó en la distancia con una intensa expresión que Braddoc había percibido en el rostro de su amigo la noche después de que lo expulsasen de la orden de Penhaligon.
—No nos vamos porque no sé adonde ir.
—¿Qué quieres decir? –preguntó Braddoc.
—Que no sé adonde ir. Hemos estado en la fuente de denwail de cada raza, excepto de una última que no sé dónde se encuentra.
Braddoc mordió el extremo de su pipa.
—¿Qué dices? Sabemos que esa última raza es la humana.
—Cierto, pero aun así no sé adonde ir.
—¿No puedes ponerte en contacto con tus amigos Inmortales? –inquirió el enano–. Dijiste que te proporcionarían todo lo necesario para llevar a cabo tu misión.
Flinn sacudió la cabeza con evidente frustración.
—No pueden ayudarme con esto. Aunque me apoyan en esta búsqueda, no son los únicos que han intervenido en mi… renacer.
El Inmortal agarró un puñado de tierra con la mano izquierda y lo dejó caer al suelo en forma de lluvia. Braddoc comprendió entonces que el propio mundo, Mystara, era uno más de sus progenitores. El enano tuvo una idea repentina y se llevó una mano al ocular.
—No, Braddoc –lo disuadió Flinn, haciendo un ademán para que se detuviese–. Kagyar tampoco puede ayudarnos.
—Entonces ¿qué diablos podemos hacer? ¡El peligro de que se destruya el mundo aumenta con cada instante que perdemos!
Flinn volvió a dejar reposar el peso de su barbilla sobre la mano derecha.
—Esperaremos –contestó.
En su juventud, cada vez que se encontraba en un lugar extraño, lo primero que hacía Jo era echar mano de la cola de perro que le había regalado su padre, por si se veía obligada a escapar. Ahora vio con tristeza que, instintivamente, se había llevado la mano a la cintura, pero la cola, que hacía tiempo había perdido, ya no estaba allí.
El tosco pasillo en el que se encontraba era angosto, húmedo y oscuro. La única luz presente emanaba de algo parecido a pequeñas luciérnagas que zumbaban por toda la estancia sin motivo aparente.
Las paredes no eran de piedra, tierra o arena, sino de una caliente sustancia esponjosa. Sólo los fríos vientos que provenían de la magia del abatón le permitían soportar aquel calor.
Poco a poco sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, aunque aún se sentía mareada por su paso a través de la columna de luz.
Cuando al fin se despejó, advirtió que el pasillo se había vuelto serpenteante y mucho más estrecho. Tuvo la sensación de que el techo y las paredes, que goteaban como si estuviese en una cueva de barro, se iban a derrumbar sobre su cabeza. Las piernas le fallaban, pero intentó mantenerse firme respirando con calma para no perder el equilibrio, tal y como Braddoc le había enseñado.
«Vive», fue lo primero que se le ocurrió. Todo lo que la rodeaba tenía vida propia. Las paredes estaban vivas, así como el techo y aquella especie de zumbantes fuegos fatuos. El aire estaba vivo; la respiración del mundo e incluso el helado torrente de la magia que provenía de Mystara era parte de aquella vida. Jo comprendió que el otrora aletargado mundo de los abelaat era, en realidad, un ser aletargado; un mundo con vida para el cual la magia era su alimento, y los abelaat algún tipo de órganos. Las pulsaciones y temblores de la carnosa cueva a su alrededor le daban a entender que aquel ser era consciente de su presencia.
Con un esfuerzo de voluntad, hizo desaparecer aquellos pensamientos de su mente para no caer en la desesperación de la locura. Decidió que sólo permitiría el paso a las ideas que tuviesen relación con su misión.
«Si esto es un ser vivo –conjeturó–, su sangre debe de ser la magia, puesto que sin magia estaba dormido. Y la sangre siempre va al corazón.» Estudió con detenimiento las luciérnagas que se desplazaban por el pasillo, llevadas por las ráfagas del viento mágico.
Sabía dónde encontrar el corazón.
Empuñó a Paz con fuerza. Aquella espada era la única conexión con la vida que había dejado en Mystara. No sólo era una intrusa en aquel lugar; era una forastera, una enfermedad, la única de su especie: el único ser humano en aquel mundo. Aquella ironía la hizo sonreír con sarcasmo; los abelaat habían envenenado su sangre, y ahora ella se había convertido en la infección de la sangre de los abelaat. A lo mejor era un veneno mortal.
Se preguntó si se toparía allí con algún abelaat, y si éstos tendrían la misma forma en este mundo que cuando salían a Mystara.
Sabía que con Paz podía dar buena cuenta de los abelaat normales, pero su arma era demasiado insignificante para acabar con la vida de un mundo entero.
Como se había imaginado, la pulsante corriente de magia la guiaba inevitablemente hasta el corazón de la bestia. Después de vagar por innumerables pasadizos, se encontró inesperadamente ante la entrada de una enorme estancia que tenía forma de lágrima. Jo estaba en su extremo más angosto. Las brillantes motas se precipitaban en el interior de la estancia, donde se unían a una corriente de seres semejantes que iluminaban toda la caverna. El techo estaba cubierto con extrañas formaciones tortuosas que parecían las venas del corazón de la bestia. Sin lugar a dudas, había encontrado el corazón del mundo.
De repente Jo sintió otra presencia en la estancia; algo que no había entrado por ninguno de los corredores que allí confluían a través de las paredes, techo y suelo. Aquella cosa desapareció por un momento, y un instante después estaba en el centro de la habitación.
Las escarpadas paredes irregulares comenzaron a adquirir un brillo más intenso, como si el sol naciente deslizase sus rayos a través de una cortina. Jo se aventuró a cruzar la entrada y, enarbolando a Paz, se puso en guardia para defenderse, el pie derecho más adelantado que el izquierdo.
En el centro de la habitación apareció Teryl Uro, y fue adquiriendo una forma más corpórea a medida que aumentaba la intensidad de la luz. Se materializó junto a una roca que parecía un enorme rubí rojo, una piedra engarzada en el carnoso suelo de la caverna, que se elevaba a la altura de un gigante. La piedra era más alta que Uro, y su silueta le resultó a Jo algo familiar. Cuando Uro hubo alcanzado su total solidez, la muchacha se dio cuenta de que su aspecto era más joven y vital que cuando vivía en Penhaligon. Lo rodeaba un enjambre de luminosas criaturas mágicas, que se disolvían al contacto de su rejuvenecida piel.
La luz seguía haciéndose más brillante. Jo vio que los pies de Uro se aferraban al suelo con unas venas semejantes a cuerdas que le recorrían las piernas y se hundían en la enorme roca. Sintió náuseas.
—Tú eres quien trae a Paz –dijo el hechicero.
Jo no contestó. Avanzó un paso con cautela y luego se lanzó a la carrera. Gritando su rabia, arremetió contra el corazón de aquel mundo de maldad.
Cuando Jo estaba a unos veinte pasos del malvado hechicero, Uro hizo un movimiento despreocupado con la mano, y una enorme bola de fuego apareció ante él y se precipitó hacia la muchacha. Jo hizo describir un arco a su espada, y la hoja impactó en el ardiente proyectil. El aire explotó centelleante, y las llamas engulleron a la joven con un calor abrasador. El silencio era total.
Las llamas se arqueaban antes de tocar su cuerpo, repelidas por una esfera de poder, hasta que al cabo desaparecieron. Jo no había sufrido daño alguno, pero tuvo que detenerse para coger aire.
Clavó la mirada en los ojos de Uro, sintiendo cómo el ardor corría por sus venas, por las que el corazón bombeaba sangre a un ritmo desenfrenado. Se concentró en el mago.
—Estás muerto, Uro –siseó entre dientes.
—Estás en mi mundo, en mi terreno, en las estancias de mi corazón, muchacha –replicó el mago con firmeza, sosteniendo su amenazadora mirada–. Éste es el corazón de las cosas. No puedes matarme aquí.
Jo advirtió que la amorfa forma del rubí se asemejaba a la de un corazón. Frotándose las manos con la túnica azulada, afianzó la empuñadura y volvió a avanzar.
Agitando la mano, Uro lanzó una segunda bola de fuego en dirección a Jo a través de la estancia. El fuego se agitó con furia alrededor de la burbuja de poder que la rodeaba, bañando su rostro con el resplandor de su calor. No le produjo el más leve daño.
—Tus trucos son inútiles, Uro. Voy a acabar contigo.
—Lo veremos, Johauna Menhir –contestó el mago.
Volvió a gesticular y mandó una tercera bola, y una cuarta.
Jo no las esquivó como había hecho con la primera, pero comenzó a trastabillar ante el empuje de las llamas, que parecían haber aumentado de intensidad. Sin hacer caso del dolor que sentía siguió avanzando.
Después de varios pasos, la piel se le había vuelto de un rojo intenso y empezaban a surgirle ampollas. Cada vez tenía más dificultades para llenar sus sofocados pulmones. Su tabardo y ropa interior se estaban chamuscando, y tan sólo percibía el olor de las cenizas. El recuerdo repentino de Armstead le dio fuerzas para continuar y, agarrando a Paz con las dos manos, la dirigió hacia la garganta de Uro.
El hechicero hizo un nuevo gesto con las manos, de las que brotó un chorro de luz blanca en dirección a la esfera de protección de Paz.
Jo cerró los ojos y torció el rostro para protegerlo del ataque.
Trastabilló y se vio obligada a afianzar los pies en la blanda superficie de la estancia y resistir la arrolladora fuerza del maleficio con sus fuertes piernas.
Unas delgadas agujas de hielo y luz asaltaron su barrera hasta conseguir atravesarla, e hirieron a Jo en los hombros y la espalda. El dolor fue mayor que el causado por las bolas de fuego. Apretó los dientes conteniendo un aullido, en un esfuerzo para no mostrarle al hechicero ningún indicio de debilidad o dolor. La esfera que la protegía menguaba poco a poco y perdía su fuerza. Con obstinada determinación, Jo siguió avanzando hacia el mago. Se preguntó cómo podía Teryl Uro mantener sus ataques durante tanto tiempo, y la asaltaron las dudas sobre la capacidad de resistencia de Paz.
—Hay algo que debes saber, Johauna –dijo Teryl Uro con voz resonante.
Al principio Jo no iba a contestarle para no caer en la trampa de la retórica del mago. Apretó los dientes con más fuerza intentando conseguir algo de oxígeno en aquel aire viciado.
—¿Sí? –acertó a mascullar.
—He destruido el Castillo de los Tres Soles y a todos sus habitantes –dijo el hechicero con la total indiferencia de quien sólo comunica un hecho.
—Aunque eso sea cierto –le espetó Jo, bregando contra la corriente de luz–, morirás de todas formas.
—Al contrario que Verdilith, no voy a jugar contigo –declaró Uro con satisfacción–. Ni tú ni el enviado de los Inmortales lograréis vencerme.
La luz blanca de su hechizo redobló su intensidad e inundó los oídos de Jo con un zumbido que ahogaba toda otra sensación.
De pronto advirtió que se debilitaba, que la vida se le escapaba del cuerpo.
Retorciéndose, cayó al suelo a tres pasos de Uro. El hechizo del brujo desapareció.
Jo se aferró a la empuñadura de Paz y clavó la mirada en la última inscripción rúnica de la parte plana de la espada: el símbolo que le había dado nombre a la espada, que le había mostrado el camino de la rectitud de la caballería y todo lo que eso representaba. Sabía que ahora había perdido su significado. Estaba herida de muerte.
Teryl Uro, apoyado en sus venosas piernas, se inclinó sobre Jo.
Con la mirada enturbiada por la agonía, Jo vio que el hechicero ahora parecía más joven que cuando había entrado en la estancia. Las extrañas venas que lo unían al suelo a través de la enorme piedra le cubrían todo el cuerpo.
Teryl Uro sacó un largo puñal de metal oscuro y lo alzó sobre el pecho de Jo.
—Lo último que se pierde es la esperanza.