20

—Es hora de irnos, Braddoc –dijo Flinn, poniéndose en pie. El enano dio un salto, con el corazón acelerado. Sabía que aquél era el último viaje, y que supondría la salvación del mundo o su destrucción.

—¿Adónde nos dirigimos? –preguntó Braddoc, sacudiéndose el polvo y guardándola pipa con toda rapidez.

Flinn negó con la cabeza.

—No nos dirigimos. Supondría tu muerte.

—¿De qué me estás hablando? –le exigió el enano, adelantándosele–. ¡Yo voy contigo!

Los ojos de Flinn resplandecieron por un instante. El hombre se giró y clavó la mirada en la distancia. El enano ladeó la cabeza con gesto confundido; percibía una expresión en el rostro de su amigo que pocas veces había visto.

—Sí, Braddoc Briarblood, estoy llorando. ¿Y qué? Sé casi todo lo que sabía siendo hombre y muchas cosas más ahora que soy Inmortal. –Flinn se volvió hacia el enano, enjugándose las lágrimas con el antebrazo–. Sólo me falta una cosa.

—Yo puedo contártelo –murmuró Braddoc.

—¡No! No, no tendría sentido. Pero no puedes acompañarme en esta última búsqueda, porque tengo que entrar en el abatón. Tengo que viajar al mundo de los abelaat.

De repente Braddoc halló la respuesta a la pregunta que se había hecho sobre por qué el denwail de los humanos no estaba en Mystara.

Se apartó de su amigo y se llevó una mano a la frente, lleno de incredulidad.

—Te marchas para no volver –dijo el enano.

—Debo hacerlo. Es la razón por la que he vuelto.

Braddoc bajó la mano y se la puso sobre el corazón. Había vivido más de quinientos años y padecido sufrimientos más intensos que cualquier otro mortal, pero sabía que esta vez no podría recuperarse del dolor. Flinn, su amigo, había vuelto del mundo de los muertos para salvar el mundo de Mystara, y Braddoc había presenciado su renacer así como todo su itinerario. Braddoc había sabido a través de la voz de sus antepasados que Flinn el Poderoso volvería. Pero las voces guardaban un ominoso silencio acerca del destino del Inmortal, y Braddoc no podría soportar el dolor de esta última despedida.

—Déjame ir contigo, Flinn –dijo Braddoc sin mirarlo a los ojos–. Soy muy viejo para este mundo.

—Si te llevara conmigo sería igual que matarte ahora mismo –replicó el Inmortal–. Debes quedarte para guiar a los enanos de Rupestre.

—¡No! –protestó Braddoc, irguiéndose y dando un paso adelante–. ¡Debo quedarme contigo, cueste lo que cueste! Es lo que me han dicho mis antepasados –añadió después de un momento.

El Inmortal retrocedió, lo que sorprendió a Braddoc. El enano se dio cuenta de que su enfado descontrolado había afectado a Flinn el hombre, su amigo. El Inmortal se pasó la mano por sus cabellos con evidente frustración. Después de unos momentos le dijo:

—No puedes venir.

—Entonces llévame hasta el abatón. Yo puedo defenderme contra su poder –insistió Braddoc.

—Estabas lejos del pilar de luz cuando me encontraste en Armstead –repuso Flinn–. Dudo que el ocular pudiese salvarte ahora.

—Puede y lo hará. Estamos perdiendo el tiempo –dijo el enano, empujando a Flinn y haciéndolo girar.

Flinn afianzó los pies en el suelo y se volvió hacia su amigo, a quien abrazó con fuerza, mientras grandes lagrimones caían de sus ojos.

Braddoc le devolvió el gesto. No recordaba que su amigo hubiera tenido nunca una demostración de afecto semejante. Entonces su ocular le mostró un poder que él desconocía que poseyera. Se le aparecieron un montón de enanos antepasados que los rodeaban.

Braddoc seguía abrazado a Flinn y miró a todos los espíritus. Uno a uno, fueron cerrando los ojos e inclinándose. Cuando el último de los espíritus le hubo rendido sus honores al enano, Braddoc se separó de Flinn, cerró los ojos y les devolvió la reverencia.

El viento arremetía con fuertes aullidos contra sus ropas y cabellera. Cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que ya no estaban en el acantilado rocoso, sino situados ante el pilar de luz. Al notar cómo la vida se le escapaba del cuerpo, Braddoc levantó la mano izquierda e invocó su poder por última vez.

—Oh, gran señor Kagyar, Kagyar el Artesano, Kagyar Ojos de Relámpago; yo, Braddoc Briarblood, tu humilde servidor, te doy las gracias por bendecirnos con este, tu poder. Que salve nuestras vidas y la vida del mundo. –Braddoc se detuvo para mirar a su amigo.

El dolor que le produjo el ocular se extendió por todo su cuerpo mientras sentía cómo su carne se iba transformando en piedra.

El enano vio que el rostro de su amigo se contraía en una mueca de compasión, y comprendió que el hombre había adquirido una cualidad de la que carecía cuando era mortal. Era más afectuoso y tenía más disposición para dar muestras de ese afecto. Según los espíritus de los antepasados de los enanos, ésa era la verdadera grandeza del alma.

—Vuelve pronto –le dijo Braddoc a su amigo.

—Adiós, Braddoc.

Jo no podía moverse; sus miembros no le respondían. Sentía terribles dolores que le recorrían todo el cuerpo. De algún modo se dio cuenta de que su sangre, infectada con el veneno de los abelaat, ya no fluía en su interior siguiendo su curso normal. Sentía cómo se le escapaba la vida a través de sus dientes apretados, y se imaginó que podría probar el veneno.

—No hay palabras para describirlo –dijo Teryl Uro, acercando la daga a su túnica azulada. Jo sintió cómo la punta de la hoja penetraba la perfección de su armadura de elfo, cortaba su carne y le atravesaba el corazón.

»Mi mundo volverá a vivir.

Dayin dejó pasar a Flinn, aun a sabiendas de que podría haber detenido al Inmortal si éste hubiese intentado hacerle algún daño al abatón. El alma del hermoso joven se había convertido en el espíritu del abatón, el puente entre los dos mundos. Así lo había planeado su padre desde el principio. Era bueno y necesario. Con los ojos cerrados, guardaría el abatón con su última esencia. Si el abatón era destruido, él moriría.

Flinn no dijo nada ni hizo ningún comentario sobre la existencia de Dayin al dejar un mundo para entrar en el otro. Dayin contempló cómo el héroe se acercaba a una mujer que había sido destruida por la magia de su padre.

Johauna.

Dayin recordó a Johauna, la mujer que en un sueño había abierto sus ojos, blancos y sin vida. Cuando su padre lo obligó a olvidarse de todas las cosas para convertirse en la encarnación del abatón, el salvador de su mundo, no había sido capaz de quitarse de la cabeza el pensamiento de Johauna, el auténtico héroe, la visión. Y ella había vuelto para recordarle que todavía era un héroe, una visión.

Ahora Johauna estaba muerta. Teryl Uro permanecía apoyado contra el rubí en forma de corazón, el sillón de su poder; la punta de su puñal goteaba sangre. Flinn, perfecto, lleno del poder y del fuego de la inspiración, caminaba dejando huellas ardientes bajo sus pies, haciendo que las luciérnagas se apartasen de su camino. Sin mirar a Uro, se inclinó sobre el cuerpo de Johauna y se arrodilló para tocarla.

Una lágrima resbaló de los ojos de Dayin a pesar de que se mantenían cerrados con fuerza.

Flinn estaba recordando a la mujer que había amado. Dayin también la había amado antes de que la vida de los mundos fluyera a través de su cuerpo. Algo le decía que podría volver a amarla. En su corazón se agolpaban las memorias escondidas de todo lo que había vivido de niño. Suspendido entre los mundos, Dayin vio cómo las vidas de Johauna y Flinn se juntaban una vez más, y cada uno aliviaba el dolor del otro a través de sus recuerdos y de su amor. Lleno de felicidad vio que Flinn se introducía en la esencia de ella para morir; su figura se desvanecía y se disgregaba en vida y llamas, y su espíritu entraba en aquel lugar que separaba los mundos.

Después de ser tocada por el Inmortal, Johauna penetró en la esencia de éste, y renació con un halo de luz dorada, con la esperanza de su mundo: la inspiración. Y sus heridas se cerraron.

Jo lloró.

Teryl Uro se tambaleó hacia adelante, mientras su cuerpo se ennegrecía y perdía su forma. Levantó el puñal por encima de su cabeza y corrió hacia ella, levantando del suelo sus piernas venosas, llevándose la energía del mundo. Jo blandió a Paz y descargó un mandoble en el mago. El hechicero se agarró la herida con una mano ensangrentada pero no se detuvo, y se forzó a avanzar poco a poco.

Sin hacer ruido, Jo retrocedió un paso y volvió a blandir su espada, que se incrustó en el pecho del mago. Hizo presión con el arma para vencer la resistencia de la carne, y sintió cómo el suelo vibraba a sus pies. El temblor iba en aumento a cada centímetro que avanzaba su espada. Los ojos del hechicero se pusieron en blanco y su rostro se volvió pálido. Dejó caer el puñal negro, que desapareció en el blando suelo, mientras su cuerpo se iba disolviendo. Los temblores continuaron hasta que las carnes del mago fueron absorbidas por el suelo, como si de agua se tratase.

Johauna se puso en pie, jadeante. Sus ojos se abrieron en un gesto de incredulidad y sorpresa. El corazón de rubí comenzó a derretirse, y las paredes de la estancia perdieron su vitalidad y luz al ir muriendo poco a poco.

Johauna liberó la espada y, dejándose caer hacia atrás, se desplomó sollozante en el suelo que temblaba.

Flinn se puso en pie en el pilar de luz. Había vuelto a nacer por última vez. Sabía que Braddoc lo esperaba fuera del centelleante poder de la luz del abatón y esperaba que el enano siguiese vivo. Con toda la fuerza del mundo deseaba que Johauna encontrase el camino de regreso.

Dayin, ciego, dio una patada al aire y se aferró al cuello de Flinn.

El Inmortal alargó los brazos, lleno de esperanza, fuego y amor, para corresponder al abrazo del muchacho, y miró en el interior de sus hermosos ojos blancos, que ahora estaban abiertos de par en par.

Desde el otro lado del abatón, los gritos de Johauna llegaron hasta sus oídos. El joven hizo un movimiento afirmativo hacia Flinn, quien comprendió el mensaje. Johauna no encontraba el camino a casa.

Con la fe y el amor que ambos sentían, Dayin soltó a Flinn para dejar que el poder del abatón fluyese una vez más, y contemplaron en silencio cómo Johauna era devuelta desde el mundo de los abelaat a su hogar de Mystara.

Luego los dos Inmortales concluyeron la batalla que permitiría mantener el abatón cerrado para toda la eternidad.

Braddoc aguardaba en silencio el consejo de los espíritus de sus antepasados enanos. No tenían voces; le hablaban a través de los latidos de su corazón, que no parecían anunciar nada bueno.

Bajando su mano izquierda, Braddoc le suplicó a Kagyar un último favor. El ocular estalló con la misma fuerza que cuando había salvado a Mystara al liberar a Flinn de Denwarf, en las cavernas de Rupestre; ahora su poder aseguraría que el abatón no volviese a abrirse mientras Flinn y Dayin permaneciesen entre los dos mundos. La roja luz de la lente bañó el abatón con su resplandor y engulló el pilar. La tapadera de la caja se cerró, y el enano emitió un último grito al ser convertido en piedra para toda la eternidad.

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