Braddoc no estaba muerto. La mirada del enano se encontró con los pies de Flinn y fue subiendo poco a poco hasta posarse en el rostro de su amigo. Vio que el resplandor que antes salía de la fragua resplandecía ahora en los ojos del Inmortal, el fuego que había inspirado a cientos de generaciones de enanos, desde que se habían visto forzados a abandonar la tierra de Páramo Negro. Braddoc sintió en los ojos una punzada de dolor, que lo obligó a recostarse en el arenoso suelo del bosque donde se encontraban.
—No te muevas, Braddoc.
—¿Por qué…? ¿Qué ha sucedido? –preguntó el enano entre dientes.
—Estás a salvo –respondió Flinn.
No lo atraía nada la idea de averiguar cómo había sido salvado.
—¿No me salvaste tú? –inquirió con cautela. Flinn hizo un gesto negativo–. Entonces ¿quién?
Flinn se encogió de hombros.
—Kagyar, tal vez –repuso.
Decidido a no prestar atención al dolor que le aguijoneaba los ojos, Braddoc se incorporó hasta quedar sentado. Momentos después se despertó de bruces en el suelo.
El enano gruñó en voz alta, y volvió a sentarse.
—Me siento como si hubiésemos estado en alguna de nuestras borracheras de antaño. –Tenía en la boca un sabor a arena que no lo sorprendió lo más mínimo.
—¿Por qué no te quedas tumbado hasta que te recuperes por completo? –le sugirió Flinn, poniéndose en pie.
Braddoc movió lentamente la cabeza. Tosió para aclarar la garganta de esa sensación arenosa y se rascó la nariz. Con toda la lentitud y parsimonia de que era capaz, juntó las manos y se puso de rodillas.
—Oh, gran señor Kagyar, Kagyar el Artesano, Kagyar Ojos de Relámpago; yo, Braddoc Briarblood, tu humilde servidor, te doy las gracias por haberme bendecido con esta nueva vida. Que use este bien que me otorgas con sabiduría. –Braddoc se detuvo, y luchó por controlar su temblor.
Volviendo a sentarse, se cruzó de piernas. Comenzó a frotarse la cara con ambas manos para recuperar la sensibilidad.
—¿Cuánto tiempo llevamos aquí? –murmuró entre sus dedos.
—No más de una hora –le respondió Flinn, cruzándose de brazos y observándolo. Braddoc supuso que era hora de continuar su viaje e intentó alzarse para caminar, pero Flinn hizo un movimiento para detenerlo. El enano no quería desobedecerle sin motivo; aunque no le gustaba la idea de que aquel ser, que había sido su amigo, tuviese el poder de obligarlo a hacer todo lo que se le antojase. Además, tenía un asunto pendiente con los Inmortales.
—¿Dónde nos encontramos exactamente?
Flinn alzó levemente la nariz, y olisqueó el aire limpio.
—En el reino de Alfheim.
La noticia le provocó a Braddoc un empeoramiento. No tenía nada personal contra la raza de los elfos, pero todos los enanos tenían el convencimiento de que las criaturas de aquel bosque eran estúpidas, además de frivolas. Tenían la costumbre de elaborar piezas de gran belleza pero efímeras, sin preocuparse de que perdurasen a lo largo de los años, tal como solían hacer los artesanos enanos. Sabía que los elfos los consideraban criaturas de un estoicismo que rayaba en manía, cosa que entendía perfectamente. A pesar de los cientos de años de viajes por todos los rincones del mundo, Braddoc no había sido capaz de librarse de sus prejuicios contra los elfos.
Espió entre los dedos y comprobó que el plúmbeo color del cielo seguía impidiendo el paso de la luz del sol. Las anchas hojas de los árboles creaban un dosel adicional que filtraba la escasa luz restante.
—Muy bien… –gruñó, poniéndose en pie y preguntándose si el Inmortal lo obligaba a permanecer sentado por su propio bien–. No hay tiempo que perder.
—¿Estás seguro de poder continuar? –inquirió Flinn.
Una ceja de Braddoc se arqueó de asombro. Creía haber percibido cierto tono de preocupación en la poderosa voz del Inmortal.
—Tú eres el que tiene una misión que cumplir –respondió bruscamente.
Flinn asintió, y dejando caer los brazos, le hizo un gesto para que comenzase a caminar. Con un enorme suspiro, el enano movió el pie derecho, y sintió como nunca el desgaste de sus botas al rozar con el suelo. Tan sólo en una ocasión se había visto forzado a usar el ocular al borde de la muerte; al igual que entonces, las sensaciones más normales se habían intensificado enormemente, como si le frotasen cada nervio del cuerpo en carne viva. Le habría gustado tener algo para beber.
—¿Prefieres vino blanco o tinto? –preguntó Flinn.
—¿Cómo? Oh…, pues… ¿qué tal un tinto? Alguno de la región del Valle Perdido –respondió, distraído por los nuevos dolores que experimentaba su cuerpo.
Flinn, que caminaba detrás de Braddoc, le alcanzó una copa de cristal. El enano se lo agradeció con un murmullo, y dio un pequeño sorbo. El vino le proporcionó una agradable sensación que le aclaró la garganta y le calentó el estómago. Llevándose la copa a la nariz, inhaló intensamente el aroma del preciado líquido.
—¿Moolon Wraithchilde? –intentó adivinar. Cerró los ojos y volvió a sentir su olor. El afrutado aroma de aquel caldo se apoderó de sus pulmones.
—Tienes un paladar excelente, Braddoc –observó Flinn.
—Gracias, Flinn. –Braddoc sonrió para sí. Siempre se había jactado de su capacidad como catador de buenos vinos; era una habilidad que había desarrollado en los últimos cientos de años. Dio otro trago, y se preguntó dónde habrían fabricado la copa. Era asombrosamente transparente, y exhibía una elegante talla en diagonal desde la base hasta el borde.
—¿Es de cristal de Ylaruam?
—No, en realidad es de Glantri.
—¿De veras? Hace mucho tiempo que no voy por allí.
Braddoc continuó dando sorbos a aquel vino para olvidar las dolorosas palpitaciones de los pies, las piernas y la espalda. Echó un vistazo a su frondoso alrededor, y por primera vez no le parecieron deprimentes los árboles. Frotó el cristal tallado de la copa y un pensamiento acudió a su mente.
—Flinn… –comenzó cautelosamente–, ¿me permites que te haga una pregunta?
—¿Sí?
—¿De dónde sacaste el vino?
Flinn no le respondió, pero el enano esperó, intentando atemperar su impaciencia. Los dos caminaban en silencio, internándose en un bosque que cada vez se volvía más frondoso e impedía el paso de la poca luz del cielo. Braddoc se dio cuenta de que el bosque tenía una luz propia que parecía no disminuir. Le habría gustado saber en qué punto exacto de Alfheim se encontraban.
—Creo que puedo… hacer conjuros para conseguir las cosas que necesito –dijo finalmente Flinn–. Necesitabas una cosa, así que… estiré el brazo.
—¿Estiraste el brazo?
Flinn le respondió encogiéndose de hombros.
Braddoc alzó la copa hasta la altura de sus ojos, y, con un suspiro de resignación, se bebió de un trago lo que le quedaba de vino, tras lo cual depositó la copa en una enorme piedra lisa.
—¿Cuánto nos falta para alcanzar nuestro destino? –inquirió.
Flinn frunció los labios, confuso.
—No estoy seguro. Vamos en la dirección correcta –repuso, señalando hacia las profundidades del bosque–. Supongo que, si nos perdemos, siempre podemos preguntar.
Braddoc se volvió, incrédulo y miró fijamente los inexpresivos ojos de su amigo.
—¿Qué… quieres decir? –preguntó.
—Era sólo una broma.
—Una broma –repitió el enano, sin saber si reír o llorar–. No me parece un buen momento.
El Inmortal se puso en cuclillas e hizo un gesto a Braddoc para que lo imitase.
—Hay algo que debes saber –le espetó el Inmortal con repentina seriedad.
Braddoc se pasó los dedos por los cabellos y emitió un profundo suspiro.
—De acuerdo –accedió, sentándose al borde del sendero que seguían–. Habla.
—¿Recuerdas por qué fuimos a Rupestre?
Braddoc se sorprendió ante la pregunta.
—Por supuesto. Querías encontrar el denwail.
—Ciertamente –admitió Flinn con un movimiento afirmativo de cabeza–. ¿Y a quién buscábamos?
—No te entiendo –dijo Braddoc con un gruñido.
—Buscábamos a Denwarf.
—¡Denwarf! No sé dónde está. Nadie lo sabe.
Flinn inclinó la cabeza y fijó en los ojos del enano una penetrante mirada que hizo sentir incómodo a Braddoc. Otra vez recordó que estaba ante la presencia de un Inmortal. Intentó recordar algo sobre Denwarf, pero no lo consiguió.
—Denwarf hizo que te olvidases de él –dijo Flinn. Se irguió y posó las manos sobre las rodillas en una postura marcial que a Braddoc le recordó a los khans–. La caverna en la que nos encontrábamos era Denwarf.
—¿Era Denwarf? –repitió escéptico–. ¿Cómo es posible?
—Me dijiste que Denwarf era una criatura de piedra a quien Kagyar dio vida. Denwarf vivió durante tanto tiempo en las cavernas bajo Rupestre que su espíritu se fundió con la piedra de la cueva donde vivía. Era denwail.
—Entonces, ¿por qué quería hacerme olvidar?
Flinn se volvió, y su mirada se perdió en la distancia. Tras unos momentos de meditación, se volvió.
—Los enanos no deben saber cómo encontrar la fuente de su inspiración; tan sólo deben saber que está allí –le repuso.
—Flinn –comenzó Braddoc, buscando las palabras adecuadas para no mostrarse descortés–. Hay dos cosas que debo preguntarte.
Flinn asintió para que continuase.
—¿Has recuperado parte de tu memoria?
—Lo suficiente para saber que nuestras borracheras siempre acababan con mis bolsillos vacíos –respondió Flinn, esbozando una pequeña sonrisa que se desvaneció al instante–. ¿Qué otra cosa querías preguntarme?
—¿Qué has hecho con el denwail? –inquirió Braddoc, a sabiendas de que estaba forzando la situación. No podía evitar pensar que aquel Inmortal intruso ponía en peligro el modo de vida de los enanos.
—No he… hecho nada –contestó Flinn lentamente; clavó la mirada en la distancia antes de proseguir–: El denwail todavía yace en el corazón de los enanos.
—Pero yo vi cómo… absorbías el fuego de la fragua.
—Y ese fuego está en mi corazón –dijo, palpándose–. Mientras siga aquí, el denwail vivirá. Esto es sólo el comienzo. No sólo debo encontrar la inspiración de cada raza, sino además encarnarlas.
Pensativo, Braddoc se acarició la barbilla con una mano. Se puso en pie y estiró la espalda hacia atrás. No sabía qué pensar sobre lo que decía Flinn, ni tenía medio para comprobar si era cierto o falso.
Clavó la mirada en los ojos del Inmortal, y vio en ellos el fuego de la fragua.
—¿Qué parte de lo que me cuentas conocías de antemano? –inquirió, caminando hacia Flinn y tendiéndole la mano.
Flinn aceptó su ofrecimiento y permitió que Braddoc tirase de él para levantarlo. De repente, el enano recordó lo que había sucedido la última vez que le había ofrecido su mano, pero era demasiado tarde para retirarla. Se alegró de no caer entre los árboles.
Haciendo una mueca, Flinn retomó la dirección en que se dirigían.
Braddoc lo siguió.
—¿Y bien? –preguntó cuando le dio alcance.
—Nada, Braddoc. Antes de entrar en la fragua, no sabía nada de esto.
Braddoc no disfrutaba ante la belleza del bosque. En su vieja cabeza de enano sólo había sitio para la idea de que aquellos árboles y plantas, a pesar de su belleza, desaparecerían y volverían a crecer cientos de veces antes de que le llegase la muerte. Cualquier otro ser en su lugar –incluso tal vez un enano joven– habría llorado de la emoción.
Los dos compañeros se detuvieron al borde de un claro circular en cuyo centro se alzaba orgulloso un árbol solitario de hojas más anchas que las enormes manos de Braddoc. En su corteza se dibujaban unas venas plateadas que resplandecían con el flujo de la vida del árbol. Su ramaje de hojas, del mismo color plata, cubría el resto del claro, bajo el cual se extendía una hierba blanquecina.
Tras unos momentos de asombro ante aquella visión, Braddoc se dirigió a su amigo.
—¿Qué debemos hacer ahora? –preguntó.
Flinn, sin responder, se quedó mirando hacia el árbol. Braddoc frunció el entrecejo, preocupado, y le propinó un codazo a su amigo.
—¡Flinn!
El Inmortal seguía con la mirada fija.
Braddoc retrocedió intentando adquirir una nueva perspectiva del árbol. Flinn parecía paralizado, de la misma forma que le había sucedido en Rupestre. Pero esta vez era diferente, porque no era la magia lo que lo retenía.
El enano avanzó hacia su amigo y lo miró a los ojos, que todavía reflejaban el fuego de la fragua de los enanos.
—¡Flinn! –volvió a llamarlo, más fuerte esta vez.
—¿Sí? –La respuesta sonó con una voz distante y casi imperceptible. Braddoc descubrió en la voz de Flinn algo que no había percibido cuando era un héroe, ni después de convertirse en Inmortal: miedo.
—¿De qué tienes miedo?
—¿Miedo? No tengo miedo de nada –replicó Flinn, absorto–. Tengo miedo de morir –susurró, tras unos instantes.
Braddoc se cruzó de brazos y lanzó un resoplido de burla.
—¡Eso es ridículo! Los Inmortales no pueden morir –afirmó.
—No estás en lo cierto, Braddoc. Los Inmortales mueren. Cada vez que entre en uno de estos sitios, volveré a morir.
—¡Pero volverás, como la vez pasada!
Flinn movió la cabeza sin apartar la vista de la arboleda.
—Pero, aun así, tengo que morir.
Braddoc dirigió la mirada hacia el descampado. Aquel árbol solitario encarnaba la inspiración de los elfos, la belleza y la vida del bosque. Al avanzar bajo su dosel de hojas, el Inmortal empezaría a morir.
De pronto, Braddoc sintió una enorme pena por su amigo. Su misión podría tener las más imprevisibles consecuencias personales.
Incluso peor; el miedo y la angustia de Flinn aumentarían con cada fuente de inspiración que tuviese que interiorizar. Cada símbolo despertaría en su memoria nuevos recuerdos y esperanzas y sueños: todo aquello que hace de la muerte algo insoportable. Flinn había sido en vida el hombre de mayor fortaleza y valor que había conocido el enano. Nadie había luchado tan duro como él durante toda su vida. Y, después de la muerte que le negaba el descanso, se veía obligado a enfrentarse al más duro de los sacrificios.
Sin embargo, Braddoc sabía que Flinn tenía que cumplir su cometido o Mystara estaba condenado. Tomó aire precipitadamente y pensó en algo adecuado que decirle a su amigo.
—No hay nada que decir, Braddoc –murmuró Flinn, y, girándose hacia su amigo, añadió–: Sé lo que tengo que hacer.
Flinn entró en el descampado. Braddoc vio cómo su pelo se volvía gris y, al avanzar unos pasos más, blanco. Estaba todavía a diez pasos del árbol.
La espalda de Flinn comenzó a encorvarse y su piel se arrugó, perdiendo vitalidad. Braddoc quería acudir en su ayuda para proporcionarle amparo y apoyo, aunque no sabía cómo; pero no sobreviviría más allá del borde del descampado. Apretó los dientes y aguardó. Al avanzar tres pasos más, Flinn cayó al suelo y se cortó la pálida piel con la hierba puntiaguda; la luz de las hojas lo envolvía con un brillo tan intenso que Braddoc apenas lo distinguía.
Flinn estaba ahora a un brazo de distancia del árbol de los elfos.
Alargó la mano, pero volvió a derrumbarse sobre el suelo.
—¡Vamos, Flinn! –gritó Braddoc–. ¡Ya estás ahí!
El Inmortal intentó ponerse en pie, pero sus resecos huesos apenas podían soportar el peso del cuerpo, pese a su delgadez. Su piel comenzó a caérsele poco a poco sobre la hierba. Braddoc miró hacia sus pies, y seguidamente alzó la mirada hacia el exuberante claro. Al llegar le había parecido un jardín de plata, ahora le parecía de muerte.
—Oh gran señor Kagyar, Kagyar el Artesano, Kagyar Ojos de Relámpago; yo, Braddoc Briarblood, vuestro humilde servidor, os pido vuestra bendición para que pueda ayudar a mi amigo –rezó Braddoc en voz alta.
El enano dio un salto hacia adelante, olvidándose del dolor que lo oprimía, pero una mano lo sujetó desde atrás. Intentó girar sobre sí mismo, pero la mano era demasiado fuerte. Se estiró hacia adelante al mismo tiempo que los dedos de Flinn tocaban el árbol plateado.
La luz desapareció, dejando el claro en una tenue penumbra. Las ramas del árbol se rompieron entre crujidos y las hojas, marchitas, cayeron al suelo y quedaron esparcidas por la hierba, que adquiría tonos amarillentos. Un viento silencioso se levantó por detrás de Braddoc, y éste se dijo que, de no ser por la misteriosa mano que lo sujetaba por el hombro, lo habría impulsado dentro del claro.
El viento levantó el polvo de los restos del cuerpo de Flinn, y lo esparció entre los rastrojos de ramas y hojas.
Una bola de fuego destruyó lo que quedaba del descampado.
Braddoc se cubrió los ojos con los brazos, acordándose de la esfera de fuego de la caverna de Rupestre. La ardiente bola se fue consumiendo poco a poco hasta quedar reducida al tamaño del puño del enano y se situó a la altura de su pecho.
Braddoc contempló asombrado cómo, de entre las tinieblas, surgía la silueta de un árbol, que engulló en su tronco la bola de fuego.
El árbol continuó creciendo, y el fuego se propagó por todas las ramas como si tuviese venas ardientes. Al cabo de unos segundos, el perfil de Flinn se dibujó en el árbol.
—¡Flinn! –gritó Braddoc, luchando con furia contra la mano que lo sujetaba. Intentó volverse hacia la mano misteriosa, pero no pudo–. ¡Flinn…!
Flinn salió del árbol, y su cuerpo recobró su forma y color normal.
Braddoc advirtió que los ojos del Inmortal resplandecían de vida, y que aún conservaban el fuego de los enanos. La figura de Flinn había aumentado en belleza y fuerza; la plata del árbol de los elfos circulaba visiblemente por sus venas.
La mano soltó a Braddoc finalmente, y éste intentó girarse.
—Me envía Kagyar –le susurró suavemente una voz de mujer, antes de que pudiera moverse–. Todavía se acuerda de ti.
El enano no se volvió, sabiendo que la mensajera del Inmortal ya habría desaparecido. Se precipitó hacia el lugar donde se encontraba Flinn.
El Inmortal tenía la cabeza agachada, y las lágrimas fluían de los ojos.
—Ahora recuerdo mucho más, Braddoc –murmuró el Inmortal entre sollozos–. Recuerdo haber vivido, recuerdo la vida, recuerdo el amor…