Capítulo 7

Castillo de Middleham

Yorkshire Mayo de 1464


El castillo de Middleham, baluarte del conde de Warwick en Yorkshire, se hallaba en la ladera meridional de Wensleydale, a una milla y media del cruce de los ríos Ure y Cover. Durante trescientos años había dominado las landas circundantes y el torreón normando de caliza se elevaba cincuenta pies en el frío cielo septentrional, rodeado por un patio cuadrangular, un foso de aguas oscuras, enormes murallas y una casa de guardia de piedra gris que oteaba el norte, vigilando la aldea que medraba a la sombra del Oso y el Báculo Enramado de los Neville.

Francis Lovell odió Middleham desde el momento en que posó en ella unos ojos que ardían por las lágrimas contenidas y el polvo de un viaje de seis días. Con cada milla que lo alejaba de la residencia Lovell, en Oxfordshire, más se acongojaba su corazón, más decaía su ánimo, más se agudizaba su autocompasión. Francis no quería abandonar Minster Lovell, no quería alejarse de su madre y sus pequeñas hermanas. Aún menos deseaba sumarse al séquito del conde de Warwick. Francis sabía mucho sobre Warwick, como todos en Inglaterra. Warwick era el más poderoso de los señores yorkistas. Almirante de Inglaterra. Capitán de Calais. Alcaide de las Marcas del Oeste de Escocia. El mayor terrateniente de Inglaterra, pues Eduardo había sido un monarca generoso y nadie se había beneficiado más bajo su reinado que su primo de Warwick.

Era debido al favoritismo del rey por su pariente Neville que Francis realizaba su renuente viaje al norte ese mayo. Francis era el único hijo varón y heredero de John, barón Lovell de Tichmersh, uno de los señores más ricos del reino por debajo del rango de conde. Lord Lovell había fallecido en enero, dejando a un niño de diez años como único heredero, un niño que de pronto era muy rico y en consecuencia muy importante. La tutela de Francis Lovell era un trofeo lucrativo, y pronto quedó en manos de Warwick, por cortesía de su primo el rey.

Con vertiginosa celeridad, el mundo que Francis había conocido cambió para siempre. Su padre murió. Él sería pupilo del conde de Warwick. Y menos de un mes atrás lo habían casado con Anna Fitz-Hugh, de ocho años, hija de lord Fitz-Hugh y Alice Neville, la hermana favorita de Warwick. A Francis le decían que debía considerarse afortunado de tener por pariente al conde de Warwick. Pero Francis no era tan pequeño como para no comprender que Warwick sólo quería asegurarle un esposo acaudalado a su pequeña sobrina. A nadie le importaba que él no hubiera escogido ese matrimonio, salvo a Francis.

Así, una fría mañana de mayo, llegó a Middleham para alojarse en el castillo y dedicarse a estudiar las artes de la cortesía y la caballería. Atravesó el puente levadizo con suma aprensión y muda animadversión. Los Lovell eran lancasterianos.

Habían pasado más de tres años desde la sangrienta coronación de Eduardo en Towton. El padre de Francis había luchado ese día de marzo por Enrique de Lancaster, pero era un hombre que reconocía las realidades del poder. Pronto se había reconciliado con el rey yorkista, y había enseñado a Francis a hacer lo mismo.

Eso no había sido difícil para Francis. Sólo tenía siete años cuando se libró la batalla de Towton, y no conservaba recuerdos de los exiliados monarcas lancasterianos. Margarita de Anjou era una figura mítica para él, una de esas bellas y trágicas reinas de leyenda. Ciertamente eran legendarias las historias que se contaban sobre sus tribulaciones de los últimos tres años. Arriesgados cruces del Canal en viajes al continente, en vanos intentos de obtener el respaldo de Francia o de Borgoña. Encontronazos con salteadores. Un naufragio frente a la costa de Yorkshire. Deudas que nunca podría saldar. Pero aun así no cejaba, se negaba a reconocer la derrota.

Estas historias eran sumamente dramáticas y algunas versiones estaban tan adornadas que la realidad y la ficción se entrelazaban inextricablemente. Francis lo creía todo y sentía mucha pena por la mujer que había sido reina de Inglaterra y había tenido que buscar refugio en Francia. No obstante, aceptaba a Eduardo de York como rey de Inglaterra, el único que él podía recordar. Pero una cosa era aceptar a los yorkistas, y muy otra encontrarse entre ellos, encontrarse en la ciudadela yorkista de Middleham, hogar de su Muy Formidable Gracia, el conde de Warwick, y el hermano del rey, el duque de Gloucester.

Para su alivio, ni Warwick ni Gloucester estaban en Middleham a su llegada, pues ambos se encontraban en York con el rey, que esa primavera había ido al norte para lidiar con otra revuelta lancasteriana. Francis fue cortésmente recibido en la residencia del conde y se dispuso a aprender las rutinas de su nuevo mundo.

Las dos semanas siguientes fueron las más solitarias de su vida. Sentía una nostalgia espantosa, no encontraba amigos entre los demás niños que estaban al servicio del conde. Como él, eran hijos de la nobleza, pero con impecables credenciales yorkistas. No era que atormentaran a Francis por su pasado lancasteriano. Peor aún, lo excluían.

Decidido a no dejarse humillar por estos indiferentes adversarios, Francis se dedicó adustamente a sus estudios, y consagraba las horas de la mañana a practicar su caligrafía, a conjugar verbos latinos, a cavilar sobre las Reglas de caballería y El gobierno de reyes y príncipes. Pasaba las tardes en la palestra, tratando de guiar a su caballo hacia el estafermo y de dominar el elusivo arte de acertarle al blanco y agacharse para evitar el contragolpe; el serrín del suelo no amortiguaba el impacto de la caída.

Después de la cena, lo llevaban en ocasiones al gabinete privado del conde, donde entablaba una rígida conversación «cortesana» con sus nuevas parientes por matrimonio, las dos hijas del conde, Isabel y Ana. Y luego se retiraba a los aposentos que compartía con los demás aprendices de caballero, para tragar en silencio el nudo de desdicha que sentía en la garganta todas las noches, y que no osaba aflojar en el humillante sonido de un sollozo ahogado. Cada noche ganaba su guerra; cada día se reanudaba la batalla.

El último día de mayo amaneció con una promesa de languidez estival, con un cielo tan azul que deslumbró a Francis y le mejoró el ánimo. Esa tarde no practicarían en la palestra; habría más ejecuciones en Middleham y la condesa de Warwick no quería que los niños presenciaran las decapitaciones. En cambio los llevaron a los brezales, cada uno con un halcón encapuchado posado sobre la muñeca enguantada de cuero. Sólo Francis se quedó; el día anterior había sufrido graves magulladuras al recibir un golpe del estafermo, y se había torcido tanto un tobillo que no aguantaría un día a caballo.

Le habían advertido que permaneciera en sus aposentos; desobedeció, por supuesto. Erró sin rumbo por el patio, pero al pasar por la cocina del oidor vio una cuba llena de miel junto a la puerta. Para su propio asombro, estiró la mano para inclinar la cuba y probar esa sustancia dulce y viscosa. Uno de los cocineros soltó un chillido de sorpresa, seguido por un borbotón de palabrotas tan pintorescas que habrían impresionado a Francis si hubiera esperado para oírlas. En cambio, comprendiendo la magnitud de su inexplicable pecado, puso pies en polvorosa, dejó atrás la casa de guardia y salió al patio externo.

Aminoró la marcha, sin aliento, cuando vio que había burlado a sus perseguidores. El tobillo le dolía de nuevo. Avanzó cojeando a lo largo de la muralla hacia los edificios que albergaban el granero, los establos, la destilería. Al aproximarse al matadero, se paró en seco, recordando que hoy habían instalado un tajo en el interior, para la ejecución de los rebeldes lancasterianos.

En las dos semanas que Francis había pasado en Middleham, se habían llevado a cabo varias decapitaciones tras la batalla de Hexham, librada a orillas del río Devilswater, un enfrentamiento que terminó con la derrota y la muerte del traidor duque de Somerset.

Aunque era lancasteriano, Francis no sentía piedad por Somerset, un judas por partida doble. Había abandonado a Margarita en Durham cuando Eduardo de York le ofreció el indulto, sólo para arrepentirse de su lealtad yorkista en diciembre, casi un año después de jurar lealtad a Eduardo.

Para Francis esto era doblemente deshonroso, y así se lo había dicho a su padre, que coincidió con él, pero ofreció una interesante explicación de la deserción de Somerset. Lord Lovell opinaba que Eduardo de York parecía tan despreocupado, tan ecuánime y tan hedonista que muchos recordaban sus conquistas de alcoba pero olvidaban sus arrolladoras conquistas en el campo de batalla. Había algunos, le dijo a Francis, que no podían creer que un hombre que amaba tanto el bienestar y la compañía de las mujeres estuviera seguro en el trono.

«Es un error fatal, Francis», había observado, y para Enrique Beaufort, duque de Somerset, la aciaga predicción se cumpliría antes de cinco meses.

El 15 de mayo Somerset se había enfrentado a Juan Neville en Hexham. El resultado fue una resonante victoria yorkista, y para Somerset no habría segundo indulto. Herido en la lucha, fue capturado después de la batalla. Juan Neville lo hizo llevar a la aldea de Hexham. Allí, en el mercado, le quitaron las espuelas y la armadura y lo decapitaron ante una muchedumbre burlona.

Ahora la justicia yorkista era rápida y mortífera. Otros cuatro fueron ejecutados aquel día con Somerset. El 17 de mayo murieron cinco más en Newcastle. Al día siguiente, siete rebeldes lancasterianos fueron decapitados en Middleham, y el 26 de mayo otros catorce fueron al tajo en York. Hoy morirían dos más y Francis se encontró inexorablemente atraído por la puerta del matadero.

Ningún soldado le cerraba el paso. Pensó que podía arriesgarse a echar un vistazo al interior, quizá entrever a los dos condenados. Se aproximó tensamente, temiendo una reprimenda. Nadie apareció. Se armó de coraje, traspuso sigilosamente la puerta abierta.

Después de la brillante luz del sol, le costó acostumbrarse a la penumbra del interior. Parpadeó, y al principio vio poco. Había varios hombres en las sombras, y un gran tajo de madera en el centro del recinto. Un hombre estaba tendido encima, en lo que parecía una posición bastante incómoda. Entonces Francis cayó en la cuenta de lo que veía, pero, mientras su cerebro reconocía lo que registraban sus ojos, la hoja que estaba encima de la cabeza del hombre arrodillado descendió y de pronto no hubo nada en el mundo salvo el horror de esa cabeza tronchada cayendo en la paja y la sangre chorreando sobre el tajo, la paja, el verdugo y ese guiñapo convulso que segundos antes era el cuerpo de un ser viviente.

Francis se sofocó, retrocedió y huyó del matadero, dirigiéndose al patio soleado. Había llegado a los establos cuando la náusea estalló en su apretada garganta. Arrojándose sobre la paja, vomitó con violencia.

Pasó el tiempo. Nadie entró en el establo; hasta los palafreneros parecían haber desaparecido. Francis estaba solo con su abatimiento. Cuando se le calmó el estómago, se puso de rodillas, se metió en un pesebre vacío y se acostó. Al cabo de un rato, lloró.

No supo cuánto tiempo se quedó allí. Trató de no pensar, de mantener la mente en blanco, de concentrarse sólo en el contacto áspero de la paja contra la mejilla, el olor penetrante de la bosta, el relincho suave de los animales. Cuando oyó que traían caballos al establo para desensillarlos, guardó silencio, escuchando mientras llevaban a los recién llegados a los pesebres para cepillarlos y abrevarlos. Nadie fue hacia su extremo del establo y al rato las risas y bromas se disiparon. Volvió a reinar el silencio.

Le costaba tragar. Tenía un gusto horrible en la boca y el olor agrio del vómito se le pegaba a la ropa y la piel. Rodó, se incorporó y se puso de pie penosamente. Al salir del pesebre, vio que no estaba solo.

Otro niño lo miraba sorprendido. Era mayor que Francis, pero no más alto, un joven delgado y moreno con una brida en la mano y una expresión inquisitiva en la cara.

– ¿De dónde saliste? -preguntó, con curiosidad pero sin hostilidad.

Francis quedó atónito. No podía ponerse a conversar con ese desconocido. Sólo quería escapar del establo antes de que el otro descubriera las pruebas de su estómago débil y se riera de él, sólo quería estar lejos de Middleham y la gente aborrecible que vivía ahí. Pensó en lanzarse hacia la puerta, pero tenía las rodillas flojas y le dolía el tobillo. De todos modos, era demasiado tarde. Vio que el otro niño miraba la paja sucia, veía los signos inequívocos de su debilidad.

Miró a Francis, notó que estaba blanco y conmocionado. Antes de que Francis supiera qué pasaba, se acercó y le aferró el codo.

– Por aquí -ordenó, y llevó a Francis hacia un fardo de heno cerca de la pared-. Siéntate -dijo con la misma voz perentoria, y mientras Francis se desplomaba en el fardo, fue a un pesebre y regresó con un cubo de agua. Francis renunció a su orgullo y sumergió la cara en el agua. Enjugándose la boca, escupió en la paja y aceptó el pañuelo que el niño le ofrecía en silencio.

– Gracias -murmuró, recordando sus modales.

El otro niño se sentó junto a él.

– ¿Tan malo fue el desayuno?

Francis lo estudió con suspicacia, pero no halló ninguna malicia en la parca broma del otro.

– No -dijo, y añadió con cierta jactancia-: Vi las decapitaciones.

– Entiendo. -El otro niño calló un instante-. Cometiste una tontería, ¿sabes? Esas cosas son necesarias, pero no es placentero mirarlas.

Hablaba con tanta naturalidad que Francis frunció el ceño, sin saber qué reacción había esperado, pero aun así decepcionado.-¿Alguna vez viste cuando le cortaban la cabeza a un hombre? -desafió.

– No -dijo el otro niño con brusquedad, pero luego sonrió de soslayo y confesó-: ¡No confío en mi estómago!

A Francis le agradó esa respuesta, y también sonrió.

– Fue espantoso -le confesó-. Sangre por doquier. -Ésta era la primera persona que lo trataba con cierta amabilidad en una quincena, y Francis buscó un tema de conversación-. Estoy aquí desde el 17 de mayo, pero nunca te vi. ¿También estás al servicio del conde?

El niño asintió.

– Estuve en Pontefract. Sólo regresé este mediodía. Sabía que tampoco te había visto antes.

Dijo esto con una sonrisa y Francis decidió investigar más.

– ¿Cuánto hace que estás en Middleham? ¿Te gusta este sitio?

– Hará tres años en noviembre. Y sí, me gusta mucho. -Otra sonrisa-. Middleham es mi hogar.

Francis sintió una punzada, una oleada de añoranza por Minster Lovell y su propio mundo. Si algo sabía con certeza, era que Middleham nunca sería su hogar.

– Soy pupilo del conde -dijo-. El mes pasado me casaron con su sobrina.

El otro niño se inclinó sobre la paja, buscando una brizna larga. Encontró una, la lanzó al aire, la miró mientras se hundía en el cubo.

– Entonces un día seremos parientes -comentó-. El conde quiere que yo despose a su hija cuando seamos mayores.

Francis no respondió, luchando contra la decepción que le causaba este nuevo conocido. Sabía que la hija de Warwick era una de las herederas más importantes de Inglaterra. El otro debía considerarlo muy crédulo para darse tantas ínfulas. Se sentía lastimado en su orgullo, y se disponía a cuestionarlo. Pero el otro no insistió con sus alardes, no parecía notar que hubiera dicho nada fuera de lo común. Francis titubeó, decidió pasarlo por alto. Estaba demasiado complacido con este primer encuentro amistoso en Middleham como para sabotearlo.

– Si eres pupilo del conde, tu padre debe de haber muerto -dijo el otro niño, y Francis asintió.

– Sí. Murió el 9 de enero.

– Mi padre también murió. Se cumplieron tres años en diciembre.

Se miraron, reconociendo el parentesco de la pérdida. Francis quería impresionar a su nuevo amigo, pero no sabía cómo.

– Una vez conocí al duque de Somerset -dijo, tras reflexionar un poco-. Era amigo de mi padre. -La sinceridad le impuso una leve corrección-. Bien, se conocían bastante.

El otro niño se encogió de hombros, y Francis probó de nuevo.

– También conocí a su hermano, Edmundo Beaufort. ¿Ahora él será duque de Somerset? -Respondiendo a su propia pregunta, decidió-: Creo que sí, pues Somerset no tenía hijos varones.

– Conocí a Edmundo Beaufort -dijo el otro con indiferencia-. Así me ha dicho mi madre. Fue años atrás y no me acuerdo de él. ¿Entonces tu familia es lancasteriana?

Era una pregunta tranquila, planteada sin énfasis indebidos. Pero Francis se acordó del sitio donde estaba. Esto era Middleham. Aquí ganaría pocos amigos ufanándose de sus contactos con Lancaster.

– Mi padre luchó por Lancaster en Towton. Pero luego aceptó al rey Eduardo como soberano -dijo con cautela.

Vio de inmediato que su respuesta había sido acertada. El otro lo estudió un instante y sonrió.

– ¿Cómo te llamas?

La intención amigable era inequívoca, y Francis también sonrió.

– Francis Lovell… -comenzó, y se interrumpió bruscamente, pues un hombre había aparecido en la puerta del establo. Un hombre ataviado con una magnificencia que Francis nunca había visto, con botas de caña alta de reluciente cuero español, calzas de colores brillantes, un jubón de hombros anchos tachonado con gemas, una daga con vaina de oro.

– Conque ahí estás, Dickon -dijo.

Y otra voz gritó a sus espaldas:

– Milord Warwick está en el establo. ¿Queréis hablarle de las decapitaciones…?

Francis se perdió el resto de la frase. En sus oídos resonaban sólo las palabras «milord Warwick». Se puso de pie, miró atónito al conde de Warwick y a su nuevo amigo, que también se había levantado y se dirigía hacia Warwick sin manifestar nerviosismo, sólo placer.

– Mis hijas esperan para darte la bienvenida, Dickon. La condesa me mandó buscarte -dijo Warwick de buen humor, con la juguetona indulgencia que le divertía adoptar con su esposa.

– Yo también ansío verlas, primo. -El niño se volvió, señaló a Fran-cis-. Primo, es Francis Novell, que es pupilo tuyo y llegó durante nuestra ausencia.

Francis recordó poco de lo que siguió. En su aturdimiento, murmuró algo, sin saber qué, para responder a la bienvenida de Warwick. Vio que el conde apoyaba afectuosamente el brazo en los hombros del otro niño, escuchó mientras charlaban con la soltura de los allegados.

Al fin Warwick se fue, y volvieron a quedar solos. El otro niño se agachó, recogió la brida olvidada, la colgó de un gancho.

– Tengo que irme -dijo-. Te buscaré esta noche, durante la cena.

Sólo entonces Francis atinó a hablar.

– Sois el duque de Gloucester -barbotó, tan abruptamente que parecía una acusación.

Vio que el otro enarcaba una ceja.

– Sí, lo sé -dijo, en un tono que en una persona mayor habría sido inconfundiblemente irónico.

El duque de Gloucester no tenía el aspecto con que Francis imaginaba al hermano del rey Eduardo. Ni actuaba como presuntamente actuaría un duque de la realeza. Le parecía monstruosamente injusto que este niño que empezaba a agradarle resultara ser Ricardo Plantagenet, duque de Gloucester. ¡La única persona que lo había tratado afablemente era un príncipe yorkista, consanguíneo del espantoso Eduardo!

Trató de recordar las advertencias de su madre sobre la etiqueta cortesana, supo que debía arrodillarse, pero parecía una locura en medio de un establo, máxime cuando el duque le había dado su pañuelo para enjugarse los rastros de vómito. ¿Se interpelaba a un duque como «Vuestra Gracia», igual que al rey? ¿O bastaba con «milord»? No había forma. Se le había olvidado por completo.

– ¿Cómo debo llamaros? -preguntó al fin, demasiado avergonzado para disimular su bochorno, sintiéndose muy torpe y más solo que nunca en la quincena más solitaria de su vida.

El otro lo miró pensativamente y sonrió con simpatía.

– Los amigos me llaman Dickon -dijo.

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