Barnet Heath
Abril de 1471
Vísperas de Pascua. Al norte de ía aldea de Barnet, el ejército del conde de Warwick se había desplegado en formación de combate a lo largo del brezal de Gladmore. Warwick había reunido doce mil hombres bajo su enseña del Báculo Enramado; según la información que poseía, el ejército de su primo no sumaba más de nueve mil efectivos. Había entregado el centro a su veterano hermano y ahora Juan estaba en posición sobre la carretera que unía San Albano con Barnet. A la izquierda de Juan se hallaba el ala que estaba bajo el mando del duque de Exeter y se estiraba al este del camino hasta la hondonada profunda y pantanosa que se extendía hasta Hadley Wood. Al oeste del camino estaba acampada la vanguardia lancasteriana, que sería conducida por el conde de Oxford, cuñado de Warwick. Y mientras su ejército se repartía por el brezal, Warwick instaló un puesto de mando detrás de las líneas, para supervisar la batalla y controlar las decisivas reservas.
La luz del día se demoraba más de la cuenta, y brillantes pinceladas carmesíes teñían el cielo del campamento. Desde la entrada de la tienda, Juan Neville contemplaba los espectaculares colores del ocaso, que lograban contener la oscuridad. Había una curiosa rigidez en su pose, como si todas sus energías, toda su vitalidad, se concentraran en una extraña suspensión del espíritu, como si todo su ser estuviera absorto en el íntimo afán de observar los resabios de luz que se borraban del firmamento.
Warwick miraba a su hermano desde la cama. Le habría gustado saber qué pensaba Johnny durante esta silenciosa vigilia en vísperas de la batalla. No, pamplinas. ¿Para qué mentirse a sí mismo? No quería saberlo y no se proponía preguntar. Si preguntaba, corría el riesgo de que Juan le respondiera.
¡Por Dios, esperaba no tener tan mal aspecto como Johnny! ¿Su hermano había tenido ese aspecto en Pontcfract, mientras sus desconcertados hombres aguardaban la orden que nunca impartió, la orden que habría dictado la sentencia de muerte para Ned, Dickon y el valeroso pero imprudente puñado que los había seguido? ¿O era la carta, la carta que Ned le había enviado a Johnny, en Coventry? Warwick sólo sabía que era de puño y letra de Ned y Johnny se había puesto gris al leerla, como alguien que sufriera una herida que se negaba a sanar, que se infectaba hasta contaminar la médula y la sangre, hasta que el cuerpo era un guiñapo putrefacto en garras de una enfermedad mortífera.
El ofrecimiento de Ned. Ni siquiera necesitaba que se lo dijeran. Lo sabía. Si en su desesperación él se hubiera entregado, sólo le habrían perdonado la vida. Nada más. Perdería todo el resto. Pero Ned, al perdonarle la vida, se jactaría de su magnanimidad, de su misericordia. Sí, habría obtenido un indulto. Ned se habría encargado de ello. Johnny, en cambio… Johnny habría obtenido el perdón.
– ¿Dick? -Warwick alzó la cabeza. Juan había dejado de mirar el crepúsculo, había cerrado la entrada de la tienda. Viendo que contaba con la atención de Warwick, comentó-: Lo he pensado un poco. Sé por experiencia que a los soldados comunes les fastidia que sus señores tengan tan fácil acceso a los caballos durante una batalla. Aunque saben que sus comandantes pelean a pie, igual que ellos, también saben que los caballos siempre están a su alcance por si los necesitan. Si, sé lo que vas a decirme… Que a menudo se necesitan monturas para reunir a los hombres o reagrupar las fuerzas. Pero también se usan para la retirada si la batalla es desfavorable. -Concluyó sin rodeos-: No podemos costearnos esa duda, hermano. Muchos de nuestros hombres no creen que seamos sinceramente leales a Lancaster. Me temo que no estén muy dispuestos a pelear por nosotros si sospechan que podríamos huir en caso de que la fortuna favorezca a York.
– Lo que quieres decir, Johnny, es que gran parte de nuestros aliados lancasterianos creen que cualquiera de nosotros dos podría cambiar de bando en el momento oportuno -dijo Warwick con amargura, y Juan asintió imperceptiblemente.
– Sí, también eso -murmuró.
– Y bien, ¿qué tienes en mente?
– Yo desplazaría a gran parte de los caballos a buena distancia del campo de batalla, para que no queden dudas sobre nuestro compromiso.
Warwick reflexionó en silencio. Juan no lo apremió, y se conformó con esperar. Al fin Warwick asintió.
– Sí, tienes cierta razón. Ordenaré que amarren a los caballos en Wrotham Wood. No es la primera vez que actuó así para tranquilizar a mis hombres. Una vez maté a mi caballo para mostrarles que estaba dispuesto a triunfar o perecer en el intento. Un gesto melodramático, sí, pero impidió una desbandada. ¿Recuerdas, Johnny?
– Sí -dijo Juan, y sonrió levemente-. Me lo has contado tantas veces que se me ha grabado en el cerebro. La escaramuza del cruce de Ferrybridge, donde murió Clifford.
– Sí, esa batalla -dijo Warwick deprisa, casi agresivamente-. Fue el día anterior a Towton. Pude contener a mis hombres hasta que Ned envió refuerzos que vadearon el río para ayudarnos.
Había dicho «Ned» a propósito, y de pronto montó en cólera, con una furia intensa y difusa que no perdonaba a nadie, ni siquiera a Juan. Sólo era consciente de la brumosa determinación de no pasar la víspera de la batalla huyendo de fantasmas, eludiendo espectros.
Juan no dijo nada. Tampoco demostraba nada con su expresión. Aún se lo veía compuesto, cansado y distante, como había estado desde que se había reunido con Warwick en Coventry, diez días atrás.
El furor candente que había fulminado a Warwick tan abruptamente como un rayo estival sólo dejó recuerdos chamuscados. Estuvo a punto de romper la implacable barrera de silencio que los separaba.
Miró a Juan, pensando en los demás. Su hermano Jorge, que se había pasado a York por la promesa de un indulto. Su yerno, que lo había traicionado en el camino de Banbury. Su buen amigo el rey de Francia, el monarca que lo llamaba «camarada dilecto» y «primo» y ahora se había reconciliado con Carlos de Borgoña. Sus aliados del momento: Oxford, que estaba casado con su hermana pero no confiaba en él, y Exeter, que lo había acusado a la cara de estar pensando en negociar con York. Sólo podía confiar en Johnny. Era el único que no lo había traicionado ni lo traicionaría. Johnny, cuyo corazón estaba con York.
– Johnny, quiero que sepas…
– Lo sé -interrumpió Juan-. Así que no es preciso comentarlo, ¿verdad?
– No -convino Warwick-. No, Johnny, no es preciso.
Juan se puso a hablar de asuntos militares, de artillería y la necesidad de tener por lo menos un contingente de caballería. Warwick coincidió, y al cabo se les sumaron Exeter y Oxford. La reunión continuó. Les sirvieron una cena tardía, que quedó casi intacta mientras los hombres seguían hablando, y las horas pasaron mientras las vísperas y las completas sonaban en la pequeña iglesia de Hadley, a poca distancia de las líneas lancasterianas.
Poco después del anochecer estalló un alboroto. Los exploradores de Warwick mencionaron un inesperado encontronazo con la avanzada yorkista en las calles de Barnet. Con el ceño fruncido, Warwick reunió a sus capitanes, les dijo que se dispusieran a combatir al día siguiente. El ejército yorkista se aproximaba a Barnet.
En ese momento no comprendió cuan cerca estaban. Tras llegar a la aldea con el anochecer, Eduardo tomó una decisión audaz. Ordenó a sus hombres que avanzaran al amparo de la oscuridad para ocupar sus posiciones de batalla. Era una maniobra difícil y heterodoxa que tendría consecuencias imprevistas.
Al principio Eduardo cosechó beneficios de este riesgo calculado. Los cañones de Warwick tronaron; la noche vibraba con el fragor de la artillería. Pero el ejército de Eduardo estaba mucho más cerca de lo que Warwick creía. Los disparos eran demasiado largos, y Eduardo ordenó no devolver el fuego. Sus hombres se asentaron para pasar la noche.
Después de medianoche la niebla empezó a cubrir el valle. El estandarte del Jabalí Blanco que ondeaba en la tienda de Ricardo se empapó con el aire quieto.
Thomas Parr se movió, codeó al hombre arrebujado junto a él. Tom Huddleston, como Thomas, había compartido con Ricardo una infancia en Middleham. Era el mayor de los tres, había luchado en Edgecot y el Campo de las Cotas Perdidas. Miró a Thomas, asintió. Thomas se incorporó.
– Milord -murmuró.
Ricardo movió la cabeza, se acodó.
– ¿Sí?
– No habéis dormido nada. ¿Queréis hablar?
Thomas no podía ver la cara de Ricardo en las sombras. Reinaba el silencio; los cañones de Warwick habían callado.
Thomas se incorporó.
– Su Gracia el rey ganó Towton el Domingo de Ramos -declaró-. Barnet será una victoria pascual… por la gracia de Dios Todopoderoso y el servicio que mañana prestaréis al rey con la vanguardia.
Ricardo tendió la mano, la apoyó en el hombro de Thomas.
– Duerme mientras puedas -dijo.
Thomas se acostó.
– Buenas noches, milord.
Cerró los ojos, pero no se durmió. Sabía que sus compañeros tampoco dormían.
Las cinco de la mañana. El sol ya debía estar trepando en el cielo, pero una oscuridad húmeda y gris aún cubría Hadley Wood. Durante la noche había surgido una niebla gruesa y espesa como Ricardo jamás había visto, ni siquiera en los páramos de Yorkshire. Sus hombres aguardaban, clavándole los ojos. Aún persistía el frío de la noche, y al hablar escarchaba el aire con su aliento. Miró a sus capitanes, dio la señal de avance. Las trompetas sonaron con un ruido ahogado, reverberando lúgubremente en la humedad del alba.
Mientras la vanguardia se internaba en la niebla, notaron que pasaba algo raro. A su izquierda oyeron ruidos de combate mientras el centro yorkista se topaba con la línea de Juan Neville. Pero la andanada de flechas que sus arqueros habían disparado al azar al mar gris no había tenido respuesta. Avanzaban sin tropiezos, sin encontrar resistencia.
El terreno comenzaba a inclinarse; ahora dejaban su huella en un lodo cenagoso. Con un respingo, Ricardo lo entendió. En la oscuridad, la vanguardia había pasado de largo. Estaban a la izquierda de las líneas enemigas, bajando por el barranco ancho y pantanoso que lindaba con la posición de Exeter. Si podían cruzar el barranco sin ser detectados, se toparían con el flanco de Exeter, y él no esperaría un ataque desde allí. Pero si los descubrían dentro del barranco, el lodo cenagoso pronto se enrojecería con sangre yorkista.
Ricardo se volvió, vio que sus hombres sabían lo que había ocurrido. No fue necesario ordenar silencio. A ciegas, se internaron resueltamente en la oscuridad.
El conde de Oxford había exigido el mando de la vanguardia y Warwick había accedido. Ahora, mientras Oxford conducía a sus hombres contra el ala izquierda yorkista, supo de inmediato lo que Ricardo estaba descubriendo tardíamente: que las líneas de batalla se habían alterado en la oscuridad. Así como la vanguardia yorkista se había desplazado hacia el flanco de Exeter, la vanguardia lancasteriana se superpuso con el ala comandada por Will Hastings.
Oxford, sin embargo, tuvo más suerte que Ricardo; ningún barranco traicionero mediaba entre sus hombres y los yorkistas. Con aullidos triunfantes, surgieron de la niebla para embestir imprevistamente el flanco de Hastings.
Los yorkistas se desperdigaron caóticamente, reculando ante ese imprevisto ataque contra la retaguardia. Su línea onduló y cedió ante la arremetida. Mientras Hastings y sus capitanes trataban de reorganizar a sus tropas, el ala izquierda yorkista se quebró y se desintegró en una fuga.
Perseguidos por las jubilosas tropas de Oxford, los yorkistas abandonaron el campo, arrojando armas y escudos. Hastings se encolerizó en vano. Los asustados aldeanos de Barnet se apresuraron a atrancar las puertas mientras soldados espantados se tambaleaban por las callejas adoquinadas. Algunos buscaron refugio en la iglesia parroquial; otros robaron caballos y galoparon las diez millas que los separaban de Londres, despertando a los londinenses con gritos que anunciaban una derrota yorkista. Los hombres de Oxford pronto perdieron interés en su presa y se dedicaron alegremente al saqueo y el pillaje en Barnet.
Hacía menos de una hora que había empezado la batalla y el ala izquierda de Eduardo estaba destruida.
Jorge había aceptado a regañadientes que Eduardo le confiara la vanguardia a Ricardo. Con inusitada prudencia, se había limitado a hacer algunos comentarios mordaces sobre la edad y la experiencia de Ricardo, pero aún lo irritaba. No era que le envidiara a Dickon ese honor, pensaba, sino que Ned le había negado un mando propio. Sabía que Ned quería tenerlo cerca por un solo motivo: no se fiaba de él. Sí, conocía las sospechas de Ned, sabía que Ned temía que se pasara al bando de Warwick si la batalla era desfavorable para York. Y le causaba resentimiento que confiaran tan poco en él cuando había aportado cuatro mil efectivos, traicionando a su suegro.
Su resentimiento se disipó, sin embargo, en los primeros cinco minutos de la batalla, cuando se encontró sin aliento, asediado por los gritos de los moribundos, el hedor de la sangre y los cuerpos despanzurrados. No sabía que sería así, y por primera vez en su vida agradeció estar cerca de su hermano, seguir las órdenes de Ned. Por nada del mundo habría querido estar en el lugar de Dickon, a solas en medio de la niebla. Si había alguna seguridad en este mundo desquiciado, estaba cerca de Ned, que no parecía conocer el miedo y se erguía por encima de los demás, abriéndose camino con una espada roja hasta la empuñadura.
Jorge miraba a su hermano con desconcertado pasmo. Podía entender la altanería de Dickon, que libraba su primera batalla, igual que él. Pero Ned sabía de qué se trataba. ¿Cómo había logrado conservar la compostura ayer, sabiendo lo que afrontarían al alba?
Tropezó con un caído, despatarrado en un ángulo exótico sobre la hierba; el hombre gemía, algo aún más extraño, pues estaba prácticamente eviscerado. Jorge pasó por encima, siguió a Eduardo. El centro parecía resistir el embate de Juan, pero Jorge sabía que la batalla no iba bien para York. El ala izquierda estaba desbaratada; Hastings había montado a caballo en un intento frenético de reagrupar a sus hombres, de impedir la desbandada tras la embestida de Oxford. Se decía que la lucha entre Exeter y Ricardo era aún más enconada. Sólo diez minutos atrás, un mensajero había salido de la niebla con un esperado mensaje para Eduardo:
– Mi señor de Gloucester me pide que diga a Vuestra Gracia que están resistiendo, que contengáis vuestras reservas.
Pero Jorge sabía que Ricardo ya no se las veía sólo con Exeter, sino también con Warwick. Alarmado por la súbita aparición de la vanguardia yorkista en su flanco, Exeter había pedido refuerzos urgentes y Warwick le había enviado la mitad de sus reservas. Los hombres de Ricardo eran superados en número y tenían que ceder terreno, reculando hacia la hondonada pantanosa, y si la vanguardia sufría el mismo destino que el ala izquierda, Eduardo no aguantaría a solas.
Jorge también sabía que en poco tiempo Oxford regresaría al campo de batalla. Era un soldado demasiado astuto para derrochar energía en persecución de hombres derrotados. Jorge pensó, con un escalofrío de horror, que York podía perder, que Warwick, su suegro, podía obtener la victoria, y nunca lo perdonaría por Banbury.
Un hombre salió a la carrera de la niebla, dirigiéndose hacia él. Jorge enarboló la espada, pero vio el emblema del Blancsanglier. Sólo un muchacho, verde de miedo. Extendió el brazo, aferró al muchacho, le estrujó el hombro. El joven jadeó y brotó sangre entre los dedos del guantelete de Jorge. Bajó la mano, sujetó el antebrazo del mozo.
– ¿Por qué no estás con Gloucester? -preguntó, acercándole la cara para hacerse oír.
– ¡Gloucester ha caído!
Jorge aflojó su apretón y el muchacho aprovechó para zafarse y huir hacia la niebla. Jorge ya se había olvidado de él; giraba hacia su hermano, que estaba a pocos pasos. Gritó, pero sabía que Eduardo no podía oírle. A su alrededor, los hombres se enzarzaban vitoreando a York o Neville. A sus pies, un herido pedía cuartel, en nombre de Dios. El soldado yorkista que estaba a horcajadas sobre él le asestó un hachazo. La niebla se arremolinó, volvió a cerrarse. Jorge vio el centelleo de la espada de Eduardo; un hombre murió.
El boquiabierto Jorge quedó petrificado. Era una locura. Era todas las pesadillas que había tenido. Todos morirían allí, en esa oscuridad gris, esa niebla que cubría el campo como un sudario.
Detectó un movimiento a su derecha, se giró. El hombre se desvió. La niebla ocultaba horrores indescriptibles, muertos y moribundos. York había perdido. Jorge tembló y buscó a su hermano a trompicones.
Nada había preparado a Ricardo para el infierno de Barnet Heath.
Thomas Parr había muerto. Ricardo lo había visto caer, y sabía que ningún hombre sobreviviría al mandoble que había recibido. Demasiado lejos para ayudarlo, le gritó una vana advertencia, miró horrorizado mientras su escudero se desplomaba. Ese momento de inmovilidad casi le había costado la vida. Un hachazo vacilante le pegó de costado, lo tumbó de rodillas. El instinto lo salvó, más los años de práctica con el estafermo, el hacha y el espadón. Reaccionó mientras caía, por instinto, sin siquiera pensar. Mientras su rodilla tocaba el suelo, alzó la espada en una maniobra aprendida años atrás en Middleham. La sangre chorreó sobre él; el hombre se aferró el vientre, se desplomó. Rob Percy se le acercó, lo ayudó a levantarse; los hombres de su séquito procuraban no separarse de él, sabiendo que era un blanco tentador para Lancaster: el hermano de York y el comandante de la vanguardia.
Ricardo no sabía cuan grave era la herida. El hacha le había abierto un tajo en el antebrazo. Tenía el brazo entumecido del codo a la muñeca. Aún no había dolor, pero la sangre le llenaba el guantelete. Elevó una rápida plegaria de gratitud a Dios Todopoderoso por haber recibido el golpe en el brazo izquierdo y se negó a mirar el cuerpo arqueado y yerto de su escudero.
Los caballeros de su séquito se congregaron alrededor de él para permitirle deliberar con sus capitanes. Escuchó mientras le decían que no podrían resistir sin refuerzos.
– No -dijo, con la voz ronca de tanto gritar órdenes-, no agotaré las reservas de mi hermano. Él las necesita más, ahora que la línea de Hastings está rota. Informad a Su Gracia de que aún resistimos, que no es necesario comprometer sus reservas.
Discutieron. Thomas Howard, el hijo mayor de John Howard, señaló a sus espaldas, hacia el barranco ahora oculto en la niebla. Ricardo repitió sus órdenes. Volvieron a protestar, y él despotricó contra ellos. La cólera era la única emoción que osaba permitirse.
Francis tropezó, cayó de rodillas, exhausto, agobiado por el peso de la armadura. Una persona conocida se erguía sobre él, tendiéndole la mano. La asió con gratitud, dejó que Rob lo ayudara a levantarse.
– Tengo la sensación de estar corriendo en el agua -confesó temblando-. Hasta el aire me hace caer.
– Aguarda un minuto. Recobra el aliento.
– ¿Crees que podemos resistir, Rob?
– Dios y Gloucester mediante -masculló Rob. Francis no era el único que había buscado una pausa, un breve respiro. Ricardo estaba rodeado por caballeros de su séquito; pidió agua, se la hizo echar sobre el antebrazo, en el guantelete.
– Tendría que hacerse tratar ese brazo, Rob.
Rob meneó la cabeza, sacudiéndose la transpiración que le quemaba los ojos.
– Se niega a abandonar el campo. Es el único que puede contenerlos. ¡Por Dios, Francis, mira en derredor! Lo único que les impide desbandarse es el maldito barranco que tenemos a nuestras espaldas y el hecho de que él está aquí, ofreciendo su vida con la de ellos.
Un aguador le alcanzó una petaca. Francis la cogió, se enjuagó la boca, escupió.
– ¿Crees que Dickon sabe que su otro escudero también ha muerto?
Rob movió las hombreras en un gesto de indiferencia.
– Te sugeriría que no se lo digas. ¿Ya puedes moverte?
– Si nos empujan hacia el barranco, Rob, nos harán trizas -dijo Francis, sin poder contenerse.
– Cielos, Francis, ¿crees que Dickon no lo sabe? Pero cuando Oxford regrese al campo, el rey necesitará contar con reservas; de lo contrario Oxford atravesará las líneas de York como un cuchillo caliente en mantequilla. Entonces nos harán trizas a todos, no sólo a la vanguardia sino a cada soldado de York.
Francis se arriesgó a alzar la visera, aspiró unas bocanadas de aire.
– Huele como un matadero… ¡Dios mío! Rob.
Rob se giró, pero no era Ricardo quien había caído, sino Thomas Howard. Un extraño flechazo, un acierto fortuito. Se tambaleó, cayó de bruces. El asta se partió cuando el cuerpo chocó contra el suelo. Un estertor, y se quedó tieso.
Rob y Francis fueron hacia él, pero otros se le adelantaron, formando un cerco protector. Ricardo impartió órdenes, y alzaron al caído para llevarlo a la retaguardia.
Ricardo se giró, vio a Francis a su lado.
– ¡Santo Dios, Francis, cierra la visera!
Era la primera que hablaban desde el comienzo de la batalla, dos horas atrás. Francis pensaba que debían tener algo que decirse, sabiendo que quizá esa oportunidad no volviera a presentarse. Pero si existía esa bendición curativa, palabras inspiradas que pudieran servirles a ambos como talismán, no las encontraba. Sólo pudo barbotar la verdad.
– Dickon, esto es un infierno.
Ricardo miró por encima del hombro.
– Lo sé. Pero si perdemos, Francis, si perdemos…
Se alejó, ladró órdenes, señalando la línea donde York perdía terreno, y los caballeros de su séquito se reagruparon, hombres fatigados acometiendo al grito de «¡Por York y Gloucester!».
Dentro de los guanteletes, las manos de Francis estaban pegajosas de sudor. El cuero se le pegaba a las palmas; los dedos estaban agarrotados. Empuñó la espada con fuerza y siguió a Ricardo hacia la batalla.
Aunque le llevó más de una hora, Oxford logró reagrupar a sus tropas entregadas al pillaje. Algunos hombres se habían dispersado mientras Oxford entraba en la plaza del mercado, gritando y maldiciendo; otros salían tambaleándose con ojos vidriosos de tabernas saqueadas y sonreían bonachonamente al colérico comandante. Pero Oxford y sus capitanes lograron reunir a unos ochocientos hombres que llevaban su emblema de la Estrella Fugaz y enfilaron hacia el norte, de vuelta al campo de batalla.
El campo aún estaba sumergido en la niebla y Oxford no podía saber que las líneas se habían desplazado durante su ausencia, virando de norte-sur a este-oeste. Al lanzarse hacia la batalla, creían embestir la retaguardia de Eduardo. En cambio, se estrellaron contra el flanco de Juan Neville.
Los hombres de Montagu fueron cogidos por sorpresa. En la niebla arremolinada, no era fácil distinguir el estandarte de los recién llegados. Para esos hombres asustados, parecía relucir como un sol radiante, el Sol de York. Al grito de «¡Emboscada!», la guardia de arqueros lanzó una lluvia de flechas sobre los jinetes e infantes que habían aparecido de pronto.
Los caballos relincharon, recularon. Los hombres de Oxford retrocedieron, sangrando, aturdidos. Oxford maldecía como un descosido. Ese hideputa Montagu los traicionaba. Se había pasado al bando de York, tal como habían temido. Los gritos de traición se repetían en las filas. Acometieron contra el ala de Montagu, y ahora los hombres morían por error.
Ricardo había despachado a otro mensajero, que aguardaba resollando frente a Eduardo.
– Soy Matt Fletcher, Vuestra Gracia. Mi señor de Gloucester me pide que os informe que la vanguardia aún resiste.
Alguien le entregó una petaca a Eduardo. La aceptó, apuró varios tragos, derramándose agua en la cara y la armadura, lavando la sangre.
– ¿Cómo está él, en verdad?
El joven vaciló.
– La lucha es brutal, Vuestra Gracia. Pero no cedemos terreno… -Recordó las empinadas cuestas del barranco y añadió-: Hasta ahora.
Eduardo asintió.
– Dile a Gloucester que la línea de Montagu se está debilitando. Sé que le pido demasiado, pero si puede resistir un poco más…
– Se lo diré, Vuestra Gracia -resolló Matt, y Eduardo se dispuso a alejarse, pero se detuvo y volvió a mirar al muchacho.
– Y dile también que se cuide… por amor de Dios, y por el mío.
Ambos lo oyeron al mismo tiempo, un bullicio creciente, maldiciones de hombres atemorizados, gritos de traición, relinchos de caballos moribundos. Había una súbita actividad a la izquierda, entre las filas de Montagu. Salían hombres de la niebla; la línea estaba vacilando.
John Howard se aproximó a la carrera, con asombrosa rapidez, dadas su corpulencia y su armadura. Gesticulaba frenéticamente.
– ¡Vuestra Gracia! ¡Montagu está disparando contra Oxford!
– ¡La Estrella Fugaz de Oxford! ¡Santo Jesús! -Eduardo alzó la visera; Matt entrevió ardientes ojos azules, dientes blancos. Aún no entendía lo que pasaba, pero Eduardo aparentemente sí, y sintió un latido de emoción cuando Eduardo rió con salvaje euforia, lanzó una maldición exultante. Eduardo se volvió hacia Howard, aferrándole los hombros-. ¡Ahora, John! Ahora usaré mis reservas. Ahora es el turno de York.
La niebla persistía, aún tapaba el sol, pero Ricardo estaba empapado de sudor. Se sentía afiebrado, casi no tenía voz. El brazo izquierdo ya no sangraba, pero palpitaba tanto que empezó a temer que estuviera quebrado. El brazo derecho le dolía casi con igual intensidad; su espada era un peso muerto, y sólo la blandía por mera fuerza de voluntad. Sus hombres estaban tan extenuados como él, y temían que los empujaran hacia el barranco. No había recibido más mensajes de Eduardo, no sabía lo que sucedía en el resto del campo. Había perdido la percepción del tiempo; no sabía cuántas horas habían transcurrido desde que habían salido del pantano gris para enfrentarse a Exeter.
Un hombre arremetió contra él, blandiendo esa mortífera maza con cadenas conocida como «rociador de agua bendita». Ricardo cedió terreno, recibió un raspón en el hombro que lo hizo tambalearse y hundió la espada en la brigantina de cota de malla, bajo las costillas. El impacto de la estocada le entumeció el brazo. Su apretón se debilitó, la espada se inclinó peligrosamente.
Delante de él, uno de sus hombres cayó, mareado de fatiga. Ricardo se detuvo y el soldado lo miró con aturdimiento, lo reconoció.
– Milord… no puedo…
– No hables -graznó Ricardo. Tosió y los músculos de la garganta se le cerraron dolorosamente-. Descansa… contén el aliento. Luego te unirás a nosotros.
El hombre logró ponerse de pie, esbozó una sonrisa fantasmal.
– No quiero… no quiero tener…
Ricardo no llegó a saber qué quería decirle. El hombre resopló, llevándose las manos a la garganta, hacia el asta de la flecha. La sangre del moribundo los salpicó a ambos. Ricardo retrocedió, combatió un ataque de náuseas. Se había mordido el labio inferior, sintió el gusto de la sangre y se atragantó. El hombre cayó a sus pies, entre convulsiones. Ricardo tembló, retrocedió.
En la tercera hora, la línea de Exeter empezó a debilitarse. Retrocedía, lentamente al principio, y cada vez más deprisa. Los hombres de Ricardo encontraron una última reserva de fuerzas, arremetieron, gritando por York. Los lancasterianos eran presa de la confusión, y ya no oponían resistencia. Sólo pensaban en huir, y los hombres rompían filas, se desperdigaban.
La niebla se disipaba al fin. A su izquierda, Ricardo vio hombres que usaban los colores de York. Entonces comprendió: la vanguardia se había unido con el centro. Ned había abierto una brecha en el ala de Johnny.
El Sol de York resplandecía en el estandarte blanco y dorado. La blanca y bruñida armadura de Eduardo estaba embadurnada de tierra, abollada y mellada, oscurecida por la sangre de otros. Se acercó; los hombres le cedieron el paso. Al llegar a Ricardo, alzó la visera. Ricardo vio que sonreía.
Ricardo no sentía euforia, dicha ni alivio. Todavía no. Sólo aturdimiento, una fatiga del cuerpo y la mente que jamás había experimentado. Lentamente dejó la espada en el suelo, dejó que la hoja ensangrentada tocara la hierba.
El brazal astillado de Ricardo yacía en el suelo de la tienda del cirujano. Francis y Rob se inclinaban sobre él, desatando las correas y hebillas que ajustaban el lado derecho de la coraza, desanudando las pretinas de los hombros. Ya no estaban habituados a oficiar de escuderos y se entorpecían uno al otro, tirando con atolondramiento para quitar el peto y los abollados guardabrazos. Demasiado cansado para quejarse, Ricardo sufría estas atenciones en silencio, y soltó un suspiro de alivio cuando al fin pudo respirar sin restricciones.
Francis trajo una casulla que habían ido a buscar a la tienda de Ricardo, le ayudó a ponérsela sobre el jubón acolchado. El cirujano estaba de rodillas, examinando la herida, ahora cubierta de sangre coagulada. Ricardo se convulsionó de dolor y aceptó con gratitud la petaca de vino que le ofrecía Rob.
– ¿Han enviado hombres a recobrar los cuerpos?
Rob asintió.
– Han encontrado a Parr, pero aún no han hallado a Huddleston. -Hizo una pausa, murmuró-: Fue un golpe fulminante y limpio, Dickon. Eso es algo.
Ricardo abrió los ojos, arqueó la boca.
– No mucho, Rob. Diantre, no mucho.
Bebió demasiado, se atragantó. El cirujano vertía miel en la herida para limpiarla; mientras la tanteaba, había vuelto a sangrar. Ricardo cayó hacia atrás, volvió a cerrar los ojos.
Una sombra lo cubrió. Abrió los ojos mientras Will Hastings entraba en la tienda.
– ¿Hay noticias sobre Warwick o Johnny Neville, Will? -preguntó tensamente.
Will sacudió la cabeza.
– Sabemos que Oxford huyó del campo cuando los hombres de Montagu dispararon contra él, y he oído decir que Exeter ha muerto, aunque hasta ahora es sólo un rumor. Aún no hay noticias de Warwick ni Montagu. -Se le acercó, bajó la voz-. Anthony Woodville recibió una estocada en la greba. Cojeará un tiempo, pero sólo eso… lamentablemente.
Ricardo sonrió lánguidamente y jadeó cuando el escalpelo del cirujano volvió a resbalar.
– ¡Santo Dios, hombre, ten cuidado! -rugió, y el cirujano murmuró una disculpa, le puso una copa en la mano.
– Agrimonia: por favor, Vuestra Gracia, bebedlo.
Will miraba a Ricardo.
– Sabes que me opuse a que te dieran la vanguardia -dijo-. Creí que eras demasiado joven, demasiado inexperto. Tu hermano disentía conmigo. Él tenía razón y yo estaba equivocado.
Ricardo no estaba preparado para recibir cumplidos; aún recordaba con vividez las últimas tres horas.
– ¿Qué hay de las bajas? -preguntó-. ¿Tenemos idea de las pérdidas que hemos sufrido?
– No… pero no me sorprendería que los muertos ascendieran a mil quinientos.
La entrada de la tienda se movió. Entró Eduardo, le indicó a Ricardo que no se levantara. Miró al cirujano.
– ¿Cómo está mi hermano de Gloucester?
Ricardo vació la copa con disgusto, respondió antes de que el cirujano pudiera hablar.
– Sobreviviré a la herida, pero no sé si al tratamiento.
– Veo que te estás recobrando, hermanito -dijo Eduardo con una sonrisa. Se inclinó sobre el hombro del cirujano para ver la herida de Ricardo, hizo una mueca-. Nos informan de que han visto a Warwick cerca de Wrotham Wood. He despachado a un hombre de mi séquito personal con órdenes de que no le causen daño. En cuanto a Johnny, aún no sabemos nada… -Calló cuando un heraldo vestido con la ensangrentada librea de York entró en la tienda.
Se arrodilló ante Eduardo.
– Vuestra Gracia… han encontrado al conde de Warwick.
Más de una docena de hombres formaban un semicírculo en el claro, gesticulando y riendo. Retrocedieron con expectación cuando aparecieron varios jinetes, reconociendo al rey.
Eduardo se apeó, caminó hacia ellos. Se detuvo abruptamente al ver el cuerpo despatarrado.
Los hombres se inquietaron, alarmados por su silencio. Uno más audaz que el resto se aproximó, sonrió.
– Ya no hará rey a nadie, majestad.
Eduardo se volvió hacia él y le abofeteó la cara, un golpe que no habría tenido importancia viniendo de otro hombre, pero viniendo de Eduardo lo tumbó de rodillas, le hizo escupir sangre.
Nadie se movió; nadie osó ayudar al camarada caído. Eduardo se arrodilló ante Warwick, volvió el cuerpo. Los saqueadores ya habían hecho su trabajo. Habían arrancado piezas de la armadura y le habían quitado ambos guanteletes; también le habían quitado los anillos enjoyados que usaba con tanto orgullo. Eduardo alzó la visera y jadeó. Aún no estaba enterado de cómo habían matado a Warwick, sujetándolo mientras le clavaban dagas en el cráneo. Ricardo estaba junto a él. Eduardo cerró la visera, cogió la muñeca de Ricardo.
– No querrás ver esto, Dickon.
Una mirada a la cara de Eduardo fue suficiente para Ricardo; aceptó sus palabras, asintió. Al cabo Eduardo se levantó, pero Ricardo se quedó donde estaba, mirando el cuerpo de su primo. Alzó la vista cuando oyó que su hermano desquitaba su furia con los asustados soldados.
– ¡Ordené que no le hicieran daño, mala peste os lleve!
Ellos tartamudearon negativas, juraron que no habían participado en la muerte de Warwick, que lo habían encontrado tal como estaba; había tratado de llegar a los caballos, perseguido por otros hombres; le habían visto entrar en el bosque y lo siguieron, pero estaba muerto antes de que ellos llegaran.
Otros jinetes se aproximaron, entre ellos Will Hastings y John Howard. Howard desmontó, se acercó a Ricardo.
– Una lástima -murmuró.
Ricardo asintió, guardó silencio. Se preguntaba si Howard sabría lo de su hijo. Abrió la boca, pero no logró articular las palabras. Se le debía notar en la cara, pues John Howard hizo algo totalmente inesperado, algo que no congeniaba con su carácter. Extendió los brazos para estrechar los hombros del muchacho.
De pronto hubo agitación en el claro, donde estaba Eduardo. Ricardo alzó la cabeza, miró a los alborotados hombres que gesticulaban. Supo lo que ocurría aun antes de ver la cara de su hermano.
No se movió, se quedó muy tieso. Ya no reparaba en Howard ni en los curiosos que se habían acercado a mirar el cuerpo del Hacerreyes. Tardó un instante en armarse de coraje para cruzar el claro, para oír que Ned le decía que Johnny también había muerto.
Estaban alejados de los demás. Eduardo miraba el suelo, la hierba pisoteada y arrancada que delataba la extrema violencia del final de Warwick. Al cabo de un rato se persignó, pero Ricardo supo que había dedicado esos minutos de silencio a Johnny, no a la plegaria.
– Tienes derecho a saberlo, Dickon -dijo al fin, con voz tomada de emoción-. Johnny usaba nuestros colores bajo su armadura. Salió a batallar con nosotros usando el azul y morado de York.
– Jesús se apiade de él -susurró Ricardo. Las lágrimas le llenaban los ojos, pero se adherían con firmeza a las pestañas, se negaban a caer. Se sentía como una piedra; ni siquiera por Johnny podía llorar.
Otros hombres se acercaban. Ricardo reconoció a Jorge y logró recobrar la compostura.
– Ned, no quiero que Jorge vea… -dijo con un hilo de voz, pero no pudo seguir. Eduardo asintió, miró mientras Ricardo interceptaba a Jorge para impedir que viera de cerca el cuerpo de su suegro.
Uno de los recién llegados se acercó a Eduardo.
– Vuestra Gracia ha obtenido una gran victoria en este día -dijo con una sonrisa.
Eduardo asintió.
En lo alto, el sol irrumpió a través de la niebla. Radiantes jirones azules se ensanchaban en el cielo y un fulgor suave alumbraba el claro. Aún no eran las diez de la mañana.