Capítulo 19

Amboise

Francia Diciembre de 1470


Ana Neville y el príncipe Eduardo de Lancaster eran primos lejanos, pues el bisabuelo de él, Enrique IV, y la bisabuela de ella, Joan Beaufort, eran hermanos. Se requería, pues, una dispensa papal para la boda. Warwick y su amigo Luis de Francia llegaron a un entendimiento. Mientras Warwick navegaba hacia Inglaterra, el rey francés ejerció sus famoso poder de persuasión en un mercader de Tours, que prudentemente acordó entregar el oro necesario para apelar a la Santa Sede.

El 25 de julio, la unión de las casas de Lancaster y Neville se había consagrado en la catedral de Angers, con un juramento hecho sobre la sagrada cruz de San Laúd de Angers. Desde entonces, la esposa y las hijas del conde habían residido en el palacio de Margarita de Anjou en Amboise, en el centro de Francia.

En Amboise se habían enterado de que Warwick había logrado conquistar el respaldo de su resentido y desdichado hermano; Juan había cambiado de bando y había enviado a sus primos de York al exilio; también se enteraron de la entrada triunfal de Warwick en Londres. Y en Amboise habían recibido la noticia de que el patriarca de Jerusalén les había otorgado una dispensa para la boda. Ese jueves 13 de diciembre, el gran vicario de Bayeux desposaría al príncipe lancasteriano de diecisiete años con la hija menor del conde de Warwick.

Isabel Neville se había levantado al alba para oír misa en la capilla de la reina y ahora ella y sus damas regresaban a sus aposentos para vestirse para la ceremonia nupcial que se realizaría al mediodía. Isabel había cumplido diecinueve años tres meses atrás, pero se apoyaba en el brazo de su solícita asistente y tenía que detenerse con frecuencia mientras subían la escalera de piedra.

Habían transcurrido más de siete meses desde que había dado a luz a bordo de un barco en el puerto de Calais, pero aún no había recobrado la salud. Siempre había sido delgada, pero ahora estaba peligrosamente consumida, y su palidez era tan pronunciada que hasta su futuro cuñado había sugerido que consultara a un médico. Ella no tenía apetito ni energía, y cuando se levantaba por la mañana sus ojos castaños estaban opacos y turbios.

Lord Wenlock, vicegobernador de Calais, era un viejo amigo y Warwick había previsto su colaboración, o al menos su neutralidad. Pero Calais estaba tan infestada de agentes de Eduardo que Wenlock no se atrevió a permitir el ingreso de un enemigo declarado de la corona e Isabel había parido mientras el buque se bamboleaba en el oleaje encrespado.

El parto había durado ün día y una noche, y ella sólo contaba con la asistencia de su madre y de Ana, sin agua caliente, sin aceite de manzanilla ni ruda, sin claras de huevo. Al fin Wenlock escuchó la desesperada súplica de Warwick y envió dos cascos de vino para Isabel, pero el vino no logró atenuarle el dolor ni salvar al niño.

El bebé, un varón, nació muerto, y parecía seguro que también Isabel moriría a causa de la hemorragia. Cuando cesó el sangrado, sólo pudieron atribuirlo a la misericordia divina de María, madre de Dios, y mientras Isabel deliraba, su madre y su hermana lavaron al bebé, lo envolvieron en un sudario blanco y rezaron mientras bajaban el cuerpecito al mar.

En una época Isabel se había visto como reina de Inglaterra. Bajo la tutela de su padre, se había atrevido a soñar con un futuro deslumbrante. Ned había demostrado que era indigno del trono. Lo derrocarían y coronarían a Jorge. Ella gobernaría como reina consorte, y el pueblo la amaría como jamás había amado a Isabel Woodville. La vida volvería a ser grata, como antes de que la reyerta de su padre con su primo empañara la felicidad que ella había aceptado inocentemente como derecho de nacimiento.

Este bello sueño había sido tan insustancial como las burbujas de jabón con que Isabel jugaba cuando niña. La realidad era una frenética fuga a medianoche a bordo de un barco en Exeter. La realidad era ese guiñapo sepultado en el mar, el bebé que nunca había visto. La realidad era la convalecencia en Honfleur, Normandía, cuando la comadrona francesa encargada de cuidarla expresó sin rodeos que dudaba de que alguna vez pudiera llevar un embarazo a buen término. La realidad era el forzado compromiso de su hermana Ana con el heredero de Lancaster, una alianza que había transformado su vida conyugal en un infierno de recriminaciones y acusaciones. Su resentido esposo había volcado en ella el rencor que no se atrevía a expresar ante su suegro. El furor de Jorge se aplacó en cuanto comprendió que la decepción de ella era tan intensa como la de él, pero el daño ya estaba hecho.

Estaba sumamente abatida esa mañana, acuciada por la fatiga, el dolor de espalda y una jaqueca muy aguda. Esa noche había dormido poco, pensando en el aciago futuro que afrontaba en una corte lancasteriana, pensando en el matrimonio que transformaría a Ana en princesa de Gales y un día en reina de Inglaterra… siempre que su padre impusiera su voluntad. Pero en ese helado día de diciembre, cuando Eduardo de York era un fugitivo sin blanca y su padre dominaba Inglaterra, no había motivos para dudar de que en efecto triunfaría.

Madame la duchesse! Votre soeur, la princesse Anne…

Isabel tardó un instante en entender. Dominaba bastante el francés, cada día mejor, pero la muchacha estaba alborotada, y parloteaba sin aliento a toda velocidad.

– ¡Por la sangre de Cristo! -maldijo ella al comprender, y las asistentes que conocían su idioma y entendían las maldiciones inglesas intercambiaron subrepticias sonrisas de divertida especulación. Estallaría un escándalo de deliciosas proporciones si la muchacha inglesa se negaba a casarse con el príncipe Édouard.

Isabel pensó en alertar a su madre, pero desistió. Ana estaba tan poco apegada a su madre como ella. Los límites del mundo de la condesa de Warwick estaban trazados por el hálito y la sangre de su esposo. Desde que Isabel tenía memoria, había sido así, y no creía que su madre le sirviera de ayuda.

La cámara de Ana estaba fría; ni el paño de Arras ni el brasero bastaban para combatir la helada. Pero Ana estaba vestida sólo con una enagua color crema, sentada ante el espejo, rodeada por un impresionante despliegue de perfumes, agua de rosas y cosméticos: kohl y belladona para los ojos, albayalde para blanquear el cutis, pintalabios de ocre rojo, bálsamo de caléndula.

Su hermana no estaba sola; otra muchacha se inclinaba sobre ella. Alzó la vista cuando entró Isabel, y ésta reconoció a Véronique de Crécy, una de las jóvenes francesas que era dama de compañía de Ana. Esta muchacha sólo tenía unos años más que Ana, y habían desarrollado un alto grado de familiaridad durante esos cuatro meses en Amboise.

– ¿Ana? ¿Por qué no te estás vistiendo? Tienes menos de tres horas.

Ana fijó la vista en el espejo.

– Lárgate, Isabel -replicó flemáticamente.

Isabel apartó a la muchacha francesa, se acercó a su hermana.

– Me dijeron que expulsaste a tus damas… ¿Es verdad? ¡Ana, mírame! ¿Qué disparate es éste? -Viendo que contaba con la renuente atención de su hermana, continuó fríamente-: Supongo que no pretenderás darnos otro lacrimoso espectáculo de autocompasión.

– No puedo hacer esto, Isabel -susurró Ana-. No puedo.

– Pero lo harás, y ambas lo sabemos. Hemos hablado tanto sobre ello que hemos abordado todos los aspectos. El futuro de nuestro padre depende de este matrimonio. Ha dado su palabra al rey francés. Necesita el apoyo francés… y este matrimonio es el precio que debe pagar por ese respaldo. Lo sabes, Ana.

– ¿El precio que él debe pagar? -exclamó Ana, incrédula-. A mi entender, soy yo quien debe pagarlo. Soy yo quien debe casarse con Lancaster, con un hombre que desprecio.

– Cuida la lengua -advirtió Isabel-. No conviene decir esas cosas.

– Pero son ciertas. -Ana desvió la vista del espejo para dirigir una mirada implorante a Isabel-. Isabel, toda mi vida me enseñaron a odiar a Lancaster. Ellos mataron a nuestro abuelo, nuestro tío Tomás, nuestro primo Edmundo. ¿Cómo puedo olvidarlo?

– No tienes opción -dijo Isabel, con voz tan implacable que Ana descargó un puñetazo en la abarrotada mesilla lateral, haciendo entrechocar redomas y frascos.

– Por Dios, Isabel, ¿no entiendes lo que siento? ¿Ni lo intentas?

Ana tiritó y Véronique se acercó para echarle una bata sobre los hombros. Isabel titubeó y recogió un peine de marfil.

– Ven, te ayudaré con el cabello. -Ana apartó la cabeza, e Isabel rugió-: ¿Debo repetirlo? ¡No tienes opción!

– Eso dices tú -replicó Ana amargamente-. Parece que abandoné todas mis opciones cuando seguí a mi padre al exilio en Francia. Bien, hoy lamento haberlo hecho. ¡Ojalá no me hubiera ido de Inglaterra!

– Hablas como una chiquilla, Ana. Sabes que no podías quedarte en Inglaterra. Habrías encontrado pocos amigos ansiosos de ayudar a la hija de un traidor declarado.

– ¿Sí? -dijo Ana tercamente, e Isabel perdió la paciencia.

– Supongo que insinúas que siempre podrías haber acudido a tu primo de Gloucester. -Sacudió la cabeza con repulsión-. Pareces olvidar, hermana, que Dickon no tenía interés en ti.

Los ojos oscuros de Ana relucían como carbón contra su cara blanca como tiza.

– ¿Por qué me odias?

– Sabes que no te odio.

– Sí, me odias -insistió Ana-. Desde que padre impuso esta boda, has sido distinta conmigo… como si fuera culpa mía. No es justo culparme porque él soslayó a Jorge. Yo no elegí esto. ¡Por Dios, sabes que es así! Nunca quise ser esposa de Lancaster… jamás. Preferiría morirme -concluyó, tan apasionadamente que Isabel se conmovió a pesar de sí misma.

– No es tan malo, Ana -suspiró-. Recuérdalo… Como esposa suya, un día serás reina de Inglaterra.

– ¡No quiero ser reina de Inglaterra!

Isabel la miró con desdén.

– Entonces eres una necia -dijo.

– No -replicó Ana, con una voz crispada que parecía la de otra persona-. No, soy una mercancía. Me vendieron a Lancaster por un precio, tal como se trocaría una capa o un pendiente de oro.

Esto era lo que se decía, aun en la cínica corte francesa, e Isabel lo sabía.

– No digas esas cosas -le reprochó sin convicción. Estaba cansada, muy cansada. Suponía que debía sentir pena por su hermana, pero era muy difícil invocar la piedad, sentir una emoción. Había logrado su objetivo, había sofocado el último y débil intento de rebelión de Ana, pero no le complacía. Lágrimas silenciosas surcaban la cara de su hermana. Isabel había sabido que terminaría así, con el llanto de Ana. Siempre terminaba así.

– Llamaré a las otras damas para que puedas vestirte -dijo.

Ana no pareció oírle. Ahora las lágrimas eran más caudalosas. Se envolvió con los brazos, se balanceó. Tenía más aspecto de niña que de mujer; sólo en el último año su silueta de muchacha esbelta había empezado a redondearse y suavizarse, a cobrar curvas y contornos femeninos, y todavía le faltaba. Isabel se mordió el labio. No quería pensar en ello, no quería ver el llanto de su hermana. No podía hacer nada. Nada.

Se agachó, rozó la mejilla húmeda de Ana con los labios.

– Enviaré a tus damas -murmuró. No esperó la respuesta de Ana, pues sabía que no habría ninguna. Pero Ana se dejaría poner el vestido nupcial de seda extendido sobre la cama. Se casaría con Lancaster. Isabel se llevó las manos a las sienes doloridas; la luz se borroneó y bailoteó ante sus ojos. Su padre, pensó, estaría complacido.

Salió al pasillo, y casi de inmediato la puerta se abrió a sus espaldas.

– ¿Por qué no estás ayudando a lady Ana, Véronique?

– Ella tiene miedo, madame. ¿No podéis verlo? ¿No entendéis?

– Te extralimitas -dijo fríamente Isabel, irritada al advertir que la muchacha francesa entendía el inglés mejor de lo que ella sospechaba.

– No, madame, sólo me preocupo -insistió audazmente la muchacha-. Lady Ana es mi amiga. ¿No podríais ser amable con ella, justo en este día? Ella os necesita. ¿No podéis recordar que sólo tiene catorce años, una doncella virgen que se casará con un hombre que no le agrada ni le despierta confianza…?

Isabel la interrumpió con un gesto.

– No puedo evitarlo -dijo fatigadamente, preguntándose por qué daba explicaciones a esa francesita impertinente-. Ana es mi hermana. Te aseguro que no me complace su desdicha. Pero en este mundo debemos hacer lo que se espera de nosotros. Ana es una Neville, y debe actuar como tal. -La mirada desafiante de Véronique no agradó a Isabel, que añadió cínicamente-: Por lo demás, no veo por qué Ana merece nuestra lástima. Hay destinos peores que ser reina de Inglaterra.

Isabel se disponía a marcharse cuando Véronique dijo en voz baja y rápida:

– Pero creí que vos, nada menos, os compadeceríais de ella en este trance. Después de todo, madame, vos tuvisteis la fortuna de desposar al hombre de vuestra elección.

Isabel abrió la boca para replicar con una frase hiriente.

– Sí, fue mi elección, ¿verdad? -se oyó decir en cambio-. De veras lo fue…

Se asombró de sus propias palabras, y se asombró aún más cuando se echó a reír. Calmándose con esfuerzo, miró a la muchacha a los ojos. Eran castaños como los suyos, y tenían un irritante destello de piedad.

– Creo que te ordené que ayudaras a mi hermana, Véronique. ¿Por qué te demoras? Hazla hermosa para Lancaster. Es lo que él espera.

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