Capítulo 2

Ludlow

Octubre de 1459


La muerte aguardaba en la oscuridad. Ricardo sentía su presencia, sabía que estaba allí. La muerte no le era desconocida, a pesar de que había cumplido siete años diez días atrás. La muerte siempre había formado parte de su mundo, le había arrebatado a una hermanita de la cuna, se había llevado a primos y amigos, y en los primeros años de su vida también había amenazado con llevárselo a él, más de una vez. Ahora había regresado y, como él, aguardaba el despuntar del día. Tiritó y se arrebujó en la manta de piel de zorro, subiéndola hasta la barbilla. A su lado, su hermano se movió en sueños y le dio un codazo en las costillas.

– Deja de moverte -murmuró, y extendió la mano para adueñarse de la almohada de Ricardo.

Ricardo hizo un desganado intento de recobrar su propiedad, pero una vez más los tres años de ventaja de Jorge fueron decisivos y el niño mayor pronto estaba dormido, con ambas almohadas contra el pecho. Ricardo se apoyó la cabeza en el brazo, mirando con envidia a su hermano en reposo. En sus siete años, nunca había estado despierto a esas horas. Pero en sus siete años nunca había sentido tanto miedo.

Pensaba en el nuevo día con espanto. Se libraría una batalla. Morirían hombres por motivos que él no entendía del todo. Pero entendía con escalofriante claridad que en el ocaso su padre, Ned y Edmundo podrían contarse entre los muertos.

La funda de la almohada de su hermano se había deslizado; vio la punta de una pluma que sobresalía. Se acercó y la extrajo, vigilando a Jorge. Pero Jorge roncaba suavemente y pronto hubo una pila de plumas entre ambos. Él comenzó a separarla en dos campos que identificó mentalmente como «York» y «Lancaster». Las plumosas fuerzas de York eran encabezadas por su padre, el duque de York, y las de Lancaster por el rey, Enrique de Lancaster, y la francesa que era su reina.

Continuó arrancando plumas metódicamente de la almohada de Jorge y alineándolas en campos enfrentados, pero no sirvió de nada. No pudo olvidar su miedo. ¿Y si perecía su padre? ¿O Ned? Ned y Edmundo ya eran hombres. Tenían edad suficiente para combatir. Y para morir.

Acrecentó las fuerzas del ejército de York hasta que superó en número al de Lancaster. Sabía que su padre no quería luchar contra el rey y no creía que el rey deseara luchar contra su padre. Una y otra vez había oído decir que el rey era reacio a derramar sangre.

Pero la reina no tenía esos escrúpulos. Ricardo sabía que ella odiaba a su padre con toda la pasión que le faltaba al rey. Ansiaba la muerte de su padre; Ricardo se lo había oído decir a su primo Warwick ese mismo día. No sabía por qué la reina odiaba tanto a su padre, pero había oído decir que su padre tenía más derecho a la corona inglesa que el rey, y sospechaba que esto tenía algo que ver con la pertinaz hostilidad de la reina. Aun así, resultaba confuso para Ricardo, pues su padre había jurado una y otra vez que el rey era su soberano y él era su vasallo. No comprendía por qué su padre no podía garantizar a la reina que era leal al rey Enrique. Si ella lo comprendiera, quizá no odiara tanto a su padre. Quizá no se requiriese ninguna batalla… Se puso rígido y se irguió en la cama, despertando bruscamente a Jorge. Su hermano apartó las mantas con un juramento robado a Eduardo, y el fastidio se transformó en cólera cuando inhaló un puñado de plumas.

– Maldito seas, Dickon -masculló, estirando el brazo hacia el menor. Ricardo era bastante diestro para evadir la venganza de Jorge pero esta vez no intentó escapar y Jorge pronto lo inmovilizó contra el colchón, un poco sorprendido de su fácil victoria.

– ¡Jorge, escucha! ¿No oyes? ¡Escucha!

Pegándole con la almohada, con más euforia que furia, Jorge al fin escuchó las sofocadas protestas de Ricardo y ladeó la cabeza para escuchar.

– Hombres gritando -dijo con desazón.


Se vistieron deprisa en la oscuridad, salieron del dormitorio y se dirigieron a la torre de Pendower. Ludlow estaba sumida en sombras hostiles y se había convertido en siniestro refugio para todos los espíritus malignos que pudiera invocar la imaginación febril de dos niños atemorizados. Cuando llegaron a la puerta este del salón, se tropezaban entre sí en su afán de buscar la protección de la luz de las antorchas y las voces conocidas.

El salón tenía sesenta pies de longitud y treinta de anchura, y estaba atestado de hombres a los que habían despertado bruscamente, hombres que se sujetaban precipitadamente la vestimenta, se ceñían la espada en la cadera y el muslo, pateando con impaciencia a los alborotados perros que los rodeaban. Al principio Ricardo vio sólo las espadas, un bosque de hojas desnudas altas como hombres y capaces de tronchar la cabeza del cuerpo de un solo tajo. Poco a poco distinguió rostros familiares. El hermano de su madre, Ricardo Neville, conde de Salisbury. El hijo y tocayo de Salisbury, Ricardo Neville, conde de Warwick. William Hastings, joven amigo de su padre. Y junto al hogar de piedra, Ned y Edmundo.

Tardó un rato, sin embargo, en encontrar a sus padres. El duque de York y su duquesa estaban apartados de los demás. Su madre acarició los labios de su esposo. Él le asió la mano. Ricardo contuvo el aliento. Su madre siempre le había parecido inmaculada, perfecta en su persona y su porte. Esta mujer pálida, aureolada por rizos de cabello desmelenado, era una desconocida.

– Procura que no nos vean, Ricardo -le susurró Jorge al oído, pero Ricardo se zafó de la mano del hermano y rodeó la tarima para entrar en el salón. Aunque necesitaba desesperadamente que lo tranquilizaran, no osó acercarse a sus padres. En cambio, se abrió paso en la multitud para llegar a sus hermanos.

– ¿Por qué debes ir con nuestro tío Salisbury y nuestro primo Warwick, en vez de ir con nuestro padre y conmigo, Ned?

Cuando Eduardo se disponía a responder, una sombra silenciosa apareció junto a él, tan súbitamente que sus nervios tensos lo traicionaron.

– Por amor de Dios, Dickon -exclamó-. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no estás en la cama?

Pero al ver los ojos oscuros y desencajados del niño, se aplacó, alzó a Ricardo en brazos y, seguido por Edmundo, se dirigió hacia la mampara del extremo sudoeste del recinto.

Mientras apoyaba a Ricardo en el suelo, sonaron pasos a sus espaldas y Jorge se zambulló sin aliento detrás de la mampara. Se hizo un largo silencio.

– Cuéntanos, Ned por favor -susurró Ricardo.

Eduardo miró de soslayo a Edmundo, que se encogió de hombros. Volvió a mirar a Ricardo y Jorge.

– Ya, es mejor que lo sepáis. Hemos sufrido una traición. Observad el salón. Hay alguien que no veréis aquí, aunque cometimos la tontería de confiar en él. Andrew Trollope se ha pasado al bando de Lancaster, con su guarnición de Calais. Más aún, tiene pleno conocimiento de lo que nuestros capitanes planeaban hacer mañana.

– ¿Qué haréis?

Eduardo se encogió de hombros.

– ¿Qué podemos hacer, Jorge? No tenemos hombres suficientes para luchar, después de la deserción de Trollope. Y Ludlow no resistiría un sitio. Sólo podemos ordenar que nuestro ejército se desbande y se disperse. Y luego cabalgar como si nos persiguiera el diablo.

Ambos lo miraban pasmados. Jorge fue el primero en recobrarse.

– ¿Quieres decir… escapar? -barbotó.

La furia de sus hermanos lo amilanó.

– ¿Qué pretendes que hagamos? -rugió Eduardo-. ¿Conservar el orgullo y perder la cabeza? ¿Acaso debo explicarte lo que nos pasará si mañana estamos en Ludlow? Cada hombre de este salón estaría muerto para el ocaso.

– ¡No! -jadeó Ricardo-. ¡No, no debéis quedaros!

Edmundo, tan colérico como Eduardo, miraba a Jorge con severidad.

– Mándalos de vuelta a la cama, Ned -dijo con voz cortante.

Pero Eduardo recordó que no era justo responsabilizar a un niño de diez años por sus palabras. Sintió una presión contra el brazo, vio que Ricardo se había acercado. Hasta ese momento no había pensado mucho en Ricardo y Jorge, salvo para decirse de que nadie dañaría a un niño, ni siquiera la vengativa reina. Pensando en lo que el niño afrontaría al día siguiente, comprendió sorprendido que habría dado mucho por evitarle a Ricardo el destino que le esperaba cuando Ludlow cayera ante las fuerzas de Lancaster.

– ¿Iremos contigo, Ned? -preguntó Ricardo, como adivinándole el pensamiento. Y los latidos de su corazón se aceleraron hasta ensordecerlo cuando Eduardo meneó la cabeza.

– No es posible, Dickon. No resistirías la cabalgada.

– ¿Nos entregaréis a Lancaster? -preguntó Jorge con incredulidad, con voz tan aterrada que Eduardo se puso a la defensiva.

– ¡No tienes por qué decirlo como si os entregáramos a los infieles para un sacrificio ritual, Jorge! -replicó con involuntaria brusquedad. Se contuvo, asombrándose de que Jorge tuviera un instinto tan infalible para irritarlo, y añadió con voz más suave-: No temas, Jorge. Lancaster no se ensaña con los niños. Estaréis mejor que si intentáramos llevaros con nosotros.

Edmundo aguardaba con impaciencia, irritado con esta demora que causaban los niños cuando el tiempo era su única ventaja.

– Ned, nuestro primo Warwick nos llama…-Eduardo asintió pero se quedó donde estaba, acariciando la cabeza rubia de Jorge y el pelo moreno de Ricardo. Nunca le habían parecido tan pequeños, tan desvalidos, como ahora que los dejaban a merced de un ejército enemigo. Forzando una sonrisa, le dio un golpe juguetón en el brazo a Jorge.

– No pongas esa cara compungida -dijo de buen humor-. De veras, no hay nada que temer. Lancaster no os tratará mal.

– No tengo miedo -replicó Jorge. Eduardo no dijo nada y Jorge pensó que ese silencio significaba escepticismo y repitió tozudamente-: ¡No tengo miedo, en absoluto!

Eduardo se enderezó.

– Me alegra, Jorge -dijo secamente.

Se dispuso a seguir a Edmundo, pero se volvió impulsivamente hacia Ricardo, se arrodilló, le clavó los ojos.

– ¿Y qué hay de ti, Dickon? ¿Tienes miedo?

Ricardo abrió la boca para negarlo, pero luego asintió despacio.

– Sí -confesó con un hilo de voz, sonrojándose como si hubiera hecho la más vergonzosa de las confesiones.

– Te contaré un secreto, Dickon. Yo también -dijo Eduardo, y se rió al ver la expresión de asombro del niño.

– ¿De veras? -preguntó Ricardo, y Eduardo asintió.

– De veras. No hay ningún hombre que no conozca el miedo, Dickon. El valiente es el que ha aprendido a ocultarlo, nada más. Recuerda eso mañana, muchacho.

Edmundo regresó.

– Santo Dios, Ned, ¿vas a tardar toda la noche?

Eduardo se puso de pie. Miró a Ricardo y sonrió.

– ¡Y piensa en las historias que podrás contarme cuando volvamos a vernos! Después de todo, tú serás testigo de la rendición de Ludlow, no yo.

Y se marchó deprisa, reuniéndose con Edmundo y dejando a los dos niños solos detrás de la mampara, tratando de aceptar esa increíble realidad: cuando el alba llegara a Ludlow, también llegaría el ejército de Lancaster.

Edmundo conocía las mañas de su hermano desde que eran niños, y no le sorprendió descubrir que Eduardo ya no lo seguía. Desanduvo sus pasos y lo vio junto a la tarima, conversando con su madre. Fue deprisa hacia ellos, y al acercarse oyó la exclamación de la duquesa de York.

– ¡Estás loco, Eduardo! ¿Cómo se te ocurre pensar en un plan tan temerario? Ni lo sueñes.

– Aguarda, ma mère, escúchame hasta el final. Concedo que parece arriesgado, pero tiene sus méritos. Sé que funcionaría.

Edmundo se enfurruñó. Sabía por experiencia que Eduardo consideraba viables ciertos planes que para otros serían el colmo de la imprudencia.

– ¿De qué hablas, Ned?

– Quiero sacar de aquí a ma mère y los niños esta noche.

Edmundo se irritó tanto que lanzó un juramento frente a su madre.

– Por Dios, espero que no hables en serio.

– Claro que sí. Sé que convinimos en que lo mejor para ellos sería quedarse en Ludlow, y sé que ma mère está convencida de que no sufrirán ningún daño. Pero tengo mis dudas, Edmundo. Tengo mis dudas.

– A nadie le agrada la idea, Ned -dijo Edmundo, tratando de disuadirlo-. Pero no podemos llevarlos con nosotros. Una mujer y dos niños… con la cabalgada que nos espera. Estarán más seguros en Ludlow. Nadie maltrata a las mujeres y los niños, ni siquiera Lancaster. Los llevarán ante el rey y lo más probable es que le cobren a Ludlow una multa exorbitante. También puede haber saqueos, lo concedo. Pero por Dios, Ned, no habrá pillaje como en una aldea francesa. Ludlow es inglesa.

– Sí, pero…

– Además -preguntó Edmundo-, ¿adónde los llevarías?

Notó que había cometido un error, pues Eduardo sonrió pícaramente.

– A Wigmore -dijo con aire triunfal-. La abadía agustina que está cerca del castillo. Podría llevarlos allá en pocas horas. No sería tan difícil. No, no digas nada. Escúchame. Podríamos marcharnos ahora, coger caminos apartados. No negarás que conozco todos los senderos de Shropshire.

Edmundo sacudió la cabeza.

– No, no lo negaré. Pero una vez que los lleves a Wigmore, suponiendo que lo logres… ¿qué sucederá? ¿Te quedarás aislado en pleno Shropshire, en medio del ejército de Lancaster?

Eduardo se encogió de hombros con impaciencia.

– ¿Olvidas que me crié en Ludlow? Conozco esta zona. No me capturarían. Una vez que los dejara en Wigmore, os alcanzaría a ti y a nuestro padre sin dificultad. -Volvió a sonreír, dijo persuasivamente-: Ves que funcionaría, ¿verdad? Reconócelo, Edmundo, es un buen plan.

– Es suicida. Estarás solo mientras las tropas de Lancaster arrojan una red por toda la campiña. No tendrías la menor oportunidad, Ned. En absoluto. -Edmundo hizo una pausa, reparó en la expresión terca de Eduardo y concluyó sombríamente-: Pero veo que te has emperrado en seguir con esta locura. Será mejor que ensillemos los caballos y vayamos a buscar a los niños. No nos queda mucho tiempo.

Eduardo rió suavemente, sin demostrar sorpresa.

– Sabía que podía contar contigo -dijo con aprobación, y sacudió la cabeza-. Pero en esta ocasión tendré que prescindir de tu compañía. Creo que será mejor que los lleve yo solo.

– Muy noble -dijo incisivamente Edmundo-, pero no muy brillante. No seas necio, Ned. Sabes que me necesitas…

La duquesa de York escuchaba con incredulidad a sus hijos.

– ¡No puedo creer lo que oigo! -intervino-. ¿No me oísteis decir que no pienso irme de Ludlow? ¿Qué te proponías, Eduardo? ¿Arrojarme sobre tu caballo como si fuera una manta?

Se sintieron consternados y avergonzados por su furia, aunque habrían afrontado sin pestañear a su iracundo padre. Y ella los vio tan jóvenes que se aplacó y una ola de orgullo protector le apresó el corazón, mezclado con temor por ellos. Titubeó, buscando las palabras apropiadas, buscando esa paciencia típica de las madres de hijos adolescentes, recordándose que ahora eran ciudadanos de dos países, que atravesaban con tal frecuencia las elusivas fronteras que separaban la edad adulta de la niñez que nunca sabía dónde se hallaban.

– Tu preocupación es meritoria, Eduardo, y también la tuya, Edmundo. Me enorgullece que estéis dispuestos a arriesgar la vida por mí y vuestros hermanos. Pero sería un riesgo vano. Por ahorrarnos ciertas incomodidades, podríais provocar vuestra muerte. No lo permitiré.

– El riesgo no sería tan grande, ma mère -aventuró Eduardo, y ella sacudió la cabeza, tocándole la mejilla en un inusitado ademán de afecto.

– No estoy de acuerdo. Creo que el riesgo sería inmenso. ¡Y por nada, Eduardo, por nada! Aquí no corremos peligro. ¿Crees que retendría a Jorge y Ricardo en Ludlow si pensara que pueden sufrir algún daño?

Vio que había dado en el blanco, y Eduardo lo concedió con una mueca.

– Claro que no, ma mère, pero…

– Y si corro peligro en manos de Lancaster, Eduardo, sucedería lo mismo en Wigmore. El castillo de allá pertenece a York. No sería difícil averiguar nuestro paradero. No, me quedaré en Ludlow. No abrigo ningún temor por mí o vuestros hermanos, aunque confieso que siento temor por los aldeanos. Son nuestra gente; yo debería estar aquí para hablar en su nombre.

– Como quieras, ma mère -dijo al fin Eduardo-. Creo que tienes razón. -Pero aún era tan joven que añadió con voz preocupada-: Dios quiera que tengas razón.


Calles desiertas, tiendas tapiadas, puestos vacíos; hasta los perros guardaban un extraño silencio. Sólo los mugidos del ganado acorralado en la plaza de toros del mercado rompía la quietud perturbadora que envolvía la aldea mientras la avanzada del ejército de Lancaster atravesaba el puente de Ludford y entraba en Ludlow.

No se topó con ninguna resistencia; no había soldados en los terraplenes con que las fuerzas de York habían bloqueado la carretera de Leominster. Recorrieron Broad Street y atravesaron Broad Gate sin oposición. En un silencio perturbador se desplazaron al norte, hacia la calle mayor. Allí frenaron abruptamente ante una mujer y dos niños que los aguardaban en la escalinata de la alta cruz del mercado.


El ejército de Lancaster invadía Ludlow. Las calles angostas estaban abarrotadas de soldados jubilosos. Los estandartes del Cisne y la Rosa de Lancaster flameaban al viento, ondeaban sobre la cabeza de la duquesa de York y sus hijos menores.

Cuando apareció el caballero, reflejando el sol con brillo cegador en su armadura bruñida, Ricardo se preguntó si sería el rey Enrique. Pero el rostro ensombrecido por la visera alzada era demasiado joven; ese hombre no era mucho mayor que su hermano Ned. Ricardo se arriesgó a susurrarle una pregunta a Jorge y quedó muy impresionado por el desparpajo con que su hermano le respondió.

– No creo que veas a Enrique aquí, Dickon. Dicen que está mal de la azotea.

En ocasiones Ricardo había oído referencias enigmáticas a la salud del rey, y todos comentaban con un sarcasmo que él comprendía a medias que el rey no estaba «del todo bien». Pero estas insinuaciones no estaban destinadas a sus oídos, y eran tan parcas que no se atrevía a preguntarle ni siquiera a Eduardo. Nunca había oído la verdad expresada con tanta audacia, en medio de los soldados de ese mismo rey, y Jorge le despertó una mezcla de admiración y aprensión.

Jorge miraba fijamente al joven caballero que se aproximaba a la escalera. Tiró de la manga de su madre.

Ma mère -murmuró-, ¿quién es él? ¿El hombre que nos traicionó… Trollope?

– No, es milord Somerset -dijo ella serenamente, y su tono neutro e impasible no permitía adivinar que acababa de mencionar a un hombre que tenía más motivos que nadie para odiar a la Casa de York, un hombre cuyo padre había muerto en una batalla que su esposo había ganado. La duquesa bajó la escalera para salirle al encuentro.

Enrique Beaufort, duque de Somerset, tenía sólo veintitrés años, pero le habían confiado el mando del ejército del rey. Margarita de Anjou, la reina francesa de Lancaster, desafiaba las convenciones al cabalgar con sus tropas, pero había ciertas restricciones que aun ella debía observar, y más le valía recordar que no había ninguna Juana de Arco en la tradición inglesa.

Somerset no se había apeado. Conteniendo a su inquieto corcel con mano experta, escuchó pacientemente mientras la duquesa de York hacía una apasionada y persuasiva apelación en nombre de los aldeanos de Ludlow.

A los cuarenta y cuatro años, Cecilia Neville aún era una mujer sumamente agraciada, con la esbeltez de la juventud y ojos grises y francos. Somerset no era del todo indiferente a la atractiva imagen que ella ofrecía, de pie en la cruz del mercado, flanqueada por sus hijos menores. Sospechaba, sin embargo, que esa postura estaba cuidadosamente calculada para apelar a una sensibilidad caballeresca. No le agradaba esa mujer altiva que era esposa de su enemigo jurado, y notó con satisfactoria ironía que el papel de suplicante no le sentaba bien.

Aunque se sentía obligado a otorgarle la cortesía debida a su rango y sexo, y dejarla hablar en nombre de Ludlow, no tenía la menor intención de escuchar esos ruegos. Hacía tiempo que Ludlow era un baluarte de York; una rendición de cuentas surtiría un efecto saludable en otros poblados que vacilaban en su lealtad a Lancaster.

Interrumpió para preguntar lo que ya sabía. La duquesa de York respondió de inmediato. ¿Su esposo? Se había ido de Ludlow, así como su hermano, el conde de Salisbury, y su sobrino, el conde de Warwick. ¿Sus hijos Eduardo, conde de March, y Edmundo, conde de Rutland? También se habían ido, dijo fríamente.

Somerset se irguió sobre los estribos, escrutando la elevada muralla externa del castillo. Sabía que esa mujer decía la verdad; su presencia era prueba suficiente de que los yorkistas habían huido. Más aún, recordaba que detrás del castillo había un puente que cruzaba el río Teme y conducía a la carretera que iba hacia el oeste, a Gales.

Gesticuló abruptamente y los soldados subieron la escalinata de la cruz. Los niños retrocedieron y Somerset tuvo la satisfacción de ver un súbito temor en la cara bonita y altanera de Cecilia Neville. Ella abrazó a sus hijos y quiso saber si el duque se proponía ensañarse con niños inocentes.

– Mis hombres están aquí para velar por vuestra seguridad, madame. -Lo irritaba esa actitud desafiante; después de todo, era sólo una mujer, y para colmo la mujer de York. No veía motivos para no recordarle la realidad de sus respectivas posiciones, y dijo sin rodeos que antes de que el día hubiera concluido ella agradecería la presencia de una guardia armada.

La duquesa palideció, oyendo en esas palabras el tañido fúnebre de Ludlow, sabiendo que había un solo hombre que podía evitar la inminente carnicería, esa alma extraña y gentil que sólo anhelaba la paz de espíritu y estaba casado con esa mujer que los yorkistas consideraban una Mesalina.

– Deseo ver a Su Gracia el rey -dijo con firmeza-. Él no tiene subditos más leales que las gentes de Ludlow.

Era un requerimiento imposible, pero Somerset no podía reconocer que lo era. Se tragó una réplica amarga.

– Su Gracia se ha quedado en Leominster -dijo con voz cortante.

Cecilia ya no miraba a Somerset. Ricardo, que estaba tan cerca de ella que le pisaba el dobladillo del vestido, notó que su madre endurecía el cuerpo en un movimiento pequeño e indeciso, pronto sofocado. Y luego se prosternó en una reverencia muy precisa y controlada que carecía totalmente de su gracia habitual. Ricardo se apresuró a imitarla, y al arrodillarse en la escalinata de la cruz del mercado tuvo su primer atisbo de la reina.

Su primera impresión fue de embeleso. Margarita de Anjou era la mujer más bella que había visto, tan bella como las reinas de los cuentos que le contaba Joan para dormirlo. Vestía de oro y negro, como las enormes mariposas que Ricardo había perseguido todo el verano con fútil fascinación. Tenía ojos enormes y negros, más negros que los rosarios de azabache de Whitby tan apreciados por su madre. La boca era escarlata, el cutis era níveo. Una toca de gasa dorada le cubría el pelo oscuro, y una tela resplandeciente que parecía hecha con la luz del sol le enmarcaba el rostro con sus pliegues flotantes. Nunca había visto nada similar, y no podía apartar los ojos de esa tela ni de la reina.

– ¿Dónde está vuestro esposo, madame? ¿Acaso os ha abandonado para que paguéis el precio de su traición?

Ricardo amaba el sonido de la voz de su madre, clara y grave, tan melodiosa como los repiques de la capilla. La voz de la reina era decepcionante, estridente y agresivamente burlona, y el acento de su Anjou natal era tan marcado que costaba distinguir las palabras.

– Mi esposo ha jurado lealtad a Su Gracia el rey, y ha permanecido fiel a ese juramento.

La reina rió. Ricardo encontró esa risa tan desagradable como la voz. Se acercó más a su madre, le metió la mano en la manga del vestido.

Notó con sorpresa que la reina lo miraba. Se quedó petrificado, sin poder liberarse de esos ojos negros y relucientes. Estaba habituado a que los mayores lo miraran sin verlo, y aceptaba que era típico de los adultos que los niños les resultaran poco visibles. La reina, en cambio, lo veía con toda claridad. Ese escrutinio glacial era extrañamente calculador; lo asustaba, y no entendía por qué.

Ahora la reina miraba a su madre.

– Dado que vuestro esposo y vuestros hijos, March y Rutland, han huido tan valerosamente de las consecuencias de su traición, vos, madame, debéis ser testigo en lugar de ellos. Observad bien el precio que cobramos a quienes son desleales a la corona.

La reacción de Cecilia fue inmediata e imprevista. Se aproximó a la lustrosa yegua negra de Margarita.

– Estas gentes son buenas gentes, temerosas de Dios y leales a su rey. Os aseguro que no tienen ninguna deuda de deslealtad para con Su Gracia.

– Madame, me estorbáis el paso -murmuró Margarita.

La fusta de cuero cortó el aire, la yegua avanzó, y por un momento de terror escalofriante Ricardo creyó que el animal pisotearía a su madre. Pero Cecilia vio la intención en el rostro de Margarita y se apartó a tiempo, y un soldado alerta le ayudó a conservar el equilibrio.

Ricardo pasó junto al soldado, se abrazó a su madre; Jorge ya estaba junto a ella. Ella temblaba y por un momento se apoyó en Jorge como si fuera un adulto.

– Sacad a mis hijos de la aldea -jadeó-. Por favor, Vuestra Gracia… Vos también sois madre.

Margarita se giró en la silla. Tiró de las riendas, guiando a la yegua de vuelta hacia la cruz.

– Sí, soy madre. Hoy se cumplen seis años del nacimiento de mi hijo… y casi desde el día en que nació, hay quienes se empeñan en negarle su derecho, quienes se atreven a decir que mi Édouard no es hijo legítimo de mi esposo el rey. Y vos conocéis tan bien como yo, madame, al hombre más responsable de esas viles calumnias… Ricardo Neville, conde de Warwick. ¡Warwick… vuestro sobrino, madame! ¡Vuestro sobrino!

Pronunció estas palabras con voz colérica, y un rápido borbotón de ininteligibles imprecaciones en francés. Recobrando el aliento, miró en silencio a la mujer cenicienta y a los niños ateridos de miedo. Con suma lentitud, se quitó un guante de montar, cuero español con finas costuras y forro de marta. Vio que Cecilia Neville erguía la barbilla y que Somerset sonreía, supo que ambos esperaban que abofeteara a la duquesa con el guante. En cambio, lo arrojó al suelo, a los pies de Cecilia.

– Quiero que este villorrio sepa qué destino aguarda a quienes respaldan a los traidores. Encargaos de ello, milord Somerset -ordenó. Sin esperar respuesta, fustigó el flanco de la yegua, haciéndola girar en un vistoso alarde de destreza ecuestre, y se internó en Broad Street al galope, desperdigando a los soldados.


Una muchacha gritaba. El sonido llegaba en olas escalofriantes que hacían temblar a Ricardo. Había tanto terror en esos alaridos que sintió un morboso alivio cuando se volvieron más ahogados e imprecisos y por último cesaron. Tragó saliva, procuró no mirar hacia la iglesia de donde venían los gritos de la muchacha.

El viento cambió, trajo el olor acre de la carne quemada. Las casas eran incendiadas una tras otra, y las llamas se habían propagado a una pocilga lindera, atrapando a varios de los desdichados animales. Por suerte los aullidos de los puercos moribundos ya no se oían, pues el chillido de dolor de esas criaturas condenadas le había causado náuseas. Había visto animales sacrificados por su carne, e incluso Eduardo y Edmundo lo habían llevado a una cacería de venado en septiembre. Pero esto era diferente; esto era un mundo desquiciado.

Un mundo donde los hombres eran arreados por las calles como ganado, con cuerdas de cáñamo colgadas del cuello. Un mundo donde los soldados desmantelaban tiendas saqueadas para obtener madera y construir un patíbulo delante del ayuntamiento. Un mundo donde el hijo menor del copista de la ciudad había sido apaleado y dado por muerto en medio de Broad Street. Desde la cruz, Ricardo aún podía ver el cuerpo. Trataba de no mirarlo; el hijo del copista le había ayudado a atrapar al cachorro de zorro que había descubierto esa memorable mañana estival en el prado de Dinham.

Al apartar los ojos del cuerpo de ese niño conocido y querido, Ricardo vio una mancha que se extendía en el suelo al pie de la cruz, riachuelos rojos que caían en los desagües. Observó un instante, dio un respingo.

– ¡Jorge, mira! -Señaló con fascinado horror-. ¡Sangre!

Jorge miró, se acuclilló y agitó las ondas con el dedo.

– No -declaró al fin-. Es vino… de allá, ¿ves? -Señaló la esquina, donde habían apilado enormes toneles de una taberna saqueada y los habían vaciado en el desagüe central.

Jorge y Ricardo se volvieron al ver pasar un toro al galope, azuzado por los aburridos soldados que Somerset había dejado para custodiarlos. Ricardo aún se sentía incómodo con sus guardias; aunque hasta ahora habían impedido que los soldados que correteaban alrededor de la cruz molestaran a la duquesa de York y sus hijos, era evidente que no estaban conformes con esta misión. Habían mirado con abatimiento mientras sus camaradas compartían los despojos de la aldea saqueada, y Ricardo estaba seguro de que la mayoría habrían estado dispuestos a escuchar la insistente petición de su madre de que los llevaran al campamento del rey. Pero el jefe se había negado rotundamente, declarando que no podían actuar sin órdenes del duque de Somerset y que nadie abandonaría el precario refugio de la cruz, ni los cautivos ni sus renuentes captores.

La duquesa de York lanzó un grito. Un hombre atravesaba a trompicones la calle mayor, moviéndose despacio, sin ton ni son, como un barco a la deriva. No prestaba atención a los soldados que chocaban con él, cargados con botín tomado del desvalijado castillo, que se elevaba sobre la desventurada aldea como el esqueleto expuesto de una presa del pasado. Cuando tropezó con los talones de un soldado car-gado de botín, lo llenaron de insultos, lo apartaron a codazos. Otras manos intervinieron para impedir la caída, e incluso para cederle el paso; esos hombres, que acababan de violar y ejecutar, tenían escrúpulos para cometer violencia contra un sacerdote.

El hábito y la cogulla lo identificaban como uno de los hermanos carmelitas de los frailes blancos de Santa María, pero la túnica antes inmaculada estaba manchada de hollín y salpicada de sangre. Se les acercó y vieron que tenía una sola sandalia, pero se internó obtusamente en el lodo revuelto de la calle, en el vino turbio que ahora formaba un charco en el desagüe, alrededor de la cruz. Al oír su nombre se detuvo, parpadeando. La duquesa de York volvió a llamarlo y esta vez la vio.

Los guardias no intentaron detenerlo cuando subió la escalinata de la cruz, mirando con apatía mientras Cecilia le cogía la mano tendida. Ella echó un vistazo al hábito manchado y a la cara pálida y sucia.

– ¿Estáis herido?

Él sacudió la cabeza.

– No… Sacrificaron a nuestro ganado. Las vacas lecheras, las ovejas… Los establos están llenos de sangre…

Dejó de hablar y sus ojos se enturbiaron, y sólo se despabiló cuando ella repitió su nombre. Miró a la duquesa y los dos azorados niños. No se parecía a ningún fraile que hubieran visto, tan desharrapado como el mendigo más pobre, con los ojos vidriosos y la boca flácida de un beodo.

– Madame, saquearon el convento. Se llevaron todo, madame, todo. Luego incendiaron los edificios. La despensa, la cervecería, incluso la enfermería y el hospicio. Asaltaron la iglesia… Se llevaron el píxide y los cálices, madame, los cálices…

– Escuchadme -exigió ella-. ¡Escuchadme, por amor de Dios!

Al fin logró comunicarle su urgencia y él la miró en silencio.

– Id al castillo, encontrad al duque de Somerset. Pedidle que ordene que lleven a mis hijos al campamento del rey. -Miró a los niños, bajó la voz, dijo ferozmente-: Antes de que sea demasiado tarde. ¿Entendéis? ¡Id, deprisa! Los soldados no dañarán a un sacerdote; os dejarán pasar. Si Somerset no está en el castillo, buscadlo en el ayuntamiento. Lo están usando como prisión, y quizá esté allí. Pero encontradlo. -Su voz era apenas un susurro-. Por el amor de Jesús, Su Unigénito Hijo, encontradlo.

El fraile asintió, conmovido por su fervor.

– Lo haré, madame -prometió-. No os fallaré.

Jorge había entendido lo suficiente como para sentir un espasmo de miedo, y se acercó a su madre mientras el fraile regresaba por la calle mayor, y el hábito que había sido blanco se perdía en medio de la soldadesca.

– ¿No te fías de nuestros guardias, ma mère? -susurró.

Ella se volvió hacia el niño. Era el más rubio de todos sus hijos, tan rubio como Ricardo era moreno, y apoyó la mano en el flequillo suave y luminoso que le cruzaba la frente. Tras un titubeo, le dijo una verdad a medias.

– Sí, Jorge, me fío de ellos. Pero aquí suceden horrores que ni tú ni Ricardo debéis ver. Por eso quiero que os lleven a Leominster, donde el rey. Debéis… ¡Ricardo!

Con un grito, tendió la mano hacia su hijo menor, lo cogió justo a tiempo para impedir que bajara la escalinata. Arrodillándose, lo atrajo hacia sí, lo regañó con una voz enronquecida por el miedo. Él soportó el reproche en silencio y, cuando ella lo liberó, se desplomó en la escalera y se abrazó las rodillas en un vano intento de sofocar los temblores que sacudían su cuerpo enclenque. Cecilia no sabía qué había visto para reaccionar así, ni esperó para averiguarlo. Se giró hacia los guardias con tal furia que los hombres se amilanaron.

– ¡No permitiré que mis hijos presencien los estertores de muerte de Ludlow! ¡Enviad un hombre a Somerset! ¡Ya mismo, maldición!

Los hombres se marchitaron bajo su ira, vacilaron en instintiva inquietud; aún pertenecía a la clase que les habían enseñado a obedecer desde el nacimiento. Pero Jorge notó que ella imprecaba en vano; no le obedecerían. Observó un rato y se sentó en la escalera junto a Ricardo.

– Dickon, ¿qué viste?

Ricardo alzó la cabeza. Tenía los ojos ciegos, oscuros, el azul eclipsado por las pupilas dilatadas.

– ¿Y bien? -insistió Jorge-. Dime qué viste. ¿Qué te horrorizó tanto?

– Vi a la muchacha -dijo Ricardo-. La muchacha que los soldados arrastraron a la iglesia.

Ni siquiera ahora Jorge pudo resistirse a la oportunidad de exhibir sus conocimientos mundanos.

– ¿La muchacha que los soldados vejaron? -dijo con aire de experto.

Sus palabras no significaban nada para Ricardo. Apenas las oyó.

– ¡Era Joan! Estaba por allá… -Señaló a la derecha-. En la calle de los Carniceros. Se tambaleaba, se cayó en la calle y se quedó tendida. Tenía el vestido rasgado y ensangrentado. -Tembló convulsivamente, pero Jorge insistió en que continuara-. Un soldado salió de la iglesia. Le aferró el cabello, la obligó a levantarse y la llevó adentro. -Soltó un jadeo estrangulado que amenazaba con transformarse en sollozo, pero se contuvo y miró a Jorge-. ¡Jorge… era Joan! -repitió, deseando que Jorge lo negara, que le asegurase que estaba equivocado, que esa muchacha no podía ser Joan.

Contuvo el aliento, esperando una respuesta. Pronto vio que Jorge no lo tranquilizaría, que no haría negaciones reconfortantes. Jorge nunca se quedaba sin habla, y nunca lo había mirado como ahora. Había una piedad inequívoca en los ojos del niño mayor, y Ricardo supo que lo que le había sucedido a Joan era mucho peor que los horrores que acababa de presenciar en la calle de los Carniceros.

Un soldado pasó corriendo, gritando y blandiendo una botella de vino. Estaba abierta y el vino se derramaba a su paso, salpicando a todos los que estaban alrededor. Ricardo se apoyó la cabeza en los brazos. Alzó los ojos cuando pasó el hombre, alarmado por lo que oía.

– Jorge, ¿están colgando gente?

Jorge asintió.

– Agradece que nuestro padre esté a salvo, lejos de Ludlow -dijo con calma-. Si él o nuestros hermanos hubieran caído en manos de la reina, habría empalado sus cabezas a las puertas de la aldea, y nos habría obligado a mirar mientras lo hacían.

Ricardo puso cara de horror y se levantó de un brinco cuando el grito de una mujer resonó en la plaza del mercado. Jorge también se puso de pie, aferrando los hombros de Ricardo.

– No era Joan, Dickon -se apresuró a decir-. Ese grito no vino de la iglesia. No era Joan.

Ricardo dejó de forcejear, le clavó los ojos.

– ¿Estás seguro? -susurró. Jorge asintió, y la mujer volvió a gritar. Fue demasiado para Ricardo. Se zafó del apretón de Jorge con tal violencia que perdió el equilibrio y cayó por la escalinata, cruzándose en el camino de un jinete que acababa de doblar la esquina de Broad Street.

Ricardo no se lastimó; el suelo era demasiado blando. Pero el impacto de la caída lo dejó sin aliento. De pronto el cielo se llenó de patas delanteras y cascos amenazadores. Cuando se atrevió a abrir los ojos, su madre estaba arrodillada en el lodo junto a él y el caballo había frenado a poca distancia.

Cecilia tuvo que entrelazar los dedos para calmar el temblor de sus manos. Inclinándose, limpió el fango del rostro de su hijo con la manga del vestido.

– ¡Por amor de Dios! Madame, ¿todavía estáis aquí?

Ella irguió la cabeza y vio a un joven que fruncía el ceño y le resultaba conocido. Al fin lo recordó. El caballero que había estado a punto de pisotear a su hijo con el caballo era Edmundo Beaufort, hermano menor del duque de Somerset.

– ¡En nombre de Dios! -imploró ella-. ¡Sacad a mis hijos de aquí!

Él la miró un instante y se apeó de la silla.

– ¿Por qué no os llevaron de inmediato al campamento del rey en Leominster? -exclamó con incrédula furia-. Mi hermano hará despellejar vivo a alguien por esto. Lancaster no guerrea contra mujeres y niños.

Cecilia no dijo nada, sólo lo miró y vio que se le enrojecían los pómulos. Él se giró abruptamente e impartió órdenes a los hombres que habían entrado en Ludlow a su mando. Con profundo alivio, ella notó que estaban sobrios.

– Mis hombres os escoltarán al campamento del rey, madame.

Ella asintió y observó tensamente mientras él despedía a los guardias, buscaba caballos y, maldiciendo, golpeaba con el plano de la espada a los soldados borrachos que reñían por los despojos de la victoria. Aunque la liberación era inminente, ella no respiraba con más tranquilidad. Sólo sentiría alivio cuando sus hijos salieran de Ludlow. Condujo a los niños a sus monturas, pero Ricardo se resistió. Cecilia sucumbió a las tensiones de las últimas veinticuatro horas y le abofeteó la cara. Él jadeó pero aceptó el castigo sin quejas ni protestas. La objeción vino de Jorge, que se puso rápidamente al lado del hermano.

– No culpes a Dickon, ma mère -suplicó-. Él la vio, ¿entiendes? Vio a Joan. -Viendo que ella no comprendía, señaló la iglesia parroquial-. La muchacha de la iglesia. Era Joan.

Cecilia miró a su hijo menor, se arrodilló y lo abrazó suavemente. Vio las lágrimas en sus pestañas y la marca del bofetón en la mejilla.

– Oh, Ricardo -susurró-. ¿Por qué no me lo dijiste?

Esa mañana, mientras aguardaban la llegada del ejército de Lancaster, ella había procurado inculcar a sus hijos la necesidad de portarse con dignidad. Ahora ya no le importaban el orgullo ni el honor ni nada salvo el dolor que veía en los ojos de su hijo, un dolor que tendría que haber sido totalmente ajeno a la infancia.

Entonces Edmundo Beaufort realizó un acto de gentileza que ella nunca olvidaría, que nunca se habría atrevido a esperar. La duquesa se disponía a hacer un requerimiento que consideraba vano, pero él se le adelantó.

– Enviaré a algunos de mis hombres a la iglesia para que se encarguen de la muchacha -dijo-. Pediré que la lleven a Leominster. A menos que ella… -Titubeó, mirando al niño que ella abrazaba, y concluyó con voz neutra-: Se hará lo que deba hacerse, madame. Ahora, sugiero que no nos demoremos más tiempo aquí.

Ella asintió impasiblemente. Él tendió la mano y Cecilia dejó que la ayudara a ponerse de pie. Era un hombre muy joven, sólo cuatro o cinco años mayor que su propio Edmundo. Sí, era muy joven y estaba muy disgustado con lo que había visto en Ludlow, y tenía la sensibilidad de comprender que ella no quería que Ricardo estuviera presente cuando encontraran a Joan.

– No olvidaré vuestra amabilidad, milord -murmuró, con más calidez de la que habría esperado sentir por un miembro de la familia Beaufort.

– En la guerra, madame, siempre hay… excesos -murmuró él, y el extraño destello de comprensión que habían compartido se disipó. Él retrocedió, ladró órdenes. Unos hombres cruzaron la plaza dirigiéndose a la iglesia. Otros aguardaban para escoltar a la duquesa de York y sus hijos al campamento real de Leominster. Edmundo Beaufort asintió, les ordenó que se pusieran en marcha. Cecilia frenó su caballo delante de él.

– Gracias, milord.

Él la miró con recelosa cautela. Se había sorprendido a sí mismo con su propia franqueza y ahora se preguntaba si esa franqueza no lo pondría en aprietos.

– No os confundáis, madame. Tengo plena confianza en el juicio de mi hermano. Él hizo lo que tenía que hacer. Era preciso que hoy se diera una lección difícil de olvidar.

Cecilia lo miró con dureza.

– No temáis, milord -rebatió-. No nos olvidaremos de Ludlow.

Загрузка...