Capítulo 32

Tewkesbury

Mayo de 1471


La oscuridad se disipaba y estrías doradas surcaban el cielo cuando Francis entró en la tienda de Ricardo. Rob Percy ya estaba en el interior, sentado en un baúl y royendo de mala gana una loncha de carne seca. Ricardo daba la espalda a la entrada de la tienda. Escuchaba al sacerdote que pronto pediría la bendición de Dios para la causa yorkista; también escuchaba a un heraldo que llevaba la insignia de John Howard, y detrás rondaba un correo con el Jabalí de Gloucester blasonado en el pecho del tabardo. Francis se acercó a Rob, que le dejó espacio en el cofre, ofreciéndole otra loncha de carne. A Francis se le revolvió el estómago de sólo verla; negó con la cabeza.

Tras haber atendido al sacerdote y al hombre de Howard, Ricardo despachó a su correo, murmurándole unas frases destinadas a su hermano. Se volvió, sonrió al ver a Francis, que le devolvió la sonrisa, aunque la expresión de su amigo no lo había tranquilizado. Ricardo parecía exhausto, como si sólo lo sostuviera su fuerza de voluntad.

– No dormiste, ¿verdad? -barbotó con imprudencia. Notó, sin embargo, que a Ricardo no le molestaba.

– No -concedió Ricardo-. También pasé en vela la noche anterior a Barnet.

Ian de Clare, escudero de Ricardo desde Barnet, estaba arrodillado ante él, acomodando las placas puntiagudas que protegían el muslo. Ricardo pensó que Ian estaba demasiado torpe esa mañana, todo lo contrario del ducho Thomas Parr, y la colocación de la armadura parecía llevar más de la cuenta. Pero contuvo su impaciencia al estudiar la cara ladeada de Ian. Al fin Ian terminó, hizo un último ajuste a la hombrera izquierda de Ricardo, se apartó.

Rob y Francis no ocultaban su admiración, y Ricardo sonrió. Estaba muy orgulloso de esa armadura blanca y bruñida, la consideraba una auténtica obra de arte, perfecta en cada pieza, y no era para menos, pues se la había encargado a un maestro flamenco. No lo dijo, pero Rob y Francis sospechaban que era un regalo del rey. Ambos recordaban que Ricardo temía no recibirla a tiempo para la batalla, y se apresuraron a rendir tributo en la moneda más valiosa del reino, unas bromas tan mordaces que Ricardo supo que admiraban la armadura tanto como él. Se rió cuando le aseguraron que el ejército lancasteriano agradecería que resultara tan fácil distinguir a Gloucester de los demás caballeros de York.

Francis había dejado los guanteletes en el suelo, junto al cofre. Se iba a agachar para recogerlos, pero Ian se le adelantó, y recibió su agradecimiento con una sonrisa tensa. Francis miró al escudero con ojos compasivos. Ian era un desconocido. No sabía nada sobre él salvo que, como todos los que servían a la realeza, era hijo de una familia terrateniente de abolengo. Sabía también que Ian tenía una edad parecida a la de todos ellos. Y que ésta sería su primera batalla.

– Esto es siempre lo peor para mí -dijo Francis, como dirigiéndose a todos-. La espera… Mi imaginación se desboca y me convenzo de que estoy destinado a recibir una estocada en las entrañas. Cuando comienza la batalla, siento gratitud, pues lo que Lancaster puede hacerme no es nada en comparación con lo que yo me hago a mí mismo.

Ian lo observaba atentamente. Tenía brillantes ojos azules, como Rob y el rey. Los clavaba en la cara de Francis como si quisiera memorizarla.

– ¿De veras es lo peor… la espera? -murmuró, y Francis asintió.

– De veras -murmuró a su vez, reparando en la mirada de Rob y Ricardo. Había notado que se sorprendían, les había visto intercambiar una mirada de desconcierto.

– ¡Por la sangre de Cristo! -exclamó jovialmente Rob-. ¡Los temores de Lovell palidecen frente a los míos! Él teme una estocada en las entrañas; un juego de niños. Por mi parte, estoy seguro de que me castrarán y luego me empalarán como un puerco.

– Deja de alardear, Rob -se burló Ricardo-. A juzgar por tus palabras, nuestros temores no se comparan con tus padecimientos, pero te aseguro que mis demonios son peores que los tuyos. Aunque concedo que sufriste el mareo más que nadie cuando cruzaste el Canal… y también te quejaste más que nadie.

– Afortunadamente para Vuestra Gracia, no podíais veros a vos mismo -replicó Rob-. Y afortunadamente no quise escuchar vuestra súplica de arrojaros por la borda para poner fin a vuestro sufrimiento.

Ricardo lanzó una carcajada, y todos se apresuraron a imitarlo, ansiando llenar con risas esos últimos minutos.

Francis sabía que Rob era un marinero nato. Y sabía que Ricardo era un navegante avezado, aunque no tanto como Rob. Pero Ian se reía con una hilaridad genuina y espontánea.

Francis creía que los hombres no debían someterse a las emociones como las mujeres, y pasaba gran parte de su vida luchando contra sentimientos que consideraba sospechosos. Ahora se encontró luchando contra una traicionera marea de afecto por Rob Percy, por Ricardo Plantagenet, incluso por Ian de Clare, a quien no conocía. Santo Jesús, Cordero de Dios, cuídalos, musitó, y un nuevo sonido se sumó a los ruidos del campamento que despertaba, un trompetazo distante.

Ricardo se puso alerta. Ya no se reía; ahora sólo había tensión.

– Es hora -dijo con voz muy normal. Para quienes no lo conocían tan bien como Francis y Rob.


Ricardo condujo la vanguardia yorkista hacia el ataque con tal celeridad que Margarita tuvo que replegarse precipitadamente río abajo, donde cruzaría el Severn para reunirse con su nuera y las otras damas que habían sido trasladadas poco antes del alba. El sol deslumbraba y el aire matinal titilaba en un resplandor brumoso cuando se inició la batalla. Eduardo de York, montado en su caballo blanco, observaba desde una loma que estaba a medio camino entre la vanguardia y el centro. Algo le daba mala espina.

La artillería lancasteriana disparaba contra la vanguardia. Los cañones yorkistas tronaban a su vez, bombardeando las líneas lancasterianas. Eduardo sabía que el fuego de respuesta había tomado al enemigo por sorpresa; era poco habitual usar cañones para respaldar a la infantería, pero Ricardo pensaba que sus hombres necesitarían toda la ayuda que pudieran obtener y Eduardo había coincidido con él. Sabía que Ricardo no creía en la posibilidad de efectuar un primer ataque con éxito, y ahora veía que las aprensiones de su hermano eran justificadas.

La vanguardia estaba al alcance de los arqueros, y los lancasterianos causaban estragos con sus flechas. La vanguardia vaciló bajo las demoledoras andanadas, y acometió de nuevo, pero recibió un castigo tremendo. Los hombres trepaban desde zanjas lodosas y la tierra floja se desmoronaba. Chocaban entre sí y volvían a desplomarse en las zanjas, magullados y jadeantes. Tropezaban con raíces enmarañadas, caían en setos erizados de espinas. Escalaban cuestas infestadas de arbustos y tropezaban con piedras. Y entre tanto una lluvia de muerte caía del cielo.

Eduardo maldecía sin cesar, y cuando Ricardo dio la orden de retirada, maldijo de nuevo, pero esta vez con alivio. Observó el repliegue hasta cerciorarse de que la vanguardia había quedado fuera del alcance de la artillería y los arqueros lancasterianos, y luego enfiló con su caballo blanco hacia sus líneas, con tal celeridad que sus hombres supieron que había dado rienda suelta a su montura.

Eduardo estaba inquieto, y el instinto le lanzaba una advertencia. No sabía por qué estaba tan tenso; era mucho más que el abatimiento que cabía esperar después de ver que repelían su vanguardia. Sentía una presión palpitante y hueca contra las costillas, y el sudor se le acumulaba en la frente, haciéndole arder los ojos. Era un instinto puramente físico, pero confiaba en él, y lo intrigaba al punto de que había demorado su retorno a la loma desde donde podría seguir el avance del segundo ataque de Ricardo.

Había despachado mensajeros, uno a Ricardo, el otro a Will, y aguardaba que le llevaran de vuelta el caballo, cuando sucedió. En la zona boscosa a la izquierda de su línea. El peligro que había intuido. Un ataque de flanco por los hombres de la vanguardia lancasteriana.

Eduardo no dio órdenes; sabía que los caballeros de su séquito lo seguirían. Montó en un rápido movimiento que negaba el peso de su armadura, y el enorme caballo acometió contra los hombres que salían del bosque. Esos hombres se desperdigaron con pánico ante la embestida de esos cascos amenazadores, esos dientes feroces, esa espada que mordía carne y hueso con cada mandoble.

Eduardo había cumplido veintinueve años seis días atrás, y durante la mitad de esa vida había practicado las sangrientas artes de la guerra. Pero nunca había luchado como ahora. Casi decapitó al primer hombre que le salió al encuentro, empaló al segundo, y mientras el hombre caía, liberó la espada para abatir ferozmente al tercero. Mutilando sin piedad, ponía de rodillas a hombres moribundos cuyas bocas contorsionadas burbujeaban con espumarajos sanguinolentos y cuyos huesos se arqueaban grotescamente, desgarrando la piel, mientras el frenético caballo pisoteaba los cuerpos. Eduardo esquivó un hachazo dirigido contra la zona vulnerable que había bajo la axila y contraatacó antes de que el hombre pudiera retirarse, asestando un golpe mortífero con ese acero centelleante que podía tronchar brazos, perforar tripas y entrañas, extraer sangre pegajosa y negra.

Eduardo siempre había disfrutado de ventajas que otros hombres no poseían en el combate: su gran talla, su enorme fuerza física. Ahora, montado en un caballo que estaba medio enloquecido por la sed de sangre, impulsado por una desesperación que desdeñaba toda cautela y toda piedad, era un aterrador instrumento de muerte, y hombres de incuestionable valentía huían de él mientras los caballeros de su séquito procuraban permanecer a su lado, seguidos por los infantes, que también optaron por resistir, pues el coraje demoniaco del comandante les inspiraba una lealtad primitiva y feroz.

Eduardo no era uno de esos hombres que se embriagaba con la pasión de la matanza; su cerebro permanecía despejado, lúcido. Sabía que había contenido una desbandada, que lo seguían muchos hombres dispuestos a luchar con denuedo para defender el centro. Pero también sabía que Somerset era un soldado demasiado astuto para haber lanzado un ataque tan audaz y ambicioso sólo con la vanguardia. Ese era el temor que lo impulsaba a una represalia tan salvaje. Esperaba el momento en que John Wenlock arremetería desde el frente, y dudaba que sus hombres pudieran resistir la embestida.

Y así, mientras cada vez más hombres se le sumaban, suficientes para contener el embate de Somerset, luchaba con el abandono feroz e implacable de un condenado, esperando el ataque de Wenlock.


La vanguardia yorkista se reorganizaba, y los hombres respondían con menguado entusiasmo a las órdenes de los acuciados capitanes de Ricardo. No les faltaba coraje, pero los habían diezmado. No sentían ninguna ansiedad por lanzar otro ataque contra las inalcanzables trincheras lancasterianas. A su modo de ver, no era una contienda pareja. Los que podían observar al joven comandante lo veían tan disconforme como ellos.

Desde su ojeada de la noche anterior, Ricardo recelaba del campo de batalla preparado por Lancaster. No le gustaba la configuración del terreno, ni el hecho de que quedaría muy aislado de las otras alas yorkistas, y menos aún le gustaba tener que llevar a sus hombres por un terreno tan escarpado e intransitable. Pero no tenía opción. Sólo quería atenerse a su resolución de no dejarlos morir en un vano intento de quebrar las defensas de Lancaster. Los haría retirar por segunda y tercera vez si veía que no llegarían a la línea de Somerset. Ya había hecho lo poco que podía hacer, pidiendo el respaldo de su artillería, y designando una cantidad inusitadamente numerosa de mensajeros para mantener abiertas las líneas de comunicación entre su mando y el ala de su hermano.

Ahora uno de esos mensajeros llegaba desde el este, a tal velocidad que de inmediato atrajo las miradas y silenció la conversación. Sólo un desquiciado cabalgaría a tal velocidad en ese terreno. O alguien que tuviera noticias tan urgentes que estaba dispuesto a arriesgarse a la quebradura de una pata o a una peligrosa caída.

Ricardo alzó la visera. Los hombres se volvían hacia el jinete. Era un jinete diestro, uno de los mejores que Ricardo había visto. Aun en esas circunstancias, una parte de su cerebro reparaba en ello, lo aprobaba. Tuvo el impulso de salirle al encuentro a la carrera; se contuvo y esperó, sabiendo que sus hombres vigilaban cada uno de sus movimientos: «Si un capitán titubea y deja traslucir temor e inseguridad, pierde a sus hombres en cuanto pierde el aplomo». Palabras de su primo Warwick, un consejo que le había dado años atrás en Middleham.

El caballo, un ruano empapado de sudor, tenía mataduras y rasguños, y la sangre se mezclaba con la transpiración que oscurecía el pelaje gris manchado. También había sangre en la cara del jinete; tenía las marcas del ramaje que había atravesado al galope, sin esquivar las ramas bajas, sin buscar una senda natural, agazapado sobre la cruz del caballo en un estilo heterodoxo impuesto por el instinto y la necesidad de velocidad. Nunca habría creído que estaba dispuesto a someter a su cabalgadura a semejante esfuerzo. Pero había llegado. Reconoció a Ricardo, frenó tan abruptamente que el caballo se irguió sobre las ancas, alzándose tanto que parecía que se desplomaría. Pero conservó el equilibrio, aterrizó como un gato y se meneó, súbitamente libre del peso del hombre.

El jinete saltó de la silla y dio con la rodilla contra el suelo. Pero no se cayó. Estaba sin aliento y no podía hablar. No le salían las palabras, no por miedo sino porque le costaba respirar. Pero había conservado la cabeza, desde que había salido del bosque y se había topado con un centro yorkista que vacilaba ante el ataque sorpresivo de Somerset, y sin pausa volvió grupas, galopando hacia la vanguardia, sin pensar en lo que había visto, en lo que podía significar para York y para él, concentrándose en el único pensamiento que le impedía sucumbir al pánico: tenía que contárselo a Gloucester, ninguna otra cosa importaba, contárselo a Gloucester.

También ahora conservaba la cabeza; Ricardo tenía motivos para agradecerlo, y luego lo recordaría. Pues el mensajero no barbotó su mensaje. Era la mayor tentación de sus veinte años, pero sabía por instinto que podía provocar una estampida incontenible. Quiso hincarse pero se le aflojó la rodilla, y habría caído de bruces si Ricardo no lo hubiera aferrado. Apoyándose en el hermano del rey, reveló por qué había galopado como un demente en un caballo preciado, por un terreno que Ricardo mismo había llamado «la pesadilla del soldado».

Vio la cara de Ricardo, vio que le había transmitido sus temores. Ricardo murmuró un juramento y se alejó, pidiendo un caballo, gritando nombres que él no conocía, y él se desplomó en el suelo, pensando que no habría podido moverse de allí aunque Somerset mismo lo amenazara con la espada.

Los hombres de la vanguardia yorkista habrían podido ser presa del pánico. Aunque muchos eran veteranos que habían luchado por Ricardo en Barnet, otros saboreaban por primera vez el gusto agrio del combate, y estaban conmocionados porque no habían podido resistir el fuego de Somerset. Pero Ricardo no les dio tiempo. Estaban habituados a obedecer, a escuchar a los comandantes que ahora recorrían el campo llamándolos a filas. Más aún, cuando entendieron que debían acudir en auxilio del asediado centro, de pronto sintieron euforia, avidez. Pocos se habrían entusiasmado con otro ataque sangriento contra las trincheras lancasterianas; esto era diferente, más de su agrado, pues prometía condiciones más parejas y la palpitante satisfacción emocional de una misión de rescate. Los capitanes de Ricardo encontraron su tarea asombrosamente fácil, al punto de que abrigaron la esperanza de que podrían cumplir las exigencias de Ricardo, de que podrían ser más veloces que meros mortales.


Los lancasterianos tenían una doble ventaja con la posición elevada que ocupaban en la estribación de Gastón. No sólo el enemigo tenía que luchar cuesta arriba, sino que los lancasterianos tenían una mejor perspectiva del campo de batalla, sobre todo el hijo de Margarita, sentado en su montura tras las líneas del centro. Una cuesta herbosa le brindaba una visión panorámica. Podía ver la vanguardia yorkista y la colina boscosa que separaba la vanguardia del centro y por donde Somerset guiaría a sus hombres. Podía ver el ala encabezada por Eduardo de York, todo con asombrosa claridad.

Ese enemigo legendario que ahora cobraba vida ante sus ojos era real e irreal a la vez. Creyó reconocer a York y observó esa silueta distante con interés hipnótico hasta que uno de sus guardaespaldas lo desmintió, diciéndole que no podía ser York, quien sólo montaba caballos blancos, ya que ese caballero montaba un bayo. El príncipe sintió decepción pero también alivio, y luego empezó la batalla.

La vanguardia yorkista había avanzado inexorablemente, como la rompiente que había visto en las playas de Normandía, y luego fue diezmada por una feroz andanada de flechas, tan tupida que nublaba el cielo y ocultaba el sol. Los hombres que rodeaban al príncipe maldijeron cuando Gloucester ordenó la retirada; ansiaban que los yorkistas insistieran con ese ataque suicida, que se empalaran en la trinchera erizada de lanzas que separaba a ambos ejércitos. Nada de ello aún era real para el príncipe, ni los cuerpos abandonados mientras la vanguardia se replegaba, ni los vítores de los soldados lancasterianos, y menos los repiques que llegaban desde Santa María. Las campanas anunciaban la hora, llamando a los monjes para la misa de alborada mientras la batalla rugía a la vista de los muros de la abadía.

Somerset no perdió tiempo. Mientras la vanguardia yorkista se reorganizaba, se internó con sus hombres en el bosque, dejando sólo una fuerza mínima donde estaba parapetado el grueso de la vanguardia lancasteriana. Cuando dejó de verlos, el príncipe Eduardo sintió el cosquilleo de una premonición.

Se había entusiasmado con el plan del ataque de flanco, tal como su madre y Somerset lo habían expuesto anoche, aunque Wenlock y Devon se oponían. Wenlock lo había calificado de locura absoluta. Pero el plan había seducido la imaginación del príncipe, y Somerset lo había presentado como algo sencillo, casi inevitable.

Un terreno accidentado separaba las alas yorkistas, una extensión boscosa que protegería a la vanguardia lancasteriana mientras se aproximaba al flanco de York. Somerset aseguró que York nunca esperaría un ataque en ese sector. Y Gloucester, al otro lado de la colina, sólo se enteraría cuando fuera demasiado tarde; lo mismo ocurriría con el ala de Hastings, desplegado a la derecha de York. Somerset cogería el centro yorkista por sorpresa y, antes de que York pudiera recobrarse, el centro lancasteriano, al mando de lord Wenlock y el príncipe Eduardo, acometería contra York desde el frente. Acorralada entre ambos, el ala de York se quebraría, se desperdigaría como hojarasca en un vendaval. Luego podrían despachar a Gloucester con tranquilidad, mientras Devon se encargaba de Hastings. Siempre que fuera necesario; era probable que la captura o la muerte de York pusieran fin a la lucha. Tal como lo exponía Somerset, el plan parecía infalible.

Pero ahora el príncipe estaba intranquilo; anoche no había sabido valorar la seguridad de sus trincheras, la ventaja que les daban sobre los yorkistas. Mientras los hombres de Somerset se internaban en el bosque, parecían muy expuestos, muy vulnerables, y de pronto desaparecieron. Pidió agua, bebió con la sed más profunda de su vida. Somerset era un soldado veterano. Conocía las artes de la guerra mejor que él, concedió Eduardo con renuencia, por primera vez. El juego mortífero que se desarrollaba allá abajo lo superaba; la brecha entre la expectativa y la realidad era tan vasta que la imaginación no podía franquearla. Era el juego de Somerset, de Somerset y York.

Al cabo de una eternidad, Eduardo vio que la vanguardia lancasteriana emergía del bosque, justo sobre el flanco de York, tal como Somerset había predicho. Los yorkistas retrocedieron alarmados, presa de la confusión. El príncipe vio que los hombres arrojaban las armas, echaban a correr. Por un momento fascinante, pensó que la línea yorkista se rompería, se desperdigaría. Pero pronto algunos se reagruparon y estalló una feroz lucha cuerpo a cuerpo en toda la línea.

Estaban tan mezclados que Eduardo ya no distinguía un bando del otro, sólo veía el choque de las armas y la contorsión de los cuerpos. Sus guardaespaldas le dijeron que York mismo encabezaba la contraofensiva; no era preciso que le dijeran. Lo sabía. No podía apartar los ojos del caballero que montaba ese brioso corcel blanco. Vio que el caballo cerraba las fauces sobre el rostro de un hombre, dejaba expuesto el hueso. Vio que el caballero desviaba mandobles para contraatacar con aterradora destreza, con la determinación de matar y mutilar. Eduardo de York.

Miró fascinado, hasta que una imprecación explosiva le llamó la atención sobre la vanguardia yorkista. Entendió de inmediato por qué sus hombres maldecían. Había movimiento en las líneas yorkistas, una erupción de actividad. Gloucester sabía lo que había ocurrido, y hacía virar su vanguardia con desesperada velocidad. Los capitanes yorkistas, ahora a caballo, galopaban de aquí para allá, organizando las filas; pronto identificó a un caballero en un caballo castaño con manchas blancas.

Qué raro, pensó con aturdimiento, que Gloucester no supiera que cuatro patas blancas traían mala suerte, que convenía evitar esas cabalgaduras. Sin duda era Gloucester. Parecía estar en todas partes al mismo tiempo, despotricando, persuadiendo, gesticulando. En un momento se topó con una zanja inmensa; en vez de sortearla, espoleó al caballo y la cruzó de un salto. El castaño voló sobre la zanja con facilidad y los hombres que rodeaban al príncipe volvieron a maldecir. Sabía que la vanguardia de un ejército solía ser el ala más numerosa, pues le tocaba la tarea crucial de encabezar el primer ataque frontal, y suponía que Gloucester tendría dos millares de hombres a su mando. Parecía imposible que pudiera reagrupar a tantos efectivos tan rápidamente, y sabía que Somerset no esperaba eso.

El resto fue tan rápido que para el príncipe fue un borrón que perdió toda semblanza de realidad. El centro yorkista cedía terreno; los hombres de Somerset olían la victoria, continuaban su avance. De pronto, desde una loma boscosa a retaguardia y a la izquierda de las líneas yorkistas, surgió un contingente de jinetes. Era imposible calcular el número a esa distancia, pero parecían centenares, aureolados por el resplandor del sol que rebotaba en lanzas y escudos. Se estrellaron contra la línea de Somerset, sembrando tanto caos y confusión como el que habían sembrado los lancasterianos al salir del bosque. Los hombres de Somerset ya no estaban a la ofensiva; vacilaban con súbita incertidumbre, enervados por la inesperada aparición de esa nueva fuerza enemiga. York aprovechó la oportunidad y contraatacó con un denuedo nacido de la desesperación. Y entonces la vanguardia yorkista entró en escena.

La matanza que siguió fue rápida, horripilante. Atrapados entre Gloucester y York, los hombres de Somerset fueron exterminados. El príncipe Eduardo había visto muertes, había visto ejecuciones. Nunca había visto nada como esto, no sabía que los moribundos gritaban así, no sabía que un cuerpo podía contener tanta sangre. Notó que alguien le hablaba, tirando del estribo. Bajó la vista. No reconoció esa cara asombrada. Le llamó la atención que un soldado se tomara la libertad de acercársele como un igual, que los hombres de su séquito no le hubieran cerrado el paso. El soldado tenía el gesto demudado; con un respingo, Eduardo comprendió que el hombre lloraba.

– ¿Deseas hablar conmigo? -atinó a preguntarle.

– Santa Madre de Dios… -El hombre sollozaba sin reservas, y ni siquiera intentaba contener las lágrimas que surcaban ese rostro curtido y lleno de cicatrices, un rostro de guerrero-. ¿Por qué, Vuestra Gracia? ¿Por qué no acudimos en ayuda de Somerset? ¿Por qué milord Wenlock no dio el apoyo que Somerset esperaba? ¿Por qué, mi señor? ¿Por qué?


Cuando sus lanceros ocultos se sumaron a la lucha contra Somerset, Eduardo se permitió creer en el triunfo. ¿Dónde diantre estaba Wenlock? No lo entendía, y sólo podía dar gracias a Dios por la inexplicable demora, la suerte turbadora que siempre había tenido. Y luego dio gracias a Dios por su hermano, pues de pronto apareció la vanguardia yorkista. No sabía cómo ni le importaba, pero una vez más había vencido, contra viento y marea. Su caballo cojeaba; se bajó de la silla, se apoyó en el flanco palpitante del animal y se echó a reír.

Los hombres de Somerset que habían sobrevivido se dieron a la fuga. Los yorkistas del centro y la vanguardia querían ajustar cuentas, y no estaban dispuestos a mostrar misericordia. Tampoco los comandantes yorkistas. Eduardo tenía la costumbre de advertir a sus hombres que mataran a los señores y perdonaran a los plebeyos. Esta vez no hizo esa advertencia y nadie frenó la carnicería. Durante años, el terreno por donde huyeron los lancasterianos sería conocido como Pastizal Sangriento.


Eduardo de York resollaba, conformándose con presenciar los estertores de muerte de la vanguardia lancasteriana. Hasta sus inagotables reservas de energía se habían consumido; se había esforzado más allá de lo que habría sido el punto de ruptura de un hombre común, sabiendo que sólo él podía reagrupar a sus hombres desmoralizados, impedir la desbandada. Alguien le alcanzó una petaca de agua; la aceptó con gratitud, y al levantar la vista vio la montura de Ricardo. Su hermano alzó la visera, y ojos azules como la medianoche lo escrutaron.

– ¿Estás bien? -Eso fue todo, y era suficiente.

Eduardo asintió, sonrió, una sonrisa deformada por un músculo de la mejilla que palpitaba espasmódicamente por su cuenta. Su hermano no devolvió la sonrisa; sólo asintió con inexpresable alivio y no perdió más tiempo. Espoleó al caballo y lanzó su vanguardia contra los lancasterianos en fuga.

Eduardo arrojó la petaca a las manos más próximas, miró a sus fatigados capitanes. Todos tenían la misma expresión, la ñera satisfacción de hombres que habían estado en el infierno y habían regresado luchando a brazo partido, un regreso imposible.

– Dad la orden de reagruparse. Reunid a vuestros hombres. Y conseguidme otro caballo. Aún no hemos terminado.

Eduardo notó que su cuerpo exhausto revivía, sintió un borbotón de energía. El ardor, que se había reducido a un cálido parpadeo, volvía a consumirlo con su llama. Era contagioso, y lo vio reflejado en los demás rostros. La victoria impregnaba el aire, aún más fuerte que el hedor de la sangre.

– Ya -ordenó.


El príncipe Eduardo escuchó mientras John Wenlock explicaba por qué había retenido el centro y no había acudido en auxilio de Somerset. Hablaba de Gloucester, decía que Gloucester se había movido con demasiada celeridad, que no le había dado tiempo. Le parecía mejor mantener el centro en su posición, esperar a que los yorkistas fueran a ellos. Habría sido una locura desperdiciar la ventaja natural que tenían allí, el terreno escarpado que había detenido el ataque de la vanguardia yorkista. No podía haber salvado a Somerset, insistía; ya era demasiado tarde. Si se hubiera movido, habría sacrificado también el centro. Sin duda el príncipe lo entendía.

El príncipe no entendía nada. Las palabras de Wenlock le martillaban el cerebro exhausto; procuró infundirles sentido. Somerset había esperado que el centro acudiera en su ayuda. Aunque Wenlock tuviera razón, se había limitado a observar mientras los hombres de Somerset eran exterminados. Eso era lo único que entendía Eduardo; lo veía en la cara azorada de los hombres que los rodeaban. Y también veía la pregunta que nadie se atrevía a formular pero que estaba en los ojos de todos: ¿por qué el príncipe no había contravenido la orden de Wenlock? ¿Por qué se había quedado allí, mirando como un idiota mientras York y Gloucester diezmaban la vanguardia lancasteriana? ¿Cómo podía explicar esa parálisis de la voluntad, aun ante sí mismo?

– Pero debimos haber tomado alguna medida… hecho algo. -Quería creer a Wenlock. \Bon Dieu, cómo deseaba creerle! Él comandaba el centro, a la par de Wenlock. ¿También él le había fallado a Somerset? ¿Tendría que haber actuado cuando Wenlock no lo hizo?

– Era demasiado tarde, alteza. Sólo habríamos condenado a nuestros hombres. Somerset diría lo mismo, no habría querido que sacrificara esas vidas en un gesto vacío, que arriesgara vuestra seguridad por hombres ya derrotados.

– ¡Qué va! ¡Somerset no diría eso!-murmuró alguien, pero en voz tan alta como para que le oyeran, pues quería que le oyeran.

Wenlock escrutó a los hombres con ojos fríos; como no pudo o no quiso identificar al culpable, los silenció con la mirada, se volvió hacia el príncipe.

– Tenía que tomar una decisión táctica, alteza. Y no dudo que fue correcta. Milord Somerset no previo que York ocultaría hombres en aquella loma ni que Gloucester acudiría tan prestamente en su ayuda. Tuve que decidir qué era lo mejor para mis tropas.

Eduardo le clavó los ojos. Ese hombre había luchado por Lancaster en San Albano, por York en Towton.

– Pero Somerset esperaba nuestra ayuda -dijo con un hilo de voz.

– Di por sentado que coincidíais conmigo, Vuestra Gracia -dijo Wenlock con voz de pedernal-. Después de todo, no pusisteis ningún reparo en su momento, ¿verdad?

Eduardo se sonrojó. Tuvo una borrosa visión de rostros sobresaltados, coléricos, perplejos. Un principio olvidado de la tradición militar afloró a la superficie de su mente, concerniente al peligro de permitir que los subalternos vieran una división entre sus comandantes. Abrió la boca, sin saber qué diría, y luego, como todos los demás, se volvió para mirar al jinete que subía por la cuesta hacia las líneas lancasterianas, en un galope frenético que hizo que todos temieran que el animal se desplomara, que se le quebrara una pata como una ramilla. Tropezó una vez, pero recobró el equilibrio, siguió adelante. Eduardo apenas lo reconocía como un caballo: espumarajos en el hocico, ojos vidriosos y desencajados de miedo, manchas de sangre que impedían distinguir si era blanco o gris. Tanto lo horrorizaba el caballo que tardó en mirar al jinete y reconocer, azorado, al duque de Somerset.

Somerset ofrecía un espectáculo tan tremebundo como su montura, empapado de sangre yorkista, gritando incoherencias como un demente. Nadie le entendía, pero expresaba un furor que ninguno de ellos había visto en un hombre cuerdo.

Eduardo se quedó petrificado en la silla. Wenlock también parecía incapaz de moverse, y miraba esa aparición ensangrentada y delirante como si dudara de sus sentidos.

– ¡Judas! ¡Hijo traicionero de una ramera yorkista! ¿Dónde estabas mientras masacraban a mis hombres?

Wenlock de pronto pareció reparar en la amenaza. Se llevó una mano a la espada, intentó hablar. No tuvo esa oportunidad. Somerset espoleó su enloquecido caballo y embistió a Wenlock; el otro caballo se tambaleó bajo el impacto y cayó de rodillas.

– ¡Por Jesús, es la última vez que haces el trabajo sucio de York!

Somerset sacó a relucir su hacha. La fuerza del tajo hendió el yelmo de Wenlock como pergamino; la hoja se clavó en el cráneo. Sesos, astillas de hueso y un tejido grisáceo volaron por el aire, salpicaron a un soldado. Wenlock no emitió ningún sonido; estaba muerto antes de tocar el suelo.

Somerset miró el cuerpo. Poco a poco recobró el aliento, dejó de resollar. Irguió la cabeza, miró en torno y se aplacó al ver el rostro de esos hombres. Pensaban que estaba loco; se notaba en su mutismo, en los ojos horrorizados que se desviaban, miraban hacia otra parte.

Sólo entonces reparó en la presencia del príncipe. Volvió su corcel jadeante hacia el muchacho.

– Alteza… -musitó, como si aprendiera a hablar tras años de silencio forzado.

El caballo de Eduardo se apartó del monstruo ensangrentado que montaba Somerset. Eduardo también pareció apartarse.

– Os aseguro que no estoy loco -rezongó Somerset, y soltó una carcajada que le hizo preguntarse si decía la verdad.

Nadie le respondió. Eduardo parecía tan incapaz de sostenerle la mirada como los demás. Durante un largo periodo que no podía medirse en minutos ni horas, Somerset permaneció inmóvil frente al príncipe, mirándolo sin ver, y oyendo sólo sus bufidos entrecortados. Entonces pasaron dos cosas.

– No fue culpa mía, Somerset -dijo Eduardo-. ¡Decid que no lo fue!

Al mismo tiempo, Somerset oyó que gritaban su nombre. Un jinete enfilaba hacia ellos; los hombres se apartaban para cederle el paso. Somerset se giró en la silla, reconoció a John, su hermano menor, que estaba con el ala de Devon.

– ¿Os habéis vuelto locos? -preguntó John, mirando la escena. Su expresión cambió-. ¡Cielos! Sí, os habéis vuelto locos. -Dejó de mirar el cadáver de Wenlock para encarar a Somerset-. ¡Edmundo, vuelve a tus cabales, en nombre de Cristo! Devon ha muerto y York nos ataca con su centro. ¡Santa María, apiádate de nosotros! ¿Os habéis quedado ciegos y mudos? ¡Por Dios, mirad!

Señaló frenéticamente el campo de batalla, el arrollador ejército de York.


Somerset lo intentó. Lo intentó con todas sus fuerzas. Gritó hasta que se le quebró la voz. Golpeó con el plano de la espada a sus soldados fugitivos. Lanzó su trémula montura sobre los hombres de York hasta que el animal llegó al final de su resistencia y dejó de responder al aguijonazo de las espuelas de plata o la presión del bocado en la boca ensangrentada. Aun así, Somerset no cejó. Despreciando su propia seguridad, corrió riesgos que bordeaban la locura. Pero la valentía ya no bastaba.

El Sol de York se había enseñoreado del campo. Las tropas lancasterianas habían perdido el ánimo. Habían visto el exterminio de su vanguardia, habían visto la rencilla entre sus comandantes. Los hombres arrojaban las armas, procuraban salvarse, y sólo Somerset trataba de azuzarlos contra York.

Devon había muerto. También había muerto John Beaufort, el hermano de Somerset. El príncipe Eduardo había huido, apremiado por los guardaespaldas que habían jurado velar por su seguridad. Muchos hombres de Somerset se ahogaron tratando de cruzar el Avon, murieron tratando de llegar a la abadía. Somerset se encontró rodeado por sus muertos y los eufóricos soldados de la Rosa Blanca. Acometió contra ellos, maldiciendo y sollozando, pero hasta la muerte parecía rehuirlo; cayó de rodillas, sin fuerzas para levantarse ni para alzar la espada, y a través de una bruma roja y temblorosa presenció la muerte de la Casa de Lancaster.


Varios fugitivos habían encontrado asilo en la nave de la abadía de Santa María. La iglesia pronto se abarrotó de hombres exhaustos y temerosos que yacían sangrando en el suelo de mosaicos, despatarrados en la capilla de la Virgen, ante el altar mayor, incluso contra la pila de agua bendita, escuchando con corazón palpitante y aliento trémulo mientras los sacerdotes trataban de negar la entrada a los yorkistas que los perseguían.

La mayoría de los hombres que buscaban asilo eran soldados de a pie; la mayoría, pero no todos. Entre ellos también se hallaban los capitanes de Lancaster que habían sobrevivido a la masacre, y su temor era inmenso, pues sabían que York no les daría cuartel. Dos de ellos, sir Gervase Clifton y sir Thomas Tresham, se aproximaron al pórtico norte, donde se encontraba el abad Streynham, vestido de negro, bloqueando la luz y cerrando el paso.

Habían forzado las puertas externas, pero el abad se había plantado ante la puerta interna que conducía a la nave, alzando la hostia, y por el momento había logrado detener la marea vengativa que amenazaba con anegar la abadía de sangre. Bajo su brazo estirado, los hombres acorralados vieron que los soldados yorkistas se aproximaban, vociferando con furia. Eran reacios, sin embargo, a alzarle la mano a un abad, y por el momento se conformaban con gritar insultos. Clifton y Tresham sabían, sin embargo, que en cualquier momento perderían esos escrúpulos; sólo se necesitaba un hombre que estuviera dispuesto a irrumpir en la iglesia.

– No podéis entrar en una casa de Dios para matar -dijo el abad, con la autoridad de la iglesia en la voz. Detuvo a los hombres con la mirada, y dijo con temible convicción, con la certeza glacial de alguien que estaba acostumbrado a la obediencia-: Estos hombres solicitan el derecho de asilo. ¿Osaréis incurrir en la ira de Dios Todopoderoso al causarles daño? Quienes se atrevan a profanar la iglesia de Dios pondrán en peligro su alma inmortal, sufrirán condenación eterna.

Los soldados vacilaron, impresionados. Dentro de la abadía, los otros esperaban, casi sin respirar.

– ¿Olvidáis, señor abad, que la abadía de Santa María Virgen no es una iglesia de asilo?

Clifton y Tresham se agazaparon, tratando de ver sin ser vistos. Los hombres parecían haberse apartado de la puerta. Entrevieron una cola ondeante y plateada, vieron cascos que arrancaban chispas a las baldosas, y comprendieron que el caballero que había hablado había acercado su montura al pórtico. Supieron que era un caballero aun antes de ver el caballo, pues la voz tenía la inflexión inconfundible del rango.

El abad miraba al caballo con indignación, y se mantuvo en sus trece aunque la cruz del ruano estaba al alcance de su mano.

– El derecho de asilo ha sido reconocido por la Santa Iglesia desde que el Señor le dijo al vicario de Cristo: «Eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella».

– El derecho está reconocido, sí, pero no todas las iglesias pueden ofrecer asilo. Esta abadía no tiene carta real. Tampoco se la ha designado iglesia de asilo mediante una bula papal. Y vos, abad John, lo sabéis tan bien como yo.

El abad Streynsham se sonrojó y luego palideció. No había el menor temor religioso en esa voz fría y despectiva, sólo arrogancia y un refinado conocimiento de la ley canónica que pocos legos podían tener. Por primera vez atisbo el rostro ensombrecido por el visor alzado. Clifton y Tresham, estremecidos por una sospecha que no se atrevieron a expresar en voz alta, vieron que el abad se arrodillaba en el pórtico.

– Imploro el perdón de mi señor soberano -dijo con voz sumisa-, pues no reconocí a Vuestra Gracia.

Eduardo miró al abad con gesto impasible. Oyó que en el interior un hombre tras otro repetía su nombre con un temor que era palpable.

– Apartaos, santo padre -dijo, y los soldados de York avanzaron, pero se detuvieron con vacilación, pues el abad no se había movido de la entrada.

– Majestad, no debéis hacer esto -rogó-. No mancilléis vuestra victoria derramando sangre en una iglesia de Dios. ¿No tenéis motivos, en el día de hoy, para agradecer Su generosidad? ¿La retribuiréis manchando Su casa con sangre? ¡Por el bien de vuestra alma, mi señor, recapacitad!

Por un largo instante, mientras los fugitivos refugiados en la abadía temblaban y el abad contenía el aliento, Eduardo lo miró en silencio. Al fin asintió de mala gana.

– Razonáis más como leguleyo que como sacerdote. -Torció la comisura de la boca-. Al fin y al cabo, son la misma cosa. Muy bien. La vida de los hombres que están dentro de la iglesia es vuestra. Un obsequio. Un despojo de guerra -dijo burlonamente, y alejó al ruano del pórtico mientras los lancasterianos recibían su salvación con alegría y los yorkistas con sorprendida y amarga resignación.

Dentro de la abadía, los hombres reían y se abrazaban; otros parecían aturdidos. Tresham y Clifton se miraron con incredulidad y también se abrazaron, empezaron a hablar al mismo tiempo, con la exaltación febril de los renacidos.

A sus pies, un hombre yacía despatarrado contra una de las raudas columnas de piedra. No se había movido, no había dicho una palabra, había escuchado con indiferencia mientras el abad Streynsham procuraba detener a Eduardo de York. Alzó los ojos, miró a Tresham y Clifton. Tenía la cara tan embadurnada de sangre y lodo que ni siquiera sus seres queridos habrían podido reconocerlo. Tenía una magulladura amarillenta sobre un ojo, y más que cualquiera de ellos, parecía que se hubiera bañado en sangre, pues tenía pegotes en el pelo castaño y enmarañado, cuajarones en la armadura, motas en las cejas. Era imposible discernir cuánta sangre era suya, pues los ojos estaban despojados de toda emoción, y ya no trasuntaban dolor. Cuando se dignó hablar, dijo palabras crueles, pero la voz estaba despojada de sentimientos.

– ¿De veras creéis que York os dejará vivir una vez que averigüe el nombre de los que están refugiados en esta iglesia?

Tresham dio un respingo.

– ¿Por qué no? -barbotó-. Dio su palabra. ¿No le oísteis?

– Sí, le oí. Ahora decidme, Tresham, si la abadía estuviera llena de caballeros de York, ¿cuánto tiempo los dejaríamos vivir?

Tresham se sobresaltó al oír su nombre. Se agachó, entornando los ojos.

– ¡Cielos! ¡Beaufort! Oí decir que habíais caído en el campo.

Somerset se limitó a mirarlo y Tresham sintió una emoción peligrosamente cercana a la rabia. Somerset había logrado agriar las esperanzas que le había dado la inesperada generosidad de York. A su entender, Somerset también había causado la ruina de todos con su ambicioso plan de batalla. Era un alivio desquitar su angustia en un blanco visible.

– Después de vuestros trabajos de esta jornada, no me importa lo que opinéis sobre lo que York hará o dejará de hacer. ¡Dios sabe que no supisteis interpretarlo en el campo de batalla! Y os recuerdo, milord Somerset, que si tenéis razón y nuestra vida corre peligro, seréis el primero en apoyar la cabeza en el tajo.

Clifton se interpuso entre ambos, pues el temperamento fogoso de los Beaufort era legendario. Pero Somerset no se movió, sólo miró a Tresham.

– Dios Santo, hombre -dijo lentamente-, ¿acaso creéis que me importa?

Hubo movimiento a sus espaldas. Sir Humphrey Audley, otro que tenía pocos motivos para esperar clemencia de York, se abría paso para acercarse.

– ¡Edmundo, gracias a Dios!

Somerset no dijo nada ni pareció reconocerlo, aunque era amigo de Audley desde su juventud.

– En cuanto a tu hermano, Edmundo… -empezó Audley, pero vio que era absurdo ofrecerle el pésame por una pérdida personal cuando el mundo que conocían se desmoronaba.

– ¿Alguien sabe si el príncipe Eduardo fue capturado? -preguntó Clifton, con manifiesta aprensión.

La conversación se silenció en derredor. Uno de los hombres apoyados contra la pila se puso de rodillas, volvió hacia ellos un rostro ceniciento. Audley reconoció a John Gower, portador de la espada del príncipe, y sintió un aguijonazo de espanto. Pero las palabras de Gower fueron inesperadamente alentadoras.

– Fui separado de mi joven príncipe cuando mi caballo recibió un flechazo en el gaznate. Pero él iba bien montado y se dirigía a la aldea cuando lo vi por última vez, y nadie le pisaba los talones. Sé que sus acompañantes no permitirían que sufriera ningún daño. Es muy probable que haya escapado.

Clifton elevó una rápida plegaria de agradecimiento, y también Audley. Luego una voz habló desde las sombras.

– No, no escapó -dijo lisa y llanamente.

Todos giraron hacia la diminuta capilla del Niño Jesús, hacia el desconocido que yacía jadeando contra el altar. Llevaba la insignia del caído conde de Devon y tenía la cara gris con un agotamiento que no permitía más emoción que la indiferencia. Sangraba profusamente, pero le importaba tan poco como las miradas hostiles que había atraído.

– ¿Qué sabes de nuestro príncipe? -exclamó Audley-. ¡Habla, hombre, y Dios te guarde si mientes!

El muchacho (pues ahora veían que era apenas un mozo) recibió la amenaza con la misma apatía. Miró a Audley con ojos sin edad.

– Está muerto -dijo.

En cuanto pronunció estas palabras, Gower se le abalanzó con un grito que era un sollozo y una imprecación.

– ¡Mientes! ¡Que tu alma se pudra en el infierno, mientes!

Varios hombres lo contuvieron antes de que pudiera llegar al joven soldado, que no se había movido y miraba sin curiosidad mientras el frenético Gower era derribado, y súbitamente se aflojaba y empezaba a jadear con gimoteos secos y trémulos.

Arrodillándose junto a Somerset, Audley vio el temblor que se adueñaba del otro.

– ¿Estás seguro, muchacho? -urgió-. ¡Por amor de Dios, piensa antes de responder!

– Lo vi todo -respondió la voz juvenil sin interés-. Él y su guardia. Fueron los hombres del duque de Clarence, que lo arrinconaron en el molino de la abadía.

Se movió apenas, pareció reparar en la aflicción que había causado. Miró fatigosamente a Audley, apiadándose de una congoja que él no comprendía ni podía sentir. Tosió.

– Fue una muerte rápida… -dijo con esfuerzo-. Todo terminó en minutos.

Tosió de nuevo, y esta vez escupió sangre.

Al cabo, los hombres se pusieron a hablar de nuevo, en el tono recatado que parecía exigir ese entorno. Audley se apoyó en el suelo, miró un rato el vacío, sin concentrar los ojos ni los pensamientos. Al fin miró a Somerset y vio que el otro estaba encorvado, con la cara oculta entre los brazos. No emitía ningún sonido, pero Audley se inclinó y, con asombrosa ternura, le acarició la cabeza gacha, dejó la mano allí mientras Somerset lloraba.


Eduardo se quitó el yelmo y se arrodilló a orillas del arroyo llamado Swillgate («Puerta de la Bazofia»), un nombre que bastaba para disuadir al sediento. Pero él se entregó al deleite de echarse agua en la cara y la cabeza. Nunca había sentido tanta fatiga. Su cuerpo nunca había desafiado tanto su voluntad; un dolor espasmódico le mordía los muslos, le punzaba la espalda. La respiración ya no era una función corporal mecánica, y debía ejercerla con cuidado, pues tenía magulladuras en las costillas y la menor presión del aire que entrara en los pulmones bastaba para hacerlas palpitar. Tenía la boca aureolada de blanco, y los ojos de rojo, inflamados por el sudor y el polvo. El cansancio le había enronquecido la voz. Pero nunca había conocido la dicha que sentía en ese momento, pura, perfecta y embriagadora, con una aguda percepción de la renovada dulzura de la vida, el sol, la frialdad del agua que le lavaba la piel castigada, le goteaba por el cuello hacia el cabello.

Tras dejar su caballo cojo en buenas manos, había decidido quedarse allí, a orillas del arroyo, para recibir el informe sobre los heridos, los muertos, los comandantes lancasterianos. Merodeaban monjes en el fondo, criticándolo entre murmullos por su disposición para trabar una conversación amistosa con sus soldados, incluso para bromear con los más atrevidos. No entendían que un personaje de la realeza fuera tan accesible como este hombre que alimentaba con una manzana a un caballo gris plateado, y que ahora entregaba la preciada jarra de vino de los monjes a un joven que se había acercado para contarle, tímidamente al principio, que había dejado su aldea de Wiltshire una quincena atrás, y que había viajado al norte a pie, temiendo no llegar a tiempo para luchar por York. Mirándose la sangre seca y endurecida, el color óxido de su armadura, llena de raspones y melladuras, las marcas de mandobles desviados, Eduardo asintió.

– Sí -dijo gravemente-, entiendo que no hayas querido perderte esto, chico.

Y se rió hasta que sus costillas doloridas amenazaron con cruzarse en medio de sus pulmones.

Esa mañana Eduardo no sólo fue generoso con el vino. Había nombrado caballeros a varios hombres después de la batalla y pensaba dar el espaldarazo a muchos más, pues estaba complacido con el desempeño de sus tropas en Tewkesbury. Después de la victoria más dulce de su vida, podía darse el lujo de ser magnánimo, y se proponía recompensar bien a su ejército. John Howard estaba sentado en el suelo, a sus pies; ya no estaba en la flor de la juventud, y respiraba como un hombre hambriento para quien el aire fuera comida. Eduardo lo miró. Qué no haría por hombres como Howard, que lo habrían seguido hasta el infierno. O por Will, que de hecho lo había seguido. Ante todo, por Dickon, que una vez más había estado donde debía.

Mucho antes del mediodía, Eduardo tuvo una noción de las dramáticas dimensiones de su victoria. La estimación de las bajas aún era imprecisa, pero parecía probable que York hubiera perdido a lo sumo cuatrocientos, mientras que los muertos de Lancaster quizá ascendieran a dos mil. Esto satisfizo a Eduardo pero no le sorprendió; tenía plena consciencia de esa siniestra ironía de la guerra: cuando se desbandaban y huían, los hombres eran más vulnerables que nunca, más propensos a sufrir la muerte violenta de la que procuraban escapar. Había sido un día afortunado para York; no había perdido a ninguno de sus allegados ni capitanes, mientras que Lancaster había perdido al conde de Devon, John Beaufort y John Wenlock. Aún no tenía noticias sobre el destino de Somerset. Pero Will Hastings le había informado que el hijo de Margarita había muerto. También le complacía que Jorge lo hubiera liberado de la desagradable tarea de despachar a Lancaster. Se proponía acabar con la vida de Lancaster, por la corona de oro de Inglaterra y por el castillo de Sandal. Pero no le complacía matar y no habría querido estar presente cuando Lancaster muriera. Por el contrario, le repugnaba la idea, y en su intimidad reconocía que era reacio a ejecutar al príncipe lancasteriano en circunstancias que evocaban la muerte de su propio hermano.

A fuer de ser justo, Eduardo debía reconocer una verdad indigesta: matar a puñaladas a un muchacho de diecisiete años era asesinato, sin importar si la víctima era Edmundo, conde de Rutland, o Eduardo, príncipe de Lancaster. Pero aunque no se hacía ilusiones en cuanto a la naturaleza de ese acto, se proponía cometerlo, y esperaba que la muerte del joven fuera una puñalada en el corazón para Margarita de Anjou, y que el puñal se revolviera con cada bocanada de aire que aspirase mientras viviera, una herida que se llevaría a la tumba, de modo que el nombre Tewkesbury fuera para ella lo que Sandal era para su madre y para él.

Mientras Will le relataba cómo los hombres de su hermano habían abatido a Lancaster, sintió, por primera vez en años, cierta calidez por Jorge, que había resuelto pulcramente el problema planteado por el príncipe. Gracias a Jorge, se había liberado de un rival que aspiraba a la corona inglesa, una amenaza para el ascenso pacífico de su pequeño hijo, y sin mancharse las manos con la sangre del muchacho. Cuanto más pensaba en ello, más le complacía. Estaba en deuda con Jorge.

Se echó a reír.

– Me pregunto qué motivó a Jorge. ¿Se proponía prestarme un servicio? ¿O habrá pensado que me negaba una venganza que yo me había prometido tiempo atrás?

Will suponía que Jorge se había propuesto granjearse el favor de su hermano, pero quedó intrigado por la sugerencia de Eduardo.

– Una pregunta interesante -dijo con una sonrisa-. Depende, supongo, de la clase de hombre que tu hermano ve en ti. El mundo está lleno de hombres que se complacen al ver el acero clavado en la carne. Yo sé que tú buscas tus placeres en otras partes. ¿Pero lo sabe tu hermano de Clarence?

– No tengo ni idea. Supongo que nadie ignora dónde prefiero envainar mi espada. ¡Dios sabe que mi confesor no tiene esas dudas! Aunque sospecho que el celibato compulsivo de esta última semana lo está desgastando tanto como a mí. ¿Te conté que la última vez que me dio la absolución comentó, con cierta nostalgia, que hacía muchísimos días que no le confesaba un pecado mortal?

– Que no pierda el ánimo. Sin duda lo remediarás pronto -dijo secamente Will.

– Antes de que caiga el sol, aunque mis necesidades deban prevalecer sobre mis deseos. Pues te aseguro, Will, que esta mañana hubo un momento en que dudé que pudiéramos llegar a viejos.

– Todos lo dudamos. ¿Por qué crees, Ned, que Wenlock contuvo el centro? ¡Virgen santa, qué suerte tuvimos!

Pero Eduardo ya no escuchaba. Miraba a unos jinetes que venían del campo de batalla, y se alegró al ver que enarbolaban el estandarte de su hermano. Llegaban con gran celeridad, y Eduardo se preguntó por qué, pues ya no se requería tanta prisa, y también estaba seguro de que el cuerpo de Ricardo debía de estar aterido de dolor, sólo apenas menos que el suyo. Sonrió, maravillándose de la flexibilidad de los muy jóvenes, y decidió que había algo más en esa ávida aproximación.

Reconoció también a Francis Lovell, y a otro joven que había visto a menudo en compañía de su hermano, pero cuyo nombre se le escapaba, y a esa distancia ya podía ver su excitación. Ricardo estaba arrebolado, y saltó de la silla casi antes de que el caballo se hubiera detenido.

– Majestad-dijo, con correcta pero jadeante formalidad. Pero buscaba al hermano, no al rey, y no veía el momento de darle la noticia-. ¡Ned, no creerás lo que oímos! Y nos lo dijo alguien que fue testigo y jura que es la verdad. Como Wenlock no acudió en ayuda de Somerset, Somerset pensó que Wenlock se había vendido a York. Se las apañó para regresar a las líneas de Wenlock, lo buscó y le destrozó los sesos con el hacha.

– Cristo misericordioso. -Eduardo no esperaba que Ricardo le trajera semejante noticia. Al cabo de un momento de reflexión, añadió cínicamente-: En tal caso, es la primera vez que Somerset hace un trabajo meritorio.

Ricardo asintió.

– Meritorio, y afortunado para York.

Eduardo sonrió y extendió los brazos para estrechar a Ricardo.

– Por lo de hoy, puedes pedirme lo que quieras -murmuró, y añadió seriamente-: Sólo tienes que nombrarlo.

Ricardo se acaloró; lo había descolocado la inesperada gravedad de Eduardo, más que la magnitud del ofrecimiento. Sintió agitación, como hacía años que no la sentía en presencia de Eduardo, y pronto comprendió por qué. Era la primera vez que Eduardo no le hablaba como soberano ni como hermano mayor con diez años de diferencia en edad y autoridad. Era un diálogo entre iguales. Eduardo había tenido esa intención.

– Tengo mi recompensa -dijo, en vez de reaccionar como de costumbre, bromeando, comentando que sólo había actuado por interés personal.

– Aún no -dijo Eduardo crípticamente, y esperó a que Ricardo intercambiara saludos y enhorabuenas con Will antes de llevarlo aparte-. Yo también tengo noticias, hermano, y creo que te resultarán de gran interés. -Añadió con una sonrisa-: Lancaster ha muerto.

Ricardo no reaccionó de inmediato. Su rostro estaba quieto, concentrado. Y luego los ojos oscuros ardieron con una luz súbita.

– No podrías darme mejor noticia, Ned -dijo, con una satisfacción tan desbordante que Rob le clavó una mirada de sorpresa, y Francis pensó: «Conque el viento aún sopla en esa dirección».

En ese momento, John Howard, que conversaba con algunos soldados yorkistas a poca distancia, llamó a Eduardo con una urgencia que llamó la atención de todos.

– Majestad, entre los hombres que pidieron asilo en la abadía está el duque de Somerset -dijo sombríamente.

Eduardo se volvió hacia la abadía.

– ¿De veras? -murmuró. El cambio de expresión fue sorprendente. De pronto sus ojos estaban opacos y duros como ágatas-. ¿Me toman por tonto? -preguntó. Dio media vuelta, dispuesto a ladrar una orden, y vio que Ricardo se le había adelantado y había llamado con un gesto a varios soldados yorkistas que dejaron de remolonear para correr hacia ellos.

– Apostad guardias alrededor de la abadía -rugió Eduardo-. Que ningún hombre salga de la iglesia. Si el abad protesta, que me vea a mí o a Gloucester. ¡Andando! Y Dios se apiade de vosotros si alguno se os escabulle.


El lunes 6 de mayo, a pesar de las protestas del abad, soldados yorkistas entraron en la abadía espada en mano. Eduardo respetó su promesa de clemencia e indultó a todos los refugiados, salvo a Edmundo Beaufort, duque de Somerset, y trece capitanes de Lancaster con cuya lealtad nunca podría contar.

Los hombres fueron apresados, por la fuerza si era necesario, y conducidos bajo custodia al tribunal del señor de Tewkesbury, para ser juzgados por traición ante el duque de Norfolk, conde mariscal de Inglaterra, y el duque de Gloucester, lord condestable del reino.

Somerset echó un vistazo a la sala apresuradamente convertida en tribunal. Ya se estaba llenando de hombres, con sus camaradas prisioneros, soldados, lores yorkistas, los curiosos y los vengativos. Los miró con tan poco interés como el que sentía por el juicio.

A su lado, Tresham maldecía. Desde que los soldados yorkistas habían transformado su refugio en una prisión, había denostado sin cesar a Eduardo de York, y aún ahora expresaba un odio amargo.

Somerset desvió la vista con desdeñosa piedad. Le costaba entender que Tresham hubiera esperado otra cosa. Sólo se preguntaba por qué York se había molestado en prestarse a la farsa de un juicio. Eso le había sorprendido un poco; cuando los soldados fueron a buscarlos, pensó que los sacarían de la abadía para despacharlos en el acto.

Un pensamiento le congeló el aliento en los pulmones. Un hombre juzgado y sentenciado por traición era despanzurrado antes de la ejecución. Lo colgaban del cuello, conservándolo con vida, lo destripaban, lo castraban y le arrancaban las visceras y las quemaban ante sus ojos, y la muerte se demoraba hasta que el cuerpo ya no soportaba el dolor. ¿Era ésa la intención de York, el motivo del juicio? Un sudor frío le bajó por las costillas. No temía la muerte; en su actual angustia de alma y espíritu, hasta la acogería con gusto. Pero sufrir semejante muerte… No pudo contener un escalofrío, y esperó que nadie lo hubiera notado.

Le llamó la atención alguien que acababa de entrar en la sala, un joven agraciado de reluciente pelo rubio, ataviado con un jubón pardo de terciopelo con tajos en las mangas y forrado de satén esmeralda. En una pierna calzada de seda lucía con orgullo la prueba enjoyada de su pertenencia a una minoría selecta, los Caballeros de la Jarretera. Centellearon anillos en sus manos cuando se volvió para escuchar la ocurrencia de un compañero; se rió, mostrando dientes blancos, con obvia consciencia de su prestancia, del alboroto que causaba en la sala. Somerset comprendió que era el duque de Clarence y soltó un suspiro sibilante. Sintió un odio que sólo había experimentado una vez en la vida, cuando dos días atrás se había encontrado atrapado entre los hombres de Gloucester y York, y había tenido que presenciar la muerte de sus hombres porque Wenlock lo había traicionado.

– ¡Ese bastardo cobarde y arrogante! -escupió Audley-. ¿Acaso cree que es un honor haber causado la muerte de un muchacho?

Somerset sacudió la cabeza. El borbotón de odio languidecía. Volvió a sentirse entumecido, lo agradeció. Esta falta de sentimientos le permitiría afrontar el tajo con indiferencia y la muerte con desprecio, incluso la muerte que temía que York planeaba para él.

– ¿Crees que Clarence sabe algo sobre el honor, Humphrey? -preguntó fatigadamente-. A Clarence sólo le importa Clarence y, por motivos que no logro entender, parece disfrutar de su duplicidad.

Se puso rígido; por un momento creyó oír una voz femenina en la sala, hablando con acento francés: «Clarence será tonto, pero hasta ahora ha sido un tonto bastante afortunado». «Todo depende de vos», había dicho ella. Había confiado en él, y él había fallado. Nunca habría podido encararla, ni en esta vida ni en la otra, para decirle que su hijo había muerto.

Estalló una conmoción. Oyó el nombre de Gloucester y se volvió, con un destello de curiosidad. ¡Cielos, es tan joven! Ése fue su primer pensamiento, pues en las horas que habían transcurrido desde la muerte del príncipe, al fin había entendido lo que Margarita había tratado de decirle: cuan joven se es a los diecisiete.

Miró a Gloucester: ese muchacho, de edad similar al difunto príncipe, iba a condenarlo a muerte. Moreno, enérgico, menudo, guardaba poca semejanza con el gigante rubio y jovial que era Eduardo de York. Eduardo era la espada de York, el Sol en Esplendor; hasta Somerset concedía que Eduardo había realizado proezas en combate que él no hubiera creído si no las hubiera visto con sus propios ojos. Y Clarence… Clarence era un renegado que había faltado dos veces a su juramento, que había provocado la muerte de un muchacho, como decía Audley. Gloucester, en cambio, era una incógnita. Todo lo que Somerset sabía de él hablaba en su favor; había sido tenazmente leal al hermano, y su valentía era incuestionable. Por impulso, se movió hacia delante.

Hombres armados le cerraron el paso. Lo empujaron bruscamente, torciéndole el brazo detrás de la espalda. Ricardo lo vio, alzó la mano. Los captores de Somerset retrocedieron a regañadientes, lo dejaron a solas. Se miraron un instante, y luego Somerset se le acercó.

– Vuestra Gracia, ¿podéis concederme un momento?

Ricardo titubeó antes de asentir. En sus ojos cautos no había simpatía, pero tampoco hostilidad. Esperó que Somerset hablara, sin alentarlo.

– ¿Habéis recibido noticias de la reina?

– La reina está en Westminster.

Somerset maldijo su idiotez; tendría que haberse dado cuenta. Iba a volverse sobre los talones, pero Ricardo pareció reconocer que había sido innecesariamente cruel.

– Supongo que os referís a Margarita de Anjou -dijo-. No, aún no hemos recibido noticias.

Aún afectado por la reprimenda anterior, Somerset quería alejarse. Pero la necesidad de saber era demasiado grande.

– ¿Qué será de ella cuando la encuentren?

Ricardo apretó los labios.

– York no guerrea contra mujeres -dijo-. Será confinada, pero no será maltratada. Si ése es vuestro temor, podéis tranquilizaros.

Somerset quería creerle, pero ya no le resultaba fácil creer a nadie.

– ¿Tengo vuestra palabra, milord?

El muchacho entornó los ojos.

– Entiendo que la palabra de York no vale nada para vos -dijo con malicia.

Somerset casi sonrió.

– Aceptaría la palabra de Gloucester -respondió sin inmutarse, y le causó gracia ver que Ricardo no podía ocultar su conflicto interior, la lucha entre el afán de ser justo y su rechazo natural, su desconfianza.

– La tenéis -dijo al fin, casi en un rezongo.

– Gracias, mi señor de Gloucester. -Somerset sintió un alivio que lo sorprendió. En verdad no había creído que Eduardo de York se vengara de Margarita. El alarde de Ricardo contenía verdad además de orgullo; no pensaba que York fuera hombre de derramar la sangre de una mujer. Aun así, sabía que York odiaba a Margarita y lo tranquilizaba la renuente promesa hecha por su hermano favorito.

Ricardo pareció entender que la conversación había concluido. Iba a alejarse cuando Somerset expresó su otra aprensión, sabiendo el riesgo que corría pero sin preocuparse por la posible ofensa. Había una grata libertad, pensó con feroz ironía, en no tener nada que perder.

– ¿Qué se hará con mi príncipe?

Vio de inmediato que había causado impacto.

– Su Gracia el rey ha ordenado que se le otorgue cristiana sepultura en la abadía de Santa María Virgen. -Los ojos de Ricardo eran grises, totalmente fríos-. York no deshonra a los muertos -dijo, retando a Somerset con la mirada.

Somerset había pensado que había perdido todo sentimiento, pero descubrió que aún podían contrariarlo.

– Yo no estuve en el castillo de Sandal, milord.

Y se enfadó consigo mismo por haber sentido la necesidad de expresar esa negación. Pero en verdad él no había aprobado lo que se había hecho con los cuerpos de los yorkistas muertos, las burlonas indignidades a que habían sometido los cadáveres, la decapitación de hombres que habían muerto honorablemente en combate. Siempre le había parecido un acto cruel e innecesario por el que Lancaster había pagado un alto precio. Algo de esto debió de vérsele en la cara, pues Ricardo se abstuvo de replicarle, de recordarle que, aunque él no hubiera estado en Sandal, su hermano Enrique sí había estado.

Por un instante se midieron con la mirada, hasta que Somerset reaccionó.

– Os agradezco que me dediquéis estos minutos, Vuestra Gracia -dijo, invocando un resabio de cortesía.

De ríen -murmuró Ricardo, y si había ironía en la voz, también había algo que no estaba en el inicio de la conversación.

Ricardo echó a andar. Fue entonces cuando Somerset se acordó.

– Esperad, milord… Hay algo más. Os quiero pedir un favor.

– No puedo prometeros nada, milord Somerset -dijo Ricardo, con voz súbitamente glacial.

Somerset sacudió la cabeza.

– No lo entendéis, milord -dijo, con voz burlona, orgullosa, transida de fatiga-. No lo pido para mí.

La suspicacia se disipó de los ojos de Ricardo, pero no del todo.

– Aun así, no puedo hacer promesas -dijo. Pero escuchaba.

– Dijisteis que York no maltrata a las mujeres. Bien, hay una joven que merece vuestra bondad, la hija menor de Warwick, que estaba casada con mi príncipe. Ella no tuvo ninguna participación en las intrigas de su padre, y espero que vuestro hermano de York tenga la generosidad de ser piadoso con ella.

Al principio pensó que había cometido un error, que no le había hecho ningún favor a Ana Neville. Ricardo dio un respingo, eso era inequívoco; pero en el fugaz instante en que bajó sus defensas, Somerset vio algo más en su rostro, una emoción indefinible de sorprendente intensidad. Se preguntó si habría hecho mejor en no mencionar a la muchacha, en no interceder por ella, pues se había topado con una reacción que no esperaba. No sabía qué sentía Gloucester por la hija de Warwick, pero sin duda no era indiferencia.

– Sé que ella y vos fuisteis compañeros de infancia. Sin duda no es preciso que defienda su causa ante vos -desafió. Mientras hablaba, recordó la súbita tensión con que Ana Neville había preguntado si Ricardo no había sido malherido en Barnet. Una sospecha le hizo olvidar su defensa de Ana Neville para observar a Ricardo. El muchacho había recobrado la compostura.

– No, milord, no es preciso que defendáis su causa ante mí -dijo.

Eso fue todo, pero era suficiente. Somerset vio que su extraña sospecha se basaba en una verdad.

– Maldición -murmuró, sin saber cómo encarar esta revelación.

Ricardo lo miraba con intensidad.

– El rey Eduardo no tiene intención de deshonrar a hombres valientes -dijo lentamente, midiendo sus palabras con la meticulosidad de alguien que construye un puente verbal tan frágil que la colocación imprudente de una sola palabra daría por tierra con toda la estructura-. Él no busca venganza.

La tensión de Somerset se aflojó en un audible suspiro. Comprendió. Ricardo le decía que él y sus camaradas no afrontarían los horrores de la muerte de un traidor. Supo que el alivio debía notársele en la cara; en ese momento, ya no le importaba.

– Bien, pues -dijo, tratando de hablar con voz firme, y añadió, tratando de parecer irónico y distante-. ¿Continuamos con el juicio? -Estiró la boca en una sonrisa tensa-. Fiat justitia, ruat coelum. Hágase justicia, aunque el cielo se derrumbe.

Vio un destello en los ojos de Ricardo. Era imposible descifrarlo, y desapareció tan pronto que hasta dudó de haberlo visto.

Somerset reparó en el silencio antinatural que reinaba en la sala, notando que todos los miraban, especulando ávidamente sobre lo que decían el lord más poderoso de Lancaster y el joven que debía juzgarlo. Le alegró que Ricardo hablara en voz tan baja, y que él lo hubiera imitado, impidiendo que los demás satisficieran su curiosidad. Miró en derredor con ojos duros y desdeñosos, pensando que eran como cuervos atraídos por el hedor de la carroña. Posó la mirada en el cabello radiante de Jorge y dijo con una voz estentórea que resonó en el recinto:

– Agradezco que sea Gloucester y no Clarence quien debe juzgarme.


Todos ardían de curiosidad, pero sólo Jorge y Will Hastings osaron aproximarse a Ricardo, hacerle preguntas sobre ese diálogo que despertaría conjeturas durante largo tiempo.

– ¿Qué diablos quería? -preguntó Jorge. Su cutis claro aún estaba manchado por la sangre furiosa que el desprecio de Somerset había puesto en movimiento-. ¿Te pidió que le perdonaras la vida?

– ¿Cómo se te ocurre? -repuso Ricardo-. No puedes negar su valentía, Jorge, al margen de lo que pienses de su lealtad. Ahora lo único que desea es morir bien. Y sin duda será así.

– Claro, una muerte honrosa por sobre todo lo demás. Eres un auténtico eco de nuestro primo Johnny, que tan fervientemente buscó ese honor en Barnet. Y hablando de deshonor y afines, ¿qué respondió Somerset cuando le dijiste que se había equivocado con Wenlock?

– ¿A qué te refieres? -preguntó Ricardo, frunciendo el ceño.

– Sabes muy bien a qué me refiero. Toda oportunidad de una victoria para Lancaster murió con Wenlock, cuando sus hombres vieron que sus capitanes peleaban entre sí y no contra York. Sin duda negaste su sospecha de que Wenlock estaba a sueldo de York. No… Te veo en la cara que no lo hiciste. -Jorge meneó la cabeza burlonamente-. Muy magnánimo, hermanito. Espero que también lo hayas felicitado por su comportamiento en el combate.

Ricardo puso cara de disgusto, pues eso era lo que sentía por Jorge. Will se percató e intercedió.

– De veras, Dickon, ¿qué quería?

Ricardo dejó de mirar a Jorge, le sonrió a Will con perplejidad.

– Por extraño que parezca, Will, quería que fuera piadoso con Ana Neville.

El duque de Norfolk entró en la sala; él presidiría, junto con Ricardo, el juicio de los lancasterianos. Ricardo le salió al encuentro. Así pasó por alto, una vez más, el efecto que el nombre de Ana Neville surtía sobre su hermano.

Pero Will no lo pasó por alto. Al principio no había comprendido las tensiones que habían aflorado en Windsor, pero luego su astucia y algunas preguntas discretas a Eduardo habían resuelto el acertijo. Le sonrió a Jorge.

– ¿Os puedo interesar en una apuesta, milord? -preguntó afablemente.

Jorge, conociendo a Hastings, receló al instante.

– ¿Qué clase de apuesta?

– Apuesto a que la hija de Warwick aún está tan prendada de vuestro hermano Gloucester como hace dos años. ¿Qué opináis? ¿Cuánto jugamos?

Jorge se tragó un feroz juramento, fulminó a Will con una mirada que prometía una guerra abierta aunque no declarada.

– Cuidado, milord Hastings. Es peligroso hablar sin pensar, como tanto os place. Es el mejor modo de granjearse enemigos que uno preferiría no tener. Os lo aseguro.

Will no se ofendió. Un fulgor dorado aureolaba sus ojos.

– Ah -murmuró-, ¿pero qué importa un enemigo más, milord, cuando vos ya tenéis tantos?

La provocación exasperó tanto a Jorge que por un momento olvidó que tenían un público atento. Pero los espectadores que esperaban una emocionante confrontación quedaron defraudados, pues en ese momento el rey entró en el recinto, y ni siquiera Jorge de Clarence cometería la imprudencia de armar un escándalo cuando el juicio estaba a punto de empezar.


Los lancasterianos fueron hallados culpables de traición; el veredicto, pronunciado imparcialmente por Ricardo, duque de Gloucester, exigía la muerte. Esa tarde construyeron un patíbulo en la plaza del mercado, donde la calle mayor se unía con Church Street. A las diez de la mañana siguiente, se llamó a un sacerdote para absolver a los condenados, que luego fueron decapitados a la sombra de la alta cruz de piedra. Eduardo renunció al derecho de destripamiento, y concedió a los muertos una sepultura honorable.

Ese mismo martes, el ejército yorkista se marchó de Tewkesbury. Ni siquiera ésta, la «victoria más dulce», sofocó todas las rebeliones del reino. El Bastardo de Fauconberg, pariente de Warwick y por largo tiempo un incordio para Eduardo, había zarpado de Calais y estaba en Kent, donde logró fomentar la oposición a York. En el norte de Inglaterra también se rebelaban lancasterianos recalcitrantes que aún no sabían nada de la muerte del joven que había alentado las esperanzas de Lancaster.

Eduardo juzgó que Londres, que estaba bajo la protección de su cuñado Anthony Woodville, rechazaría a Fauconberg si éste amenazaba la capital. Condujo a su ejército al norte, para sofocar personal-mente el levantamiento de esa inestable región que por tanto tiempo había sido hostil a la Casa de York. Pero en las cercanías de Coventry fue recibido por el conde de Northumberland, que se había dignado abandonar sus fincas norteñas al enterarse del aplastante triunfo de Eduardo en Tewkesbury. Northumberland le traía la buena noticia de que el levantamiento del norte había terminado casi antes de empezar una vez que se difundió el mensaje de que las únicas gotas restantes de la sangre real de Lancaster corrían en las venas de ese hombre frágil y trastornado que estaba en la Torre de Londres.

Eduardo se detuvo en Coventry para aguardar a nuevas tropas antes de regresar a Londres para lidiar con la última amenaza que pendía sobre su soberanía, el Bastardo de Fauconberg. Y en Coventry aguardó también la llegada de Margarita de Anjou, capturada por sir William Stanley dos días después de la batalla de Tewkesbury.

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