Londres
Febrero de 1461
De hinojos ante el altar iluminado de la capilla de la Virgen, en la catedral de San Pablo, Cecilia Neville se persignó, hundió la cara entre las manos y lloró.
Su séquito aguardaba en el coro para escoltarla de vuelta al castillo de Baynard, el palacio yorkista que se hallaba al sudoeste de la catedral, sobre el río Támesis. Había ido a San Pablo desde los muelles, donde había dejado a sus hijos menores a bordo de un barco con destino al reino de Borgoña. Los desconcertados niños recién se habían levantado de la cama en el castillo de Baynard, pero no protestaron; en las siete semanas transcurridas desde la caída del castillo de Sandal, los había rondado el temor de que los lancasterianos fueran a buscarlos. Ahora había sucedido. No hacía falta explicarles que su madre temía por la vida de ambos, y sabían que no los enviaría fuera de Inglaterra por ninguna otra causa.
Cecilia había tomado esta medida desesperada al enterarse de que el concejo de la ciudad, en la votación de esa tarde, había decidido abrir las puertas al ejército de Lancaster. Pero hacía cuatro días que presentía este desenlace, que los niños y un escudero de confianza zarparían con la marea para buscar refugio en Borgoña. No le quedaba otra decisión posible desde que Londres se había enterado de la derrota de Warwick en la batalla de San Albano, veinte millas al norte de la ciudad.
El pánico había cundido en Londres. Todos conocían anécdotas sobre los actos brutales cometidos por el ejército de mercenarios y escoceses de Margarita. Ella había prometido botín en vez de paga, y una vez al sur del río Trent, esos hombres habían tomado su palabra al pie de la letra, con un salvajismo del que ningún inglés tenía memoria. Las tropas dejaban un rastro de devastación en su avance hacia el sur, y el saqueo de Ludlow palidecía ante la caída de Grantham, Stamford, Peterborough, Hunlington, Royston.
La lista de ciudades parecía interminable, y cada vez llegaba más al sur, cada vez más cerca de Londres. Para la gente aterrada que se hallaba en el paso del ejército lancasteriano, parecía que media Inglaterra estaba en llamas y todos contaban atroces historias sobre aldeas incendiadas, iglesias saqueadas, mujeres violadas y hombres asesinados, historias que eran exageradas y adornadas con cada nueva versión, hasta que los londinenses se convencieron de que afrontaban un destino cuyo horror no tenía parangón desde que los hunos habían amenazado Roma.
Londres no había pensado que Warwick perdería. Siempre había tenido muchos simpatizantes en la ciudad y a los treinta y dos años era un soldado de renombre, amigo de reyes extranjeros, un hombre rodeado por un esplendor que hasta un monarca envidiaría. La ciudad había suspirado de alivio cuando marchó al norte con un ejército de nueve mil efectivos y el rey títere, Enrique de Lancaster.
Cuatro días después, fugitivos yorkistas regresaron a la ciudad con una confusa historia sobre la batalla librada en San Albano, esa infortunada aldea que cinco años atrás había presenciado otro encontronazo entre York y Lancaster. Al parecer el ejército de Margarita había cogido a Warwick por sorpresa, atacándolo por el flanco tras una extraordinaria marcha nocturna.
Todas las versiones afirmaban que Warwick había logrado escapar, aunque se desconocía su paradero y era causa de grandes conjeturas. Pero habían capturado a su hermano, Juan Neville. Tras el macabro ejemplo que se había dado en el castillo de Sandal, pocos creían que sobreviviera largo tiempo después de la batalla.
Enrique de Lancaster era una pieza que volvía al tablero. Lo habían encontrado sentado bajo un árbol cerca del campo de batalla. Circulaba una historia escalofriante acerca de los caballeros yorkistas que se habían quedado para custodiar al rey cuando él les prometió un indulto. Los habían llevado ante Margarita y los habían decapitado frente a su hijo de siete años. Nadie sabía con certeza si era verdad, pero la ciudad se hallaba en tal estado de ánimo que muchos lo creían.
Con la derrota de Warwick, sólo Eduardo, conde de March y ahora duque de York, podía presentar un último reto a Lancaster. Se pensaba que Eduardo estaba en Gales; a mediados de febrero, habían llegado informes a Londres sobre una batalla que se había librado en el oeste, entre el lancasteriano Jasper Tudor, hermanastro del rey Enrique, y el joven duque de York. Las narraciones eran escuetas, pero parecía que Eduardo había triunfado. Sin embargo, no se sabía nada más, y todo lo demás quedó eclipsado por la devastadora noticia de la batalla de San Albano el martes de carnaval.
La atemorizada ciudad aguardaba la llegada de Margarita de Anjou y Cecilia no se animaba a demorarse más. Había despertado a Ricardo y Jorge para llevarlos a los muelles, y ahora lloraba con un desconsuelo que no había conocido desde aquel día de enero en que su sobrino, el conde de Warwick, le había llevado la noticia de la batalla de Sandal, que le había arrebatado a su marido, un hijo, un hermano y un sobrino.
En aquellos primeros días de aturdimiento había buscado el respaldo de Warwick, como único pariente varón y adulto, tratando de olvidar la opinión que tenía de su célebre sobrino, que le recordaba ciertas cajas de ébano que había visto a la venta en las ferias, lustrosas y atractivas, pintadas con deslumbrantes guardas de oro y bermellón, y que al inspeccionarlas de cerca revelaban que estaban cerradas herméticamente, y que no se podían abrir.
A pesar de su inmensa necesidad, ya no podía engañarse. Su sobrino irradiaba el resplandor de un cielo constelado de estrellas, y la misma calidez. No se sorprendió pues, un día en que estaba en el salón de Herber, su mansión londinense, y le oyó dictar una carta para el Vaticano. Alababa los servicios de un legado pontificio que se había convertido a la causa yorkista, y se refería a «la destrucción de unos parientes míos» en el castillo de Sandal, diez días atrás. Cecilia se quedó boquiabierta. ¡«La destrucción de unos parientes míos»! ¡Su padre, su hermano, su tío y su primo! Pidió su capa, olvidó sus guantes y regresó por la nieve al castillo de Baynard.
Irónicamente, ése fue el día en que recibió noticias de Eduardo. La carta llegó esa tarde, en un ocaso que anunciaba aún más nieve. Enviada por correo especial desde la ciudad de Gloucester, de puño y letra de Eduardo. Hasta entonces Cecilia sólo se había permitido el bálsamo de las lágrimas en la intimidad de su cámara, a solas de noche. Pero al leer la carta de su hijo mayor, se quebró y lloró sin contenerse, mientras la arrebolada esposa de Warwick revoloteaba alrededor como una polilla mutilada que no atinaba a posarse.
La carta de Eduardo era el primer rayo de luz en la oscuridad que había descendido sobre Cecilia tras las muertes de Sandal. Era una hermosa carta, algo que no había esperado en un muchacho tan joven, y Cecilia, que no era sentimental, se encontró realizando un acto inesperado: plegó la carta y se la guardó en el corpiño del vestido; la mantuvo allí durante días, en un envoltorio de seda fina contra la piel, contrarrestando el frío habitual de su crucifijo.
Le conmovía (aunque no le sorprendía) que Eduardo también les hubiera escrito a los niños. Edmundo había sido el más responsable de ellos dos, pero era Eduardo quien siempre encontraba tiempo para sus pequeños hermanos. En eso nunca había dudado de él: sabía que era profundamente leal a su familia.
Ahora, en las angustiosas postrimerías de Sandal, sólo tenía a Eduardo. Un joven que aún no había cumplido los diecinueve, afrontando cargas que pocos hombres adultos habrían podido sobrellevar.
Pero no sólo temía por Eduardo. Estaba frenética de miedo por sus hijos menores, cuando otrora tenía la serena seguridad de que nadie dañaría a un niño. Se había disipado la reconfortante certidumbre de una mesura impuesta por la decencia, de los límites impuestos por el honor. Ya no creía en algo que, hasta Sandal, había sido un artículo de fe, que había actos que ningún hombre cometería. El asesinato de un aturdido e indefenso joven de diecisiete años. La mutilación del cuerpo de hombres que habían perecido honorablemente en batalla. Ahora conocía la naturaleza del enemigo, sabía que no podía confiar en que el rango y la inocencia salvaguardaran a sus hijos, y nunca había temido tanto por ellos.
No sólo le preocupaba la seguridad física de ambos sino su bienestar emocional. De noche Cecilia era acechada por la imagen de los ojos atemorizados de sus hijos. El dicharachero Jorge parecía haber enmudecido. En cuanto al menor, Ricardo, estaba fuera de su alcance, pues se había recluido en un silencio que no tenía nada que ver con la infancia. En su desesperación, Cecilia llegó a desear que Ricardo pudiera sufrir las mismas pesadillas que desgarraban el sueño de Jorge.
Varias veces a la semana, se sentaba en el borde de la cama de Jorge, enjugándole la frente transpirada con un paño húmedo y escuchando esa voz trémula que hablaba de nieve ensangrentada, cuerpos decapitados y horrores inimaginables. Quizá, si Ricardo hubiera sufrido esas pesadillas, ella podría haberle dado el consuelo que podía brindar a Jorge. Pero Ricardo era parco hasta en sueños, no hacía comentarios sobre las pesadillas de su hermano, no se quejaba de que lo despertaran bruscamente noche tras noche, y la miraba en silencio mientras ella se sentaba en la cama y acariciaba el pelo rubio de Jorge, la miraba con esos opacos ojos grises y azulados que le desgarraban el corazón, los ojos de Edmundo.
Día tras día, veía que su hijo se retraía, y no sabía cómo ayudarlo. Conocía muy bien los morbosos horrores que pueden habitar la mente de un niño, sabía que Ricardo siempre había sido un niño de imaginación desbordante. Lamentaba no haber pasado más tiempo con su hijo menor para haber conquistado su confianza, lamentaba que él no pudiera compartir con ella su pesadumbre.
¡Ojalá fuera tan accesible como Jorge! Jorge siempre había acudido a ella, siempre dispuesto a confiarse, a contarle historias y, con menos frecuencia, a confesarse. Era extraño que sus hijos varones fueran tan diferentes en ese aspecto. Ricardo sufría en silencio, Eduardo no parecía sufrir en absoluto, Jorge le contaba más de lo que deseaba saber, y Edmundo…
Al pensar en ello, se levantó penosamente, huyó al reclinatorio de su alcoba para hincarse de rodillas y combatir el dolor con la plegaria. Pasó horas rezando por su esposo y sus hijos en esos helados días de junio. Era todo lo que sabía hacer. Pero, por primera vez en su vida, los rezos le servían de poco.
Estaba familiarizada con la muerte. Había dado a luz doce hijos, y cinco habían muerto arropados en sus prendas de bebé. Había penado con los ojos secos mientras bajaban los pequeños féretros al suelo junto a lápidas estremecedoramente pequeñas que sólo daban las fechas de sus breves vidas y sus nombres, nombres que ella repetía cada día tal como repetía el rosario: Henry, William, John, Thomas, Úrsula.
Pero ninguna pesadumbre del pasado la había preparado para la pérdida que había sufrido en el castillo de Sandal. Nada volvería a ser igual desde el momento en que miró a su sobrino desde la escalera del castillo de Baynard, sabiendo, antes de que hablara, que llevaba la muerte a su casa. Buscó refugio en el odio y luego en la oración, y al fin reconoció que su pena no sanaría, que sería una herida abierta que se llevaría a la tumba. Una vez que se reconcilió con eso, descubrió que podía sobrellevar de nuevo los pesos de la vida cotidiana, los sofocantes deberes de la maternidad. Pero había perdido para siempre la capacidad de tolerar la debilidad ajena, nunca más tendría paciencia para quienes se quebraban bajo presión.
Aunque de noche se concedía unas amargas horas para llorar a su esposo y su hijo asesinados, consagraba sus días a los vivientes, a los niños cuyas necesidades eran prioritarias. Con la llegada de la carta de su hijo mayor, sintió el primer destello de esperanza. Por el momento, Eduardo estaba fuera del alcance de Lancaster. Era joven, muy joven. Pero, a diferencia de su esposo, Cecilia nunca se había dejado engañar por el carácter montaraz de Eduardo y no subestimaba su capacidad; sabía que tenía una mente astuta y lúcida, una voluntad de granito y una despreocupada confianza en su propio destino que ella nunca había valorado del todo pero reconocía como una virtud. Y su conducta desde Sandal le había infundido un orgullo feroz, intenso y maternal.
Él había seguido reclutando tropas con una frialdad que el comandante más experimentado habría envidiado, y corría el rumor de que ya había obtenido su primera victoria. Lo más alentador era que había recaudado el dinero para el rescate de Rob Apsall, el joven caballero que había estado con Edmundo en el puente de Wakefield. Le causaba consternación no haber pensado en hacerlo ella misma; era una negligencia inexcusable, una falta que a su entender no quedaba mitigada por la magnitud de su pérdida. Pero Eduardo no había sido tan remiso como ella; había reconocido su obligación hacia un leal servidor de Edmundo y la Casa de York. Cecilia veía más que generosidad en los actos de su hijo. Los valoraba como gestos responsables y honorables de un hombre adulto. Necesitaba desesperadamente que lo demostrara. Y el acto más significativo que había realizado desde la matanza de Sandal era escribirles a sus hermanitos y su hermana menor. Para Cecilia esas cartas eran providenciales, un cabo de salvación para sus perturbados hijos en un momento en que los esfuerzos de ella eran insuficientes. Comprendía que sólo un hombre podía interponerse entre ellos y los indecibles horrores que ahora asociaban con el nombre de Lancaster, y Eduardo parecía saber instintivamente lo que ellos necesitaban oír.
Cada uno de sus hijos había reaccionado en forma característica a estas cartas dirigidas a su dolor personal, a sus temores íntimos. Jorge leía la carta en voz alta a todos los que quisieran oírla, y también a los que no querían, explicando orgullosamente que esta carta, la primera que había recibido, era de puño y letra de su hermano, el conde de March, ahora duque de York. Margarita había ido a la alcoba de Cecilia esa noche para leer algunos pasajes selectos con su madre, llorando mientras leía con voz clara y firme. Pero Cecilia nunca sabría qué le había escrito Eduardo a Ricardo.
El niño se había recluido con la carta en el piso alto del establo, y horas después había salido con los ojos hinchados y la cara fruncida y pálida. No mencionó la carta, y por intuición Cecilia optó por no preguntarle sobre ella. Pero el día siguiente, mientras asistía a una misa de réquiem por los muertos del castillo de Sandal en la catedral de San Pablo, Ricardo había enfermado. Cecilia no se enteró del malestar del hijo hasta que concluyó la misa, cuando notó que los dos niños habían desaparecido y la esposa de Warwick se inclinó con sus hijas para murmurarle que Ricardo y Jorge se habían escabullido en medio de la misa. Era una ofensa tan flagrante que Cecilia sintió un espasmo de alarma, segura de que sólo una necesidad perentoria podría haber ocasionado semejante infracción. Atravesó la nave deprisa e impulsivamente cruzó la pequeña puerta del pasillo sur que conducía hacia los claustros.
Los encontró en la vereda más baja de los claustros, frente a la imponente y octogonal casa capitular. Ricardo estaba blanco como la nieve que se extendía más allá del jardín interior de los claustros, tumbado contra una columna arqueada mientras Jorge buscaba en vano un pañuelo dentro de su jubón. Ricardo estaba demasiado enfermo y Jorge demasiado concentrado para reparar en ella; al aproximarse, oyó que Jorge soltaba un grito exasperado.
– ¡Por Dios, Dickon, si vas a vomitar, no lo hagas aquí! Inclínate sobre el jardín.
Y con asombrosa habilidad, Jorge, que podía ser un calvario en la vida de Ricardo, pero también el más firme de los aliados, respaldó al hermano menor hasta que pasó el espasmo. Cecilia acababa de llegar.
Ricardo notó que el blando cojín donde apoyaba la cabeza era el regazo de su madre y trató de incorporarse, sin creer que su elegante e inmaculada madre estuviera sentada en el suelo de la vereda, sin cuidar las faldas de terciopelo forradas de marta.
– Quédate quieto -ordenó ella, y él se acostó con gratitud, demasiado débil para resistirse.
– Lamento haberme enfermado, ma mère.
– Yo también me enfermo, Ricardo, cuando pienso en lo que les sucedió a tu padre y a tu hermano. -Vio que él hacía una mueca, y murmuró-: Era eso, ¿verdad? Durante la misa… recordabas.
– Sí -susurró él-. No puedo dejar de pensar en… en lo que sucedió en el castillo de Sandal. Pienso en ello continuamente, ma mère. No quiero, pero no puedo evitarlo.
– ¿Tienes miedo, Ricardo? -preguntó ella cautamente, sin atreverse a creer que hubiera franqueado la barrera que los separaba.
– Sí…
– ¿Temías que también os ocurriera a Jorge y a ti?
Él asintió.
– Sí. Y a Ned… A Ned, ante todo.
Al tocarle la cara caliente, ella vio las lágrimas que escapaban entre las pestañas húmedas y le surcaban la mejilla.
– Pero no pasará -añadió Ricardo, y abrió esos conmovedores ojos oscuros para mirarla con confianza-. Ned me lo prometió.
Ahora los hijos menores de Cecilia se habían ido a Borgoña. Era muy tarde cuando Cecilia salió de la capilla de la Virgen de la catedral de San Pablo, fue trasladada en litera hasta el castillo de Baynard por calles desoladas. Londres ya parecía una ciudad sitiada.
En su camino a la alcoba notó que se tambaleaba, se quedó un rato en la escalera angosta y oscura que conducía a las cámaras de arriba. Y luego se volvió a la derecha, no a la izquierda, traspuso la entrada del pequeño dormitorio que compartían sus hijos.
La puerta estaba entornada, una vela tenue chisporroteaba sobre el cofre que había junto a la cama. Las cortinas de la cama estaban abiertas, las sábanas arrugadas, y al inclinarse creyó sentir el calor corporal de los niños en los huecos donde habían dormido pocas horas antes. Casi sin voluntad, se desplomó en el borde de la cama, escrutando la oscuridad.
Un sonido salió del excusado del extremo de la habitación. Irguió la cabeza, súbitamente alerta. El sonido se repitió. No se detuvo a reflexionar. Cogió la vela y apartó la pesada cortina que cerraba el excusado.
Encima del asiento del excusado relucía una ventana angosta, una ranura para arqueros ampliada durante el último siglo, que ahora actuaba como filtro del tenue destello del claro de luna. Las paredes estaban cubiertas con tapices bermejos y ambarinos para combatir el frío invasor de la piedra y la argamasa; en ese rincón más oscuro la tela se combaba alejándose de la pared, y se hinchaba extrañamente cerca del suelo. Ondeó de nuevo, y no podía ser efecto de la corriente. Se acercó al tapiz, lo apartó.
– ¡Ana!
No sabía qué esperaba encontrar, pero no esa carita vuelta hacia ella, un corazón pequeño y delicado, pálido y exquisitamente trazado como blanco encaje español, el marco más frágil para los oscuros borrones que parecían demasiado graves y temerosos por ser los ojos de una niña a la que aún le faltaban tres meses para cumplir cinco años.
– Ana -repitió, con mayor suavidad, y tendió los brazos para sacar a la niña de su escondrijo. Parecía más liviana que el aire, tan insustancial como las telarañas que recibían la luz de las velas por encima de sus cabezas.
– No me regañes -susurró la niña, y sepultó la cara en el cuello de Cecilia-. Por favor, tía… por favor.
Los frágiles bracitos se aferraban con asombrosa tenacidad, y al cabo Cecilia desistió de desprenderlos, y en cambio se sentó en la cama con Ana en el regazo.
Cecilia sentía mucho afecto por Ana, la menor de las dos hijas de Warwick, una niña tan dulce que en la Casa de York no había un corazón adulto que hubiera resistido largo tiempo el inocente asedio de Ana. Incluso Edmundo, que no se sentía muy cómodo con los niños, había encontrado tiempo para mostrarle a Ana cómo proyectar sombras en la pared, para ayudarle a buscar sus mascotas perdidas. Este recuerdo le arrancó lágrimas que le hicieron arder los ojos. Resueltamente, las reprimió y balanceó la cabeza sedosa contra su pecho, preguntándose por qué Ana habría escapado de su cama para internarse en las cámaras silenciosas y oscuras del castillo a semejantes horas, pues era una niña tímida, la candidata menos probable para esa aventura temeraria.
– ¿Qué hacías aquí a estas horas?
– Estaba asustada…
Cecilia, que no tenía paciencia con los adultos, podía tener toda la paciencia imaginable con los chiquillos, si era necesario, y esperó que Ana hablara sin apremiarla.
– Bella, mi hermana -añadió Ana meticulosamente, como si su tía abuela pudiera confundir a Isabel Neville, de nueve años, con otras niñas de igual nombre que residieran en el castillo de Baynard, y Cecilia ocultó una sonrisa.
– ¿Qué pasa con Bella, Ana? -preguntó para alentarla.
– Me dijo… me dijo que papá había muerto. La reina lo había capturado… lo había capturado y le había cortado la cabeza como hizo con nuestro abuelo, el primo Edmundo y el tío Tomás. Me dijo…
– Tu padre no está muerto, Ana -interrumpió Cecilia, con tanta convicción que Ana tragó saliva, reprimió un sollozo y la miró boquiabierta, con las largas pestañas humedecidas por las lágrimas.
– ¿De veras?
– De veras. No sabemos dónde está tu padre, pero no tenemos motivos para creer que ha muerto. Tu padre, niña, es un hombre que sabe cuidarse. Si hubiera sufrido algún daño, ya nos habríamos enterado. Ten, coge mi pañuelo y cuéntame cómo llegaste aquí, al dormitorio de mis hijos.
– Quería ver a mamá, preguntarle si Bella decía la verdad. Pero sus damas dijeron que estaba acostada, que le dolía la cabeza, y les dijo de mal humor que yo debía volver a la cama. Pero yo sé por qué le duele la cabeza, tía. Estaba llorando. ¡Estuvo llorando todo el día! Y estaba llorando porque mi papá había muerto, como decía Bella… -La voz de Ana, sofocada contra el pecho de Cecilia, adquirió más firmeza-. Así que vine a despertar a Ricardo. Pero él se había ido, tía, él y Jorge se habían ido. Esperé a que regresara, y entonces te oí y me asusté y me escondí en el excusado. Por favor, tía, no me regañes. ¿Por qué Ricardo no está aquí y por qué Bella dijo que mi papá había muerto?
– Bella tiene miedo, Ana, y cuando la gente tiene miedo suele confundir sus temores con la verdad. En cuanto a tus primos, Ricardo y Jorge, tuvieron que irse de aquí por un tiempo. No sabían que se marchaban, y no pudieron despedirse de Bella y de ti. Fue algo repentino…
– ¿Irse? ¿Adónde?
– Lejos, Ana. Muy lejos… -Cecilia suspiró, urdiendo una explicación sencilla para que Ana pudiera entender dónde estaba Borgoña, pero la chiquilla soltó un ruido ahogado y gimió.
– ¡Muerto! Está muerto, ¿verdad? ¡Muerto como el abuelo!
Cecilia la miró pasmada.
– No, Ana, querida niña, no. No, Ana, no. -Ana había empezado a sofocarse. Sin darse cuenta, Cecilia la había estrujado demasiado. Rozó la frente de la niña con los labios y dijo con perentoria serenidad-: Ana, escúchame. La gente se puede ir sin morirse. Debes creerme, querida. Tu primo Ricardo no está muerto. Él regresará… y también tu padre. Te lo juro. -Alzó las mantas-. ¿Esta noche quieres dormir aquí, en la habitación de Ricardo?
Ana respondió con una sonrisa que la emocionó y le hizo gracia.
Ese otoño la chiquilla había sido causa de gran bochorno para el hijo menor de Cecilia; Ricardo, el más sensible de sus niños, era reacio a causar daño a esa prima que lo adoraba y que era, desde la perspectiva superior de sus ocho años, un mero bebé. Cecilia sospechaba, además, que Ricardo se sentía halagado por la exuberante admiración de Ana y notó que estaba dispuesto a jugar con ella si no había varones disponibles o si Jorge estaba en otra parte. Pero no le agradaban las miradas picaras de los adultos cuando Ana lo seguía en amante persecución y menos le agradaban las despiadadas bromas de Jorge, que había enfurecido e incomodado a Ricardo esa semana al anunciar en alta voz que se proponía llamar Ricardo y Ana a sus tórtolas.
Aunque los recuerdos eran reconfortantes, también eran desgarradores. Esta noche no era adecuada para demorarse en remembranzas; Cecilia sabía que estaba demasiado vulnerable. Tapó a Ana y se detuvo al ver una manta de lana raída que parecía fuera de lugar en medio de la ropa apilada sobre la cama.
La manta, que había sido amarilla como el sol y ahora era de un borroso color mostaza, pertenecía a Ricardo. En una de sus pocas concesiones a las fragilidades de la infancia, Ricardo insistía en tener esa manta en la cama, y no se dormía sin ella. Cecilia no sabía cómo ni por qué significaba tanto para él, pues nunca había encontrado tiempo para preguntarle, sólo para cerciorarse de que la lavaran en ocasiones. Hasta Jorge, que era demasiado rápido, a gusto de Cecilia, para burlarse de las debilidades ajenas, había dejado de mofarse de su hermano por esa manta, pues una vez había provocado una rabieta desbocada e inusitada cuando amenazó con cortarla en pedazos para hacer estandartes para sus incesantes juegos de guerra. Cecilia tironeó de la desleída lana dorada con dedos entumecidos, pensando en su hijo menor a solas en la oscuridad en el traicionero Canal de la Mancha, sin el talismán que tanto necesitaba.
Se quedó tan inmóvil que Ana se inquietó y deslizó una manita en la manga del vestido de Cecilia en un gesto de incierto consuelo. Cecilia le sonrió a su sobrina nieta y la envolvió con la manta.
– Mira -dijo con voz firme-, es la manta de Ricardo. La dejó para ti. Duérmete, Ana.
Con esa lana raída estirada hasta la barbilla, Ana quedó conforme y de pronto tuvo mucho sueño.
– ¿Puedo quedármela hasta que Ricardo vuelva a casa?
– Sí, tesoro… hasta que vuelva a casa -respondió Cecilia, como si estuviera segura de que un día sus hijos, en efecto, podrían regresar.
Cecilia cerró suavemente la puerta del dormitorio de Ana, se demoró un instante. En el interior dormía Isabel, la hermana mayor de Ana, arropada en una maraña de ropa al pie de la cama. A la luz de la vela, Cecilia había visto el rastro de las lágrimas en la cara de la niña, los párpados hinchados; el pulgar, tiempo atrás liberado de su sometimiento nocturno a la boca de Isabel, había vuelto a su cautiverio. Cecilia había retrocedido sigilosamente, y ahora procuraba dominar su furia contra Nan Neville, su sobrina.
La esposa de Warwick nunca había sido una favorita. Cuando llegó a Londres la noticia de la derrota de Warwick en San Albano, ella había hecho lo posible para consolar a la afligida esposa, había insistido en que Nan y sus hijas se trasladaran del Herber al castillo de Baynard, pero un velado desprecio mitigaba su compasión. Nan no tenía motivos para creer que su esposo había muerto. No obstante, hacía tres días que apenas se levantaba. Cuando Cecilia llevó a sus asustadas hijas a la cámara, la irritante Nan las abrazó sollozando desconsoladamente, hasta que Ana e Isabel se pusieron histéricas.
Cecilia pensó en la condesa recluida en su alcoba mientras Isabel se dormía llorando y la pequeña Ana buscaba consuelo en su primo de ocho años, y sintió una furia tremenda. La condesa estaba muy enamorada de Warwick, lo sabía. Pero ella también había estado enamorada de Ricardo Plantagenet, el hombre que había sido su compañero de juegos en la infancia, luego amigo, amante, compañero y esposo durante un matrimonio prolongado y lleno de ajetreo, y no había permitido que sus hijos la vieran llorando por él.
Ansiaba encarar a su lacrimosa sobrina, acusarla de imperdonable indiferencia hacia las hijas que la necesitaban más que el conde de Warwick, desquitar en ella la angustia, la rabia y la frustración de las últimas semanas, pero no era una mujer impulsiva. Le hablaría, pero mañana… mañana, cuando la furia se hubiera enfriado.
Encontró a su hija Margarita en el gabinete, envuelta en una manta de piel ante el fuego, la cabeza rubia inclinada sobre un libro. Cecilia se quedó en la puerta, mirando a la niña. Margarita tenía casi quince años. Demasiado bonita. Era un pensamiento ajeno al mundo que Cecilia había conocido antes de Sandal, un temor que nunca creyó que sentiría por una hija suya.
– Ma mère. -Margarita alzó la vista-. ¿Dejaste a Jorge y Ricardo a bordo del barco?
Cecilia asintió. Su hija tenía sospechosas ojeras, y los párpados inflamados; Margarita había actuado como madre sustituía de sus hermanos menores durante las frecuentes ausencias de Cecilia.
– ¿Estuviste llorando, Meg? -preguntó, y Margarita se asombró, pues su madre siempre interpelaba a sus hijos por el nombre de pila. Dejó el libro junto al hogar, se acercó a Cecilia. Eran, por temperamento y formación, una familia parca y circunspecta; sólo Margarita y Eduardo eran proclives a las expresiones físicas de afecto. Vaciló antes de abrazar a su madre.
– Ma mère, ¿qué será de nosotros?
Cecilia estaba demasiado exhausta para mentir, demasiado afligida para decir lo que temía fuera la verdad.
– No lo sé -dijo, y se sentó fatigadamente en el asiento más cercano, un incómodo baúl-. Creo que poner a esos niños a bordo de ese buque fue lo más difícil que hice en mi vida. Se veían tan pequeños, tan temerosos, y tan empeñados en ocultarlo…
Se había sorprendido a sí misma tanto como a Margarita. No le gustaba confesar sus aflicciones, y mucho menos confiarlas a una hija, una temerosa niña de catorce años que ansiaba desesperadamente consolarla y no sabía cómo. Se dirigió a sí misma una parte del desprecio que había sentido por la condesa de Warwick.
– Estoy cansada, hija. Muerta de cansancio. No prestes atención a lo que diga esta noche. Es muy tarde; será mejor que nos acostemos.
Margarita estaba de rodillas junto al cofre; aún era propensa a tumbarse con el abandono de un potrillo, adoptando posturas que Cecilia consideraba impropias para su edad.
– Ma mère, ¿está mal rogarle a Dios que castigue a la francesa?
Margarita lo preguntaba con toda seriedad y Cecilia estaba más cansada de lo que creía, pues casi se echó a reír, pero se contuvo a tiempo.
– No está mal, pero quizá sea presuntuoso.
– Ma mère, hablo en serio. -Margarita endureció el rostro y tensó la boca, y en los ojos grises y entornados Cecilia entrevió a la mujer que sería un día; y de pronto los ojos se llenaron de lágrimas y esa imagen se borroneó. Margarita susurró-: Ma mère, la odio tanto. Cuando pienso en padre y Edmundo…
– ¡Basta! -barbotó Cecilia. Libró una breve batalla para dominarse, venció, repitió-: Basta, hija.
En el silencio que siguió, oyeron un sonido familiar y tranquilizador. La campana Gabriel de San Pablo repicaba con su potente saludo a la bendita madre de Dios. El viento aún no había disipado los ecos cuando les anunciaron que un bote acababa de atracar en el muelle que permitía ingresar en el castillo desde el río. Un hombre con un mensaje urgente para la duquesa de York. Un mensaje de su hijo.
Cecilia clavó los ojos en el hombre que estaba arrodillado frente a ella. Se enorgullecía de su memoria, y no le falló. William Hastings de Leicestershire. Hijo mayor de sir Leonard Hastings, amigo de confianza de su esposo. Había estado en Ludlow con ellos el año pasado. Fue indultado por Lancaster poco después, pero en Gloucester ofreció sus servicios a Eduardo. Después de la batalla de Sandal, cuando la causa yorkista resultaba poco atractiva para los ambiciosos. Cecilia no era fácil de impresionar, pero sentía afecto por este hombre que había permanecido junto a su hijo cuando Eduardo más lo necesitaba. También le sorprendía su presencia. Era casi inaudito que un hombre de su rango oficiara de correo; el mensaje de Eduardo debía de ser urgente.
– Oímos que se libró una batalla al sur de Ludlow, y que mi hijo prevaleció. Pero no hemos recibido más noticias. ¿Los informes eran veraces?
– Más que veraces, madame. Vuestro hijo no sólo prevaleció, sino que obtuvo una victoria contundente. -Sonrió-. Aún no logro creer que todavía le falten dos meses para cumplir diecinueve años, pues no he visto mejor comandante, madame. Quizá no tenga parangón como guerrero en toda Inglaterra.
Cecilia oyó que Margarita lanzaba un grito, a medio camino entre una risa y un sollozo.
– Contadnos -dijo, y escucharon en embelesado silencio mientras el les narraba la batalla librada el día de Candelaria en Mortimer's Cross, cuatro millas al sur de Wigmore, donde Eduardo una vez había querido hallar refugio para su madre y sus hermanos.
– Se proponía marchar hacia el este, para reunirse con mi señor de Warwick. Pero nos llegó la noticia de que Jasper Tudor, el medio hermano gales del rey, y el conde de Wiltshire reunían una numerosa fuerza en Gales. Vuestro hijo decidió regresar a Gales para frenar su avance. Los cogimos por sorpresa, madame. No esperaban que Su Gracia de York tomara la ofensiva o se desplazara con tal celeridad. Extendimos nuestras líneas cerca de Ludlow y aguardamos su llegada y al concluir la batalla éramos dueños del campo. -Hizo una pausa y añadió con una sonrisa enigmática-: Fue la victoria que mi señor de Warwick no pudo obtener en San Albano.
– ¡Entonces sabéis de San Albano! ¿Eduardo ha recibido noticias de Warwick?
– Sí, madame. Envió un mensaje a vuestro hijo, describiendo su deslucido desempeño en San Albano. -Ahora la malicia era inequívoca. Añadió con indolencia-: Esperamos reunimos con el conde en Colswolds dentro de un día.
– ¿No deberíamos avisar a la prima Nan, ma mère? -intervino Marimanta sin aliento, y Cecilia meneó la cabeza.
– Más tarde -dijo fríamente, sin apartar los ojos de Hastings.
Él volvió a sonreír.
– Vuestro hijo me encomendó que os dijera que no os descorazonéis, que tiene diez mil hombres a su mando y está a menos de una semana de marcha de Londres. Me encomendó que os dijera, madame, que el próximo jueves estará a las puertas de la ciudad.
– Deo gratias -murmuró Cecilia. Cerró los ojos, movió los labios. Margarita rió, y parecía a punto de arrojarse a los brazos de Hastings, pero lo pensó mejor y abrazó a su madre.
– ¡Ned siempre ha tenido suerte, ma mère! ¡Tendríamos que haberlo recordado!
Hastings también rió, y negó con la cabeza.
– Los hombres crean su propia suerte, lady Margarita, y nunca lo he visto mejor demostrado que en Mortimer's Cross. Pues antes de la batalla presenciamos una visión apabullante. -Hizo una pausa-. Vimos tres soles1 en el cielo, brillando con toda claridad.
Margarita jadeó y se persignó. Cecilia ensanchó visiblemente los ojos y también se persignó.
– Oí mencionar una cosa semejante en mi infancia en Raby Castle. Se decía que los hombres lloraban en las calles, seguros de que anunciaba el fin del mundo. ¿Los hombres de Eduardo no sintieron miedo?
Hastings asintió.
– Claro que sí, y muchos estaban dispuestos a huir del campo. No sé lo que habría pasado si vuestro hijo no hubiera tenido el tino de proclamar que era una señal de la Divina Providencia, que los tres soles simbolizaban la Santísima Trinidad y presagiaban la victoria de York.
Cecilia contuvo el aliento y rió por primera vez en muchas semanas. Había pensado que nunca volvería a reír de nuevo.
– ¡Es tan típico de Eduardo! -Sonrió a Hastings, y él quedó sorprendido por la súbita belleza que iluminó el rostro de Cecilia-. ¡Piensa más rápido cuanto más tiene que perder!
– No creeríais las historias que inventaba para justificar ciertos pecadillos que había descubierto nuestro padre -confío Margarita, presa del vértigo de una esperanza que llegaba sobre los talones de una desesperación extrema, y Cecilia pasó por alto una indiscreción que normalmente le habría valido a su hija un severo reproche.
– Mi hija exagera. Pero Eduardo siempre ha sido elocuente. Su hermano Edmundo juraba que debía pensar con la lengua, tan persuasivo era…
Se interrumpió al oír sus propias palabras. Era la primera vez en siete semanas que mencionaba con tanta naturalidad el nombre de1 Un fenómeno conocido como parhelio, generalmente causado por la formación de cristales de hielo en la atmósfera.
Edmundo; el primer paso en el proceso de curación, pero ahora le quemaba el corazón con un dolor insoportable. Apartó la vista abruptamente, se acercó al hogar a ciegas.
– ¿Qué hay de Jasper Tudor? -preguntó Margarita, buscando palabras que quebraran el silencio sofocante que llenaba la habitación-. ¿Fue capturado?
– Lamentablemente no. Tanto él como Wiltshire pudieron escapar. Aun así, aprehendimos una buena cantidad de prisioneros, entre ellos Owen Tudor, padre de Jasper, el gales que se casó en secreto con la madre del rey Enrique cuando enviudó. Aunque no lo retuvimos mucho tiempo. -Sonrió cínicamente y dijo con satisfacción-: Lo llevamos a Hereford, y allí Su Gracia ordenó que lo decapitaran en la plaza del mercado junto con otros nueve que juzgó merecedores de la muerte…
De pronto bajó la voz, y la última palabra se despeñó en un abismo incierto; era un hombre perceptivo y había captado el súbito cambio de atmósfera, notó que ambas le clavaban los ojos.
– ¿Eduardo hizo eso? -preguntó Cecilia.
Hastings asintió.
– Sí, madame, en efecto -dijo con voz inexpresiva, cautelosamente neutra.
– Me alegra -dijo Margarita. Brillaban lágrimas en sus ojos grises y desafiantes, tan semejantes a los de Cecilia-. No se lo reprocho a Ned, en absoluto. ¡Él tenía ese derecho, ma mère!¡Tenía ese derecho!
– No es preciso que defiendas a tu hermano ante mí, hija -dijo Cecilia con esfuerzo-. Confieso que me sorprendió. Pero debí haber esperado que fuera así. -Miraba más allá de ellos, hacia el fuego. Añadió con voz baja y trémula, pero muy clara-: Él adoraba a su hermano.
Cuando se propagó la noticia de que Eduardo de York estaba a menos de cincuenta millas y acudía en auxilio de la ciudad asediada, los londinenses se rebelaron contra el timorato concejo, provocaron disturbios en las calles e incendiaron los carros de comida que iban a enviar al campamento de la reina en Barnet, al norte de Londres. Ya se conocían las tropelías que las tropas de Margarita habían cometido en la aldea de San Albano después de la derrota de Warwick, y el alcalde de Londres acató la violenta exhortación de las turbas y envió un mensaje a Margarita, anunciándole que le cerraría las puertas de la ciudad.
A estas alturas, hasta Margarita estaba alarmada por los excesos de sus tropas, pues esa soldadesca parecía más interesada en el pillaje que en combatir contra York. Tras consultar a sus comandantes, decidió replegar sus fuerzas hacia el norte. No sabía cuánta resistencia presentaría Londres ante un asedio, y de pronto Eduardo de York era una fuerza militar contundente; se decía que sus efectivos crecían día a día y la noticia de su victoria en Mortimer's Cross estaba en boca de todos. Margarita optó por emprender una retirada estratégica hacia Yorkshire, para celebrar dos meses de triunfo, y para reagrupar y reafirmar la disciplina en un ejército que tenía más del doble de efectivos que el de Eduardo.
Mientras las huestes de Margarita retrocedían, saqueando una vez más los poblados indefensos que jalonaban la carretera del norte, la recobrada ciudad de Londres enloqueció de alegría y alivio. La gente volvió a congregarse en las calles, esta vez para dar fervientes gracias a Dios y a York, para abrazar a los forasteros como súbitos amigos, para derramar ríos de vino en los desagües, y para abarrotar tabernas e iglesias.
El jueves 26 de febrero las puertas de la ciudad se abrieron de par en par para acoger al ejército encabezado por Ricardo Neville, conde de Warwick, y Eduardo Plantagenet, duque de York y conde de March, y los hombres gozaron de una bienvenida tal como ningún londinense viviente recordaba haber visto.
Cecilia Neville estaba con su hija Margarita y la familia del conde de Warwick junto a la puerta norte de la catedral de San Pablo, rodeada por un séquito ataviado con el azul y morado de York. El patio de la iglesia estaba tan abarrotado que tenía la sensación de mirar un inmenso mar de rostros. Ese espectáculo le causó mareo; nunca había visto tantas personas reunidas en un lugar y le maravillaba que, entre tantos codazos y empujones, nadie hubiera sido pisoteado. La Rosa Blanca de York estaba por doquier, adornando sombreros y el cabello ondeante de las niñas, clavada en capas y jubones, como si todas las manos de Londres se hubieran dedicado a confeccionar flores de papel para desafiar a la nieve que aún espolvoreaba el suelo. También vio que muchos agitaban emblemas solares que evocaban el triunfo de su hijo bajo el sol triple de Mortimer's Cross.
Su sobrino, Jorge Neville, obispo de Exeter, se volvió hacia ella, sonrió; ella vio que movía los labios, no pudo oír las palabras. Parecía que todas las campanas de las iglesias de Londres estaban repicando. Viendo las columnas de humo que se elevaban al cielo, y sabiendo que eso significaba que los exultantes londinenses encendían fogatas en las calles como si fuera la fiesta de San Juan Bautista en junio, Cecilia rogó a Dios que tuviera la merced de evitar un incendio en la ciudad ese mediodía, pues sería imposible oír las campanadas de alarma.
El bullicio se intensificaba, aunque ella no lo habría creído posible. Ahora se oían gritos de «York» y «Warwick». Pero un nombre se repetía una y otra vez, imponiéndose sobre los demás, un cántico ronco que hizo temblar de emoción a Cecilia: «¡Eduardo, Eduardo!». En toda la ciudad reverberaba el eco del nombre de su hijo.
Cecilia tragó saliva, y su hija le acarició la mejilla con el dorso de la mano. Impulsivamente, cogió la mano de la niña y Margarita volvió hacia ella un rostro radiante, se irguió para gritarle al oído:
– ¡Ya han atravesado Newgate! ¡Pronto, ma mère, pronto!
El ruido de la multitud se intensificó aún más. Una ola de ovaciones estalló sobre la iglesia, rodando desde la calle en un rugido tan ensordecedor que Cecilia supo que sólo podía significar una cosa: Eduardo y Warwick habían llegado a la catedral. Un remolino de movimiento agitó el patio; la gente cedía el paso a regañadientes, retirándose hacia Paul's Cross. Lentamente se despejaba un camino en Little Cate, la entrada de Cheapside; los jinetes se abrían paso. Soldados risueños bromeaban con la muchedumbre que les cedía el paso de mala gana, halagados por esta extraordinaria aclamación, montando briosos caballos en cuya crin brillaban las cintas que muchachas alegres les habían regalado como tributo. La gente compartía botellas de cerveza, ofrecía generosamente comida y alojamiento, como si recibiera a parientes que regresaban de la guerra. Para gran deleite de la multitud, un soldado joven se inclinó en la silla y arrebató un beso a una muchacha que lucía rosas de papel yorkistas en su melena brillante y rubia.
Cecilia no podía creerlo, nunca había visto nada semejante. Entonces Margarita gritó y señaló, y vio al conde de Warwick.
De inmediato lo rodearon sus admiradores. Trató de abrirse camino en medio de la multitud, apartando las manos que se alzaban hacia él, tirando de las riendas bajo la súbita tormenta de bufandas que agitaban el rojo de Neville. Cecilia alzó a Ana para que la niña pudiera ver. Otro estallido de vítores sacudió la iglesia, eclipsando todo lo que había sucedido antes, y Cecilia supo que su hijo había atravesado las puertas.
Montaba un magnífico corcel blanco cuya cola plateada llegaba casi hasta el suelo y parecía aureolado de luz, con el sol sobre la cabeza, resplandeciendo en la armadura y el cabello castaño.
– ¡Oh, ma mère! -jadeó Margarita con voz incierta, inesperadamente reverente-. ¡Parece un rey!
– Sí, así es -murmuró Cecilia, olvidando que tenía que gritar para hacerse oír-. Ya lo creo que sí.
Él metió la mano en el yelmo que sostenía en la curva del brazo y arrojó un puñado de monedas a la multitud. En medio de la conmoción, una joven se adelantó y le alcanzó un objeto. Eduardo la vio por el rabillo del ojo y se agachó. Por un instante sus dedos se tocaron y luego él enarboló el obsequio, una bufanda de colores brillantes en la que habían bordado, con increíble perseverancia, un sol radiante sobre un campo de rosas blancas. Eduardo exhibió la bufanda y luego, al son de los desenfrenados vítores de la multitud, se la anudó en la garganta y la dejó ondear en la brisa.
– Vaya donaire -murmuró una voz al oído de Cecilia, y ella dio un respingo. Estaba tan concentrada en la llegada de Eduardo que no había notado que Warwick estaba a su lado. Se saludaron, y él volvió a señalar a su hijo, que apenas podía abrirse paso-. Un gesto bonito, ideal para conquistar la simpatía de la gente. -Hablaba con la satisfacción del maestro ante el buen alumno y Cecilia lo miró cavilosamente, sin decir nada.
Sin poder arrancar su montura de la presión de los cuerpos que lo rodeaban, Eduardo se irguió en la silla, elevó la voz y logró la hazaña de imponer silencio.
– ¡Buenas gentes, ansío saludar a mi madre y mi hermana! ¿Podéis despejarme el paso? -preguntó con una sonrisa, y mágicamente un camino se abrió ante él.
Cecilia se adelantó mientras él desmontaba. Extendió la mano y él se la llevó a la boca.
– Madame -dijo, con impecable formalidad. Y luego se rió, y la estrujó en un abrazo aniñado y exuberante del cual Cecilia salió magullada y sin aliento. Luego estrechó a Margarita, que le echó los brazos al cuello, y la alzó del suelo en un remolino de seda. Como modo de complacer a la multitud, era magistral; el bullicio alcanzó una dolorosa intensidad.
Cecilia recobró la compostura, le sonrió a su hijo.
– Nunca he visto semejante bienvenida, Eduardo… nunca en mi vida.
– ¿Bienvenida, ma mère? -repitió él, y le besó ambas mejillas para que sólo ella pudiera oírle-. ¡Más bien parece una coronación!
Se miraron a los ojos. El gris humoso se encontró con el azul vivido. Cecilia asintió lentamente y Eduardo se volvió hacia la muchedumbre que colmaba la iglesia, alzando la mano en indolente respuesta a las continuas ovaciones. Ella observaba, arqueando la boca en una levísima sonrisa.