Capítulo 26

Londres

Abril de 1471


El aturdido Ricardo se levantó en las primeras horas del alba. Le palpitaba la cabeza por falta de sueño y exceso de vino. El día se extendía ante él como una carretera interminable, caliente y seca. Debía deliberar con sus capitanes, acopiar provisiones, inspeccionar piezas de artillería, requisar caballos. Le dijo al soñoliento Thomas Parr que no se molestara con el desayuno, pues no tenía tiempo que perder. Pero poco después reorganizó drásticamente sus planes para esa mañana, en cuanto abrió la carta sellada que había llegado por la noche. Desplegó el papel, leyó deprisa, y su expresión cambió.

– Ensilla unos caballos -ordenó, mientras Thomas lo miraba sorprendido-. Si mi hermano el rey me requiere, dile que hay algo urgente… No, no digas eso. Dile que tuve asuntos que atender, que regresaré en cuanto pueda.

Era media mañana cuando regresó al castillo de Baynard. A esas horas los curiosos y los fieles se habían congregado en el exterior y, cuando se difundió la noticia de que ese joven menudo y moreno con el caballo gris plata era el hermano del rey, lanzaron una halagüeña ovación por Ricardo. Un joven más atrevido que los demás se adelantó, lo siguió unos pasos junto al caballo.

– ¡Estamos contentos de que hayáis regresado!

– También yo -dijo Ricardo, sonriendo.

Poco después, al entrar en el salón, Ricardo notó que era el centro de atención, y se encontró asediado por hombres que esperaban ver a su hermano. Se detuvo para saludar a los que conocía, pasó por alto al resto, vio a Thomas Parr en la escalera del gabinete, se dirigió hacia su escudero.

Thomas sonreía.

– Hay alguien que esperaba vuestro retorno, milord…

Ricardo lo miró inquisitivamente.

– Parece que media Londres esperaba mi retorno. ¿Es alguien que yo deseo ver?

Thomas no tuvo oportunidad de responder. Tan abarrotado estaba el salón que mucha gente había tenido que subir la escalera que conducía al gabinete. Ahora los hombres se movían a cada lado de la escalera dejando un espacio en que se erguía una silueta enorme y oscura. Ante la mirada incrédula de Ricardo, se lanzó escalera abajo. Ricardo se tambaleó al ser embestido por la enorme mole de un lobero irlandés, y necesitó mucha destreza y aún más suerte para conservar el equilibrio.

– Thomas, ¿cómo diablos…? -farfulló. Siguió la mirada de su escudero, y vio a Francis Lovell en el tope de la escalera. Lidiando como podía con la frenética bienvenida del perro, aguardó a que Francis bajara y preguntó con genuino asombro-: ¿Cómo lo encontraste, Francis?

Francis sonreía muy orondo.

– No fue difícil -dijo airosamente-. Sabía que aún estabas en York cuando recibiste la noticia de que Warwick había desembarcado en Devon. Y sabía que no llevarías a Gareth a la guerra. Así que sólo tuve que pensar con quién lo dejarías, y recordar que siempre te alojas con los frailes agustinos cuando estás en York. Añadiré que estaban encantados de entregármelo. El prior Bewyck comentó que les resultaba más económico dar asilo a una docena de ladrones hambrientos que al lobero irlandés de Su Gracia de Gloucester.

– De Minster Lovell a York son seis días de viaje. Es una larga cabalgada para hacerla a partir de una mera corazonada.

Francis se encogió de hombros.

– En el momento no tenía otra cosa que hacer.

– Pero si yo no hubiera regresado, habrías tenido que quedarte con él.

Francis fingió horror.

– ¡Santo Dios, nunca se me ocurrió!

Ricardo se echó a reír.

– Creo que estoy casi tan contento de verte a ti, Francis Lovell, como de ver a Gareth.


Estaban sentados a la mesa de la alcoba de Ricardo, y al fin se habían quedado sin palabras. Entró Thomas, seguido por un paje, y mientras el niño llenaba las copas con el vino blanco del Rin que le gustaba a Ricardo, Thomas se disculpó.

– Lamento esta intrusión, milord, pero el rey…

– ¿Se ha reanudado el consejo, Thomas?

– No, milord, todavía no. Pero el rey os aguarda en la cámara de audiencias. Ya os ha llamado dos veces mientras no estabais en el castillo.

Ricardo asintió, miró a Francis con resignación y se levantó de mala gana. Francis también se levantó.

– Me sorprendió que no estuvieras. Pensé que pasarías el día reunido con el rey.

– Y así será durante el resto de la jornada, me temo. Mañana nos ponemos en marcha, ¿lo sabías? -Ricardo no aguardó la respuesta de Francis-. En cuanto a mi paradero, estuve en Westminster… para ver a mi hijo.

Francis lo miró sorprendido y él sonrió.

– Sólo me enteré esta mañana. El otoño pasado Nan me escribió a York para anunciarme que estaba encinta. Pero sabes lo que sucedió después… -Se encogió de hombros-. Pensaba a menudo en ella y el niño. No tenía modo de saber cómo estaba y confieso que eso me molestaba, Francis… haberla preñado y no poder hacer nada por ella. Sabía que mi hija Kathryn no sufriría necesidades, me había encargado de ello. Pero la carta de Nan me llegó sólo dos días después de que nos enteramos de que Warwick había desembarcado en el sur. Y hace menos de una quincena me encontraba en Doncaster. -Frunció el ceño al pensar en Doncaster, volvió a sonreír-. Pero Nan se encontraba mejor de lo que yo esperaba, y dio a luz a un varón saludable, que nació hace dos semanas, el 29. Es la fecha en que Ned triunfó en Towton. Un buen augurio, ¿no crees?

– Sin duda -convino Francis, tratando de recordar cuándo había visto a Ricardo tan abiertamente feliz, tan eufórico. Nunca, pensó. Se preguntó quién sería Nan, no creyó que Ricardo se lo dijera.

– Pensé en llamarlo Juan. ¿Te gusta?

– Era el nombre de mi padre -dijo Francis.

– Yo tuve un hermano con ese nombre, ¿sabías? Murió mucho antes de que yo naciera. Pero es un nombre que siempre me agradó.

Francis pensó que Ricardo también tenía un primo llamado Juan. Se llevó la copa de vino a la cara, pero demasiado tarde. La sonrisa de Ricardo se disipó.

– No has cambiado, Francis. Tus gestos son tan fáciles de leer como el libro de un escolar.

Ya que ambos pensaban en Juan Neville, Francis no veía motivos para no preguntar.

– No has tenido noticias de Johnny, ¿verdad, Dickon?

Ricardo meneó la cabeza.

– Ninguna… a menos que cuentes su acción de hace veintitrés días, cuando mantuvo su ejército en Pontefract y nos dejó pasar. -Miró sombríamente a Francis-. Mi hermano le ofreció un indulto, cuando le envió un ofrecimiento a Warwick en Coventry. Warwick, como sabrás, lo rechazó. Johnny no dio ninguna respuesta. Jorge Neville se apresuró a disociarse de Warwick para salvar el pellejo. Pero Johnny no. No traicionará a su hermano, Francis.

A diferencia de Clarence, pensó Francis, y sonrió.

– ¡Bienvenido a casa, Dickon!


Para su sorpresa, Francis sentía cierta compasión por Jorge. No lo había esperado; desde que tenía memoria, había considerado que Jorge era un incordio para York. Pero ahora que lo veía trabando una parca y envarada conversación con sus parientes yorkistas, se apiadaba un poco del hermano de Ricardo.

Eduardo fue bastante cordial y en dos ocasiones, cuando las alusiones a la precaria lealtad de Jorge amenazaban con transformarse en acusaciones, intervino diestramente para rescatarlo del bochorno. Pero Francis veía heridas profundas e infectadas, y pensaba con pesimismo que eran incurables.

Había mucho odio por Jorge en esa estancia, y no era menos intenso por el hecho de ser tácito. Al margen de lo que Eduardo sintiera por su desleal hermano (y nunca había demostrado gran afecto por Jorge), la reina no había perdonado sus traiciones, la complicidad en la muerte de su padre. Francis pensaba que ni ella ni su familia lo perdonarían nunca. Y aunque discreparan en todo lo demás, en esto los Woodville coincidían plenamente con Will Hastings, que tiempo atrás había aprendido a manifestar su desprecio con una sonrisa y una contracción de las cejas. Mientras Howard daba respuestas parcas y cortantes a las rebuscadas preguntas de Jorge, Francis se preguntó si Jorge podría afrontar la situación, sabiendo que lo consideraban un judas. Lo ponía en duda.

Estalló una riña entre los tres niños a los que se consideraba, por su edad, dignos de reunirse con los mayores. Bess y Mary estaban encantadas con la aparición del lobero de Ricardo y, con Jack de la Pole, hijo de la duquesa de Suffolk, sometían al gran perro a una entusiasta paliza. El animal, con meritoria paciencia, se había resignado a estas afectuosas atenciones, y hasta había permitido que Mary se le montara en el lomo. Pero esta vez Jack tironeó demasiado de la cola y Gareth se giró mostrando los colmillos. Jack retrocedió y las niñas chillaron.

Ricardo, enfrascado en una discusión sobre táctica con su hermano y Will Hastings, alzó la vista, chasqueó los dedos. Al instante el perro cruzó la sala a brincos y se refugió en el recoveco de la ventana.

Eduardo frunció el ceño y se echó hacia atrás cuando la cola le rozó la cara.

– Por Dios, esperaba que hubieras perdido a esa bestia monstruosa, Dickon -se quejó, y Ricardo sonrió, mirando a Francis.

– Eso temía. Pero un amigo le dio asilo.

– Yo diría que el regreso de un hijo pródigo a York es más que suficiente.

Ricardo no festejó el sarcasmo. Buscó instintivamente a Jorge, para cerciorarse de que no lo hubiera oído.

– Lo prometiste, Ned -murmuró, y Eduardo suspiró y lanzó una maldición cuando el perro volcó su copa de vino.

Will rió.

– Quizá debamos tomar el regreso de las ovejas perdidas al redil como otra señal favorable de Santa Ana -sugirió.

Francis quedó intrigado; no sabía que Ricardo o Eduardo estuvieran bajo la protección de Santa Ana. Debía de ser una de esas bromas que sólo ellos entendían, alusiones a riesgos que habían corrido, penurias que habían sufrido, recuerdos de Doncaster, el exilio en el extranjero y esos primeros acuciantes días en Yorkshire.

Pero mientras explicaba así esa enigmática referencia a la santa, otra persona también manifestó curiosidad.

– ¿Por qué Santa Ana, lord Hastings?

– ¿No habéis oído hablar, madame, del milagro de Daventry? Pensé que Su Gracia os lo habría contado.

Isabel no parecía complacida de que hubiera algo que ella no sabía.

– Quizá querráis contármelo -dijo fríamente.

– La reina lo ordena -dijo Will, sonriendo. La conversación se redujo a murmullos y cesó por completo cuando él se puso a contar lo que había sucedido el domingo anterior en la iglesia parroquial de Daventry. Frente al rey había un altar de alabastro de Santa Ana, oculto detrás de cuatro puertas de madera, pues era Cuaresma. Durante la misa, las puertas del altar se abrieron de par en par, aunque no las había tocado nadie-. La grey quedó muy sorprendida, madame, como imaginaréis… y Su Gracia el rey recordó cuánto le había rezado a Santa Ana durante la tormenta del 14 de marzo, pidiéndole que lo trajera sano y salvo a Inglaterra. Al oír esto, todos los presentes coincidieron en que era un buen augurio, una señal de que el Cielo sonreía a la casa de York. Y Su Gracia juró que llamaría Ana a su próxima hija, para honrar a la madre de la Virgen -concluyó Will con donaire-, y fue ovacionado por la gente, que elevó fervientes plegarias por York.

Eduardo asintió con complacencia, sonrió.

– Sin embargo, la bendita Santa Ana tendrá que esperar. Le dije a Meg que le pondría su nombre a mi próxima hija, y se lo prometí a ella primero.

Francis observó a la duquesa de York y vio que una arruga de reprobación le surcaba la frente. Recordó la historia que ella le había contado en esa misma habitación seis meses atrás, sobre Santa Ceci-lia y la peregrinación de su hermano. Trató en vano de imaginarse a Eduardo en una peregrinación, se volvió hacia Ricardo, le preguntó si aún usaba la cruz de peregrino que tenía en Middleham.

Ricardo lo miró intrigado.

– ¡Por los dioses, Lovell, qué cosas raras se te ocurren! -exclamó. Tirando del cuello del jubón, extrajo una cadenilla de plata para que Francis la inspeccionara-. La he llevado desde que tengo memoria. Me sentiría desnudo sin ella -le explicó a su curioso sobrino Jack, mientras Francis alzaba la vista y recibía la cálida sonrisa de Cecilia Neville.


Jack de la Pole, conde de Lincoln, se estaba poniendo inquieto. Tenía ocho años y estaba aburrido. Siguió a su abuela hasta la puerta, regresó a la ventana y se sentó en los cojines desperdigados en el suelo. Instantes después recobró el ánimo, pues parecía que su tío Clarence iba a reñir con el hermano de la reina.

– Por una vez en la vida tenéis razón, milord Rivers -dijo Jorge con voz incisiva-. En efecto, hice todo lo posible para lograr una reconciliación entre mi hermano y el conde de Warwick, y lo seguiré intentando. No es ningún secreto, y por cierto no busco vuestra aprobación.

– No me sorprende que la traición os parezca un pecado tan nimio, mi señor de Clarence, pero hay algunos que la encontramos menos fácil de perdonar. Quizá debáis tenerlo en cuenta por vuestro propio…

Eduardo se volvió al oír que alzaban la voz. Intervino, sin prisa aparente, pero interrumpiendo a Anthony.

– No puedes culpar a mi hermano de Clarence por exhortar a Warwick a reconciliarse conmigo, Anthony. Es una pena que él no escuche a Jorge. Ten en cuenta la sangre que se derramará…

– ¿Habláis en serio? -preguntó Anthony con incredulidad.

Eduardo no estaba acostumbrado a que lo interrumpieran, pero respondió con serenidad.

– Muy en serio. Si hubiera podido lograr su rendición sin necesidad de combatir, habría sido una necedad no hacerlo. Lamentablemente, Warwick aún no estaba tan desesperado… o quizá no estaba demasiado desesperado. Lo cierto es que no se conformó con lo que yo podía ofrecerle, su vida. ¿Por qué te sorprendes tanto? Sabes que le ofrecí un indulto en Coventry.

– ¡Sí, pero no creí que lo dijerais de veras!

Se hizo silencio en el recinto. Eduardo miró reflexivamente a su cuñado.

– No sólo lo decía de veras, sino que me propongo perdonarle la vida, si es posible, cuando nos enfrentemos en el campo de batalla.

– ¡Ned! -Isabel se puso de pie, un remolino de seda y azafrán.-. ¡No puedes decirlo en serio!

La impaciencia ensombreció el rostro de Eduardo.

– ¿Cuántas veces debo repetirlo? No busco la muerte de mis primos Neville. Nunca lo hice. Me propongo arrebatarle a Warwick todo lo demás, sin embargo, y un hombre como mi primo, que ama el poder más que la vida, quizá prefiera el martirio bajo el hacha del verdugo. Pero prefiero no concederle ese martirio.

Isabel se le acercó, le aferró el brazo.

– Ned, él ordenó la muerte de mi padre y mi hermano. ¡No lo habrás olvidado!

Se miraron de hito en hito, y por el momento los demás quedaron olvidados.

– Lo lamento -dijo Eduardo-. Lo entiendo, Lisbet. Pero no puedo ser el instrumento de tu venganza.

– ¿No puedes?

– No quiero, si prefieres.

Ella se giró, señaló a su madre.

– Ella viste de luto a causa de Warwick. ¿Crees que puedo olvidar eso? ¿Olvidar lo que ha dicho de mí, de mi familia? Me hizo pasar seis meses en el infierno, ¿y tú hablas de perdonarlo? ¡Te digo que no, que no lo aceptaré!

Eduardo miró ese rostro tenso y arrebolado.

– Aceptarás lo que yo te dé, amor mío -dijo con calma-. Ni más ni menos.

Isabel aspiró profundamente. Los pómulos, que ya ardían febrilmente, se le oscurecieron aún más. Arqueó la boca, se apartó, se sentó en la silla más próxima.

Ahora reinaba un silencio absoluto. Ni siquiera las pequeñas hijas de Eduardo osaban moverse. Los Woodville estaban conmocionados, pues nunca habían visto a Eduardo e Isabel reñir en público.

Anthony se acercó a la hermana. Ella inclinaba la cabeza hacia delante, el rostro velado por la seda brumosa y brillante que caía de su toca con forma de mariposa. Pero él veía el temblor de los dedos enjoyados que ella entrelazaba sobre el regazo, las uñas laqueadas que se hundían en la palma, y arqueó la boca como si el dolor fuera suyo.

– ¿Y qué hay de Lancaster? -preguntó amargamente-. ¿Piensas mostrar a Margarita de Anjou y su hijo bastardo la misma misericordia? Cielos, Ned, ¿por esto hemos luchado y sangrado… para que perdones a los Neville su traición, como hiciste con Clarence?

Vio que Jorge se ponía tieso y Ricardo se levantaba, vio que Eduardo entornaba los ojos, que se oscurecieron como nunca. Pero le llamó la atención que su hermana Isabel lo mirase con tanta exasperación.

– So tonto -masculló ella-. ¡Grandísimo tonto!

Eduardo se había movido, y ahora estaba detrás de ella.

– ¿Conque has luchado y sangrado? -repitió con voz incrédula en que asomaban las primeras llamas de la furia.

– Ned, no quise… -Pero Anthony no pudo continuar, enmudecido por la expresión que veía en el semblante de Eduardo.

– ¿Quién eres tú para decirme lo que has sacrificado por York? -Ya no había burla ni sarcasmo. Eduardo hablaba con gravedad, sucumbiendo a una furia que pocos le habían visto demostrar.

Se giró y Anthony se amilanó, retrocedió.

– Majestad…

– ¿Qué sabes de sacrificio? ¿Es preciso que te hable de los muertos de York… del castillo de Sandal? Mi hermano sobrevivió a lo que había sido su primera batalla. Tenía diecisiete años y pidió que le perdonaran la vida. Lo degollaron. Luego empalaron sus cabezas en Micklegate Bar, a las puertas de York, para complacer a la casa de Lancaster, para complacer a una ramera y a un chiflado. Ella hizo coronar la cabeza de mi padre con paja, y dejó una estaca entre ambas… destinada al otro hijo de York. -Recobró el aliento antes de continuar con voz sorda-: Tres meses después, sus cabezas aún se pudrían en Micklegate Bar cuando entré en York el día después de Towton. Fui yo quien ordenó que las bajaran y las llevaran a Pontefract para darles sepultura.

Nadie se movía; nadie hablaba. Francis empezó a rogar que sucediera algo, cualquier cosa, para disipar la tensión que ahora impregnaba la sala como humo.

La puerta se abrió, atrayendo todas las miradas. La duquesa de York volvió a entrar en la sala y se detuvo al reparar en las caras crispadas y el silencio. Como de costumbre, su reacción fue atinada.

– ¿Algún problema, Eduardo? -preguntó.

– Ninguno, ma mère… -respondió Eduardo-. Una pequeña desavenencia en cuanto a los méritos de la misericordia, nada más.

Ella lo evaluó con una mirada grave.

– La misericordia divina es una bendición -dijo con una voz muy suave y precisa-. Pero la misericordia de los hombres se debe refrenar en ciertas ocasiones. Confío en que sepas distinguir cuándo se requiere misericordia, y cuándo no.

– No te preocupes, ma mère. Lo sé.


El día se había agriado. Se había estropeado ese breve interludio vespertino, destinado a brindarles una valiosa hora de paz en medio de los preparativos para la guerra. De pronto se notaba la tensión, la sombría consciencia de que al día siguiente los hombres de esa habitación debían irse de Londres, coger la carretera del norte, donde los aguardaba el ejército de Lancaster y Neville.

Horas después, tras una cena taciturna, Francis se encontró en la capilla privada de la duquesa de York. Le había resultado menos incómodo de lo que temía, encontrarse a solas con las mujeres de York. La duquesa de York parecía genuinamente complacida de permitirle compartir la espera con ellas, esas incesantes horas en que Eduardo volvió a enclaustrarse con los hombres que serían sus capitanes. Pero el consejo ya había concluido y todos habían vuelto con semblante grave para reunirse con las mujeres y participar en la solemne misa de tinieblas.

Era una de las ceremonias más cautivadoras de su iglesia, pero a Francis nunca lo había impresionado tanto. Mientras apagaban simbólicamente cada una de las velas, hasta que la capilla quedó iluminada por una sola llama solitaria, tuvo un presagio que se debía más a la superstición que al sentido común. Tonto, se regañó, pero al mirar a Ricardo vio que su amigo, que también lucía abatido, estaba absorto en pensamientos tan turbadores como los suyos. Todos pensaban en la batalla y esa coincidencia era reconfortante, pues la angustia compartida era más fácil de sobrellevar.

Una vez de vuelta en la cámara de audiencias, se quedó solo contra la pared, cerca del asiento de la ventana, escuchando mientras Eduardo conversaba en voz baja con Ricardo y Will. Aún hablaban de estrategia y artillería, con rostro ceñudo y concentrado. Tras un coloquio de susurros, los dos hijastros de Eduardo se acercaron; los había conmovido la riña con su madre, y aún se notaba. No ocultaron su alivio cuando Eduardo les sonrió.

Ricardo y Will se alejaron, pero Francis se quedó a poca distancia mientras Eduardo describía sus planes de batalla a sus hijastros, respondiendo a las preguntas como si fueran de sus capitanes.

– Mañana por la mañana nos congregaremos en Saint John's Field -les dijo a los niños-. Ahora Warwick está en San Albano con Exeter, Oxford y su hermano Montagu. Mañana marcharemos para salirles al encuentro, pues no pienso dejarle escoger el momento y el lugar, ni permitirle que espere a Margarita.

– ¿Quién estará al mando? -preguntó Dick Grey.

– Dadme pluma y papel y os mostraré -ofreció Eduardo, y bosquejó a la luz de las velas una tosca formación de batalla-. Ahí tienes, ¿ves? -Señaló con la pluma-. Hay tres alas, o batallas, como las llamamos. La vanguardia, el centro y la retaguardia, con hombres adicionales en reserva, pues de lo contrario no podríamos reorganizarnos si se debilita la línea. -Eduardo volvió a señalar con la pluma-. Will Hastings comandará la retaguardia… allí. Y yo comandaré ese ala.

Dick se inclinó, asintió.

– Pero si tomas el centro…

– No es el centro, idiota -interrumpió Thomas Grey con desdén-. Él tomará la vanguardia.

– Pues no creas que las confundo -dijo Dick, ofendido-. Él señaló el centro, Tom.

– Tiene razón, Tom, señalé el centro -confirmó Eduardo, y Thomas lo miró con incertidumbre. Temía atraer los sarcasmos de su padrastro si se equivocaba, pero estaba orgulloso de sus conocimientos militares y aventuró una cauta objeción.

– Pero la vanguardia conduce el ataque, puede determinar el resultado de la batalla. Si no la comandáis lord Hastings ni tú, ¿quién, entonces? ¿Lord Howard?

– No. -Goteaba tinta de la pluma de Eduardo, borroneando las líneas de batalla. Siguiendo su mirada, Francis y los chicos Grey vieron que él observaba a su hermano-. Me propongo confiarle la vanguardia a Dickon.

Ricardo se volvió al oír su nombre. Sonrió, pero sólo él parecía no estar afectado por la asombrosa declaración de Eduardo. No era una sorpresa para los hombres, pero Francis notó que tampoco los tranquilizaba. John Howard lucía aún más taciturno que de costumbre. Will Hastings también revelaba ciertas reservas y Jorge, en un momento de descuido, miró a Ricardo con innegable envidia.

Si Ricardo se oponía a que le confiaran el mando de la vanguardia en la que sería su primera batalla, no lo demostró. Él y Eduardo intercambiaban sonrisas, con una satisfacción que sólo ellos parecían compartir.

– Y York obtendrá la victoria -predijo Ricardo, con tanta convicción y certeza que Francis habría sentido una pizca de envidia si no recordara el semblante de Ricardo durante la misa de tinieblas.

– Dios mediante, Ricardo -le recordó la duquesa de York.

Aceptando la reprimenda, Ricardo se persignó y volvió a guardar el medallón de plata en su jubón.

– Creo que el Señor velará por York -le aseguró a su madre, y miró a Eduardo con una sonrisa-. Y yo cuidaré esa vanguardia, Ned.

Eduardo asintió lentamente.

– Sé que lo harás, Dickon -dijo, y lanzó una carcajada-. ¡Más te vale, hermanito, por el bien de todos!

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