Capítulo 10

Olney

Agosto de 1469


Ese verano había veces en que Ricardo creía que el mundo había enloquecido. ¿De qué otro modo explicar el trance en que se encontraban Ned y él, atrapados por el ejército enemigo en una soñolienta aldea de Buckinghamshire? Un ejército que no era conducido por los lancasterianos, sino por su primo Warwick y su hermano Jorge.

La calle estaba en silencio, el calor de agosto impregnaba el aire, el sol le ardía en la cara. Estaba profundamente bronceado al cabo de dos meses de cabalgada. Ser moreno en una familia rubia tenía sus ventajas. Eduardo había sufrido mucho más el mismo sol, había pasado varios días incómodos, con la nariz despellejada y el cutis demasiado sensible para rasurarse.

Era extraño que todo pareciera tan normal. Como si nada hubiera cambiado. Como si no hubiera ocurrido lo inconcebible. ¿Pero era realmente inconcebible? ¿O era que él se había negado a afrontarlo?

Irónicamente, para él la campaña había comenzado en un torbellino de entusiasmo. Esa primavera habían estallado dos revueltas en el norte. Juan Neville se había encargado de aplastar la que era conducida por el rebelde que se hacía llamar Robín de Holderness. Había despachado a los insurgentes con su eficiencia habitual; en opinión de Ricardo, Johnny era el mejor soldado de la familia Neville.

Sospechaban que Margarita de Anjou había instigado el levantamiento, pero pronto supieron que la rebelión había sido fomentada por el lancasteriano Henry Percy, todavía encerrado en la Torre, el hombre cuyo título ahora poseía Juan. En Yorkshire había muchos que ansiaban devolver el condado de Northumberland a la familia Percy. No era sorprendente, pensó Ricardo, que Johnny no coincidiera con ese punto de vista. Había derrotado a los rebeldes a las puertas de York y había decapitado a Robin de Holderness en el mercado de la ciudad.

La segunda insurgencia fue encabezada por otro Robin, que se hacía llamar Robin de Redesdale. A Ricardo le había llamado la atención, hasta que Eduardo le explicó que los descontentos ambiciosos procuraban evocar el recuerdo del rebelde político más renombrado, Robin Hood del bosque de Sherwood.

Eduardo desdeñaba esa propaganda política, pero decidió lidiar personalmente con Robin de Redesdale. Ricardo, con gran deleite, logró convencer a Eduardo de que a los dieciséis años tenía edad suficiente para su primera campaña militar. Con el padre de Isabel Woodville, el conde Rivers, y sus hermanos, Anthony y John Woodville, partieron de Londres a principios de junio, cabalgando hacia el altar de Nuestra Señora de Walsingham, reclutando hombres para el estandarte yorkista a lo largo del camino.

Había sido un viaje grato para Ricardo, aunque estuviera rodeado por los Woodville. Era su primer paladeo de las responsabilidades adultas que ansiaba asumir, y le enorgullecía y complacía llamar hombres a las armas bajo su estandarte del Jabalí Blanco. Eduardo no tenía prisa; se desplazaron de Walshingham a Lincolnshire, deteniéndose unos días en el lugar donde había nacido Ricardo, el castillo de Fotheringhay, y luego siguieron hacia Newark.

En Newark se enteraron de la verdad, una verdad que estalló como pólvora en el guarecido centro del mundo de Ricardo. Se supo que Robin de Redesdale era un tal sir John Conyers, primo por matrimonio del conde de Warwick, y lo que parecía ser una rebelión fronteriza menor era una importante amenaza militar; Conyers había reunido un ejército tres veces más numeroso que el de Eduardo.

Eduardo buscó refugio en las murallas del castillo de Nottingham, solicitando ayuda a los lores Herbert y Stafford. Al mismo tiempo, envió una carta personal a su primo y otra a su hermano, pidiendo que se reunieran con él para deliberar sobre sus desavenencias. Pronto obtuvo una respuesta, aunque no la que esperaba. Llegó a Nottingham la noticia de que Warwick y Jorge habían cruzado el Canal con rumbo a Calais. Allí, el 11 de julio, Jorge Neville, arzobispo de York, había casado a Jorge con Isabel Neville, en abierta oposición a los deseos de Eduardo.

Esa boda había enfurecido a Eduardo, desconcertado a Ricardo. ¿Qué pensaría su prima Ana Neville? Jorge desafiaba la ira de Eduardo por Isabel, pero Ricardo no estaba dispuesto a hacer lo mismo por Ana. La idea de lastimar a Ana resultaba intolerable para Ricardo. Casi tan intolerable como la idea de traicionar a su hermano. Pues no se hacía ilusiones: sería una traición. Tenía que aceptar aquello que había tratado de negar durante cinco años: lidiaba con lealtades inconciliables. Estaba con Eduardo o estaba con Warwick. El uno o el otro.

Ricardo ansiaba la oportunidad de explicárselo a Ana, de asegurarle que su lealtad a Eduardo no disminuía su afecto por ella. Ana era parte de su vida; nada podía cambiar eso. Si Eduardo no lo hubiera prohibido, él habría estado dispuesto a comprometerse con Ana, tal como deseaba Warwick. Pero no podía pagar el precio de Warwick.

Procuraba consolarse con la idea de que Ana aún era muy joven; cuando ella estuviera en edad de casarse, quizá las circunstancias fueran diferentes. Había hecho un vacilante intento de hablar con Eduardo sobre ello, procurando que su hermano le dijera que tal vez cambiara de opinión más adelante. Eduardo se había irritado, pero Ricardo había perseverado y al final obtuvo una renuente concesión, y la terminante negativa se ablandó en un «quizá». Ricardo se había conformado con eso, hasta que se enteró de la boda de Jorge y reconoció el efecto que surtiría sobre Ana.

Por lo demás, no tenía mucho tiempo para cavilar sobre las cuitas de su joven prima. Las cosas habían ido de mal en peor para ellos ese julio. Warwick y Jorge no se habían quedado en Calais. De vuelta en Inglaterra, se apresuraron a reunir una numerosa fuerza, presuntamente en nombre del rey. Pero también habían emitido una proclama que Ricardo consideraba equivalente a una declaración de guerra.

Los Woodville eran atacados sin miramientos por su influencia maligna sobre el rey. Warwick también denostaba a varios enemigos personales, entre ellos los lores Herbert y Stafford. Pero lo más ominoso era que la proclama comparaba a Eduardo con tres monarcas tristemente célebres por su pésimo gobierno, los tres reyes ingleses que habían sido depuestos y destronados: Eduardo II, Ricardo II y el desdichado Enrique de Lancaster.

Will Hastings había respondido prontamente a la convocatoria de Eduardo, y sin pérdida de tiempo se reunió con ellos en el castillo de Nottingham. Los Woodville también habían partido deprisa, Anthony Woodville a sus fincas de Norfolk, el conde Rivers y su hijo John hacia Gales. Ricardo habría querido saber si Eduardo los había enviado fuera de Nottingham para protegerlos, pues eran los verdaderos blancos de la proclama de Warwick, o si habían huido por decisión propia. Pero no se lo preguntó a Eduardo; el único modo en que lograba aceptar a la reina de Eduardo consistía en abstenerse de hablar sobre los Woodville con su hermano.

Al cabo de tres semanas de ansiosa espera en Nottingham, Eduardo decidió marchar hacia el sur para reunir sus fuerzas con los ejércitos de los lores Herbert y Stafford, que estaban en camino. Habían llegado a la aldea de Olney esa mañana, se habían detenido para comer y beber mientras Eduardo enviaba exploradores para cerciorarse de que el camino estuviera despejado. Pronto regresaron con la inquietante noticia de que una fuerza numerosa avanzaba lentamente desde el sudoeste, y Eduardo decidió permanecer en Olney hasta confirmar esos escuetos informes.

Ahora estaba arriba con lord Hastings en la posada que había escogido como cuartel general, comiendo su primera comida en ocho horas. Ricardo estaba demasiado tenso para probar bocado, aunque no había ingerido nada salvo pan blanco y cerveza en un apresurado desayuno. Estaba en la calle, delante de la posada, preguntándose cómo la escena podía ser tan común, como si fuera un día cualquiera. Se volvió para regresar a la posada, y entonces empezaron los gritos.

Un jinete bajaba por la calle, fustigando a su montura con un frenesí que mereció la instintiva reprobación de Ricardo. Se paró a mirar. No era uno de sus exploradores, pero supo de inmediato que algo andaba mal, muy mal.

El jinete enfiló hacia la posada, dirigido por los gritos de varios aldeanos. En cuanto se acercó, Ricardo reconoció la insignia que usaba sobre el pecho, el emblema de lord Herbert. Se le aceleró el corazón, y también el pulso y la respiración. Cuando el jinete se apeó de la silla, Ricardo se aproximó, cogió las riendas del sudado animal.

– ¿Te envía lord Herbert? ¿Qué noticias traes?

El correo no era mucho mayor que Ricardo. No reconoció a Ricardo, pero sí la autoridad de su voz, y respondió sin titubeos.

– El camino del sur está bloqueado. Una hueste numerosa y bien armada. Casi tropecé con sus filas. -Estaba jadeando y se apoyó un instante en el extenuado caballo.

– ¿Quién la comandaba? -preguntó Ricardo.

– El arzobispo de York.

Ricardo contuvo el aliento. Cruzó una mirada con Rob Percy.

– Parece que mi primo ha resuelto cambiar la sotana por la coraza -dijo amargamente. Con esfuerzo, volvió a mirar al mensajero de Herbert-. ¿Qué hay de milord Herbert? ¿Cuándo llegará a Olney?

El joven ahora reconoció a Ricardo. Vaciló.

– Milord… él no vendrá -dijo-. Murió hace seis días. Lord Herbert y lord Stafford se toparon con los ejércitos de Robin de Redesdale y el conde de Warwick. Cerca de Banbury, en un sitio llamado Edgecot. Nuestras fuerzas fueron exterminadas, milord. Lord Herbert y su hermano fueron capturados. Warwick ordenó… decapitarlos, milord. Por luchar por su legítimo rey. Eso fue un asesinato. Vuestra Gracia, asesinato, no hay otra palabra…

Ricardo se quedó atónito. No podía creer lo que oía. No podía estar allí bajo el sol estival mientras un desconocido pronunciaba lo que podía ser una sentencia de muerte para él, para Eduardo, para todos ellos.

Vio que Rob Percy se le había acercado y lo observaba con ojos desencajados y temerosos. También vio otras caras; de pronto el patio estaba lleno de soldados atónitos, y todos lo miraban.

Tragó saliva, se obligó a hablar a pesar de su garganta seca.

– Será mejor que vengas conmigo. El rey querrá interrogarte.

Con el mensajero a sus talones, se dirigió a la entrada de la posada; la gente se apartó para cederle el paso. Pero una vez que estuvo dentro, ya no pudo contenerse. Giró hacia la escalera, subió tres peldaños por vez para irrumpir en la cámara de su hermano sin aliento. A Eduardo le bastó echarle una mirada para ponerse de pie con un juramento.


– ¡Ned, debes alejarte de aquí a toda risa! -Will Hastings estaba ceniciento-. ¡Ya, sin demora!

Ricardo coincidía con él, pero contuvo la lengua, aguardando la respuesta de su hermano. Eduardo había guardado un extraño silencio desde que Ricardo le había transmitido la noticia de Edgecot. Había escuchado sin interrupción mientras el mensajero describía la batalla, que había revelado falta de liderazgo por parte de Herbert y Stafford.

Según el correo, los ejércitos habían confluido por acuerdo previo en Banbury, pero allí riñeron por el alojamiento de las tropas. Stafford se exasperó tanto que retiró a sus hombres y continuó la marcha. Herbert estaba solo, pues, cuando el ejército de Robin Redesdale lo atacó por sorpresa. Luchó con bravura, pero cuando Stafford pudo acudir en su ayuda era demasiado tarde. Redesdale había vencido y Stafford tuvo que vérselas no sólo con Redesdale, sino también con el conde de Warwick, que llegó a tiempo para completar la destrucción de los dos ejércitos yorkistas. Hastings maldijo con rara virulencia al oír esto. Eduardo, sin decir nada, se acercó a la ventana y se quedó mirando el patio mientras se escapaban preciosos momentos.

– Ned, ¿me has oído?

Eduardo se volvió hacia la habitación.

– Sí, Will, te he oído. ¿Pero adonde quieres que vaya?

– De vuelta a Nottingham, al norte, hacia Fotheringhay. Cualquier parte, Ned, menos aquí.

– ¿De veras crees que llegaría a cualquiera de ambos sitios, Will?

– No lo sé. ¿Pero qué otra opción tienes? -Will se acercó al hombre más joven-. Tu reina sólo te ha dado hijas, Ned. Si mueres, Jorge de Clarence heredará la corona. El nuevo yerno de Warwick.

– Dime algo que no sepa, Will -respondió Eduardo con cierta aspereza.

Ricardo se mordió el labio hasta saborear sangre. Quería gritar que Will estaba equivocado, que Warwick no era capaz de semejante acto. No pudo.

Abrieron la puerta con tal violencia que todos se sobresaltaron. John Howard irrumpió en la habitación. Siempre tenía aspecto taciturno; ahora su rostro parecía una máscara mortuoria de alabastro, surcada por arrugas, grietas y huecos.

– Nuestros hombres están desertando -dijo sin rodeos-. Por veintenas. Todos saben que Herbert y Stafford fueron derrotados y que Neville se aproxima a Olney con un ejército que triplica nuestras fuerzas. Pocos están dispuestos a esperarlo.

Wül lanzó un juramento, pero Eduardo se encogió de hombros.

– ¿Quién puede culparlos? -dijo impávidamente.

– ¡En nombre de Dios, Ned! -Wül le clavó los ojos-. Nunca te he visto rendirte sin luchar. ¿Estás dispuesto a poner la cabeza en el dogal de Warwick? ¡Al menos podemos tratar de huir! ¿Qué tenemos que perder?

Ricardo estaba tan perplejo como Wül. Esto no parecía típico de Eduardo. Se acercó al hermano.

– Wül tiene razón, Ned -le murmuró con voz ronca de desazón-. Tratemos de ir hacia Fotheringhay… por favor.

Eduardo lo miró a los ojos, vio su desesperación.

– Tranquilo, muchacho. No tengo la intención de poner dócilmente el cuello en el dogal de nuestro primo, como lo expresa Wül. Pero no te dejes ganar por el pánico. Si quiero conservar la cabeza, necesito que Wül y tú conservéis la vuestra.

Ricardo asintió en silencio y Eduardo miró a Wül.

– La última vez que fuimos a cazar en Great Epping, en mayo… ¿recuerdas, Wül? Los sabuesos sacaron a un cervatillo de su escondrijo. Cuéntale a Dickon lo que le pasó.

Wül quedó desconcertado.

– Se paralizó de miedo, no corrió. Ned, no entiendo…

– Cuéntale qué hicieron los perros, Wül.

– Nada. Se pusieron a ladrar y a correr alrededor de él, confundidos.

Ricardo empezó a comprender.

– ¿Porque esperaban que el cervatillo huyera?

– Exacto, Dickon. Ahora bien, dime qué habría sucedido si el cervatillo hubiera tratado de escapar.

Wül también entendió.

– Lo habrían hecho trizas -dijo lentamente. Frunció el ceño, se inclinó sobre la mesa-. Ned, ¿qué tienes en mente?

Eduardo torció la comisura de la boca en una mueca que no era una sonrisa.

– Sobrevivir, Wül. Sobrevivir.

– Creo que nos convendría más intentar la fuga -dijo Wül, pero sin convicción.

Ricardo entendió perfectamente cómo se sentía; no se podía esperar que un hombre se entusiasmara con esa opción. Eduardo, que chapurreaba el español gracias a una muchacha española que había conocido en Calais, le había enseñado a Ricardo un dicho que le gustaba: «Entre la espada y la pared». A Ricardo también le había gustado. Hasta ahora.

Volvió a morderse el labio, sintió una punzada de dolor. Seguía pensando que la huida era el menor de dos males; por instinto siempre prefería la acción, aunque no fuera aconsejable.

Abrió la boca y Eduardo, que siempre adivinaba sus intenciones, sacudió la cabeza.

– No, Dickon. ¿De qué me servirías encerrado en la misma celda? Esperemos que nuestro primo el arzobispo te considere demasiado joven como para darte importancia, y que recuerde que Will es su cuñado. -Añadió, con tensa ironía-: Ojalá, Will, hubieras sido un esposo más afectuoso con tu Kate -dijo tensamente, y Will hizo una mueca que intentó en vano ser una sonrisa.

Ricardo miró a su hermano maravillado, admirando su glacial compostura, hasta que Eduardo cogió la jarra y al servirse derramó vino sobre la mesa y el suelo, con un pulso que no estaba tan firme como su voz.


Jorge Neville, arzobispo de York, sintió un nudo en el estómago al avistar la aldea de Olney. Tenía la visera alzada, pero el yelmo era sofocante. El sudor le humedecía el cabello; su túnica acolchada estaba empapada, y su aspereza era insoportable. No estaba acostumbrado a usar armadura, y se sentía encerrado y torpe. Ante todo, temía lo, que pudiera ocurrir en Olney.

En su incomodidad, buscaba alivio en la furia, una furia dirigida contra su hermano, que lo aguardaba en Coventry. Él no era soldado; Warwick tendría que haberse encargado de esto. Olvidaba que él mismo había sugerido esta misión, pensando que podía persuadir a Eduardo de rendirse sin luchar, cosa que no lograría Warwick, y mucho menos Jorge de Clarence.

Lo asustaba la idea de que Eduardo ofreciera resistencia. ¿Y si se negaba a rendirse? ¿Y si lo mataban en la inevitable violencia que estallaría? El arzobispo tenía plena consciencia de que el regicidio era un pecado mortal para la gente del común. No deseaba pasar a la historia inglesa como el sacerdote que había matado a un rey. Que Warwick tuviera ese dudoso honor, pensó hoscamente, si tal era su intención. No sabía qué se proponía hacer su hermano, ni quería saberlo. Pero sabía cómo reaccionaría Johnny si Eduardo moría siendo su cautivo. Johnny nunca lo perdonaría.

Se giró en la silla, pidió agua; se preguntó si los hombres eran consumidos así por la sed cuando combatían. Devolvió la petaca y clavó las espuelas en el flanco de la montura, que apuró el paso. Estaba desesperado por capturar a Eduardo a cualquier precio. No tenía opción. Habían ido tan lejos que no podían retroceder. Era imprescindible capturarlo.

Pero ante sus ojos seguía centelleando una imagen aterradora. Un Eduardo desafiante al que debían aprehender a punta de espada. Lo veía como si ya hubiera ocurrido, la lucha cuerpo a cuerpo, la calle de la aldea oscurecida por la sangre, la polvareda que levantaban los caballos encabritados. Eduardo era el rey de Inglaterra; si los hombres veían que lo llevaban a rastras como un truhán, ¿cómo reaccionarían? Maldijo a Eduardo por este trance, y también a Warwick; estaba demasiado agitado para pensar en la plegaria.

Su zozobra era tan grande que se sentía un poco enfermo cuando entraron en Olney. Las angostas calles estaban atestadas. Caras confundidas pero curiosas lo observaban. Los soldados de la Rosa Blanca de York se mezclaban con los aldeanos; no parecían confundidos ni curiosos, sólo atemorizados, y a veces hostiles.

Eduardo estaba en la puerta de la posada, flanqueado por Ricardo y Will Hastings, cuando el arzobispo ingresó en el patio. Hastings estaba huraño; Ricardo tenía la quietud tensa de un potrillo que afronta lo desconocido, tieso aunque el instinto le aconsejaba correr. Eduardo, en cambio, permanecía impasible; el arzobispo no lograba calar su expresión.

Frenó su montura, y la presencia de tantas personas en el patio no contribuyó a tranquilizarlo: aldeanos, soldados, incluso el cura de la parroquia. Eduardo había tenido la cautela de contar con espectadores para este encuentro. Con creciente inquietud, el arzobispo se preguntó por qué.

– Bienvenido a Olney, mi señor arzobispo.

– Vuestra Gracia es muy amable.

Su respuesta había sido un reconocimiento automático de la soberanía del rey, pero no sabía qué decir a continuación. Nunca había experimentado una situación semejante. No había recetas, pensó obtusamente, para capturar a un monarca. Se le ocurrió que debía pedir la espada de Eduardo, pero notó que Eduardo no portaba espada. Se quedó montado en su caballo en el patio de la posada, bajo los ojos de aldeanos intrigados y soldados alerta, y trató de dominar sus crispados nervios.

Eduardo avanzó, se detuvo junto al arzobispo. Estiró la mano, se puso a acariciar el pescuezo arqueado del caballo.

– Supongo que deseas que te acompañe, primo.

El arzobispo supo que Eduardo había reparado en su inmenso alivio. No le importaba.

– Sí -respondió rápidamente, pero conservando la presencia de ánimo para hablar en voz tan baja como Eduardo-. Sí, Ned, creo que sería aconsejable.

Eduardo lo miró fijamente y alzó la mano. Uno de sus hombres salió del establo con un caballo blanco y pendenciero. Al ver el asombro del arzobispo, Eduardo explicó:

– No vi motivos para demorar nuestro viaje. Sabía que no querrías detenerte en Olney.

El arzobispo asintió, negándose a creer que todo resultara tan fácil. Observó atentamente mientras Eduardo caminaba hacia su montura, temiendo que su primo se valiera de una jugarreta de última hora.

Eduardo cogió las riendas, y antes de montar miró por encima del hombro.

– No veo motivos para que nos acompañen lord Hastings y el duque de Gloucester, ¿no os parece? -preguntó, mientras los ojos de la multitud se volvían hacia Ricardo y Hastings.

– No, Vuestra Gracia, en absoluto -se apresuró a coincidir el arzobispo-. Lord Hastings y Su Gracia de Gloucester pueden permanecer en Olney si así lo desean.

Una vez que Eduardo hubo montado, dispuesto a marcharse de Olney por propia voluntad, el arzobispo se permitió un audible suspiro, comenzó a sentirse dueño de la situación por primera vez desde que había entrado en la aldea.

– No obstante, majestad, debo insistir en que el conde Rivers y sus hijos nos acompañen.

– Eso no será posible.

La afabilidad se desvaneció, suplantada por la tensión. El arzobispo olvidó la necesidad de fingir urbanidad.

– Mi señor -chilló-, no estáis en posición de decirme qué es posible o no.

Hubo murmullos entre los aldeanos. No les parecía un modo adecuado de dirigirse al rey, aunque el que hablaba fuera Su Eminencia, arzobispo de York y pariente del rey. Eduardo tensó los músculos de la mandíbula, pero habló con calma.

– Me interpretáis mal, mi señor arzobispo. Sólo quise decir que mi padre político y sus hijos no están en Olney. De lo contrario, ellos habrían aceptado de buen grado vuestra hospitalidad.

Por primera vez, se permitió un instante de emoción expresiva; una sonrisa tensa y amarga le torció la boca. El arzobispo lo miró de hito en hito.

– Con todo respeto, Vuestra Gracia, debo cerciorarme de ello.

Eduardo se encogió de hombros.

– Como gustéis -dijo, como restándole importancia, y aguardó sin inmutarse mientras los hombres del arzobispo pasaban junto a Ricardo y Hastings para entrar en la posada. Sólo entonces buscó la mirada de su hermano y el lord chambelán.

La posada se vació de golpe. La mayoría se apresuraban a seguir el avance del arzobispo y el rey por la aldea, observando hasta que los últimos soldados desaparecieron en la carretera que conducía al oeste, hacia Coventry.

Ricardo y Will Hastings permanecieron en silencio en el patio desierto. Ricardo aferraba la empuñadura de la daga, apretándola como si fuera un cabo de salvación. Aflojó la mano, y sintió en los dedos el cosquilleo de la sangre que volvía a circular. Los flexionó distraídamente y miró la daga como si reparase en ella por primera vez. Salió sin dificultad de la vaina, un arma bella y mortífera, de hoja delgada y empuñadura enjoyada, con la talla de un jabalí con colmillos.

Echó a correr, cruzó el patio y se dirigió al pozo de la aldea. No se detuvo, se inclinó y arrojó la daga a las honduras del pozo. El agua la devoró de inmediato, sin una onda. Mientras observaba, la superficie se alisó, de modo que nadie podía distinguir que algo la había perturbado.

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