Capítulo 16

Doncaster

Septiembre de 1470


Eduardo no podía dormir: rodaba sobre el vientre, se volvía sobre la espalda, golpeaba la almohada para ablandarla. Al rato desistió y se apoyó en los codos para escrutar la habitación a oscuras. Ardía una sola vela blanca, para dar suerte y luz, y los postigos estaban cerrados para protegerlo del insalubre aire nocturno. Discernía la silueta inmóvil de su escudero, tendido en un jergón junto a la puerta; el resuello suave y parejo indicaba un sueño profundo y benigno. Irritado, Eduardo pensó en despertarlo para compartir estas ingratas horas de ocio.

En poco tiempo estrías de luz surcarían el cielo, y él tenía que levantarse con el sol. Ese día esperaba juntar a sus tres mil hombres con los cinco mil que estaban al mando de su primo, Juan Neville, marqués de Montagu.

Era inusitado que Eduardo padeciera insomnio y desasosiego mientras otros dormían. La mayor parte de las noches dormía como un gato, sin la menor preocupación, pero no había sido así desde la semana pasada, cuando le habían anunciado que Warwick había desembarcado en el sur.

Todo septiembre una flota inglesa había patrullado la costa francesa. Pero a mediados de mes las tormentas habían barrido el Canal desde Dover hasta Honfieur. Una borrasca había desperdigado a los barcos y Warwick había aprovechado la oportunidad para burlar el bloqueo. Ya había pasado más de una quincena desde que la flota francesa había trasladado a Warwick y Jorge a Dartmouth.

Eduardo no era dado a lamentar lo que ya estaba hecho y olvidado. Sabía que no tenía motivos para reprocharse las medidas defensivas que había tomado ese verano, previendo el retorno de Warwick. Había hecho todo lo que podía. Aun así, lo carcomía la sospecha de que había hecho lo que Warwick quería que hiciera: ir al norte. ¿Qué papel, se preguntaba, había desempeñado Fitz-Hugh? ¿Un rebelde torpe y arrepentido? ¿O un señuelo exitoso?

Sabía que esas sospechas no le ayudarían a conciliar el sueño, pero no podía negar que él estaba más de trescientas millas al norte cuando Warwick desembarcó en Dartmouth.

Warwick había sido astuto al dirigirse a Devon, había que concederlo. Devon siempre había sido partidaria de Lancaster, y allí habían engrosado sus filas con lancasterianos recalcitrantes y otros descontentos. Y mientras él galopaba hacia el sur para interceptarlos, habían virado al este, hacia Londres.

En todo caso, sabía que Londres resistiría. Pero estaba seguro de que Warwick renunciaría aun a un trofeo como Londres para salirle al encuentro. Warwick era vanidoso, se consideraba el comandante más capaz desde que Enrique de Monmouth había triunfado en Agincourt. Eduardo no compartía esa opinión. Nunca había perdido una batalla y no temía a su primo. Warwick había sido aplastado en San Albano, había vacilado en Towton. No, el único soldado temible de la familia Neville era Johnny.

Recogió una almohada del suelo y la apoyó contra el cabezal. No había querido que fuera así. Pero esta noche estaba cansado y amargado y sólo deseaba terminar con ese asunto. Hacer lo que había que hacer. Era una lástima, pensó, que Margarita hubiera insistido en conservar a su hijo en Francia y no le hubiera permitido navegar con Warwick. Ansiaba llegar a una conclusión definitiva.

Cerrando los ojos, pensó en su esposa, que residía en la Torre de Londres, aguardando su confinamiento. Su hora se aproximaba; las comadronas decían que el bebé nacería quince días después de Todos los Santos. Eduardo estaba preocupado, pero no en exceso, pues éste sería el cuarto hijo en sólo seis años de matrimonio. Isabel paría sin dificultad, y nunca había sufrido la fiebre que se llevaba a tantas mujeres después del alumbramiento.

Le había dado tres hijas: Bessie, Mary y Cecilia. La tercera llevaba ese nombre para aplacar a su porfiada madre, que nunca había aceptado a Isabel, nunca le había perdonado esa boda de mayo en Grafton Manor. Tres bellas niñas. Nunca había compartido la decepción de Isabel ante sus hijas, nunca había dudado que ella le daría los hijos varones que un rey debía tener, y estaba seguro de que este vástago sería varón. Estaba seguro desde que ella había sentido los primeros movimientos del bebé en su seno. Y el cuatro siempre había sido su número de la suerte.

Se incorporó abruptamente, pues un ruido había rasgado el silencio de la noche. Voces estentóreas retumbaron en la antecámara, seguidas por sonidos sofocados que parecían cuerpos forcejeando. Eduardo se levantó, buscando su espada a tientas. Su escudero ya estaba en pie, y apartó el jergón mientras abrían la puerta con tanta violencia que el pasador se desprendió y cayó al suelo con estrépito.

Irrumpieron hombres que gritaban y maldecían, tropezándose entre sí, espada en mano. Pero la persona que intentaban detener ya estaba de rodillas ante Eduardo.

– Vuestra Gracia… -jadeó, recobrando el aliento, moviendo los hombros convulsivamente.

La habitación ya estaba alumbrada por antorchas, y la luz que caía sobre el rostro sucio y arrebolado le permitió reconocer a Alexander Carlisle, el sargento de sus juglares. Mientras Eduardo bajaba la espada, Carlisle logró hablar.

– Salvaos, Vuestra Gracia… Vuestros enemigos vienen a aprehenderos…

– Estás delirando -replicó Eduardo.

La noche era helada, pero el sudor caía como lluvia sobre el rostro de Carlisle; su jubón, desgarrado desde el hombro hasta el codo, estaba salpicado de manchas húmedas y oscuras.

– El enemigo… -insistió, como si no conociera otras palabras.

– ¿Quién, hombre? -preguntó Eduardo con impaciencia-. Warwick está a más de dos días de marcha de Doncaster. ¿Qué enemigos fantasmales has inventado…?

– No lo sé, majestad -osó interrumpir Carlisle-, pero los vi. Hombres armados, a sólo seis millas de distancia… y no son de York.

Eduardo cogió una antorcha, la acercó al rostro del hombre. Carlisle dio un respingo, pero sostuvo la mirada del rey, y Eduardo devolvió la antorcha al escudero. El hombre podía estar loco, pero su miedo era real.

Escrutó al círculo de hombres súbitamente silenciosos, encontró a una persona de confianza.

– Encárgate de esto. Si esta historia es cierta, habrá muchos fugitivos dirigiéndose a Doncaster. Encuéntralos e infórmame.

El hombre asintió, se arrodilló ante él y salió caminando de espaldas. Si era posible, el silencio era aún más absoluto, sólo interrumpido por la respiración entrecortada de Carlisle.

Se estaba enjugando sangre con la manga; le habían abierto un tajo en la mejilla en el afán de impedir su atolondrado ingreso en la cámara de Eduardo.

– Lo juro ante Dios Todopoderoso, Vuestra Gracia, he dicho la verdad.

Eduardo le creyó. Un instinto más fuerte que la razón le decía que Carlisle estaba en lo cierto. Mirando en torno, vio que esta creencia se reflejaba en la cara asustada de sus asistentes. El miedo que reinaba en la habitación era tangible, y ardería como paja seca, estallaría en un pánico que podía barrer todo su ejército.

Un hombre se hincó de rodillas.

– Oh Señor mi Dios -se puso a balbucear-, Tú que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros…

Los demás se agitaron, moviendo ojos temerosos en una contagiosa comunicación de este espanto desconocido, y Eduardo interrumpió la plegaria con un insulto virulento.

Afirmando su autoridad, esperó a que guardaran un sumiso silencio. Uno de sus escuderos rondaba en las cercanías con prendas en los brazos; una bota se deslizó de su mano vacilante, y casi aterrizó sobre el pie descalzo de Eduardo. Él hizo una mueca, reparando en su imagen incongruente: en cueros y espada en mano. Pero esta vez su sentido del humor no acudió en su auxilio.

– Llamad a Gloucester -rugió-. Y a Hastings… Despertad a los demás.


Eduardo miró a sus tres allegados: su hermano Ricardo, su cuñado Anthony Woodville, y su lord chambelán, Will Hastings. No podía imaginarse tres hombres más disímiles, aunque ahora compartían un semblante de aturdida aprensión. Tres pares de ojos -azul oscuro, verde claro, castaño-se clavaban en él con ansiedad.

Anthony se relamía los labios secos. Estaba pálido de miedo, pero Eduardo no lo culpaba por eso. Sólo un loco como Enrique de Lancaster afrontaba la espada con serenidad. Pero para montar al miedo era preciso tascar el freno; si le aflojabas las riendas, se encabritaba. Evaluó a Anthony de una ojeada, llegó a la conclusión de que aguantaría mientras los demás conservaran la cabeza.

Al observar a Will y Ricardo, encontró motivos de tranquilidad en sus rostros tensos y expectantes. Will estaba demasiado curtido, a los treinta y nueve años, para sorprenderse de cualquier acto humano o divino; aceptaría la derrota como un hombre, si era su destino. Y Dickon tenía la dichosa adaptabilidad de los jóvenes, demasiado atrapado en los actos del momento para reflexionar sobre el riesgo de una derrota y muerte inminentes.

– ¿Has confirmado la historia de ese hombre, Ned? -preguntó Will.

– Estamos esperando. -Avanzando un paso hacia la antecámara, dijo-: Mejor ordenemos que ensillen los caballos, por si acaso…

Ricardo, tironeando de la manga del jubón que se había puesto con urgencia, alzó la vista.

– Ya lo hice -dijo, y Eduardo asintió con aprobación.

– Bien hecho. Huelga decir… -Hizo una pausa, poniéndose alerta.

Ricardo llegó primero a la puerta, abriéndola mientras el correo de Eduardo entraba a trompicones. Y cuando pasó junto a Ricardo, duque de Gloucester y príncipe Plantagenet, sin siquiera saludarlo, Eduardo supo lo que diría.

– Corréis peligro mortal, majestad.

Eduardo tragó saliva, y tenía la boca tan seca que le costó hablar.

– ¿Quién me amenaza?

– Montagu -barbotó el hombre-. Se ha pronunciado a favor de su hermano Warwick… y su ejército está a menos de dos leguas, Vuestra Gracia.

No tendría que haberle sorprendido. Al aceptar la veracidad del relato de Carlisle, Eduardo había comprendido que sólo podía haber un ejército que estuviera en las cercanías de Doncaster. Pero se había negado a creerlo. Había verdades demasiado devastadoras para aceptarlas. Johnny. Cielo santo, ¿qué había hecho?

Nadie habló. Parecía que ni siquiera respiraban. Se obligó a volver la cabeza hacia sus compañeros. Vio que Ricardo y Will también habían sospechado la verdad. Sólo Anthony estaba estupefacto.

– ¿Montagu? -repitió con incredulidad-. ¿Cómo se atreve, Ned? Después de todo lo que hiciste por él…

Nadie le prestó atención. Will observaba a Eduardo. También Ricardo observaba a su hermano. Eduardo dio media vuelta para no afrontar esas miradas, tropezó con la cama. Johnny, nada menos que Johnny. Ese maldito título. Que Dios lo perdonara, tendría que haberlo previsto, tendría que haberse dado cuenta. ¿Qué sería de Isabel, de sus hijas, de los hombres que habían confiado en él? Will. Dickon. Dickon, que tenía diecisiete años, como Edmundo. Y era culpa de él. Él los había puesto en este trance, los había llevado a Doncaster para morir.

Nunca había estado tan cerca del pánico. Nunca había perdido la confianza en sí mismo, ni se había visto derrotado, ni los había dado a todos por muertos.

Perdió la noción del tiempo. El silencio parecía prolongarse una eternidad, no tenía principio ni fin. En realidad, sólo pasaron segundos. Sintió que le tocaban el brazo. Su hermano se le había acercado. Se volvió hacia el muchacho. Dickon tenía miedo. Se notaba en la rigidez de su postura, en los hombros encorvados, en su palidez. Demasiado aturdido para el dolor. Eso vendría después, si vivía el tiempo suficiente. Pero los ojos no vacilaban, lo miraban con firmeza. Los ojos de Edmundo, llenos de confianza.

Eduardo aspiró espasmódicamente, notó que le dolía respirar, como si hubiera recibido un golpe demoledor en el torso. Cuando habló, sin embargo, su voz era la de costumbre, no delataba el menor pánico.

– Nos ha tendido una trampa sumamente precisa. Siempre dije que Johnny era el auténtico soldado de la familia Neville. -Sólo él se sorprendía de que pudiera hablar con tanta mesura y distanciamiento. Para los demás, era lo que se esperaba de Eduardo.

– ¿Qué haremos? -preguntó Ricardo, con esa fe tranquilizadora que había visto en los ojos del muchacho.

También Will aguardaba su respuesta. Anthony, en cambio, había empezado a caminar, como si el movimiento pudiera detener la catástrofe inminente.

– ¿Qué podemos hacer sino luchar? -estalló al fin, sin poder contenerse-. Si reunimos a nuestros hombres…

Eduardo fijó la vista en su cuñado.

– Nos superan en número casi dos a uno -dijo, sin ocultar su desdén-. Más aún, ellos están preparados para luchar y nosotros no. Se nos abalanzarían mucho antes de que pudiéramos agrupar nuestras fuerzas. ¿No has oído que están a menos de seis millas?

Anthony se sonrojó. Se hizo otro breve silencio mientras asimilaban las nefastas implicaciones de las palabras de Eduardo.

– ¿Tenemos tiempo para retirarnos? -preguntó Will, observándolo intensamente, y puso cara de aflicción, pero no de sorpresa, cuando Eduardo negó con la cabeza.

– Nos aniquilarían -declaró-. Tanto si intentamos resistir aquí como si nos replegamos. No tenemos tiempo, la superioridad numérica es abrumadora y el ejército de Warwick sin duda está en marcha para cortarnos la retirada hacia el sur, -Hizo una pausa, examinando cada rostro-. Mi padre y mi hermano perecieron en Sandal porque acometieron contra una fuerza muy superior. Fue un acto arrojado, heroico, temerario… y fatal. No cometeré el mismo error. Ordenad a nuestros hombres que se dispersen. Que se desperdiguen a discreción. Y llamad a Will Hatteclyffe.

En pocos instantes, el médico y secretario estaba ante él, previendo su necesidad, ofreciendo papel y pluma. Con un movimiento del brazo, Eduardo despejó la mesa. Los otros observaron; sólo se oía el chasquido de la pluma. Se enderezó y le entregó el mensaje a Hatteclyffe, sin leerlo.

– Escoge un hombre de confianza y pídele que entregue esto a la reina. Que ella busque refugio en San Martín o Westminster. Mejor aún, llévalo tú mismo, Will.

– No me pidáis eso, Vuestra Gracia -graznó Hatteclyffe, embargado por la emoción-. Preferiría ir con vos… aunque fuera hasta el fondo del infierno.

Eduardo casi sonrió. Casi.

– No tan lejos, Will, por ahora. Por ahora será Borgoña.

Borgoña. Al decirlo en voz alta, cobró realidad. Sabía que el tiempo apremiaba, sabía que Johnny llegaría a Doncaster en menos de una hora. Pero por un instante permaneció inmóvil. Y luego, con esfuerzo, se levantó, evaluó el efecto que había surtido en sus compañeros.

Anthony estaba azorado. Will estaba pálido pero compuesto; gracias a Dios por Will, y por Dickon.

– Dios te guarde, muchacho -dijo abruptamente-. Esta será la segunda vez que buscas refugio en Borgoña.

Ricardo se había acercado a la ventana. Ahora que se sabía lo peor, esta espera le resultaba insoportable. Era un manojo de nervios, ansiaba actuar, largarse de allí. Esos momentos que Ned se había tomado para escribirle a Isabel habían durado una vida entera, y con cada minuto esperaba oír el griterío del ejército enemigo en el patio. Estaba demasiado aturdido para asimilar que ese enemigo era Johnny y que la fuga significaba el exilio en el extranjero. Sólo quería escapar de esa habitación, escapar de esa pesadilla en la que había caído en plena vigilia. Los postigos estaban cerrados con firmeza, y sus dedos no lograban moverlos; de pronto era crucial abrir la ventana, y tiró del cerrojo hasta que la madera vieja se astilló y cedió de mala gana.

Ante las sorprendentes palabras de Eduardo, viró para escrutar a su hermano. Titubeó, y al fin logró sonreír con un tímido gesto de indiferencia.

– Las viejas costumbres no mueren fácilmente, Ned.

La respuesta fue inesperada. Eduardo también esbozó una sonrisa, más convincente que la de Ricardo, pero que aún dejaba mucho que desear.

– Tampoco los hombres, hermanito -declaró-. Sugiero que cabalguemos como si en ello nos fuera la vida… Pues nos va la vida, ni más ni menos.


La mansión fortificada donde residía el rey de Inglaterra aún enarbola-ba el estandarte yorkista cuando Juan Neville entró en Doncaster. Pero el hombre que buscaba estaba a millas de distancia, corriendo hacia el este en plena noche mientras el cielo palidecía y se tornaba gris y brumoso.

Al llegar a la costa norte de The Wash, los yorkistas fugitivos confiscaron las naves que encontraron y se dirigieron a Lynn, una aldea pesquera de Norfolk. La legendaria suerte de Eduardo parecía haberlo abandonado; una inesperada borrasca castigó sus barquichuelos sin piedad y varios hombres se ahogaron. Eduardo apenas logró escapar de ese destino.

El 30 de septiembre desembarcaron en Lynn y, con varios centenares de simpatizantes leales, se agolparon en pequeños barcos pesqueros, abandonaron Inglaterra y pusieron proa a Borgoña. Era el martes 2 de octubre, festivo de los Ángeles de la Guarda, y hacía sólo veinte días que Warwick había desembarcado en Dartmouth. Ricardo cumplía dieciocho años.

Загрузка...